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E

n su libro 

Por qué creemos en mierdas

, Ra-

món Nogueras

1

 dedica un capítulo entero a 

la conspiranoia, esas creencias que engloban 

grandes elucubraciones (que no teorías) de la 

conspiración, según las cuales todo o parte de lo que 

sucede en el mundo está en realidad cuidadosamente 

medido y controlado por alguna élite global, ya sean 

los illuminati, los masones, los judíos, los jesuitas, los 

reptilianos que viven en centro de la tierra hueca, o 

bien una contradictoria mezcla de algunos de estos 

grupos con otros. El límite solo está en la imaginación 

del conspiranoico de turno. La gente que cree que 

las fuerzas del mal, a través de la vacunación, quie-

re controlarnos «con un 

chis

» no es distinta a la que 

cree que la llegada a la Luna fue todo un montaje de 

Stanley Kubric, la que cree que el atentado del 11 de 

septiembre fue provocado por los Estados Unidos y 

no hubo aviones involucrados, o la que cree que en la 

Alemania del Tercer Reich no hubo ningún genocidio; 

la que cree que la Tierra es plana y está cubierta por 

un domo de algo parecido al zafiro; la que cree que los 

nazis tienen bases militares secretas en la cara ocul-

ta de la Luna, la que cree que la actual pandemia de 

SARS-COV-2 está provocada por un virus creado en 

un laboratorio (o que ni siquiera existe el virus, o, más 

allá, que ni siquiera existe la pandemia), o la que cree 

que la nieve es de plástico. Todos tienen lo mismo en 

común: creen, en palabras del propio Nogueras, que 

«una o más fuerzas malignas y secretas de una clase 

y otra lo controlan todo en secreto», y están detrás de 

un «nuevo orden mundial».

Uno,  que  aún  es  joven,  ha  visto  —y  discutido— 

con multitud de personajes de lo más variopinto, que 

defendían teorías de lo más locas. En una ocasión 

un hombre me dijo que la llegada a la Luna en 1969 

había sido imposible porque no existía la tecnología 

para llegar hasta allí, y cuando, rato después en la 

conversación, le expliqué cómo funcionaba la radio-

goniometría y por qué los soviéticos sabían que las 

emisiones de las misiones Apolo venían de la Luna 

y no de otro sitio, y que por tanto, no se la estaban 

colando, me contestó que seguro que tenían algún tipo 

de tecnología secreta que pudiera hacer que se emitie-

ran cosas desde la Luna para engañar a los soviéticos. 

No fue consciente de la contradicción que había en su 

argumentación, tal vez porque habían pasado más de 

diez minutos desde que él dijera que estaban tecnoló-

gicamente demasiado atrasados, así que tuve que indi-

cárselo. «¡Claro que tenían una tecnología para emitir 

señales desde la Luna!», le dije yo. «La que llevaron 

Michael Collins, Edwin Aldrin y Neil Armstrong en el 

Apolo 11». No negaré que disfruté al mostrarle la di

-

sonancia cognitiva que confrontaba la imposibilidad 

de llegar a la Luna por no tener tecnología suficiente 

con la posibilidad de disponer de tecnología super-

secreta y superavanzada para hacer algo que hubiera 

sido más difícil.

En mis pocos años de vida —no llevo más de 15 o 

16 años metido en esto de discutir bulos y conspira-

noias— he conocido desde gente que creía que el virus 

del VIH eran naves espaciales con gente dentro —so-

metidos a un proceso de miniaturización, al más puro 

El riesgo sobre la

 

conspiranoia

Álvaro Bayón

ARP-Sociedad para el Avance del Pensamiento Crítico

El pensamiento conspiranoico:

una forma de pensamiento mágico aplicado a los sistemas sociales

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estilo 

Innerspace

— hasta personas que creían en cua-

tro astrologías distintas a la vez (la celta, la china, la 

mesopotámica y la maya), pero no sabían nada sobre 

la numerología. Recuerdo nítidamente aquella con-

versación en concreto. No negaré que también aquella 

vez disfruté haciendo con ella un ejercicio bastante 

sencillo de numerología, usando solo un poquito de 

efecto Forer y lectura fría, que dejó a mi interlocutora 

con la boca abierta. Le pregunté su nombre, su fecha 

de nacimiento y algún dato más, eché varias cuentas 

inventadas en un papel y de allí saqué varios números. 

No recuerdo ya cuáles eran, pero tanto daba, me lo es

-

taba inventando todo. Al final le dije algo como esto; 

hablo de memoria y los números me los invento, pero 

venía siendo algo así:

«

Que aparezca el cuatro, que es el número de la 

espiritualidad, en tu fecha de nacimiento, me indica 

que eres una persona profundamente espiritual, que 

considera  que  hay  mucho  más  en  el  mundo  aparte 

de lo que se puede ver, tienes unas creencias firmes  

y unas convicciones claras. El número 6 de la duda 

aparece  en  tu  segundo  apellido,  eso  significa  que, 

aunque a veces te planteas si estás equivocada, termi

-

nas buscando la solución. El número 8 en tu nombre 

propio me dice que no te fías de los métodos oficiales 

y acudes siempre que puedes a opciones alternativas. 

Que aparezca el número 7 en varios lugares distintos 

me  dice,  además,  que  confías  en  los  conocimientos 

ancestrales sin importar de donde vengan. Y te diría 

además… que comes solo comida ecológica

».

Acerté  en  todo.  No  era  difícil.  Pero  es  que  todo 

eso me lo había dicho ella antes, o lo había deducido 

a partir de cosas que me había dicho ella antes. Era 

MUY  obvio  que  era  una  burda  manipulación.  Muy 

burda. Fue en esa ocasión cuando pude ver con mis 

propios ojos un ejemplo vivo de aquello que tantas 

veces había oído, y que tan bien expresa Luis Alfon-

so Gámez en 

El peligro de creer

2

: «

Cuando alguien 

suspende el espíritu crítico ante banalidades como la 

güija o la telequinesia, es más fácil que también lo 

haga ante afirmaciones peligrosas, como que el VIH 

no causa el sida y que las vacunas causan autismo

».

A aquella mujer, tras dejarla ojiplática con un co-

nocimiento profundo acerca de sus mayores secretos, 

que en realidad no había sido más que devolverle 

edulcorada toda la información sobre ella misma que 

me había dado previamente, mezclada con algunas 

deducciones lógicas y un puñado de afirmaciones va

-

gas y generales disfrazadas de concretas y precisas, le 

dije que todo lo que le había dicho era mentira.

Por algún motivo, yo pensaba, en mi dulce inocen-

cia, que si le demostraba que era capaz de engañarla 

con algo tan burdo y evidente como decirle a alguien 

que creía en cuatro horóscopos distintos a la vez (in-

cluso aunque fueran contradictorios) eso de «

confías 

en los conocimientos ancestrales sin importar de don

-

de vengan

», podría plantar la semilla de la duda en 

ella. Pero me temo que no lo conseguí. Se fue conven-

cida de que yo podía hacer algún tipo de magia adivi-

natoria con los números, y que solo estaba intentando 

decirle que era mentira para no contarle mi oscuro y 

mágico secreto. Vamos, una conspiración.

Foto de Lukas en Pexels

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Hay un aspecto que llama particularmente la aten-

ción, y es que el tipo de pensamiento mágico que hay 

tras las elucubraciones conspirativas establece un es-

cenario que, en realidad, es absolutamente irreal. La 

base de las elucubraciones conspirativas es que todos 

los sucesos sociales están cuidadosamente medidos 

por algún tipo de élite, ya sea un grupo de reptilianos, 

un  filántropo  capitalista,  un 

lobby

 inexistente o, yo 

qué sé, Hollywood. En ocasiones, las conspiraciones 

que plantean requieren cientos, miles o millones de 

personas y, por supuesto, que todas ellas funcionen de 

forma coordinada sin que nadie se vaya de la lengua. 

Conciben un escenario idealista de la sociedad como 

si todo funcionase perfectamente, con la precisión de 

un reloj suizo, y que tras ella hay un relojero dándole 

cuerda y engrasando los engranajes y un montón de 

gente que conoce ese reloj y no dice nada.

La realidad es muy distinta. Las conspiraciones 

reales, que las ha habido y seguro que hay, cuantas 

menos personas las conocen, más éxito tienen. The 

Pierces dicen en su canción «Secret» que «

dos pueden 

guardar un secreto si uno de ellos está muerto

». Una 

conspiración que requiera de la perfecta coordinación 

de todos los científicos del mundo para ocultar una 

supuesta milagrosa cura contra el cáncer, o que los di-

nosaurios no existen, se desmoronaba en el momento 

en que un puñado de ellos abriese la boca y enseñase 

las pruebas —que de ser cierto, las habría—. Cada 

persona es un mundo con sus particularidades, y las 

interacciones entre esas personas conforman un eco-

sistema extraordinariamente complejo, dinámico, que 

sí, puede tener tendencias definidas, pero que desde 

luego no obedece a esa idea de coordinación perfecta 

que los 

elucubracionistas

 de la conspiración conci-

ben.

Vamos, que el pensamiento conspiranoico no es 

más que una forma de pensamiento mágico aplicado a 

los sistemas sociales.

Recientemente, la investigadora Karen M. Dou-

glas, de la Universidad de Kent

3

, publicó un muy inte-

resante artículo en el 

Spanish Journal of Psychology

En él nos explica que si bien se conocen bastante bien 

los fundamentos psicológicos que subyacen tras las 

creencias en elucubraciones conspirativas —lo sien-

to, pero me niego y me seguiré negando a llamar a 

eso 

teorías

—, las consecuencias no son tan fáciles de 

comprender. El artículo plantea la posibilidad de que 

haya varias consecuencias positivas; sin embargo, en 

unas pocas líneas nos quita esa venda de los ojos. Y es 

que cuando se trata de evaluar la relación entre los be-

neficios y los perjuicios, tal parece que las consecuen

-

cias negativas, tanto a nivel psicológico como social, 

ganan el órdago. 

La primera de las consecuencias que el artículo 

cita es tal vez la más obvia. La gente que se expone a 

las conspiranoias se hace más crédula. Parece obvio, 

pero esto tiene un matiz interesante. Y es que, cuan

-

do comparas personas que han estado expuestas a las 

argumentaciones —por muy absurdas y falaces que 

sean— en torno a la gran conspiración de Neil Arm

-

strong con personas que nunca han estado en contac-

to con esas ideas, resulta que hay claras diferencias 

en cuanto a la capacidad de analizar críticamente esa 

situación. Quienes han leído la elucubración conspi-

rativa tiende a creer con mayor facilidad que hay una 

conspiración que aquellos que no la han leído nunca.

Quizá al revisar el fenómeno terraplanista esto se 

vea de forma muy evidente. Hace diez años, cualquie-

ra que pensara que hay gente por ahí que cree que 

la Tierra es plana habría dicho «imposible, no puede 

haber gente tan absurdamente idiota», y sin embargo, 

hoy la creencia terraplanista ya ha ocupado el nicho 

ecológico que antes llenaba la homeopatía a la hora de 

buscar ejemplos cuando queremos hacer la analogía 

para una idea demasiado estúpida.

Quizá lo peor, y es algo que también destaca la in-

vestigadora, es que quien sufre ese cambio de actitud, 

de no plantearse la existencia de conspiración alguna 

a plantearse que puede haberla, no se da cuenta de que 

ha sufrido ese cambio. Hay una especie de borrón y 

cuenta nueva. A tal punto de que, para la víctima, la 

idea de la conspiración puede ser tan obvia que llega a 

pensar que los demás están locos o son estúpidos por 

no darse cuenta.

Los pensamientos conspiranoicos tienen un impac-

to muy real en las actitudes de las personas. Según la 

En  ocasiones,  las  conspiraciones  que  plantean 

requieren cientos, miles o millones de personas y, 

por supuesto, que todas ellas funcionen de forma 

coordinada sin que nadie se vaya de la lengua

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investigadora, otra de las consecuencias es la polari-

zación extrema, tanto en general como específicamen

-

te a nivel político. Creer que hay una manipulación 

electoral masiva a través del voto por correo puede 

influir en los resultados de unas elecciones; si un par

-

tido político difunde ese bulo, hace a la gente que le 

escucha más susceptible de creérselo. Luego, la gente 

que se ha creído el bulo, que es seguidora de ese parti-

do, evita votar por correo, para que no le manipulen su 

papeleta, claro; esto hace que el voto por correo apa-

rezca sesgado en contra de ese partido (porque nadie 

que les vota lo ha hecho por correo), se convierte en 

una profecía autocumplida… que a su vez, alimenta 

de nuevo al monstruo del bulo. Y la teoría de la cons

-

piración se consolida. 

Por supuesto, si esa conspiración es cierta, también 

debe de ser cierta esa otra según la cual el 

lobby

 gay 

quiere convertir en homosexuales a nuestros hijos en 

el colegio, y para evitarlo es necesario imponer un 

veto parental. Y claro, la conspiración de los ecolo

-

gistas sobre el cambio climático también debe de ser 

cierta. 

Quizá uno de los problemas más destacados sea 

el social. Creer en conspiranoias afecta a la vida so-

cial de quien lo cree. Se convierte en víctima de sus 

propias creencias, puede llegar a alejarse de sus seres 

queridos, bien porque él mismo crea que los demás 

son unos necios por no darse cuenta de lo que para 

él es evidente, o bien porque estos terminen hasta los 

cuernos de sus tonterías y le dejen de lado. Buscará 

círculos de gente que esté de acuerdo con él, y cuan-

do encuentre ese grupo de Telegram donde se siente 

acogido, descubrirá que sus integrantes tienen muchas 

otras teorías conspirativas más, cada una más loca que 

la  anterior. Y  se  las  seguirá  tragando,  llegando  con 

esa presión grupal, si tiene mala suerte, a esa espiral 

sectaria,  pero  nunca  de  golpe  sino,  como  Nogueras 

dice en su libro, «paso a paso». Porque la persuasión 

funciona de forma gradual, no repentina. Uno no se 

levanta un día creyendo que la Tierra es plana. 

Los pensamientos conspiranoicos llevan no solo a 

cambios en tendencias políticas, ideológicas o socia-

les, sino a negacionismos directos del conocimiento 

histórico y científico. Eso puede llevar a la víctima —

porque es lo que es— a tomar decisiones inadecuadas, 

por ejemplo, en cuanto a la gestión de la salud. Y que 

haya gente que prefiera exponerse al riesgo de sufrir 

una grave enfermedad solo para que no le inyecten 

una vacuna con la cual «las fuerzas del mal quieren 

controlarnos con un 

chis

» es en realidad un proble-

ma de salud pública. Las conspiranoias pueden matar. 

Y de hecho, matan. Las más de 900 personas que en 

1978 bebieron el 

Kool-Aid

 lo atestiguan.

Querría concluir esta reflexión con la misma con

-

clusión que expone Karen Douglas en su artículo:

«Las “teorías de la conspiración” están asociadas 

con  una  variedad  de  consecuencias  negativas  para 

el compromiso político, el compromiso climático, la 

confianza en la ciencia, la adopción de vacunas, el 

comportamiento  cívico,  el  comportamiento  relacio

-

nado  con  el  trabajo,  las  relaciones  intergrupales  y, 

más recientemente, la respuesta a la COVID-19. Un 

desafío importante para los investigadores es apren

-

der a lidiar con las teorías de la conspiración y sus 

efectos adversos».

Yo seguiré luchando contra ello. Contra los charla

-

tanes y embaucadores que difunden todos esos bulos 

y la desinformación que llevan a esa conspiranoia. Y 

también contra aquellos mercenarios que mancillan el 

nombre de la ciencia dando alas a los charlatanes y 

embaucadores.

Las conspiranoias pueden llegar a costar vidas hu-

manas. Poca broma.

Notas:

1 Ramón Nogueras (2020) 

Por qué creemos en 

mierdas: cómo nos engañamos a nosotros mismos

Ed. Kailas.

2  Luis Alfonso Gámez (2015) 

El peligro de creer

Ed. Léeme

3 Douglas, K. (2021). Are Conspiracy Theories 

Harmless? 

The Spanish Journal of Psychology

, 24, 

E13. doi:10.1017/SJP.2021.10

Para la víctima, la idea de la conspiración 

puede ser tan obvia que llega a pensar que 

los demás están locos o son estúpidos por 

no darse cuenta