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ace poco asistí a una conferencia en la que 

se promocionaban unos nuevos tomates 

como tratamiento para la tensión alta. ¿To-

mates que curan? ¿Alimentos milagro? El 

lector podría pensar que me he aficionado a las charlas 

de Pàmies y compañía, pero no, la ponencia se impartía 

en uno de los congresos científicos más reputados de 

mi área, la genética vegetal, y los más de cuatrocientos 

asistentes eran científicos expertos en mejora y gené

-

tica. Para comprender por qué en ocasiones la ciencia 

puede fallar de esta forma tan estrepitosa, conviene en-

tender cómo funciona el proceso científico.

Como idea general, podríamos describir la ciencia 

proponiendo que la misión del investigador es cons-

truir modelos de la realidad capaces de dar cuenta de 

los datos disponibles. Este énfasis en los datos, en las 

observaciones, ha constituido el fundamento del enor-

me  avance  científico  y  tecnológico  que  disfrutamos. 

El éxito ha sido incontestable: vivimos más de lo que 

nuestros abuelos podían soñar cuando eran niños, habi-

tan el planeta más personas que nunca y, los más afor-

tunados, disfrutamos de una gran calidad de vida. El 

progreso, por supuesto, no está libre de problemas, el 

impacto medioambiental y las desigualdades sociales 

son evidentes; el progreso, aunque ha sido enorme, no 

es inevitable ni lineal. No hemos alcanzado el nirvana 

ni creo que lleguemos a hacerlo, pero el avance ha sido 

claro, ha dependido de nosotros y, por lo tanto, somos 

nosotros los que hemos de decidir cuáles deben ser los 

próximos pasos. ¿Mi recomendación? Reflexionemos 

sobre qué ha funcionado y qué no.

La ciencia ha obtenido grandes éxitos, pero, ¿cómo 

lo ha hecho? Suele decirse que el secreto radica en su 

método: el método científico. A pesar de que en divul

-

gación y en muchos libros de texto se repite machaco-

namente esta idea del método, el consenso filosófico 

Cuando la ciencia

no funciona

José Blanca

Universitat Politécnica de València

¿Tomates con receta médica?

El problema aparece cuando quienes 

financian ignoran el conocimiento científico 

y quedan a merced únicamente de sus 

opiniones e ideologías

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es que los científicos no siguen una receta, no hay un 

protocolo que indique al investigador qué pasos debe 

seguir para llegar a una respuesta. Ni siquiera hay un 

método capaz de establecer de un modo completamen-

te objetivo qué hipótesis hemos de aceptar y cuáles re

-

chazar. Sí que es cierto que hay filósofos que aceptan la 

existencia de un método, pero no lo hacen en el sentido 

de un algoritmo, sino de una recomendación general: 

sé cuidadoso y sistemático en tus investigaciones, nada 

más.

Los laboratorios se parecen más al taller de un ar-

tesano que a una fábrica de salchichas sujeta a un es

-

tricto estándar ISO. El proceso es creativo, tengo que 

seleccionar, basándome en lo que veo, cuáles son las 

herramientas y los caminos que pueden conducirme a 

averiguar algo sobre las preguntas que me he plantea-

do. Esta necesidad de creatividad es uno de los motivos 

por los que celebramos a algunos grandes investigado-

res: porque son ellos los que han logrado ver más lejos 

que sus contemporáneos. Los avances no son creados 

por los burócratas y sus cuadernos pautados ni son ge-

nerados por sencillos algoritmos, se destilan a partir 

de una irresoluble tensión que mezcla pasión, rigor e 

inspiración.

Una de las consecuencias de esta falta de método 

detallado es que no tenemos un modo completamente 

objetivo de hacer ciencia ni de evaluarla, necesitamos 

de una comunidad de expertos que decida qué es buena 

ciencia y qué no lo es. El secreto no radica en el mítico 

método, sino en la comunidad, un ajetreado bazar en 

el que los científicos buscan colaboraciones, compiten 

entre ellos y discuten sus ideas.

Que no haya un método general y preciso no im-

plica que todo valga; tenemos herramientas estadísti-

cas, protocolos de laboratorio, reglas relativas al dise-

ño experimental, etc. Ningún científico dirá que uno 

más uno más uno es uno. La aritmética, como muchas 

otras reglas, debe ser respetada, pero estas normas no 

son suficientes. Una aplicación automática de estas he

-

rramientas solo conduce a una pobre imitación de la 

ciencia, a lo que Feynman comparó con los cultos de 

cargo, algo que puede tener un parecido estético y me-

todológico con la ciencia real, que presenta páginas lle-

nas de números y gráficas, pero que no es más que un 

trampantojo, una mascarada. Es más productivo pensar 

en las normas que sigue el científico, en sus protocolos 

y metodologías, como en las herramientas que confor-

man el taller del artesano, que como en un método pau-

tado; y por supuesto, siempre encontraremos artesanos 

con mayor o menor oficio. 

La clave de la ciencia reside en la comunidad, que 

es el árbitro final. Galileo propuso, pero la comunidad 

dispuso; Galileo apuntó su telescopio al cielo, descri-

bió maravillas y propuso una heterodoxia, la Tierra se 

movía, pero este movimiento era prácticamente inde-

tectable. Toda ortodoxia nace como una heterodoxia y 

es la comunidad la que la acepta como ciencia estable-

cida. Por otro lado, la mayor parte de las hipótesis aca-

ban siendo descartadas. En ciencia, equivocarse no es 

un problema, lo hacemos todo el tiempo. Se nos ocu-

rren muchas ideas, pero la inmensa mayoría no llegan 

muy lejos, las descartamos tras una somera inspección. 

Incluso muchas de las que se proponen a la comuni-

dad son tumbadas por esta sin compasión. Buscar pro-

blemas a las nuevas hipótesis es una de las funciones 

esenciales de la comunidad.

Imagen de Polina Tankilevitch en Pexels.

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El secreto del funcionamiento de las comunidades 

racionales no es nuevo, lo establecieron los filósofos 

clásicos: cualquier propuesta debe someterse a evalua-

ción comunitaria y las discusiones deben centrarse en 

las justificaciones dadas. Durante la Revolución Cien

-

tífica de la Edad Moderna, simplemente, se concluyó 

que cuando las justificaciones eran eminentemente em

-

píricas el avance era mucho más rápido.

Podría pensarse que, como Galileo tenía razón, su 

propuesta fue ciencia establecida nada más ser enun-

ciada por primera vez porque se correspondía con la 

realidad; pero esto sería equivocado. La realidad no 

habla por sí misma, ¿qué criterio, más allá de los ma-

nejados por los propios expertos, podría guiarnos? Es 

cierto que, de una forma u otra, el árbitro final debe ser 

el mundo externo, el propio fenómeno estudiado, pero 

no tenemos un acceso directo y completo a la realidad. 

Los datos provenientes del mundo externo constituyen 

una especie de oráculo que, habitualmente, solo los ini-

ciados pueden interpretar.

Sin embargo, la comunidad no ofrece garantías ab-

solutas. De hecho, el proceso científico en ocasiones 

falla y la responsabilidad siempre recae en ella: en el 

caos organizado que la anima. Podría pensarse que los 

científicos estudian el cosmos con el único afán de en

-

tenderlo. Puede que Henry Cavendish, el físico y quí-

mico inglés, sea el ejemplo más puro de búsqueda del 

conocimiento por el conocimiento; le importaba tan 

poco cualquier otra cosa que ni se molestaba en publi-

car. Pero esto no es común, uno de los incentivos prin-

cipales de los investigadores es el prestigio, por eso 

hay tantas disputas por la precedencia. Además, con la 

profesionalización de la ciencia en el siglo 

xix

 apareció 

otra motivación todavía más poderosa: la financiación. 

El futuro de la investigación y, en muchos casos, la pro-

pia carrera del investigador y del personal a su cargo 

dependen de la concesión de unos fondos muy dispu-

tados y eso puede sesgar notablemente las discusiones 

comunitarias. Además, recordemos que normalmente 

las entidades financiadoras son instituciones externas a 

las comunidades científicas, que suelen tener objetivos 

que van más allá del mero estudio del cosmos.

 Estas inquietudes, como las de curar enfermedades 

o generar energías más sostenibles, pueden ser muy 

loables, pero son ortogonales a la búsqueda del conoci-

miento y, por si fuera poco, por obvio que resulte, he-

mos de recordar que los no-expertos no son expertos. Y 

es que quienes deciden sobre la financiación suelen sa

-

ber mucho menos sobre los proyectos que van a finan

-

ciar que los investigadores que los llevarán a cabo. Es 

normal que los objetivos de las organizaciones finan

-

ciadoras estén de acuerdo con las políticas de los esta-

dos y las empresas, ya que esta  financiación tiene que 

repercutir en la sociedad. El problema aparece cuando 

quienes financian ignoran el conocimiento científico y 

quedan a merced únicamente de sus opiniones e ideo-

logías. Por último, no hay que olvidar que los científi

-

cos también tienen ideologías que pueden influirlos de 

distintos modos.

Estos sesgos pueden distorsionar gravemente el de-

bate comunitario; veámoslo con un ejemplo concreto. 

Volvamos a los tomates y los alimentos funcionales: 

¿Qué es un alimento funcional? Buena pregunta. Según 

cuándo y a quién le preguntes puedes obtener distintas 

respuestas,  por  ejemplo:  un  alimento  especialmente 

nutritivo o un alimento que contribuye a curar una en-

fermedad. La primera respuesta es extraña, ¿un tomate 

enriquecido en vitamina C es más funcional que una 

naranja común, que tiene más vitamina C? Pero el pro

-

blema principal lo tenemos con la segunda acepción 

del término: ¿alimentos que curan?

En el mundo escéptico tenemos mucha experiencia 

con  vendedores  de  bálsamos  de  fierabrás.  ¿No  están 

haciendo lo mismo los científicos? Es posible que al

-

gún lector piense que no puede ser, que dentro de una 

comunidad científica no se puede estar vendiendo la 

En el mundo escéptico tenemos mucha 

experiencia con vendedores de bálsamos 

de fierabrás. ¿No están haciendo lo mismo 

los científicos? Es posible que algún lector 

piense que no puede ser

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idea de que un tomate nos vaya a curar. ¿Sin control 

de la dosis administrada ni prescripción o evaluación 

médica? Pero sí, por desgracia estas cosas ocurren ha-

bitualmente.

En  el  caso  del  tomate  milagroso,  el  científico  se 

refería a unos frutos enriquecidos en GABA (ácido 

γ-aminobutírico)  creados  utilizando  CRISPR,  la  he

-

rramienta genética de moda. Entre los muchos efectos 

fisiológicos del GABA se encuentra, efectivamente, el 

de bajar la tensión arterial, y entre los vendedores de 

fierabrás esta molécula se promociona como un reme

-

dio natural para combatir la hipertensión y el estrés.

¿Cómo es posible que en un congreso de expertos 

en genética se promocione la idea de que los alimentos 

pueden curar? Una sustancia, como el GABA, admi-

nistrada por un médico a un paciente concreto y con 

una dosis determinada puede ser una gran herramienta 

médica, pero, ¿un tomate? ¿Cuántos frutos hemos de 

comer? ¿Quién ha de hacerlo y quién no? ¿Cómo pue-

de determinar el consumidor la cantidad de GABA en 

distintos frutos? ¿Quién y cómo va a controlar el efecto 

y las posibles interacciones con otros medicamentos? 

¿Debería exigirse una prescripción médica para ir a la 

frutería? Estas son preguntas que los escépticos hemos 

planteado miles de veces.

En ocasiones similares me había callado, pero en 

este congreso, seguramente espoleado por el ejemplo 

de la comunidad escéptica, levanté la mano y pregunté 

lo obvio: «¿No está usted preocupado por el efecto que 

pueda tener lanzar al mercado un tomate capaz de afec-

tar a la tensión arterial sin control médico alguno?», 

La respuesta del investigador me sorprendió mucho. 

«No, no me preocupa —me dijo— porque, en reali

-

dad, la cantidad de GABA es tan baja que tendrías que 

comer kilos para que te afectase, simplemente vamos 

a utilizar la idea del tomate que cura para vender más 

y, de paso, promocionar la tecnología CRISPR entre el 

público».

Sí, así es, un científico admitiendo sin rubor fren

-

te a cuatrocientos expertos que está engañando al pú-

blico deliberadamente y que, además, no es el único, 

puesto que los alimentos funcionales son muy popula-

res en la comunidad de los mejoradores genéticos. Se 

aprovechan del terreno gris que existe entre la mejora 

nutricional y la idea intuitiva de que la comida puede 

curar para vender la moto al público. La literatura y los 

congresos profesionales están llenos de antioxidantes, 

GABA y otros timos dignos de trileros. La diferencia 

es que los científicos pueden aprovecharse del presti

-

gio de la ciencia con mayor eficacia que quienes hacen 

pseudociencia.

¿Por qué se investigan estas cosas? Puede que en 

algunos casos los expertos de mi área no sean cons-

cientes de la estupidez médica que están planteando, 

pero en otra ocasiones, como acabamos de ver, saben 

perfectamente que están engañando. ¿Por qué lo ha-

cen? Hemos de entender que la ciencia es cara y que es 

financiada por instituciones que, en muchos casos, son 

presas fáciles de estos errores típicos. ¿Por qué habrían 

de ser los políticos y los responsables del Ministerio o 

de la Unión Europea diferentes del resto de la sociedad 

que representan? No son expertos en todas las cien-

cias, ni siquiera me atrevería a pensar que sean más 

escépticos que el resto de la sociedad. Pero deciden 

sobre la financiación sin salvaguardas especiales para 

evitar caer en los mismos errores que todo el mundo: 

los alimentos pueden curar, lo natural y lo tradicional 

es bueno, etc.

Al final nos encontramos con comunidades cientí

-

ficas sesgadas por la necesidad de conseguir recursos, 

comunidades que para seguir investigando terminan 

engañando a la sociedad que las financia. Los investi

-

gadores deberían obedecer la máxima deontológica de 

buscar y exponer la verdad, pero claro, la tentación del 

dinero hace que estos elevados deberes socráticos sean 

olvidados. Ya lo dijo Platón: cuando uno tiene el dinero 

en mente se convierte en un sofista y el conocimiento 

sufre. La presión por la financiación de los equipos de 

investigación es enorme y la tentación, difícil de evi-

tar. Explicar a quien te paga que está equivocado no es 

el camino más recto para ganarse su favor. Este es un 

dilema tan antiguo como la propia ágora. Criticar tiene 

un coste, recordemos el destino de Sócrates. Además, 

si no participas en el juego será más difícil que te fi

-

nancien y, por lo tanto, puede que pierdas tu grupo de 

investigación y tu futuro como investigador. Hay una 

cierta  selección  artificial,  unos  incentivos  perversos, 

que favorecen la mala ciencia. Es más difícil conseguir 

dinero diciendo que tus tomates no curan nada que afir

-

mando lo contrario.

Las comunidades científicas deberían valorar la crí

-

tica racional por encima de cualquier otra considera-

ción, pero poderosos caballeros son el prestigio y la 

financiación. Sin embargo, la responsabilidad del cien

-

tífico es mayor que la de cualquier otro miembro de la 

sociedad porque el público general, por muy buenos 

motivos, confía en la ciencia y concede a la palabra del 

investigador un valor especial que no debe traicionar.

El resultado no suele ser que se acabe aceptando 

como ortodoxia incontestable algo completamente 

erróneo, los tomates con GABA nunca serán acepta-

dos como un método serio y general para controlar 

la tensión arterial. Pero el proceso de generación de 

conocimiento,  sin  duda,  pierde  eficiencia,  por  ejem

-

plo consumiendo los limitados recursos dedicados a 

la investigación, embarcando a los investigadores en 

discusiones absurdas que les hacen perder el tiempo, y 

confundiendo al público enormemente; un público que 

puede acabar cansándose y perdiendo la confianza en 

nosotros.