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Introducción
Cuando se habla de los comienzos del escepticismo
activo, de inmediato nos vienen a la mente los pasa-
dos años setenta, con nombres como Carl Sagan, Paul
Kurtz o James Randi. También habrá quizá quien se
remonte bastante más atrás, hasta la Ilustración del si-
glo
xviii
o incluso el empirismo del
xvii
, aunque casi
siempre para señalar filósofos franceses e ingleses.
Quizá no muchos sepan que en esa época hubo un
español empeñado en combatir la superstición y las
creencias infundadas más comunes: el monje bene
-
dictino Benito Jerónimo Feijoo (Casdemiro, Oren
-
se, 1676-Oviedo, 1764). A esta labor dedicó buena
parte de su vida desde el convento ovetense de San
Vicente (por ello renunció incluso a un obispado en
América), mediante una larga serie de ensayos (por
entonces llamados
discursos
), dirigidos no a círculos
eruditos sino al común de las gentes. Veía una nación
ignorante, abandonada y supersticiosa («gotosa», de-
cía), y emprendió una campaña en pro de la ciencia
moderna, el empirismo y el escepticismo frente a los
absurdos que vertebraban buena parte de la vida de la
época; «poner ejemplos de cuán expuestas viven al
error las opiniones más establecidas» era su objetivo
declarado. Frente a Montaigne y otros ensayistas, que
escribían buscando el reconocimiento de sus pares,
Feijoo era un espíritu polémico que se lanzó de mane
-
ra activa a combatir a los charlatanes, la ignorancia y
los prejuicios de su sociedad.
Con un lenguaje sencillo y coloquial, ideal para la
divulgación (decía Gregorio Marañón que fundó el
El padre Feijoo
un pionero del
escepticismo español
Juan A. Rodríguez
ARP-Sociedad para el Avance del Pensamiento Crítico
Yo, ciudadano libre de la República de las Letras, ni esclavo de Aristóteles
ni aliado de sus enemigos, escucharé siempre con preferencia a toda
autoridad privada lo que me dictaren la experiencia y la razón.
Grabado del padre Feijoo, por Juan Bernabé Palomino (1733-1734).
Biblioteca Nacional, Madrid
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lenguaje científico español), alejado de los excesos
del Barroco ya decadente de su tiempo, llegó a ser
el escritor español más leído de la época, tanto en su
país como en Europa y América, y todo un hito en el
paso hacia la modernidad. Y todo ello desde la celda
de su convento, del que renunciaba a salir más que lo
imprescindible; para él la Corte, que intentaba sedu-
cirlo y absorberlo como a cualquier celebridad, era lu-
gar de intrigas, relaciones falsas, gente ruin... además
de que cuando salía de su retiro la gente lo abordaba
constantemente para preguntarle por los asuntos más
peregrinos, pues lo tenían por un grandísimo sabio.
Dada su larga vida, resulta difícil adscribirlo a un
movimiento intelectual concreto. Así, Maravall
1
pro-
pone que, por edad y formación, podría ser el últi-
mo de los
novatores
(aquellos, en ocasiones llamados
despectivamente
escépticos
, que se oponían a la auto-
ridad intelectual del aristotelismo, propia de los tradi-
cionalistas); pero también representante de la Primera
Ilustración, por cuando empezó a escribir y publicar;
o de la Ilustración plena, por sus últimas obras.
Empezó a publicar ya en su madurez, con 50 años. A
raíz de la
Medicina scéptica
del Dr. Martín Martínez,
escribió su primer ensayo,
Apología del scepticismo
médico
(1725); y a partir de ahí, una larga serie de en-
sayos (118) en ocho tomos, su
Teatro crítico univer-
sal
(1726-1740). Su otra gran obra fueron las
Cartas
eruditas y curiosas
(1742-1760), en cinco volúmenes,
cartas reales salidas de su correspondencia personal
con los mayores intelectuales españoles y europeos
de la época, o supuestas, como recurso literario. Tra
-
taba multitud de temas sin orden concreto, en forma
de miscelánea, incluso en un mismo discurso. No fue
en ningún caso un proyecto enciclopédico, que veía
inabordable para una sola persona por el grado de es-
pecialización que requería. Otras obras fueron
Satis-
facción al escrupuloso
(1727),
Respuesta al discurso
fisiológico-médico
(1727),
Ilustración apologética
(1729),
Justa repulsa de inicuas acusaciones
(1749)
y
Adiciones
(1783).
En los siglos
xix
y
xx
se hicieron recopilaciones y
antologías, pero ninguna edición completa. Afortuna
-
damente, se encuentra toda ella digitalizada y dispo-
nible en la web filosofia.org, que ha sido la principal
fuente de su obra y de multitud de datos biográficos y
bibliográficos de otros autores relacionados y citados
aquí.
Fue erudito y divulgador, más que investigador
o experimentador. A su celda del convento llegaban
las más importantes obras que circulaban en aquellos
años, aunque se cita como influencia principal la pro
-
ducción intelectual francesa
2
: los libertinos eruditos
(Gassendi, Pierre Bayle, Fontenelle) y los enciclope
-
distas (Voltaire, Montesquieu), así como diccionarios
varios y publicaciones periódicas, en especial las
Mé-
moires de Trévoux
y el
Journal des Savants
.
A pesar de que la divulgación del pensamiento
crítico constituye el telón de fondo de toda su obra,
resulta curioso que hasta época reciente se haya es-
tudiado principalmente desde el punto de vista de la
historia de la medicina, la filología, la historia, la teo
-
logía, la política o la moral. De los cuatro simposios
dedicados a su obra en el último medio siglo, apenas
Caro Baroja lo estudió en los años sesenta como crí
-
tico de la superstición, debido al interés de este antro-
pólogo por la historia de la brujería
3
. Hay que esperar
a nuestro siglo para encontrar trabajos centrados en el
escepticismo de Feijoo respecto a la charlatanería y en
su espíritu de divulgador
4
.
Por ello, no está de más repasar aquí sus ideas al
respecto, aunque sea de manera sumaria. Dado que
son sus dos obras más extensas y esenciales, haremos
referencia solo al
Teatro
y a las
Cartas
, de la siguiente
manera: una T para aquel y una C para estas, segui
-
dos del número del tomo y, a continuación, separado
por una coma, el número del discurso o la carta. Por
ejemplo, (T1, 5) hará referencia al discurso 5 del pri
-
mer tomo del
Teatro
, y (C3, 2), a la segunda del tercer
tomo de las
Cartas
.
Su época
Fue el de las Luces un siglo de fuerte debate episte-
mológico a tres bandas: el pensamiento religioso, con
sus dogmas incuestionables; la filosofía, con sus teo
-
rizaciones puras; y la naciente ciencia (los filósofos
nuevos, que él decía), que exigía la experimentación
para aceptar una idea como válida.
Feijoo asumía la veracidad de las Escrituras, por lo
que se oponía, por ejemplo, a las ideas de Descartes
en cuanto a la naturaleza y creación del Universo, la
materia o las leyes del movimiento; y cifraba la anti-
Feijoo era un espíritu polémico que se lanzó de manera ac-
tiva a combatir a los charlatanes, la ignorancia y los prejui-
cios de su sociedad
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güedad del mundo en 5466 años (T1, 13). Se proponía
ya en la época la posibilidad de un «doble magiste-
rio», entonces entre filosofía y religión, donde una se
ocupaba de lo natural y otra de lo sobrenatural. Pero
entendía que la filosofía debía respetar los límites de la
religión, a la que se tenía que subordinar para no caer
en el libertinaje que lleva a cualquier herejía (T7, 3).
También criticaba los sistemas físicos tradicionales
de los filósofos antiguos, basados en conceptos como
la belleza y la armonía, la simpatía o antipatía, cuan-
do chocaban con el empirismo. Consideraba aquello
mero lenguaje metafórico, que en modo alguno expli
-
caba por ejemplo la naturaleza de un imán o la circu
-
lación de la savia en una planta (T3, 3). En esta visión
crítica de la filosofía entraba también la escolástica,
que se quedaba por lo general en mera abstracción o
en la enseñanza de los tratados de Aristóteles como
fuente absoluta de autoridad. Todos esos sistemas
filosóficos se mostraban inútiles y caían ante el em
-
pirismo de Bacon, Copérnico, Galileo o Newton, del
que Feijoo era defensor.
Nuestro país, según él, era especialmente fecundo
en aquel tipo de teóricos, sobre todo entre los jesuitas,
opuestos por completo a toda innovación propuesta
por los experimentalistas, que habían abierto una bre-
cha en las doctrinas (T7, 13). Aquellos mostraban un
sistemático rechazo a toda novedad por sospechosa
de impiedad, en especial si venía, como casi todo, de
la siempre libertina Francia; hablamos del antieuro-
peísmo y el catolicismo más tradicionalistas. Ante
ello, Feijoo fue de los primeros, si no el primero, en
escribir extensamente sobre el atraso científico y téc
-
nico español —en especial, el agrícola—, sus causas
y sus posibles soluciones (T8, 12; C2, 16). Subrayaba
cómo lo académico y serio era aquí el dedicarse a la
metafísica, la teología, la moral o el derecho, lo que
resultaba en una intelectualidad rutinaria que se limi-
taba a aprender y repetir lo que ya habían dicho otros,
descuidando la ciencia y la innovación (C3, 31).
Fue igualmente un tiempo de cambios en la uni-
versidad: se empezó a abandonar el latín, sustituido
por las lenguas vernáculas. Los contenidos estaban
enquistados; prácticamente no había estudios cien-
tíficos, pues solo existían cuatro facultades: Artes o
Filosofía, Teología, Jurisprudencia y Medicina, y so
-
lían darse solo las dos primeras, ya que el derecho
se solía estudiar en academias privadas y la medicina
no era más que repeticiones memorísticas de los afo-
rismos de Hipócrates: mucha más teología y filosofía
que fisiología, y lo poco que se estudiaba de esta era
bastante inútil, limitado a temperamentos, humores,
espíritus, etc., todo mera especulación para Feijoo
(T7, 14); si bien señalaba que se empezaban a introdu-
cir enseñanzas científicas experimentales en la Regia
Sociedad de Sevilla o en la recién creada Academia
Médica Matritense (1734). De hecho, junto con otros
muchos ilustrados, abogaba por la introducción de los
nuevos estudios: física, botánica, historia natural…
en las nacientes Academias, y no en la anquilosada
universidad.
Aunque apreciaba enormemente las lenguas clási-
cas, veía que en buena medida iban quedando como
mera erudición, y recomendaba aprender francés,
idioma intelectual de entonces y al que estaba ya tra-
ducido todo lo relevante. Pese a ello, muchos seguían
prefiriendo, sin razón objetiva, al médico que sabía
latín frente al que estudió en francés, cuando por ello
este seguramente estaba más actualizado (C5, 23).
El discurso de Feijoo acabó calando, hasta el pun
-
to de que fue citado en reformas universitarias poste-
riores. Pero naturalmente, también surgían foros que
debatían si la ciencia conducía o se oponía a la prác-
tica de la virtud, esto es, si era más perniciosa que
beneficiosa (C4, 8). Ante ello, Feijoo argumentaba lo
poco conveniente de que solo se estudiaran los textos
sagrados, como siguen haciendo hoy las corrientes re-
ligiosas más fundamentalistas.
Tenemos ya una mejor idea de quién era Feijoo y
en qué ambiente tuvo que lidiar para difundir y de-
fender sus ideas, de las que entresacaremos las más
relacionadas con el escepticismo científico y el pen
-
samiento crítico.
Entremeses epistemológicos
Distinguía Feijoo tres tipos de objetos (T5, 1): los
sobrenaturales (conocidos por revelación), los meta-
físicos (por evidencia, esto es, razonamiento) y los
materiales (por los sentidos y la experiencia). Estos
últimos son el objetivo de la ciencia, y a lo que dedicó
fundamentalmente sus discursos. A poco llega según
él la razón en las cosas naturales cuando no se some-
Feijoo fue de los primeros, si no el primero, en escribir ex-
tensamente sobre el atraso científico y técnico español, sus
causas y sus posibles soluciones
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te a la experiencia (hay más ingenio y perspicacia en
los experimentos de Boyle que en todas las abstrac-
ciones de los metafísicos, decía) y, aún más, la razón
pura resulta muy poco útil para las necesidades diarias
(T3, 13). Por otro lado, no bastan los sentidos para los
buenos experimentos: es menester reflexión, juicio y
advertencia para no caer en errores. Hemos de buscar
la naturaleza de las cosas, no la engañosa imagen que
se forma en nuestra fantasía (T5, 11).
Dedicó también buena parte de sus textos a poner
en evidencia nuestros sesgos cognitivos (T8, 1) y daba
por ejemplo consejos para desenredar sofismas (T2,
2) o razonamientos falaces:
ex populo
(lo que llama
«voz del pueblo», que con tanta frecuencia se equivo-
ca, constituye el primer discurso de su obra: T1, 1),
ad
antiquitatem
(T1, 12; T2, 7; T5, 10);
ad hominem
(T2,
1);
ad autoritatem
(T4, 7; T8, 4)... un error que seña
-
laba como muy frecuente era el de confundir causa y
efecto de algo, o tomar dos hechos sucesivos como
relacionados causalmente.
Discutió el concepto de
escéptico
y sus contradic-
torias definiciones: del rígido y extravagante al mo
-
derado, cuerdo y prudente. Lo resumió con la frase
«dudar de muchas cosas es prudencia; dudar de to-
das es locura» (T3, 13). Y aplicado a la indagación
de lo extraordinario, sostenía que, antes de investigar
las causas, habrá que determinar si eso extraordinario
existe en realidad, pues otra cosa sería perder el tiem-
po (C4, 11).
No sé si existen los milagros, pero haberlos ha-
ylos
.
O no
Un religioso como él no podía negar la existencia
de milagros, aunque consideraba que la mayoría de
los tenidos por tales eran falsos, fruto del exceso de
pasión, la intención de hacer historia, la promoción de
la fe, el afán de lucro o para librarse de la acción de la
justicia (T3, 6).
Llegaba al punto incluso de negar la veracidad de
milagros de los que los mismos Padres de la Iglesia
fueron testigos, rechazando el principio de autoridad.
Pensaba que la Iglesia, admitiendo como verdaderos
simples rumores o testimonios, perjudicaba la fe, pues
esta nunca podía ser difundida mediante la mentira, y
podía llevar a creer al pueblo que todo cuanto dice la
Iglesia es embuste y puerilidad. Especial preocupa
-
ción ante ello mostraba por la amenaza protestante,
para quienes los milagros eran algo superfluo, cuando
no mera superstición.
Dedicó así buena parte de su vida a desmontar su-
puestos hechos milagrosos, que dejaba en simples
fábulas o explicaba fácilmente con el conocimiento
de la naturaleza o trucos de prestidigitación en cuan-
to indagaba un poco. Recibió muchas críticas por ese
exceso de escepticismo, aunque para él tanto la incre-
dulidad absoluta como la credulidad nimia eran perju
-
diciales para la religión (C1, 43; C2, 11). Opinaba que
la verificación de un milagro no era cosa de dejar en
manos de la credulidad popular, sino de la Iglesia, que
las debería estudiar mediante personas bien formadas
no solo en teología, sino también en
filosofía experi
-
mental
(ciencia), para que se examinaran las posibles
explicaciones naturales (C2, 11).
Repasemos algunos de los supuestos milagros que
refutó:
La transportación mágica del obispo de Jaén (C1,
24). Se supone que este obispo viajó una noche a
Roma, volando a lomos de un diablo de alquiler. Con
-
sideraba de risa que hubiese gente tan crédula e hizo
ver que circulaban muchas versiones semejantes del
absurdo, con otros personajes en el papel del viajero.
El milagro de la catedral de Lugo, donde al tocar
una determinada campana, se movía la cruz (C2, 2):
Tras revisar unos cuantos conceptos de física, lo atri-
buyó a la reverberación o al volteo que hacían temblar
la torre y la pared de la que colgaba el crucifijo. Seña
-
laba además hechos similares documentados en otras
iglesias europeas.
Las flores de la ermita de San Luis del Monte, cerca
de Cangas del Narcea (Asturias), que surgían tan solo
mientras la misa de la romería anual (C2, 29): Se es
-
cribió mucho al respecto y se llevó a cabo un estudio
lleno de irregularidades, con testigos falsos y mues-
treos de fidelidad dudosa, sin consultar con expertos.
De sus propios análisis concluyó que dichas flores no
aparecían solo allí, ni solo durante la misa; y que se-
guramente ni siquiera eran flores, sino quizá crisálidas
de algún insecto.
El toro de San Marcos (T8, 8): Costumbre de algu
-
nos pueblos extremeños que consistía en sacar un toro
bravo de la manada y hacerlo asistir un determinado
día a la misa, a la que acudía solemne y manso. Ter
-
minada esta, recuperaba su fiereza y volvía corriendo
al campo. Feijoo teorizó sobre la posibilidad de que
fuera un hecho milagroso, diabólico o natural, para
inclinarse por esto último: los toros eran drogados, o
bien estaban enseñados desde pequeños a obedecer
mansamente a un cuidador determinado (de esto co-
nocemos ejemplos actuales); o como hacían en Ingla
-
terra en San Juan de York, se castigaba previamente al
toro hasta agotarlo.
La magia y la credulidad
El dogma cristiano también lo llevaba a aceptar la
existencia de hechiceros y hechicerías como obras
asistidas por el demonio, aunque advirtiendo desde el
principio de que no eran tantos como pensaba el vul-
go, y de que hay que desconfiar por sistema de todo lo
que se nos presente como tal. Exponía varias causas
de la credulidad (T2, 5):
y
La propensión al cuento, esto es, invenciones sin
maldad de chistosos y ociosos que llegan a oídos de
gentes sin espíritu crítico.
y
El atribuir al diablo lo que tiene causa natural,
algo que empezaba a ser habitual con los primeros
hallazgos científicos y técnicos. Ponía el ejemplo del
microscopio, que dio a conocer seres de apariencia
monstruosa y tomados al principio por tales.
y
La vanidad de quienes quieren ser tenidos por
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magos. Esto es, los simples farsantes.
y
La calumnia hacia quienes son acusados por ma-
levolencia.
y
Los que realmente creen que lo son, a los que hay
que considerar locos o supersticiosos dignos de lásti-
ma, y con los que la inquisición solía actuar de modo
condescendiente. Lo ejemplifica con las que se creían
brujas y decían volar o participar en aquelarres, cuan
-
do lo que ocurría en realidad es que estaban teniendo
visiones fruto del consumo de alucinógenos; de he-
cho, se veía cómo dormían profundamente cuando
creían estar teniendo esas vivencias.
y
En cuanto a las transformaciones mágicas de
hombres en animales, las consideraba meras fábulas
de origen pagano que habían persistido en el vulgo
(T4, 9) pues, fuera de la intervención divina directa,
pensaba imposible que el alma racional pasara a cuer-
po irracional alguno.
Por todo ello había quien, como el P. Malebran
-
che, defendía que no se castigara la hechicería, pues
casi siempre resultaba fantasía, aunque eso Feijoo lo
veía demasiado arriesgado, por constituir el extremo
contrario a la absoluta credulidad e ir en contra de la
jurisprudencia civil y eclesiástica, que la tipificaban
como delito.
En análisis histórico, situaba el origen de la magia
(T7, 7) en la Antigüedad, cuando los hombres olvida
-
ron a Dios, se hicieron politeístas (justo lo contrario
de lo que nos dice la historiografía actual) y corrom-
pieron sus costumbres. Por otro lado (T4, 9), notaba
que las brujas de la Antigüedad veían a sus propias
deidades, mientras que las contemporáneas veían al
demonio. Describió también los procesos contra bru
-
jas en Alemania, donde miles de ellas confesaban
bajo tortura y en la penitencia final explicaban a su
confesor, el P. Schömborn, que eran inocentes, lo que
a este le resultaba también obvio. De hecho, cuando
Schömborn fue promovido a obispo, luchó ferviente
-
mente contra esa frecuente quema de inocentes, y un,
por entonces, reciente libro del P. Federico Spee hacía
abrir los ojos a muchos ilustrados alemanes.
En consecuencia, se felicitaba Feijoo de tener en
España un tribunal tan recto y riguroso como el de la
Inquisición, que evitaba esas injusticias. Pensaba que
no fue lugar donde se enseñasen ni se hubiesen pro-
pagado artes mágicas de manera general, ni siquiera
en tiempos de los árabes. A estos, por el contrario, los
tenía por gentes muy doctas, de las que ninguna de sus
obras conservadas hablaba de magia, por más que cir-
culasen por ahí supuestas traducciones del árabe a un
latín macarrónico, tan llenas de disparates que tenían
toda la pinta de ser libros escritos por los supuestos
traductores.
En definitiva, la magia no era para él más que mera
parafernalia para impresionar a incultos, pues después
de todo, si los hechiceros fueran tan poderosos, ya se
habrían hecho dueños del mundo. Se refleja en todo
ello la postura peculiar española respecto a Europa en
este asunto, y el cambio de mentalidad que se empe-
zaba a vislumbrar en la sociedad.
Charlatanes de antaño
Poco parece haber variado la tipología de charlata
-
nes y estafadores desde la época de Feijoo. A lo largo
de su obra se pueden deducir:
y
Los que engañan de buena fe, porque creen en sus
dones (C3, 2).
y
Gente que engaña por pura necesidad de limosna,
abusando de la ignorancia y el miedo supersticioso de
los demás, especialmente en los pueblos (T2, 5).
y
Los que fingen ser hechiceros, y no son más que
prestidigitadores (C3, 15), que saben despertar la
admiración en los demás con relatos fantasiosos. La
misma Inquisición, muy descreída ya entonces, rarísi-
mamente los castigaba en los autos de fe por hechice-
rías, y sí por embusteros (T2, 10). Entre los diversos
ejemplos que pone, citaremos el de la niña de Arella
-
no (Navarra; C2, 22), que parecía que expulsaba por
la orina cálculos de hasta 2 libras. Feijoo hizo analizar
una muestra y resultó ser un simple trozo de yeso. La
niña al parecer lo hacía en connivencia con sus pa-
dres, y llevaba a cabo el truco con un aplomo impre-
sionante para sus ocho años de edad.
y
Los científicos que fingen experimentos que no
han hecho, entre los que destaca el francés Vignent
Marville, autor de un libro que describía supuestos
descubrimientos propios, todos ellos ilusorios (T7, 1).
y
Entre los charlatanes médicos, se lamentaba de
los muchos que iban por los pueblos diciendo curar
males y engañando a la gente sin que la ley se lo im-
pidiera (C4, 4). Señalaba que se les daba especial cré
-
La magia no era para él más que mera parafernalia para im-
presionar a incultos, pues después de todo, si los hechiceros
fueran tan poderosos, ya se habrían hecho dueños del mundo
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dito a quienes eran o fingían ser extranjeros, cuando
un buen médico no tendría jamás que salir de su país
si de verdad fuese capaz de curar, pues no le faltaría
el trabajo. Y si bien ahora la curación estrella es la del
cáncer, por aquel entonces era la de la ceguera.
y
Los escritores de libros tan inútiles como costo-
sos que prometen cosas admirables como curarse de
algo, ser más guapa o hacerse rico a base de hierbas,
piedras o conjuros. Nos proporciona una buena lista
de autores de estos libros de «autoayuda» de su época
y de distintos países (T3, 2); entre estos eran muy po-
pulares unos que supuestamente daban la localización
de tesoros de los moros de antaño, que escondieron
sus fortunas cuando fueron expulsados con la espe-
ranza de volver, y que muchos compraban por pura
codicia (C3, 2).
Para distinguir estas propuestas, en el caso de las
sanadoras instaba a desconfiar de los remedios gené
-
ricos, pues las dolencias son muchas y muy diversas
en su origen; o a que tuviéramos cuidado con enfer-
medades inexistentes o que se curan por sí solas sin
necesidad de remedios (T3, 2). Advertía además de
cuidarnos de los «sabios aparentes», que mezclan
arrogancia, verbosidad y ciertas dosis de prudencia
para ser creídos por el pueblo; como ejemplo, eso sí,
ponía a su odiado Lutero (T2, 8).
Astrología y futurólogos
Astros
Cuando un astrólogo determina la muerte violenta
de alguien, ¿son los astros los causantes? ¿Influyen en
el asesinado o mueven el brazo del homicida? Cuando
mueren todos los que viajaban en una nao hundida,
¿juntaron los astros allí a todos los que habían de mo
-
rir? ¿Por qué los gemelos, nacidos y criados en cir
-
cunstancias tan semejantes, pueden tener caracteres y
suertes tan diferentes? ¿Por qué los astrólogos consi
-
deran solo la influencia de determinados astros y no
de otros, y más cuando cada vez se van descubriendo
más cuerpos cuya influencia nunca se tuvo en cuenta?
¿Qué hacer cuando hay tantos métodos astrológicos,
antiguos y modernos (caldeo, judiciario, racional…)
contradictorios e incompatibles entre sí?
Son algunas de las cuestiones que se hacía Feijoo
a cuenta de la astrología (T1, 8). Eran preguntas retó
-
ricas, puesto que tenía claro que era un arte ilusoria,
como ya habían dicho muchos antes, entre ellos, Pico
della Mirandola, en quien apoyó buena parte de su ar
-
gumentación. Explicaba el éxito de los astrólogos en
varias razones:
y
Hacen predicciones de sucesos comunes, sin de-
terminar lugares ni personas, de modo que lo milagro-
so sería que no se cumpliesen: un personaje célebre
va a enfermar, un navío naufragará en una tormenta,
habrá bodas exitosas o desbaratadas… hechos habi-
tuales y previsibles sin necesidad de consultar las es-
trellas.
y
Sus conjeturas no las basan en los astros, sino en
su conocimiento de la realidad, también falible, pero
no tanto como el azar astrológico.
y
Sus clientes fuerzan los hechos: si reciben un pro
-
nóstico determinado, harán lo posible por cumplirlo,
en especial si es favorable.
El actual Museo Arqueológico de Asturias ocupa parte del antiguo convento de San Vicente de Oviedo, donde Feijoo pasó buena parte de su vida
(AdelosRM, Wikimedia)
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y
Como se hacen miles de predicciones, resulta
normal que alguna sea acertada por mero azar. Ese
acierto hará al astrólogo sentirse especial. Feijoo re
-
copiló múltiples ejemplos de predicciones históricas
erróneas.
Su escepticismo lo llevaba a admitir, tan solo como
hipótesis, que los astros pudieran marcar cierta ten-
dencia, pero no determinar, pues eso violaría la li-
bertad individual, además de que cualquier hecho
concreto depende de la convergencia de multitud de
variables que se conocen de manera experimental, no
mágica. Así por ejemplo, el tiempo atmosférico no
depende de los astros sino de donde vengan vientos
y humedades, de modo que marineros y labradores lo
predicen mejor que los astrólogos. O el carácter de
una persona, que dependerá más de su familia, su en-
torno, su alimentación, las enfermedades sufridas o su
educación, más que de la posición de los astros en su
nacimiento.
Hay quien dice, no sin razón, que la astrología de-
bería llamarse más bien
astromancia
, pues el sufijo
–logía debería quedar reservado para las ciencias rea-
les. Y hablando de -mancias, Feijoo nos brinda toda
una panoplia de ellas, desde la más conocida y aún vi-
gente quiromancia a otras mucho más extravagantes:
cefaleonomancia (con cabezas de asnos), tiriscoman-
cia (con queso), sicomancia (con higos), aegomancia
(con cabras), oniromancia (con sueños), apantoman-
cia (con objetos encontrados por casualidad), aritmo
-
mancia (por números), onormancia (por los nombres),
crommiomancia (por cebollas), pasando por la cábala
judía con sus retorcidas interpretaciones de palabras
sueltas incluidas en algún texto, o la
Rueda de Beda
,
diagrama similar a la actual güija. Y se asombraba del
hecho de que, en todo tiempo, hasta gente muy sabia
se arroje a la credulidad de agüeros y presagios.
Eclipses y cometas
A pesar de que ya se conocían sus causas astronó-
micas, mucha gente seguía atribuyéndolos a hechice-
ría (T1, 9-10); en especial seguía la creencia de que
causaban influjos malignos sobre el mundo, por lo que
muchos se escondían o evitaban tomar decisiones im-
portantes durante estos fenómenos. Tras explicar en
qué consisten, se preguntaba racionalmente qué po-
dían tener que ver con las catástrofes, pues por ejem
-
plo una simple nube o el techo de una casa producen
un efecto similar a un eclipse, y nadie se planteaba
por ello nada similar. Y en cuanto a los cometas, al
haber calamidades en el mundo de manera constante,
lo raro sería que no coincidieran jamás ambos hechos.
Concluía con una cita de Jeremías: «No temáis, como
los gentiles, las señales del cielo».
Adivinos y profetas
En cuanto a los individuos, solo los verdaderos
profetas, los inspirados por Dios y que aparecen en
la Biblia, habían sido capaces de vaticinar el futuro,
según la visión cristiana. El resto no eran más que em
-
busteros. Por lo que respecta a los oráculos antiguos,
bastaba con la sagacidad humana o con dar respuestas
ambiguas para ser aplicables a una cosa y la contraria.
O las más adecuadas para quien pagaba, en el caso
de la política o la guerra (T2, 4). En algunos casos no
era más que parafernalia y trucos de sacerdotes que
daban las respuestas escondidos detrás de la estatua
idolatrada.
Se quejaba también de que las profecías de su épo
-
ca, como las de ahora, eran muchas veces
a poste-
riori
: «esto ya lo había pronosticado Fulano antes de
que sucediese», y no «esto va a suceder». Entre esos
futurólogos modernos citaba a Nostradamus, con sus
confusas y ambiguas predicciones, cuyos intérpretes
ya por entonces tergiversaban a discreción.
Períodos aciagos
De la época de Pitágoras parece venir la idea de los
años climatéricos
, septenarios, escalares o gradarios,
considerados comúnmente como fatales por lo mági-
co del número siete, que de mágico tenía para él lo
mismo que cualquier otro: nada. Estudió el nacimien
-
to y muerte de 300 individuos (T1, 11), y no observó
más muertes en unos años que en otros. No fue el úni
-
co: otro jesuita había hecho lo mismo en Palermo con
miles de personas, y había llegado a la misma conclu-
sión: que los climateristas entresacaban las historias
de famosos que habían muerto en años climatéricos o
manipulaban los datos para que todo cuadrase.
También se hablaba entonces de
días críticos
o
septenarios (igualmente cada siete), a los que se acha-
caba mayor virulencia de las enfermedades, algo al
parecer propuesto por Hipócrates. Lo tomaba como
una simple superstición, ajena a la comprobación con
-
trastada. Su propia experiencia con enfermos y médi
-
Se lamentaba de que en la prensa de la época se diera espa-
cio a noticias absurdas y charlatanes de todo tipo, eso que
Luis Alfonso Gámez llama hoy el «periodismo gilipollas»
el esc
é
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cos lo había llevado a concluir que no había más que
lo que hoy llamaríamos
sesgo de confirmación
: «Un
experimento solo que hallen conforme a sus máximas,
abulta en su estimación por mil experimentos; y mil
experimentos contra ellas no suponen uno» (T2, 10),
o bien acertaban con esos días porque empezaban a
contarlos a placer para confirmar su idea: cuando apa
-
rece la fiebre, cuando esta ya es muy alta, cuando el
enfermo ha de guardar cama…
Y otra cosa serían los
días aciagos
, días de la sema-
na de especial mala suerte, que en España eran con-
siderados los martes y en otros países los viernes, sin
ningún acuerdo y por tanto, mera superstición (C3, 13).
Alienígenas
La posibilidad de vida extraterrestre en Feijoo ha
sido señalada como asunto de especial trascendencia
antropológica, teológica y cosmológica
5
, y es uno
de los temas tratados al final de su obra. De antiguo
venían las creencias de que la Luna y otros planetas
podían estar habitados incluso por seres racionales,
algo que en principio dudaba, pues iría probablemente
contra la Biblia (T8, 7).
No obstante, más adelante (C2, 26) admitía que, si
Dios quisiera, habría otros mundos habitados. Pero
serían muy distintos a nosotros, y tanto más cuanto
más diferentes a la Tierra fueran las condiciones del
astro: la Luna sin atmósfera, el Sol con calor infer
-
nal… para concluir que Marte parece el lugar de con
-
diciones más próximas a las nuestras.
Conocido y aceptado ya el sistema copernicano,
admitía que alrededor de cada estrella pueden orbitar
planetas, como ocurre con el Sol (C3, 21; C5, 2). Y
son tantos los miles de estrellas existentes (y por tan-
to, de posibles planetas), que resultaría difícil de creer
que no hubiera vida, incluso inteligente, en ninguno
de ellos, aunque lo viera poco probable. Recordemos
que el primer planeta extrasolar no se detectó hasta
hace menos de tres décadas, y ahora se empiezan a
buscar en ellos esas condiciones que permitan la vida.
Criptozoología
Lamentaba Feijoo (T2, 2) que hasta los más grandes
sabios de todos los tiempos (F. Bacon, Plinio, Aristó
-
teles…) hubieran admitido como ciertas las leyendas
más ridículas respecto a lejanas tierras, sus animales y
plantas. En su tiempo, con los avances científicos y el
comercio mundial, se empezaron a refutar muchas de
esas leyendas sobre hombres y animales mitológicos
o lugares mágicos. A sus ojos, tal credulidad causaba
risa.
Mencionó animales mitológicos o reales a los que
se les atribuían cualidades mágicas, como el ave fé-
nix, el unicornio, el basilisco que mata con la mirada,
la rémora capaz de detener navíos, la salamandra in-
combustible, el lince que ve a través de cuerpos opa-
cos…
Ante tanto mito, aconsejaba fiarse más de autores
modernos que de los antiguos, pues aquellos poseen
más y mejores datos, no reducidos a lo que un único
viajero podía contar fruto de su apasionada imagina
-
ción. No obstante, también notaba un escepticismo
extremo en algunos naturalistas contemporáneos,
quienes seguían negando la existencia de animales
ya capturados y exhibidos en Europa, como el rino-
ceronte, interpretado con frecuencia como el mítico
unicornio.
Más crédulo se mostraba respecto a la existencia
de los «mixtos», esto es, hijos de humana y animal.
Tritones, sátiros y nereidas serían en principio seres
mitológicos (T6, 7), pero concedía cierta duda por
la cantidad de antiguos y santos que los describieron
como reales, y no veía absoluta imposibilidad en que
el semen del macho de una especie fecundase el óvu-
lo de otra (concepción de Cristo aparte, por lo mila-
groso del asunto). Citaba supuestos casos recientes
en lugares como la Martinica o Brest (Francia), o la
existencia de unos salvajes de Borneo, muy primiti
-
vos, de los que no se sabía con seguridad si eran hu-
manos o monos. Más adelante, en sus últimas obras
(C3, 30), tras examinar más casos, como el de una
supuesta criatura humana hallada en el vientre de una
cabra en Fernán Caballero (Ciudad Real), se mostrará
mucho más cauteloso, al afirmar que se necesita algo
más que el testimonio de un supersticioso dispuesto a
creer cualquier cosa.
También se consideraban seres monstruosos, o
«mixtos», los humanos o fetos siameses o con múlti-
ples extremidades (T6, 1), que interpretaba más o me-
nos correctamente como dos fetos «conglutinados».
En todos estos casos, ante la duda, era partidario de
bautizar; y cuando se trataba de un individuo con dos
cabezas, como se dio en su tiempo en Medina Sido
-
nia (C1, 6), había que bautizar a ambas, pues se veía
claramente que eran dos personas, cada una con su
criterio, y por tanto con su alma. Otro ejemplo de ale
-
jamiento del aristotelismo, para el que no era el cere
-
bro sino el corazón el lugar del alma, y por tanto del
control de las funciones racionales.
Duendes, espíritus familiares y vampiros
También aquí rechazaba la credulidad tonta y la in-
credulidad impía, aunque ponía muchas condiciones
para aceptar un hecho concreto como cierto, que por
lo general se basaba en meros testimonios únicos de
simples y crédulos, alucinaciones asociadas a fiebres
(como experimentó él mismo en alguna ocasión), o
simples montajes con ánimo de burla. Todos los ca
-
sos que investigó él mismo resultaron falsos: gatos o
ratones que se cruzan en la noche, golpes de viento,
puertas o ventanas que no ajustan… o ganas de hacer
-
se notar (T3, 4; C1, 12; C1, 41).
Descartaba también que fueran ángeles, espíritus
atormentados o demonios. Que hubiera exorcismos
contra ellos no probaba nada, pues se trataba de exor-
cismos tolerados, no aprobados ni recomendados. Los
engaños de farsantes se evidenciaban porque nunca se
manifestaban cuando los buscaba gente armada (C2,
22), y algunos (los íncubos) eran utilizados como ex-
cusa para disimular faltas por infidelidades conyuga
-
el esc
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les en las que el amante entraba en el dormitorio de
ella o la dejaba preñada.
Dedicó unos párrafos a los vampiros (C4, 20), pro-
pios de países de la Europa del Este (los
brucolacos
griegos, que forman parte del folclore más arraigado).
Los suponía algo así como muertos resucitados, aun-
que lo que cuenta de ellos acerca de chupar sangre o
del modo de matarlos dicta mucho de lo que conoce-
mos hoy: serían unos seres que perjudican a los vivos,
por oposición a los fantasmas, que nos ayudarían.
Posesiones demoníacas
Todos hemos podido comportarnos en alguna oca-
sión, para nuestra vergüenza, como energúmenos,
esto es, furiosos y alborotados. Feijoo usa ese sustan
-
tivo en su significado original, es decir, para referirse
a los poseídos por el demonio (T8, 6). Para él existen,
puesto que están descritos en el Evangelio, y la propia
Iglesia autoriza los exorcismos. No obstante, conside
-
raba que la mayor parte de los casos son fingidos: per
-
sonajes que montan escándalo ante símbolos sagrados
o que sueltan cuatro latinajos macarrónicos; o bien
exorcistas de medio pelo que persuaden a sus vícti-
mas para sacarles el dinero. También pueden tomarse
por posesiones lo que no son más que enfermedades
(como la
melancolía
—depresión— o la
histeria
, ante
las cuales con frecuencia se recurría al exorcista y no
al médico), o trucos de ventrílocuos e ilusionistas.
Para distinguir un caso de verdadera posesión,
proponía seguir el ritual romano e indagar con rigor,
comprobando una serie de aspectos:
y
Que se da el don de lenguas (esto es, hablar idio
-
mas en principio desconocidos) de manera fluida y
clara, y no simples frases sueltas.
y
Que se es capaz de descubrir cosas ocultas y dis
-
tantes, asegurándose de que no haya compinches o
que no sean aciertos por mero azar o por la posibilidad
de haberlos conocido de antemano.
y
Que muestre fuerza sobrenatural (levantar gran
-
des pesos, volar…), pero que no sea alguien que esté
sufriendo un «ataque histérico».
Citaba el libro
Causes célebres
, de Gayot de Pita
-
val, que recogía en once tomos muchos casos frau-
dulentos. Tomó un par de ejemplos franceses, como
el de la joven Marta, a la que, en lugar de siguiendo
el ritual eclesiástico, «curaron» recitándole versos la-
tinos de Virgilio, asperjándola con agua corriente y a
base de bofetadas; o el que se dio entre unas monjas,
que se descubrió ser consecuencia de la necesidad de
celebridad y limosnas por la que pasaba el convento,
y que cesaron en el embuste cuando se nombró una
comisión oficial para estudiarlo.
Reconocía no haber visto ningún caso real de po-
sesión ni de nada que se le pareciera, por más que se
le presentaran supuestos que contribuyó a esclarecer,
aunque a veces el exorcista, conocedor de la trayecto-
ria escéptica de Feijoo, se negó a que este se inmiscu
-
yera en el asunto.
El fin del mundo y el Anticristo
Muchos son los que, sobre todo en épocas de per
-
secuciones, guerras o catástrofes, han pretendido de-
terminar ese momento, basados en predicciones as-
trológicas. Ya en época de Feijoo se habían cumplido
algunas de esas fechas sin que pasara nada, mientras
que otros brindaban al sol prediciendo a miles de años
vista (T7, 5).
Para cualquier creyente de entonces, el Apocalipsis
y la venida del Anticristo era una verdad bíblica; mu-
chos jugaban con ello, pese a que no había argumen
-
tos para calcular una fecha concreta, hasta el punto
de que el papa León X llegó a prohibir el vaticinio de
venidas del Juicio Final, sin mucha eficacia.
Otra cuestión era saber quién sería ese Anticristo.
Había quien propuso que serían Nerón resucitado (o
salido de su escondite, pues para algunos nunca mu-
rió) u otros personajes históricos, pero lo normal era
que cada credo religioso le cargara el Anticristo al
enemigo: para luteranos, calvinistas y otros herejes, lo
era literalmente el papa de Roma, no como expresión
retórica de rechazo; y los Padres de la Iglesia dejaron
escrito que sería alguien de origen judío, al que los is
-
raelitas tomarían por su verdadero Mesías. Ante todas
estas propuestas, Feijoo oscilaba entre considerarlas
meros delirios extravagantes y conceder todo lo más
el beneficio de la duda, pero sin ver argumentos claros
para asumirlas como probables.
De leyendas urbanas y bulos periodísticos
Un escéptico es siempre un aguafiestas, y más
cuando cuestiona creencias fuertemente arraigadas.
Un alquimista le dedicó un libro al papa León X, quien le
pagó con una bolsa vacía para que guardase ese oro que
decía ser capaz de fabricar
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Por ello, nos cuenta Feijoo, suele ser contestado vio
-
lentamente, en especial cuando se toca la religión, y
hay que ser prudente (T5, 16). Vimos que así le ocu
-
rría al objetar milagros, y también cuando lo hacía con
leyendas asociadas a la Biblia, como el supuesto lugar
donde encalló el arca de Noé, o la del judío errante,
del que encuentra múltiples versiones, incluso entre
musulmanes, quienes lo personifican en el profeta
Elías (C2, 25; T5, 16).
También están las experiencias comunes que, en
realidad, nadie ha tenido (T5, 5) y que aún perviven,
evolucionadas o no: alimentos que en principio no se
pueden combinar, pues resultarían nocivos, y que él
mezclaba sin problema; las témporas para predecir el
tiempo, que no son más que patrañas heredadas entre
generaciones; bulos terribles contra los judíos, fruto
del odio que se les tenía; el mal de ojo, cuando el ojo
no manda ningún efluvio, sino que tan solo recibe lo
que le viene de los objetos; que en el mundo nacen y
hay muchas más mujeres que hombres, cuando, con
los censos en la mano, se ve que nacen ligeramente
más hombres que mujeres; que el sonido de las cam
-
panas disipa las tormentas; el influjo de la luna sobre
el crecimiento o las labores agrícolas (T5, 9)…
También el periodismo incipiente de la época ado-
lecía de un mal que parece crónico del género: la in
-
sinceridad de las noticias políticas por intereses ideo-
lógicos; con las gacetas de entonces, más oficialistas
que prensa libre, se trataba en general de ocultar las
derrotas y miserias del propio país y lanzar bulos so-
bre potencias enemigas (T8, 5). Pero se lamentaba
sobre todo de que en ellas se diera espacio a noticias
absurdas y charlatanes de todo tipo (eso que Luis Al-
fonso Gámez llama hoy el «periodismo gilipollas»):
el retraso del Sol en un cuarto de hora tal día, la des-
aparición de un satélite de Júpiter, alguien que posee
la piedra filosofal… Las gacetas, afirmaba, debían
publicar hechos probados, o al menos aclarar el gra-
do de certidumbre de lo narrado. Pero nunca publicar
fantasías como si fueran ciertas (C1, 36). Él mismo
parece que fue objeto de bulos en gacetas protestantes
extranjeras, en las que se decía que sufría censura en
España por combatir lo errado de la religión católica,
algo que desmentía categóricamente al afirmar que
admitía a pies juntillas las máximas doctrinales.
Historia y pseudohistoria
Intentó una llamada a la historiografía moderna
(T4, 8): la historia no podía limitarse a recopilar y
memorizar textos y noticias, sino que debía establecer
relatos explicativos y veraces, separando lo superfluo
de lo importante y sin introducir fabulaciones, adu-
laciones ni calumnias para favorecer o perjudicar a
alguien. Para ello, veía necesario comparar diversos
autores, no caer en sectarismos y resolver las contro-
versias, y que los historiadores no se limitaran a leer
historia, sino otras muchas disciplinas, para la correc-
ta interpretación y crítica de lo estudiado (algo que
podemos hacer extensivo al estudioso de cualquier
campo del saber). Ponía como contraejemplo la his
-
toria antigua, tan contaminada por la mitología y por
leyendas añadidas con el tiempo. La historia, decía,
Ermita de San Luis del Monte, en Asturias, lugar en el que Feijoo investigó críticamente un supuesto milagro (cotoyapindia.com)
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debía divorciarse de la fábula (T5, 8; C1, 42).
Analizó diversas controversias históricas. Entre
ellas, tenía especial trascendencia teológica la del po-
blamiento de América (T5, 15). En su tiempo, exis
-
tían los llamados
preadamíticos
, quienes promulga-
ban que Dios creó la humanidad en el sexto día en
distintas partes del mundo y de manera simultánea,
de modo que Adán y Eva habrían sido tan solo los pa-
dres del pueblo judaico, y no los primeros hombres; al
igual que el Diluvio bíblico no fue universal, sino un
fenómeno local de Judea. Esto le resultaba repugnante
y herético a Feijoo, quien se decantaba por pensar que
los humanos y animales precolombinos habrían pasa-
do a América desde otros continentes en embarcacio-
nes de fortuna y seguramente por accidente, a la vez
que descartaba por improbable la existencia pasada de
algún puente terrestre.
Los
templarios
ya resultaban por entonces unos
personajes enigmáticos, sin necesidad de las modernas
novelas de misterio. Prohibidos y disueltos por após
-
tatas y profanadores, Feijoo revisó la documentación
del proceso (C1, 28), para concluir que las acusaciones
eran muy poco creíbles y que todo se debió a intrigas
promovidas por el rey de Francia para su interés par-
ticular, a quien obedecieron todos, incluidos los tes-
tigos. Una causa similar estimaba que se podía estar
promoviendo en su propia época contra los nacientes
masones (C4, 16), a los que también se acusaba de he-
rejía, secretismo o ceremonias pecaminosas, sin que
hasta entonces nadie hubiera sido condenado por ello,
pese a su cada vez mayor presencia en más países.
Tenía claro que las
tradiciones populares
no sirven
para establecer la veracidad de un hecho, pues la ma-
yor parte de la gente cree cuanto oye, sin espíritu críti-
co (T4, 10). Esto se aplicaba no solo a hechos históri
-
cos concretos, sino también a la existencia de lugares
o pueblos enteros. Desde los más exóticos antípodas,
de los que siempre se dudó de su existencia o incluso
de si se podrían sostener de pie o caerían hacia el cielo
(T4, 6), de un posible canal de Suez en tiempos anti-
quísimos (que no parecía descartar), marinos de toda
Europa que podrían haber llegado a América antes que
Colón y le habrían informado de la existencia de aque-
llas tierras (T4, 8); hasta las más cercanas Batuecas, en
Salamanca, territorio, se decía, habitado por un pueblo
aislado de la civilización. Echando mano de documen
-
tos, demostró que de la zona ya había relaciones de
impuestos, libros bautismales, cédulas de propiedad,
etc., de más de quinientos años de antigüedad, lo que
desmentía el mito. También negaba la existencia real
de lugares como la Atlántida, Pancaya, el imperio de
Catay, la isla canaria de San Borondón habitada por
gigantes…
Dedicó todo un discurso a la
geografía bíblica
(T7,
4) para debatir la ubicación de algunas localizaciones,
tratando de asociarlas a algún lugar actual con otro
nombre (siempre salvando la indiscutible veracidad de
la Escritura). Especial atención le merecía la localiza
-
ción del Edén, para el que se habían propuesto la Luna,
los polos, Ceilán, Flandes… Él apostaba más bien por
Mesopotamia, aun con las dificultades de no conseguir
encajar el clima descrito en el Génesis y algún otro de
-
talle más. A ello aducía que, al igual que por ejemplo
sabemos que las condiciones en Siberia, antiguamente
poblada por elefantes, habían cambiado notablemente,
también había podido ocurrir así en muchas otras par-
tes del mundo.
Más cercano en el tiempo, en relación con la
leyen-
da negra
, matizó ese odio español a los judíos (C3, 8),
no negándolo, sino argumentando que era lo propio de
cualquier nación del entorno, y ejemplificándolo con
todos los países de donde fueron expulsados y masa-
crados, ya desde los romanos, y casi siempre con el
objetivo de su expolio económico. Combatió igual
-
mente los mitos y bulos sobre ellos sobre que mataban
niños cristianos o que sus médicos dejaban morir a los
gentiles.
Muy grave le resultaba el mito de El Dorado y de
-
más
lugares americanos
, que correspondían sin más
a tierras salvajes pobladas por indios en condiciones
miserables. Esto le dio pie a advertir a los que viajaban
a América de que no se dejaran engatusar por la qui
-
mera del oro, que había llevado al abuso y exterminio
de tantos indios como relataba fray Bartolomé de las
Casas, a cuyos escritos daba total crédito. Hacía una
lectura crítica de la conquista de América (C2, 19), que
definió como una lucha constante de los conquistado
-
res contra los invadidos, contra los elementos y contra
sí mismos, por su avaricia.
Y no fue el único aspecto en que se mostró crítico
La medicina era vista en la propia China como una mer-
cadería más, y sus médicos unos charlatanes embusteros,
unos vendedores ignorantes en medicina teórica
el esc
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con la evolución histórica de España; si bien era un
patriota y analizó nuestras virtudes y nuestros perso-
najes más ilustres, no escatimó tampoco en reproches
(T4, 13 y 14).
De la alquimia a la química
La alquimia daba sus últimos estertores, arrinco-
nada por la incipiente química científica (T3, 8; T5,
17), y Feijoo tenía claro que aquella era tan solo una
fantasía producto del hambre de oro. Había, por su
-
puesto, quienes afirmaban haberlo obtenido a partir
de azufre y mercurio, pero subrayaba que jamás lo
habían hecho ante testigos fiables, y no dudó en cali
-
ficar estos supuestos hechos de trucos de ilusionismo
(poniendo algún ejemplo) a cargo de charlatanes que
estarían cubiertos de riquísimos tesoros de ser cierto
lo que afirmaban.
Tras revisar libros de alquimia, los calificó como
esotéricos e incomprensibles, al contrario de lo espe-
rable de cualquier escrito científico. Y como anécdota,
narraba cómo un alquimista le dedicó un libro al papa
León X, quien le pagó con una bolsa vacía para que
guardase ese oro que decía ser capaz de fabricar.
Sin embargo, sus ideas de la química propiamente
dicha seguían aún instaladas en la preciencia, sin tener
claras las diferencias entre los elementos químicos y
los compuestos o las aleaciones, o debatiendo sobre
si la materia es indivisible infinitamente o consta de
unas partes mínimas, los átomos (C5, 7); y aunque
no lo dejó claro, parecía más bien partidario del ato
-
mismo. Seguía hablando de los cuatro elementos clá
-
sicos y su intransmutabilidad (T5, 14), aunque ponía
en duda que esos elementos fueran tales; por ejemplo,
que la tierra fuera un elemento puro e indivisible (C1,
1), pues veía que toda ella consta de un conjunto de
partículas muy heterogéneas en cuanto a naturaleza y
propiedades.
Zahorismo
Investigó el posible origen de la «vara divinatoria»,
esto es, el uso de una vara de avellano en forma de
horquilla para localizar agua u objetos ocultos (T3, 5).
Había quien la asociaba a prácticas de la Antigüedad,
como el cetro de algunos dioses o el báculo hebreo,
aunque Feijoo sostenía que era un invento reciente,
quizás del siglo
xvii
y surgido en el entorno minero
francés.
Entre quienes lo aceptaban como algo real, había
quien lo atribuía a causas físicas —como el magne-
tismo— o diabólicas. Feijoo, sin embargo, era de los
muchos que dudaban de su eficacia. En Francia ha
-
bía un célebre practicante, Jacob Aimar, que decía ser
capaz de encontrar objetos perdidos, ladrones, padres
de hijos naturales, lindes antiguas de fincas, etc. El
príncipe Luis de Borbón lo desenmascaró con unos
sencillos experimentos, hasta que confesó que sim-
plemente se aprovechaba de la credulidad de la gente
mediante compinches que recababan previamente in-
formación de las víctimas y cuando erraba, en el más
puro estilo de Uri Geller, lo atribuía a extrañas condi-
ciones del entorno.
Hoy en día se conoce a estos individuos como za-
horíes o radiestesistas, aunque últimamente se hagan
llamar
geobiólogos
; pero en la época los zahoríes eran
estrictamente los que decían ser capaces de penetrar
cuerpos opacos con la vista. Parecía ser algo exclusi
-
vo de España y, por etimología, Feijoo lo atribuía de
manera probable a la herencia árabe. Para él no era
más que una patraña, ni natural ni sobrenatural, para
aprovecharse a base de parafernalia y ritualismo de
los avarientos que buscaban tesoros. A esto se añadía
que ni en la Biblia ni en la historia de la Iglesia hubie-
ra noticia de nadie que hubiera recibido tales dones
milagrosos, que parecían darse solo en España y en
nacidos en Viernes Santo.
Medicina
Ya mencionamos la
Medicina scéptica
del Dr. Mar
-
tín Martínez y de la reacción que produjo en los tra
-
dicionalistas. Se puede citar como ejemplo el libelo
Centinela médico-aristotélica contra scépticos
, de
Bernardo López de Araujo. Esto hizo que Feijoo se
lanzara a la arena pública por primera vez con su
Apo-
logía del escepticismo médico
. Acusaba Araujo a los
médicos escépticos de despreciar a Aristóteles y de no
formarse en dialéctica y física, algo que estos veían
superfluo e inútil para su propósito; incluso eran acu
-
sados de herejía, algo que por otro lado era habitual
entre intelectuales de posturas contrarias.
En este otro frente de batalla entre el dogma tra-
dicionalista y la modernidad, Feijoo (T1, 5) veía la
medicina de la época muy atrasada e ineficaz, capaz
apenas de aliviar algunos síntomas pero no de curar
enfermedades. Existía una gran variedad de corrientes
y tratados inútiles; todo se discutía, todo era dudoso:
la antigua medicina de los humores, la de las enferme-
dades como emanaciones de espíritus, la numerológi-
ca basada en días críticos, la paracélsica, la galénica,
la química basada en la sal, el aceite y el mercurio,
la matemática basada en las leyes de la estática y la
mecánica...
Entre tanto, los nuevos conocimientos de anato-
mía contradecían todas las propuestas anteriores y un
grupo de médicos dejó la filosofía para buscar en la
naturaleza misma, en la
experiencia
, de modo que
quedaron cuatro corrientes principales: hipocráticos,
galénicos, químicos y experimentales, que diferían en
la base teórica y en la práctica curativa. En España al
parecer casi todos seguían la galénica, aunque entre
ellos tampoco solían coincidir en sus tratamientos.
Feijoo tenía claro que los principios curativos no
los descubrían la filosofía o los axiomas sino la ex
-
periencia. Revisó la fiabilidad de diversos métodos,
defendidos entonces por la mayoría de los médicos:
y
Los purgantes, las sangrías y las sanguijuelas, ab
-
solutamente inútiles.
y
Los diagnósticos basados en el color de la sangre
o de las heces, o que hablaban de la putrefacción de
la sangre.
y
El uso de piedras o metales preciosos para curar,
el esc
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Otoño 2019
siempre elementos caros y exóticos, de tierras lejanas,
a lo que decía que por qué tenían que ser siempre ma-
teriales preciosos y nunca comunes: «el oro alegra el
corazón guardado en el arca, no metido en el estóma-
go». Sin embargo, sí creía ver cualidades curativas en
el mercurio, por ejemplo.
y
La canonización o demonización de tal o cual
grupo de alimentos, de ropas, de climas, de formas de
hacer la cama... de manera absolutamente caprichosa.
y
El partidismo ciego de hipocráticos o galénicos
(T5, 7), que hacía que muchos médicos, tratando de
disculpar sus errores, persistieran en tratamientos irra-
cionales, pese a la evidencia de que no estaban fun-
cionando, lo que costaba la vida a miles de enfermos.
Creían además con frecuencia que el empeoramiento
era signo de curación (C3, 6). Hipocráticos como el
Dr. Ros o Francisco Dorado, o galénicos como Lesaca
o el padre Rodríguez lo criticaron duramente por sus
ataques, por no ser médico y por promover la descon-
fianza hacia ellos, precisamente lo que buscaba: que
la gente dudara de esos discursos ideales, de los cas-
tillos en el aire no basados en la experiencia (T4, 4).
y
Los remedios universales, como el propuesto por
el Dr. Vicente Pérez, el «médico del agua», quien de
-
fendía que todas las enfermedades se curaban bebien-
do grandes cantidades de agua; el agua, decía Feijoo,
para cuando se tiene sed, y dejémonos de tanta supers
-
tición. Cabe añadir además que no servía cualquier
agua, sino que unos decían que tenía que ser pluvial
y otros de manantial, y dentro de estos, que manara
bien hacia levante, bien hacia poniente (T8, 10). Otro
ejemplo descrito eran los polvos purgantes del Dr.
Ailhaud, propuestos como absurdo remedio universal
(C4, 9). Por el contrario, Feijoo tenía claro que cada
enfermedad tiene sus causas y sus posibles remedios.
y
Las propuestas de curas definitivas de dolencias
crónicas (T8, 10), donde lo único a lo que se podía as-
pirar era a paliar los episodios agudos. No trataba con
ello de desanimar a los afectados, sino de evitar que
se dejaran el dinero en remedios inútiles, como la sal
común disuelta en vino para la terciana (paludismo).
y
En cuanto al uso de plantas medicinales (T8, 10),
señalaba los muchos errores que se cometían con
ellas, en parte por falta de conocimiento, y en parte
porque las propiedades curativas de una determinada
planta varían en función del modo de cultivo, del cli-
ma, etc., crítica en la que hay que persistir constante
-
mente aún hoy.
y
Pedía además a los médicos que no descuidasen
los aspectos anímicos en sus diagnósticos y trata-
mientos (T8, 10), es decir, que no se limitasen solo a
los aspectos físicos (eso que ahora se llama el desea-
ble modelo biopsicosocial).
En todo ello subyacía el intento de inducir a los
médicos una prudente desconfianza en los dogmas re
-
cibidos, aunque advirtiendo también de que los expe-
rimentos no sirven de nada si no van acompañados de
razonamiento. Ponía como ejemplo lo dicho por el pa
-
dre Parennin, jesuita en China, ante la Real Academia
de Ciencias, acerca de que los chinos apenas habían
avanzado en ciencias por el excesivo respeto a la doc-
trina de sus mayores, mal propio también de España.
Dedica precisamente todo un ensayo a la medicina
china, conocida a través de los misioneros, y de la que
dice sin ambages (C5, 11):
Cuanto a la Teórica de dicha Medicina, según nos
la expone el Padre Du-Halde en el tercer tomo de su
Historia de la China, pag. 379, y siguientes, parece
una cosa tan sin pies, ni cabeza, que solo me atreveré
a definirla, diciendo, que es una colección de sueños
extravagantes, un tejido de quimeras filosóficas, ex
-
presadas con locuciones entusiásticas, acomodadas
para alucinar ignorantes, y que nada significan a los
inteligentes. Allá han imaginado unos canales, o con-
ductos en el cuerpo humano, que ni en los Chinos, ni
hombre alguno ha visto: unas correspondencias ar-
mónicas de tal, o tal parte del cuerpo, con tal, o tal
elemento, tal, o tal cuerpo metálico; y asimismo unas
correlaciones oficiosas de unas partes con otras, que
contradicen igualmente a la Física, que a la Expe-
riencia.
Los remedios ofrecidos, a base de partes de anima-
les, eran igual de absurdos. La medicina era vista en la
propia China como una mercadería más, y sus médi-
cos unos charlatanes embusteros, unos vendedores ig-
norantes en medicina teórica. De hecho, la familia del
emperador y quienes se lo podían permitir ya usaban
de médicos europeos. Lo cual, visto cómo era la pro
-
pia medicina occidental de entonces, nos puede dar
una idea de cómo sería aquella medicina china, algo
Revisó creencias como la de que los niños nacían con defor-
maciones en función de lo imaginado o vivido por la madre.
Llamaba
imaginacionistas
a los defensores de estas ideas
el esc
é
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bastante alejado de esa imagen idealizada que tienen
algunos ahora, fruto de posturas ideológicas más que
racionales.
Pero también hizo un buen repaso a los curanderos
de por aquí:
Dedicó un ensayo a los llamados
saludadores
, de
quienes se decía que eran capaces de curar la hidro-
fobia soplando fuerte tras haber tomado un trago de
vino. Para él no curaban nada y la Academia Francesa
los consideraba meros charlatanes, pero eran objeto
de controversia entre teólogos morales y médicos (T3,
1). Feijoo hizo su propio análisis moral: la mayoría lo
hacían por una simple limosna, otros decían tener la
señal de la cruz bajo la lengua o el paladar (lineamien
-
tos naturales en las venas, o se habían cauterizado)...
Dio razón de algunos desenmascarados y que habían
reconocido abiertamente que no era más que un me-
dio de vida, en ocasiones adornado con trucos de ilu-
sionista (que explicaba), como apagar brasas con la
lengua, andar sobre el fuego o tocar el plomo fundido
para hacer creer que tenían dotes milagrosas.
También veía absurda y supersticiosa la medicina
trasplantatoria (C1, 17), que consistía en pasar la en-
fermedad de una persona a otra o a un animal median-
te un ritual.
Ya existían igualmente libros de «autoayuda»,
como
El médico de sí mismo, o Arte de conservar la
salud por Instinto
(C3, 9), lleno de disparates, como
culpar de las enfermedades a las heces retenidas en
el colon y proponer como solución purgas y sangrías
(¿no evoca acaso las actuales hidroterapias de colon?).
En cuanto a la efectividad de los distintos reme-
dios, Feijoo decía que muchos se curaban por la evo
-
lución natural de las enfermedades, y no por los reme-
dios que les daban los charlatanes. De los supuestos
curados (C4, 9), algunos podrían no estar enfermos
realmente, o tuvieron mejorías momentáneas (cuando
luego empeoraron o murieron, los charlatanes calla-
ron), hay enfermedades que van y vienen, y los ha-
bía que curaban por otros remedios que aquel que se
atribuían. Estaban también los que creían haber mejo
-
rado, cuando no era así (se era consciente de la exis-
tencia del efecto placebo) y los que decían falsamente
que habían mejorado para no reconocer abiertamente
que se equivocaron en su elección. Todo esto, decía,
habrá que descartarlo antes de decir que algo cura.
Y no se olvidó de ponernos al corriente de algunos
de los descubrimientos más novedosos de la época:
y
Inserción animal (T5, 9): primeros intentos de in
-
jertos (trasplantes) de animales, otras personas o au
-
toinjertos. Presentaban importantes problemas, pues
se solían pudrir.
y
Transfusiones de sangre (C1, 16): panacea según
algunos, denostada por otros. En general, se veía que
la mayoría eran perjudiciales, y ya se sospechaba que
quizá no todos tenemos los mismos tipos de sangre.
y
La electricidad (C4, 25): como es normal cuando
se descubre un nuevo fenómeno, había quien lo quería
aplicar para todo como algo milagroso. En este caso,
para curar la parálisis. No profundizó a la hora de ex
-
La mítica isla canaria de San Borondón, representada en un grabado (Pedro Caba, Wikimedia)
el esc
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plicar algo aún mal comprendido.
y
Veía probable que las enfermedades contagiosas
no vinieran de causas misteriosas y oscuras, sino de
«insectos» extremadamente pequeños que viven en el
cuerpo humano (T7, 1; T8, 10), y de cuya existen-
cia hablaban desde hacía décadas médicos ingleses y
franceses, ayudados del microscopio.
Muerte y enterrados vivos
Definir qué es la muerte o cuándo está muerto un
individuo ha sido un problema tradicional para la
ciencia. Y derivado de ello, de siempre ha existido el
miedo a ser enterrado vivo. Feijoo fue víctima de esa
preocupación, por lo que abordó los criterios diag-
nósticos para determinar la muerte, con no excesiva
fortuna. Así, por ejemplo (T5, 6), un cuerpo puede no
respirar, no moverse o no tener actividad cardíaca por
diversas razones, pero pueden seguir activas, según
él, operaciones internas propias de la vida. Se cuestio
-
naba el signo de la falta de respiración, pues sabía de
orientales capaces de pasar horas bajo el agua sin res
-
pirar, como también hacen los fetos, o echaba mano
de la autoridad de Galeno, para quien un cuerpo con el
corazón bien refrigerado no necesitaba respirar, pues
le bastaría con la transpiración.
Concluyó que el criterio más fiable es el de la tem
-
peratura corporal, por lo que pedía que los médicos
tuvieran especial cuidado con ciertas enfermedades
que se pueden confundir con muertes, y que luego se
velara al difunto un tiempo prudencial hasta que los
signos de putrefacción fueran evidentes, pero evitan-
do el riesgo de enfermedades por cadáveres no ente-
rrados (C1, 8; C4, 14).
Se hizo eco de casos de cadáveres con indicios
de haber forcejeado tratando de abrir la tumba, o de
cómo un «muerto» camino del cementerio de Avilés
despertó cuando le cayó en la cara el agua de un cana-
lón (C5, 18). Con todo su candor, lo tomó como idea
magnífica y propuso echar agua muy fría con fuerza
hacia los rostros de los supuestos difuntos.
Y no olvidó tratar las experiencias cercanas a la
muerte (T6, 1, 11), de las que decía no ser dolorosas,
pues quienes las habían vivido hablaban de placer. Sin
descartar, no obstante, que esas sensaciones no fueran
más que delirios fruto de una perturbación cerebral en
estado tan extremo.
Psicología
Los asuntos de la mente fueron de gran interés para
Feijoo; de ahí que Marañón llegara a hablar incluso
de un «Feijoo psiquiatra». Ya existe un trabajo sobre
la psicología en su obra
6
, que recoge lo que escribió
acerca de los fundamentos de la percepción, ilusio-
nes y percepciones anómalas, la atención, la imagina-
ción, la memoria… Baste decir que, como religioso,
era dualista y distinguía un cuerpo material que capta
por los sentidos del alma (la mente) inmaterial que in-
terpreta lo captado. Centrémonos en los aspectos más
«escépticos», como son:
La fisionomía
, o estudio del carácter en función de
la anatomía de la persona. Más conocida es la frenolo
-
gía, surgida pocos años después y basada en la forma
del cráneo; pero por entonces parece que se usaba más
la
metoposcopia
(la morfopsicología de hoy)
,
según el
parecido de los rasgos faciales con características de
los animales (T5, 2): el enfadadizo es cejijunto, me
-
lancólico el de tez morena y arrugada, y los muy blan-
cos son débiles y tímidos, por parecerse a mujeres. Se
trata de un supuesto arte que se atribuía a prestigiosos
antiguos como Sócrates, Aristóteles, Plinio o san Car
-
los Borromeo, pero Feijoo ponía en duda que acerta
-
ran en este campo, o incluso que se hubieran dedicado
a ello y no fuera más que una atribución apócrifa, a la
vez que hacía un repaso crítico de las tablas fisionó
-
micas del jesuita Honoré Niquet, para concluir que el
temperamento no lo determinan el parecerse a un león
o un águila (sea eso lo que fuere), ni los cuatro tem-
peramentos galénicos (sanguíneos, flemáticos...), sino
millares de factores, y no habría medio para conocerlo
de antemano sin estudiar al individuo.
Las leyendas sobre el parto y el influjo de la ima
-
ginación materna
: Revisó creencias como la de que
los niños nacían con deformaciones en función de lo
imaginado o vivido por la madre (C1, 4). Si esta vio
cortar una mano en una ejecución, podía parir un niño
al que le faltara este miembro, al igual que los an-
tojos, que serían también consecuencia de vivencias
maternas. Llamaba
imaginacionistas
a los defensores
Las polémicas alcanzaron tal nivel que Felipe V y el papa
Benedicto XIV lo declararon su protegido, y Fernando VI lle-
gó incluso a redactar una prohibición real a las impugnacio-
nes a Feijoo
el esc
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de estas ideas, y para ponerlas a prueba abogaba por la
experimentación rigurosa: entonces eran muchas las
mujeres que asistían a ejecuciones, sin ir más lejos, y
pocos los niños que nacían con deformidades, además
de la mucha fantasía a la que se recurría para interpre-
tarlas. Pero no olvidemos que estas ideas disparatadas
no difieren demasiado de las que en la actualidad ri
-
gen movimientos como los de las constelaciones fa-
miliares, la bioneuroemoción, etc.
Los remedios para la memoria
: Drogas, como la
anacardina, de las que ponía en duda su eficacia; todo
lo más, podrían suponer una ayuda temporal, pero no
permanente (C1, 20). Sí defendía las reglas nemotéc
-
nicas, para lo que hizo un repaso de algunos manuales
de la época, que juzgaba más o menos útiles.
La inteligencia
: Hablaba de la supuesta mayor inte
-
ligencia de quienes tienen el cerebro (la cabeza) más
grande, pero no lo veía claro y sugería numerosos
contraejemplos (C5, 6).
El «dominio tiránico de la imaginación» por en-
cima de la intelección
: O lo que hoy llamaríamos su
-
gestión o efecto nocebo, que comprobó en multitud de
ocasiones, como ante quien evacuaba con solo oír la
palabra
purgante
(C4, 8).
Los filtros de amor
: Drogas destinadas a conseguir
el amor de una persona. Veía improbable su eficacia,
y pensaba que había demasiada simpleza al respec-
to en el vulgo (T7, 15, Apéndice). De hecho, solían
recogerse en obras escritas por charlatanes, que las
atribuían a grandes sabios de la historia. No obstante,
muchos creían en ellos y otros los ponían como ex-
cusa, plantándose como víctimas de hechizo tras caer
en una baja pasión. Aunque si de lo que sufrimos es
de mal de amores, podremos superarlo siguiendo sus
consejos psicoterapéuticos (T7, 14), seguramente más
efectivos que las purgas y sangrías que se proponían
entonces y que criticaba tanto, por la creencia en que
el amor residía en la sangre y, renovando esta, se aca-
baba el amor.
Otros misterios para la ciencia, o no tanto
De la infinidad de descripciones de fenómenos cu
-
riosos, mostraremos apenas un puñado de ellas más:
Lámparas inextinguibles
: Habló la supuesta exis
-
tencia de lámparas perpetuas, cuyo fuego no consume
la materia que la alimenta. Admitía que no se conocía
ninguna materia que no se consumiera en la combus-
tión, pero dejaba abierta la puerta a que pudiera existir
(T4, 3).
Inedia
: más conocida ahora como
respiracionismo
(C3, 18). Feijoo sugirió la hipótesis según la cual es
-
tas personas se podrían nutrir de las partículas en sus-
pensión que hay en el aire (el llamado
aerivorismo
),
aunque no le daba demasiada verosimilitud. Lo veía
tan extraordinario que exigía más pruebas que unos
pocos testimonios de gente que no había analizado el
asunto con suficientes controles. Y así seguimos hoy
en día con esta corriente, ahora asociada más bien a
gurús de la India.
La combustión espontánea
, de la que citaba un caso
tomado de las
Memorias de Trevoux
, cuya víctima fue
la condesa Cornelia Brandi (T8, 8). Dado que la con
-
desa se daba friegas de alcohol cuando se encontraba
mal, este habría sido el combustible, activado por la
caída de un rayo o una reacción química.
Fenómenos meteorológicos extraños
: Unas cruen
-
tas batallas aéreas descritas en algunas partes del
mundo, que correspondían seguramente a auroras bo-
reales. O las lluvias sanguíneas, que algunos atribuían
a sangre de niños sacrificados por brujas, y que no
serían más que la lluvia teñida de polvo rojo en sus
-
pensión (C1, 9). En este tipo de fenómenos, según él,
el vulgo podía tender a magnificar con añadidos fruto
de su imaginación.
La Tierra hueca
, tesis ya propuesta el siglo anterior
por el curioso personaje Atanasio Kircher, y a la que
Feijoo hace referencia —para negarla— al hablar del
posible origen de los terremotos (T5, 15). Ya entonces
se hablaba de la existencia de corrientes subterráneas
navegables de polo a polo, a las que se accedería por
sendas aberturas en los mismos. Incluso nos hace lle
-
gar Feijoo la noticia del supuesto hallazgo de un ga
-
león con los esqueletos de sus tripulantes en una mina
suiza.
Igualdad y misoginia
Son tantos los aspectos éticos y morales abordados
en la obra de Feijoo que no tenemos espacio para tra
-
tarlos aquí, además de ser los más ajenos a la temáti
-
ca de esta revista. Nos limitaremos a los relacionados
con la igualdad de la mujer, por ser en los que empleó
en mayor medida argumentos científicos o escépticos
para justificar su postura, y porque han sido quizás los
de mayor trascendencia y reivindicación desde enton-
ces hasta la actualidad.
La mujer había sido tradicionalmente vista como
fuente de todos los vicios mundanos. La Ilustración
no supuso tampoco una mejora, con su despotismo
ilustrado y elitista del «todo para el pueblo pero sin el
pueblo», es decir, todo aquel que no fuera un varón de
alto nivel intelectual, social y económico.
En esto también fue Feijoo una excepción, y así
lo mostró en un discurso (T1, 16) de alegato contra
esa misoginia imperante que veía a las mujeres como
seres despreciables y defectuosos tanto en lo moral
como en lo intelectual, en el que llegó a criticar inclu-
so autoridades como la de san Agustín.
Bien es verdad que cayó igualmente en tópicos,
como los de la complementariedad de las virtudes de
hermosura, docilidad y sencillez con los varoniles de
robustez, constancia y prudencia, aunque el que las
mujeres fueran más pragmáticas y los varones más
dados a lo abstracto y teórico lo achacaba a razones
meramente culturales. En definitiva, tenía claro que
las diferencias de rendimiento intelectual venían de la
dificultad social de ellas para dedicarse al estudio, y
no de falta de aptitudes o de diferencias de volumen
cerebral. Acompañó su argumentario de una serie de
ejemplos de mujeres de toda Europa, recientes y de
la Antigüedad, que destacaron en las ciencias, las le
-
el esc
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tras y las artes. Incluso por meros motivos prácticos,
consideraba que se debía permitir a las mujeres estu
-
diar medicina (C2, 17), por ser perfectamente capaces
para ello y para evitar la altísima mortalidad femenina
en los partos. Estos normalmente eran asistidos por
mujeres iletradas, sin formación sanitaria, y cuando
surgía algún problema había que llamar a un médico,
siempre varón, lo que muchas parturientas rechaza-
ban por pudor.
En cuanto a la base bíblica de la sumisión de la
mujer al varón, cuestionó como erudito las interpre
-
taciones y traducciones al uso a partir del original he-
breo; todo lo contrario al compararla con el Corán,
donde se especificaba que la salvación, la otra vida,
estaba reservada a los varones.
Terminemos este apartado insistiendo en la esca-
sa fe que tenía Feijoo en la tradición, en la «voz del
pueblo», canalizada a través de los refranes. Muchos
de estos recogían expresiones racistas, antisemitas,
clasistas y, por supuesto, de violencia contra la mu-
jer, de entre los que mostramos un par de los que nos
ofrece: «La mujer y lo empedrado siempre quiere an
-
dar hollado», esto es, que continuamente se han de
pisar o golpear; o «La mujer y la candela, tuércele el
cuello, si la quieres buena», inventados y practicados
tan solo por hombres bestiales, decía.
La repercusión de su obra
Feijoo fue el intelectual más leído de su tiempo.
Distintas fuentes calculan en más de 400 000 los vo-
lúmenes de sus obras que se imprimieron en España
(y que se distribuyeron por todo el Imperio), cifra
formidable entonces, así como otros tantos en traduc-
ciones más o menos completas al francés, inglés, ita-
liano, portugués y alemán. Se ven sus influencias en
muchos intelectuales, tanto criollos como españoles,
quienes lo tomaban como autoridad.
Discípulos suyos en el fomento del pensamiento
crítico, y sin duda dignos de futuros estudios en este
sentido, fueron Juan Luis Roche, quien también se
dedicó a estudiar supuestos milagros, criticó la me-
dicina filosófica no experimental y, en general, todo
tipo de creencias vulgares; y el padre Martín Sar
-
miento, benedictino español que escribió un par de
volúmenes revisando y apoyando los primeros tomos
de Feijoo, aunque la mayor parte de su obra continúa
inédita.
Las polémicas
Las ideas de Feijoo, como las de cualquier escépti
-
co, generaron un gran número de detractores ya des-
de la publicación del primer tomo de su obra. La ma
-
yoría de ellos eran eclesiásticos, ante los que no solía
callar y contestaba en tomos sucesivos. Esta enemis
-
tad, según decía, no la mostraban tanto los engaña-
dores desenmascarados como los engañados, dolidos
y desquiciados por haberles hecho ver que estaban
equivocados. Pero era algo que se esperaba. Ya en el
prólogo del T1 amenazaba, citando a Malebranche:
«aquellos autores, que escriben para desterrar preo-
cupaciones comunes, no deben poner en duda en que
recibirá el público con desagrado sus libros».
Las polémicas alcanzaron tal nivel que Felipe V
y el papa Benedicto XIV lo declararon su protegido,
y Fernando VI llegó incluso a redactar una prohibi-
ción real a las impugnaciones a Feijoo y lo nombró
su consejero, de modo que ni la Inquisición se atrevió
a atacarlo abiertamente, aunque tuvo problemas con
esta por algunos de sus comentarios morales (no por
aspectos científicos), que no pasaron del expurgo de
dos párrafos de su extensa obra.
También soportó diversas acusaciones de plagio, a
las que respondió diciendo (C1, 34) que, o bien ha-
bía citado convenientemente sus fuentes, o bien lo
acusaban de copiar obras que no había leído antes de
escribir, como fue el caso de las de Francis Bacon.
Su principal crítico fue Salvador José Mañer, anda
-
luz que vivió la mayor parte de su vida en el virreinato
de Nueva Granada, contemporáneo ilustrado aunque
muy crédulo. En su
Anti-theatro crítico
(1729-1734)
impugnó los tres primeros volúmenes del
Teatro
y se
montó una fuerte disputa sobre diversos temas, en es-
pecial en los relacionados con la historia natural, a lo
que Feijoo respondió con sorna: «el Sr. Mañer hizo
El padre Sarmiento, discípulo de Feijoo (anónimo)
el esc
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estudio especial sobre la materia (…), a fin de me
-
recer los gloriosos títulos de resucitador de Pigmeos
y Unicornios, resucitador de Gallos espanta Leones
y Basiliscos (…), y todo debajo del alto carácter de
Juez Conservador de errores y vulgares». Parece que
posteriormente supieron sobrellevar sus desacuerdos
y todo desembocó en una relación cordial.
Otros ilustrados reluctantes a los descubrimientos
modernos y a la obra de Feijoo fueron Diego de To
-
rres Villarroel, con su
Vivificación de la Astrología
(1727), Antonio Heredia con
El estudiante preguntón
(1729), el P. Soto Marne con
Justa repulsa de ini-
cuas acusaciones
(1749) o fray Luis de Flandes con
El Académico antiguo contra el Escéptico moderno
(una defensa del antiguo orden en la filosofía o la me
-
dicina, donde el académico era el autor y el escéptico,
Feijoo).
Entre sus defensores estuvieron Juan de Iriarte,
Melchor de Macanaz y, sobre todo, Martín Martí
-
nez, médico de cámara de Felipe V, filósofo y amigo.
Como renovador de la medicina española de enton-
ces, vivió también violentas polémicas. Estudiado
sobre todo desde la historia de la medicina, conven-
dría también un análisis de su postura como escépti-
co y empirista, plasmada en diversas obras:
Medicina
scéptica y cirugía moderna
(1723-1725),
Carta de-
fensiva del Theatro crítico universal
(1726),
Juicio
final de la astrología
(1727) y
Philosophia sceptica
(1730).
La posteridad
Cerra Suárez
7
apunta dos razones principales para
que pasara al olvido poco después de su muerte: Una
política, la Revolución francesa, que hizo que en Es-
paña el Antiguo Régimen cerrase filas hacia todo lo
que sonase a modernidad y a ideas europeas. Y otra
artística e intelectual, que fue la irrupción del Ro-
manticismo, con su apuesta por lo mágico, irracional
y subjetivo.
El Realismo de la segunda mitad del
xix
dio lugar
a cierta recuperación de su figura, con comentado
-
res tales como Menéndez Pelayo (que lo mencionó
en sus
heterodoxos españoles
), Concepción Arenal o
Emilia Pardo Bazán.
Ya en el
xx, muchos otros trabajaron su obra, pero
hay que destacar al Dr. Marañón, quien lo encum
-
bró como uno de los grandes valores de la cultura
española. Le dedicó su discurso de entrada en la RAE
(1934) y, sobre todo,
Las ideas biológicas del P. Fei-
joo
(1941). En esa época fue incluso protagonista de
una novela, completamente prescindible, a caballo
entre la ciencia ficción y la utopía:
Viaje a Marte
, de
Modesto Brocos (1930), en la que Feijoo es un mar
-
ciano que actúa de cicerone con un visitante terrícola
al que le muestra las maravillas del sistema social y
político marciano.
Toca terminar
Han de quedar muchos temas en el tintero. Bien
nos hubiera gustado comentar aquí en especial los re-
lativos a la divulgación científica más pura, pues su
obra recoge también lo más sobresaliente de los co-
nocimientos contemporáneos en astronomía, magne-
tismo, matemáticas, óptica, meteorología, sismología
(a raíz del traumático terremoto de Lisboa), geología,
biología, paleontología, historia… casi siempre tra-
tados desde el punto de vista más avanzado que se
podría esperar en su época. Sirva esto como acicate
para que el lector se sienta interesado en bucear en
los textos originales.
Cabe añadir que los habituados a lecturas escépti-
cas echarán en falta quizás temas que hoy nos venden
como ancestrales, como el espiritismo, el tarot o los
ovnis y las visitas de extraterrestres, lo cual, habiendo
visto lo pormenorizado y prolijo de su obra, a la que
no se le escapaba ningún asunto de actualidad, indica
que no son tan atávicos como algunos pretenden.
Termine aquí pues este repaso por la trayectoria
de un personaje extraordinario, que combinó religio
-
sidad, racionalidad y empirismo cientifista, sin que
ello le supusiera probablemente ningún conflicto ma
-
yor. Es posible que buscara una ciencia al servicio
de Dios y una religión racionalista; difundía la cien-
cia, pero siempre manteniendo la religión a salvo de
aquella, alejado, eso sí, de todo integrismo o de in
-
terpretaciones pueriles. Seguramente subyacía a todo
ello el convencimiento de que a través de la ciencia
se podría llegar a la demostración de la existencia de
Dios y a la certeza de los dogmas religiosos católicos.
No lo consiguió, pero su labor sirvió para dejarnos un
fabuloso compendio de los conocimientos científicos
de su tiempo, así como de una actitud crítica absolu-
tamente envidiable.
Notas:
1 Maravall, J.M. (1981) El primer siglo XVIII y la obra
de Feijoo. En:
II Simposio sobre el padre Feijoo y su siglo
.
Cátedra Feijoo, Univ. y Ayto. de Oviedo. Tomo I: 151-196
2 Elizalde Armendáriz, I. (1981) Feijoo, representante
del enciclopedismo español. En:
II Simposio sobre el padre
Feijoo y su siglo
. Cátedra Feijoo, Univ. y Ayto. de Oviedo.
Tomo I: : 321-346
3 Caro Baroja, J. (1964) Feijoo en su medio cultural, o
la crisis de la superstición. En:
El padre Feijoo y su siglo
.
Cuadernos de la Cátedra Feijoo, 18 (1): 153-186
4 Se puede destacar a Alberoa, A. (2016) Agricultura,
clima y superstición en la España del siglo XVIII: algunas
reflexiones del padre Feijoo. En: C
on la razón y la expe-
riencia
.
Feijoo 250 años después
. Ed. Trea, Oviedo: 21-41
5 Prot, F. (2016)
A
ntropología filosófica y ficción de los
planetícolas en la obra de Feijoo: pensar al hombre desde
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