La principal razón contra el proyecto de decreto que tratará de regular las condiciones para el ejercicio de determinadas terapias naturales, y que estaría en la base de todas las alegaciones, es el mismo hecho de que se cite explícitamente en el mismo que la voluntad del Gobierno de la Generalitat de Catalunya es "la de reconèixer i regular l'exercici de les teràpies naturals com a activitats orientades al foment de la salut i al benestar de les persones”, así como que su finalidad sea la de “protegir la salut de les persones” y que ello se trate de conseguir mediante la regulación del ejercicio de unas cuantas terapias, escogidas no se sabe bien porqué ni en base a qué criterios, las cuales no han demostrado jamás su eficacia de forma clara en el tratamiento de aquellas patologías sobre las que dice actuar.

¿Cómo puede ser beneficioso para la salud pública regular de forma tan generosa unas prácticas ineficaces? ¿No será más bien un grave riesgo para la salud pública el proporcionar autoridad a una serie de personas poco preparadas que usan una serie de técnicas terapéuticas que jamás han demostrado que sirvan para nada?

Lo que importa a la salud pública, en realidad, es que hay terapias que curan y terapias que no curan. No hay terapias oficiales y alternativas. Y todas las que se demuestra que curan son siempre incorporadas por la medicina que en el decreto se llama oficial. Siempre.

Y sólo se sabe si unas curan de verdad o no lo hacen, mediante el cumplimiento de las mismas de una serie de protocolos y mediante la comprobación de su eficacia mediante una serie de ensayos clínicos controlados que se trata que sean lo más objetivos posibles.

Lo que será del mayor interés social no será tanto el defender un tipo de medicina en sí u otra (alopática u oficial —según se indica en el proyecto—, homeopática, acupuntura, ‘orientales’ u otras), sino tan sólo aquéllas que hayan podido demostrar de forma clara que realmente proporcionan beneficios para la salud pública, más allá de la fe de los que las ejercen o de los que las reciben, o de sus comentarios particulares, sin relevancia estadística.

No nos negamos a las novedades. La ciencia es eso, novedad continua. No nos negamos a nuevas terapias curativas, la medicina basada en la ciencia es eso continuamente. No se trata de defender privilegios ni de defender ningún tipo de medicina en concreto, sino sólo la que su uso esté acreditado que cura, y por acreditado nos referimos a estudios realizados en las condiciones debidas y que sean contrastables por otros equipos de investigación.

De hecho, como ya hemos dicho, se debe pensar que la medicina actual ‘oficial’, se basa en la búsqueda y demostración continua de mejores terapias, de fármacos con más posibilidades de actuación. No es un conocimiento estancado, fosilizado, como el de las terapias alternativas que se pretenden regular mediante este proyecto de decreto.

Los que las ejercen, al no poder probar lo que dicen, sólo disponen de la fe de sus clientes para curar (fe que en algún caso de alguna terapia es religioso, lo cual no deja de sorprender que se pueda admitir como válida en este proyecto, sin admitir que el resto de su religión sea la verdadera), ya que no pueden mejorar lo que hacen.

Criterios como la antigüedad de una terapia o la autoridad moral de quien primero la hizo servir, es una práctica felizmente retirada de la praxis médica en muchos países desde hace mucho tiempo, lo cual ha significado un notable crecimiento en la mejora de la calidad de vida de miles de millones de persona de forma objetiva y demostrable, así como un incremento notable en la esperanza de vida de la población de la mayor parte de países.

Otro problema que se ve es que, según parece querer indicar este decreto, en el fondo todo puede curar, ya que es meramente un problema filosófico o cultural.

Parece decirnos la comisión legisladora que ha elaborado el proyecto de decreto que todo cura si la filosofía que está detrás se acepta por médicos y pacientes, lo cual es un principio, como mínimo, altamente temerario, que está acreditado que no funciona. Siguiendo esta pauta, cualquier terapia sería posible e incluso actitudes tan nefastas como decir que el SIDA no es un virus o recomendar malas terapias curativas contra el cáncer u otras dolencias, sería bueno, si al tiempo se consigue cambiar la filosofía del paciente.

No deja de ser curioso que el curanderismo no se admita de momento, cuando tiene la misma calidad ‘científica’ que otras terapias que aquí sí se aceptan. El riesgo de aceptar éstas es similar al del curanderismo, ya que la práctica de las mismas no redunda en una mayor calidad en el servicio a la salud pública sino al contrario.

Permitir el diagnóstico a personas sin los debidos conocimientos médicos es otro de los graves riesgos en los que se incurre. Debería ser exigible una preparación mucho mayor ¿Cómo alguien con sólo práctica en terapias cuya utilidad no está demostrada será capaz de desviar a un tipo de medicina u otra a sus pacientes si ve que su tratamiento no funciona?

Otro problema serían las contradicciones. Se pide desinfección en los artículos 7 y 8, etc., lo cual es una cosa que dependería de una prácticas ‘occidentales’ y que no tendrían sentido en otras medicinas, ya que todo son energías, y no virus, bacterias, etc. ¿porqué deben desinfectar si no creen en las infecciones?

Esta normativa no sólo consagra el auge de pseudoterapias sin fundamento científico, sino que le aplica un paraguas institucional bastante sorprendente para este tipo de prácticas.

Para comprobar hasta que punto merecen poca confianza estas terapias vale la pena plantear algunas cuestiones ¿Se aceptarían bajas de trabajadores por desniveles energéticos, firmadas por algún práctico? ¿Lo admitirían en un juicio las aseguradoras? ¿Admitiría un juez en un juicio como experto en salud pública lo indicado por práctico sobre los desniveles energéticos o cuestiones religiosas como fundamento del comportamiento de éste? ¿Habrán seguros de responsabilidad civil para clientes insatisfechos con las prácticas de los prácticos? ¿Cómo se demostrará la eficacia o ineficacia de un tratamiento que jamás ha demostrado su eficacia?

De entrada, el texto recoge una división entre una “medicina oficial” (“convencional o alopática”, especifican) y un “resto de criterios denominados no convencionales, alternativos, naturales u holísticos”. ¿De dónde surge esta separación artificial y no fundada en datos científicos? Puramente de una situación de hecho, en la que muchas prácticas que carecen de avales consensuados entre los expertos en el tema utilizan el término de terapias naturales de cara al público, para tratar de avalar su bondad, lo que sería falso.

En el texto del proyecto se dice que existen “diversas maneras de entender la persona, el diagnóstico, la enfermedad y el tratamiento”, pero es absurdo pretender que cualquiera de ellas (o todas) son igualmente válidas y respetables hasta el extremo de configurar parte de la oferta de la sanidad pública y que por ser diferentes, ya las tenemos que aceptar.

Sólo aquellas teorías, diagnósticos y terapias que resulten eficaces en la curación de las enfermedades y en la mejora del estado sanitario de la población pueden ser consideradas útiles. Precisamente la historia de la medicina que el decreto denomina “oficial” muestra cómo se han ido incorporando cuantos avances han resultado eficaces en el tratamiento de la salud, y cómo sólo esta medicina (la medicina científica, la medicina a secas, realmente) es capaz de mantener un constante análisis crítico y una revisión de sus procedimientos y teorías.

El mecanismo de los sistemas científicos de investigación, publicación en revistas de referencia, sometimiento a la crítica y a la reproducción de los análisis por otros expertos independientes, además de la aplicación estricta en todos los pasos de una metodología clara y objetiva, es el que permite este progreso. Algo que no es sencillo, y que involucra, a veces, colaboraciones internacionales que buscan una “medicina basada en la evidencia” que está obligando a modificar no pocas terapias establecidas que se mantenían por motivos de conservadurismo unas veces y por intereses económicos otras.

Sería deseable, creemos que necesario, que cualquier decreto que incide en la salud pública apostara desde el primer momento por este tipo de criterios con base científica y no por aceptar cualesquiera criterios que “parten de una base filosófica diferente a la medicina tradicional”.

¿Se trata de hacer filosofía o de la salud pública? Realmente, el principal criterio que mueve a esta normativa es, además de un relativismo poco convincente, un criterio populista: el mismo texto reconoce que “se constata un incremento de la demanda de terapias naturales para la satisfacción de las necesidades de salud de la población”. Y a partir de ese éxito popular, que no científico, el decreto recoge otra tendencia, la de “integrar estas prácticas en los sistemas de salud, coexistiendo con la medicina convencional”.

Comentaba la consejera en la presentación que un 30% de los ciudadanos catalanes han usado alguna vez esas “terapias naturales”. ¿Y es esto lo que justifica que se incorporen a los sistemas de salud? Posiblemente un porcentaje similar de catalanes habrá usado alguna vez los servicios de un sacerdote, o de un futurólogo... ¿se deberían incorporar este tipo de “terapias alternativas” a la atención psicológica, simplemente porque son populares y confortan a sus clientes?

No es una cuestión demagógica, sino un aspecto fundamental que el organismo regulador catalán olvida de forma sorprendente. La constatación de la popularidad del amplio abanico en el mercado de la “medicina alternativa” es un paso necesario, pero no puede ser la justificación de un trágala como el que propone este proyecto de decreto catalán.

Tampoco lo justifica el hecho de que en otros países se haya permitido algo así, ni el que en el mismo seno de la Organización Mundial de la Salud haya un debate sobre el mismo asunto (un debate, fiero en los últimos meses, pero no una especie de general permisividad como parecen resumir los autores del proyecto).

Pensemos, sobre lo inútil de estas terapias, es que ninguna de ellas jamás haya sido prohibida en ningún procedimiento de lucha contra el dopaje en el mundo de los deportes. La falta total del efecto que describen los autores de las pócimas, ungüentos o diluciones hace que las mismas sea imposible prohibirlas por los efectos descritos por los ‘prácticos’ en ellas.

Otra curiosidad que afecta al mundo de las medicinas alternativas es que no importa lo que se diga ni quien lo diga, que todos los que las trabajan les dan el mismo valor por igual. Es decir, a los homeópatas no les importa estar con acupuntores, floristas de Bach ni ejecutores de otras ‘artes curativas’. Todo vale.

También es verdad que un cursillo de quince días y cinco años de no curar a nadie te acreditarán ahora como práctico, lo cual es una maravilla ¿Para qué estudiar medicina? Espero que la autoridad sanitaria permita a los pacientes (a partir de ahora se sería el único término lógico para los usuarios del mundo de la sanidad que ellos regulan), al menos, el derecho a elegir...

Luego está el hecho de definirse algunas de las terapias por conceptos religiosos. Es decir, dado que en una determinada religión se dice algo de algo, ese algo ya es bueno, por lo que parece según escribe el legislador. No se debe demostrar, parece decirnos. Aunque algunos usuarios no crean en Dios ni en dicha religión. No hay que probar nada, basta con saber que en una determinadas religión alguien alguna vez dijo que algo alguna vez le había dicho no se sabe bien qué.

No deja de ser curioso, por último, que se habla de un par de estudios, pero no de sus conclusiones, que es lo relevante. Pero quizás es lógico, ya que de hecho tampoco tienen en cuenta los otros estudios negativos hechos desde siempre desde la administración pública, ni tampoco los trabajos efectuados y publicados en contra de estas terapias en revistas médicas de prestigio y de ciencias en general, con editoriales claros, tal como veremos en los anexos II y IV.