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Introducción

Cuando se habla de los comienzos del escepticismo 

activo, de inmediato nos vienen a la mente los pasa-

dos años setenta, con nombres como Carl Sagan, Paul 

Kurtz o James Randi. También habrá quizá quien se 

remonte bastante más atrás, hasta la Ilustración del si-

glo 

xviii 

o incluso el empirismo del 

xvii

, aunque casi 

siempre para señalar filósofos franceses e ingleses.

Quizá no muchos sepan que en esa época hubo un 

español empeñado en combatir la superstición y las 

creencias  infundadas  más  comunes:  el  monje  bene

-

dictino  Benito  Jerónimo  Feijoo  (Casdemiro,  Oren

-

se,  1676-Oviedo,  1764). A  esta  labor  dedicó  buena 

parte de su vida desde el convento ovetense de San 

Vicente (por ello renunció incluso a un obispado en 

América), mediante una larga serie de ensayos (por 

entonces llamados 

discursos

), dirigidos no a círculos 

eruditos sino al común de las gentes. Veía una nación 

ignorante, abandonada y supersticiosa («gotosa», de-

cía), y emprendió una campaña en pro de la ciencia 

moderna, el empirismo y el escepticismo frente a los 

absurdos que vertebraban buena parte de la vida de la 

época;  «poner  ejemplos  de  cuán  expuestas  viven  al 

error las opiniones más establecidas» era su objetivo 

declarado. Frente a Montaigne y otros ensayistas, que 

escribían buscando el reconocimiento de sus pares, 

Feijoo era un espíritu polémico que se lanzó de mane

-

ra activa a combatir a los charlatanes, la ignorancia y 

los prejuicios de su sociedad.

Con un lenguaje sencillo y coloquial, ideal para la 

divulgación  (decía  Gregorio  Marañón  que  fundó  el 

El padre Feijoo

 

un pionero del

 

escepticismo español

Juan A. Rodríguez

ARP-Sociedad para el Avance del Pensamiento Crítico

Yo, ciudadano libre de la República de las Letras, ni esclavo de Aristóteles 

ni  aliado  de  sus  enemigos,  escucharé  siempre  con  preferencia  a  toda 

autoridad privada lo que me dictaren la experiencia y la razón.

Grabado del padre Feijoo, por Juan Bernabé Palomino (1733-1734). 

Biblioteca Nacional, Madrid

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lenguaje  científico  español),  alejado  de  los  excesos 

del Barroco ya decadente de su tiempo, llegó a ser 

el escritor español más leído de la época, tanto en su 

país como en Europa y América, y todo un hito en el 

paso hacia la modernidad. Y todo ello desde la celda 

de su convento, del que renunciaba a salir más que lo 

imprescindible; para él la Corte, que intentaba sedu-

cirlo y absorberlo como a cualquier celebridad, era lu-

gar de intrigas, relaciones falsas, gente ruin... además 

de que cuando salía de su retiro la gente lo abordaba 

constantemente para preguntarle por los asuntos más 

peregrinos, pues lo tenían por un grandísimo sabio.

Dada su larga vida, resulta difícil adscribirlo a un 

movimiento intelectual concreto. Así, Maravall

1

 pro-

pone que, por edad y formación, podría ser el últi-

mo de los 

novatores

 (aquellos, en ocasiones llamados 

despectivamente 

escépticos

, que se oponían a la auto-

ridad intelectual del aristotelismo, propia de los tradi-

cionalistas); pero también representante de la Primera 

Ilustración, por cuando empezó a escribir y publicar; 

o de la Ilustración plena, por sus últimas obras.

Empezó a publicar ya en su madurez, con 50 años. A 

raíz de la 

Medicina scéptica

 del Dr. Martín Martínez, 

escribió su primer ensayo, 

Apología del scepticismo 

médico

 (1725); y a partir de ahí, una larga serie de en-

sayos (118) en ocho tomos, su 

Teatro crítico univer-

sal

 (1726-1740). Su otra gran obra fueron las 

Cartas 

eruditas y curiosas

 (1742-1760), en cinco volúmenes, 

cartas reales salidas de su correspondencia personal 

con los mayores intelectuales españoles y europeos 

de la época, o supuestas, como recurso literario. Tra

-

taba multitud de temas sin orden concreto, en forma 

de miscelánea, incluso en un mismo discurso. No fue 

en ningún caso un proyecto enciclopédico, que veía 

inabordable para una sola persona por el grado de es-

pecialización que requería. Otras obras fueron 

Satis-

facción al escrupuloso

 (1727), 

Respuesta al discurso 

fisiológico-médico

 (1727), 

Ilustración apologética

 

(1729), 

Justa repulsa de inicuas acusaciones

 (1749) 

Adiciones

 (1783).

En los siglos 

xix 

xx 

se hicieron recopilaciones y 

antologías, pero ninguna edición completa. Afortuna

-

damente, se encuentra toda ella digitalizada y dispo-

nible en la web filosofia.org, que ha sido la principal 

fuente de su obra y de multitud de datos biográficos y 

bibliográficos de otros autores relacionados y citados 

aquí.

Fue erudito y divulgador, más que investigador 

o experimentador. A su celda del convento llegaban 

las más importantes obras que circulaban en aquellos 

años, aunque se cita como influencia principal la pro

-

ducción intelectual francesa

2

:  los  libertinos  eruditos 

(Gassendi, Pierre Bayle, Fontenelle) y los enciclope

-

distas (Voltaire, Montesquieu), así como diccionarios 

varios y publicaciones periódicas, en especial las 

Mé-

moires de Trévoux

 y el 

Journal des Savants

.

A pesar de que la divulgación del pensamiento 

crítico constituye el telón de fondo de toda su obra, 

resulta curioso que hasta época reciente se haya es-

tudiado principalmente desde el punto de vista de la 

historia de la medicina, la filología, la historia, la teo

-

logía, la política o la moral. De los cuatro simposios 

dedicados a su obra en el último medio siglo, apenas 

Caro Baroja lo estudió en los años sesenta como crí

-

tico de la superstición, debido al interés de este antro-

pólogo por la historia de la brujería

3

. Hay que esperar 

a nuestro siglo para encontrar trabajos centrados en el 

escepticismo de Feijoo respecto a la charlatanería y en 

su espíritu de divulgador

4

.

Por ello, no está de más repasar aquí sus ideas al 

respecto,  aunque  sea  de  manera  sumaria.  Dado  que 

son sus dos obras más extensas y esenciales, haremos 

referencia solo al 

Teatro

 y a las 

Cartas

, de la siguiente 

manera: una T para aquel y una C para estas, segui

-

dos del número del tomo y, a continuación, separado 

por una coma, el número del discurso o la carta. Por 

ejemplo, (T1, 5) hará referencia al discurso 5 del pri

-

mer tomo del 

Teatro

, y (C3, 2), a la segunda del tercer 

tomo de las 

Cartas

.

Su época

Fue el de las Luces un siglo de fuerte debate episte-

mológico a tres bandas: el pensamiento religioso, con 

sus dogmas incuestionables; la filosofía, con sus teo

-

rizaciones puras; y la naciente ciencia (los filósofos 

nuevos, que él decía), que exigía la experimentación 

para aceptar una idea como válida.

Feijoo asumía la veracidad de las Escrituras, por lo 

que se oponía, por ejemplo, a las ideas de Descartes 

en cuanto a la naturaleza y creación del Universo, la 

materia o las leyes del movimiento; y cifraba la anti-

Feijoo era un espíritu polémico que se lanzó de manera ac-

tiva a combatir a los charlatanes, la ignorancia y los prejui-

cios de su sociedad

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güedad del mundo en 5466 años (T1, 13). Se proponía 

ya en la época la posibilidad de un «doble magiste-

rio», entonces entre filosofía y religión, donde una se 

ocupaba de lo natural y otra de lo sobrenatural. Pero 

entendía que la filosofía debía respetar los límites de la 

religión, a la que se tenía que subordinar para no caer 

en el libertinaje que lleva a cualquier herejía (T7, 3).

También criticaba los sistemas físicos tradicionales 

de los filósofos antiguos, basados en conceptos como 

la belleza y la armonía, la simpatía o antipatía, cuan-

do chocaban con el empirismo. Consideraba aquello 

mero lenguaje metafórico, que en modo alguno expli

-

caba por ejemplo la naturaleza de un imán o la circu

-

lación de la savia en una planta (T3, 3). En esta visión 

crítica de la filosofía entraba también la escolástica, 

que se quedaba por lo general en mera abstracción o 

en la enseñanza de los tratados de Aristóteles como 

fuente  absoluta  de  autoridad.  Todos  esos  sistemas 

filosóficos se mostraban inútiles y caían ante el em

-

pirismo de Bacon, Copérnico, Galileo o Newton, del 

que Feijoo era defensor.

Nuestro país, según él, era especialmente fecundo 

en aquel tipo de teóricos, sobre todo entre los jesuitas, 

opuestos por completo a toda innovación propuesta 

por los experimentalistas, que habían abierto una bre-

cha en las doctrinas (T7, 13). Aquellos mostraban un 

sistemático rechazo a toda novedad por sospechosa 

de impiedad, en especial si venía, como casi todo, de 

la siempre libertina Francia; hablamos del antieuro-

peísmo  y  el  catolicismo  más  tradicionalistas.  Ante 

ello, Feijoo fue de los primeros, si no el primero, en 

escribir extensamente sobre el atraso científico y téc

-

nico español —en especial, el agrícola—, sus causas 

y sus posibles soluciones (T8, 12; C2, 16). Subrayaba 

cómo lo académico y serio era aquí el dedicarse a la 

metafísica, la teología, la moral o el derecho, lo que 

resultaba en una intelectualidad rutinaria que se limi-

taba a aprender y repetir lo que ya habían dicho otros, 

descuidando la ciencia y la innovación (C3, 31).

Fue igualmente un tiempo de cambios en la uni-

versidad: se empezó a abandonar el latín, sustituido 

por  las  lenguas  vernáculas.  Los  contenidos  estaban 

enquistados; prácticamente no había estudios cien-

tíficos, pues solo existían cuatro facultades: Artes o 

Filosofía, Teología, Jurisprudencia y Medicina, y so

-

lían darse solo las dos primeras, ya que el derecho 

se solía estudiar en academias privadas y la medicina 

no era más que repeticiones memorísticas de los afo-

rismos de Hipócrates: mucha más teología y filosofía 

que fisiología, y lo poco que se estudiaba de esta era 

bastante inútil, limitado a temperamentos, humores, 

espíritus,  etc.,  todo  mera  especulación  para  Feijoo 

(T7, 14); si bien señalaba que se empezaban a introdu-

cir enseñanzas científicas experimentales en la Regia 

Sociedad de Sevilla o en la recién creada Academia 

Médica Matritense (1734). De hecho, junto con otros 

muchos ilustrados, abogaba por la introducción de los 

nuevos  estudios:  física,  botánica,  historia  natural… 

en las nacientes Academias, y no en la anquilosada 

universidad.

Aunque apreciaba enormemente las lenguas clási-

cas, veía que en buena medida iban quedando como 

mera erudición, y recomendaba aprender francés, 

idioma intelectual de entonces y al que estaba ya tra-

ducido todo lo relevante. Pese a ello, muchos seguían 

prefiriendo,  sin  razón  objetiva,  al  médico  que  sabía 

latín frente al que estudió en francés, cuando por ello 

este seguramente estaba más actualizado (C5, 23).

El discurso de Feijoo acabó calando, hasta el pun

-

to de que fue citado en reformas universitarias poste-

riores. Pero naturalmente, también surgían foros que 

debatían si la ciencia conducía o se oponía a la prác-

tica de la virtud, esto es, si era más perniciosa que 

beneficiosa (C4, 8). Ante ello, Feijoo argumentaba lo 

poco conveniente de que solo se estudiaran los textos 

sagrados, como siguen haciendo hoy las corrientes re-

ligiosas más fundamentalistas.

Tenemos ya una mejor idea de quién era Feijoo y 

en qué ambiente tuvo que lidiar para difundir y de-

fender sus ideas, de las que entresacaremos las más 

relacionadas con el escepticismo científico y el pen

-

samiento crítico.

Entremeses epistemológicos

Distinguía Feijoo tres tipos de objetos (T5, 1): los 

sobrenaturales (conocidos por revelación), los meta-

físicos (por evidencia, esto es, razonamiento) y los 

materiales (por los sentidos y la experiencia). Estos 

últimos son el objetivo de la ciencia, y a lo que dedicó 

fundamentalmente sus discursos. A poco llega según 

él la razón en las cosas naturales cuando no se some-

Feijoo fue de los primeros, si no el primero, en escribir ex-

tensamente sobre el atraso científico y técnico español, sus 

causas y sus posibles soluciones

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te a la experiencia (hay más ingenio y perspicacia en 

los experimentos de Boyle que en todas las abstrac-

ciones de los metafísicos, decía) y, aún más, la razón 

pura resulta muy poco útil para las necesidades diarias 

(T3, 13). Por otro lado, no bastan los sentidos para los 

buenos experimentos: es menester reflexión, juicio y 

advertencia para no caer en errores. Hemos de buscar 

la naturaleza de las cosas, no la engañosa imagen que 

se forma en nuestra fantasía (T5, 11).

Dedicó también buena parte de sus textos a poner 

en evidencia nuestros sesgos cognitivos (T8, 1) y daba 

por ejemplo consejos para desenredar sofismas (T2, 

2) o razonamientos falaces: 

ex populo

 (lo que llama 

«voz del pueblo», que con tanta frecuencia se equivo-

ca, constituye el primer discurso de su obra: T1, 1), 

ad 

antiquitatem

 (T1, 12; T2, 7; T5, 10); 

ad hominem

 (T2, 

1); 

ad autoritatem

 (T4, 7; T8, 4)... un error que seña

-

laba como muy frecuente era el de confundir causa y 

efecto de algo, o tomar dos hechos sucesivos como 

relacionados causalmente.

Discutió el concepto de 

escéptico 

y sus contradic-

torias definiciones: del rígido y extravagante al mo

-

derado, cuerdo y prudente. Lo resumió con la frase 

«dudar de muchas cosas es prudencia; dudar de to-

das es locura» (T3, 13). Y aplicado a la indagación 

de lo extraordinario, sostenía que, antes de investigar 

las causas, habrá que determinar si eso extraordinario 

existe en realidad, pues otra cosa sería perder el tiem-

po (C4, 11).

No sé si existen los milagros, pero haberlos ha-

ylos

.

 O no

Un religioso como él no podía negar la existencia 

de milagros, aunque consideraba que la mayoría de 

los tenidos por tales eran falsos, fruto del exceso de 

pasión, la intención de hacer historia, la promoción de 

la fe, el afán de lucro o para librarse de la acción de la 

justicia (T3, 6).

Llegaba al punto incluso de negar la veracidad de 

milagros de los que los mismos Padres de la Iglesia 

fueron testigos, rechazando el principio de autoridad. 

Pensaba que la Iglesia, admitiendo como verdaderos 

simples rumores o testimonios, perjudicaba la fe, pues 

esta nunca podía ser difundida mediante la mentira, y 

podía llevar a creer al pueblo que todo cuanto dice la 

Iglesia  es  embuste  y  puerilidad.  Especial  preocupa

-

ción ante ello mostraba por la amenaza protestante, 

para quienes los milagros eran algo superfluo, cuando 

no mera superstición.

Dedicó así buena parte de su vida a desmontar su-

puestos  hechos  milagrosos,  que  dejaba  en  simples 

fábulas o explicaba fácilmente con el conocimiento 

de la naturaleza o trucos de prestidigitación en cuan-

to indagaba un poco. Recibió muchas críticas por ese 

exceso de escepticismo, aunque para él tanto la incre-

dulidad absoluta como la credulidad nimia eran perju

-

diciales para la religión (C1, 43; C2, 11). Opinaba que 

la verificación de un milagro no era cosa de dejar en 

manos de la credulidad popular, sino de la Iglesia, que 

las debería estudiar mediante personas bien formadas 

no solo en teología, sino también en 

filosofía experi

-

mental

 (ciencia), para que se examinaran las posibles 

explicaciones naturales (C2, 11).

Repasemos algunos de los supuestos milagros que 

refutó:

La transportación mágica del obispo de Jaén (C1, 

24).  Se  supone  que  este  obispo  viajó  una  noche  a 

Roma, volando a lomos de un diablo de alquiler. Con

-

sideraba de risa que hubiese gente tan crédula e hizo 

ver que circulaban muchas versiones semejantes del 

absurdo, con otros personajes en el papel del viajero.

El milagro de la catedral de Lugo, donde al tocar 

una determinada campana, se movía la cruz (C2, 2): 

Tras revisar unos cuantos conceptos de física, lo atri-

buyó a la reverberación o al volteo que hacían temblar 

la torre y la pared de la que colgaba el crucifijo. Seña

-

laba además hechos similares documentados en otras 

iglesias europeas.

Las flores de la ermita de San Luis del Monte, cerca 

de Cangas del Narcea (Asturias), que surgían tan solo 

mientras la misa de la romería anual (C2, 29): Se es

-

cribió mucho al respecto y se llevó a cabo un estudio 

lleno de irregularidades, con testigos falsos y mues-

treos de fidelidad dudosa, sin consultar con expertos. 

De sus propios análisis concluyó que dichas flores no 

aparecían solo allí, ni solo durante la misa; y que se-

guramente ni siquiera eran flores, sino quizá crisálidas 

de algún insecto.

El toro de San Marcos (T8, 8): Costumbre de algu

-

nos pueblos extremeños que consistía en sacar un toro 

bravo de la manada y hacerlo asistir un determinado 

día a la misa, a la que acudía solemne y manso. Ter

-

minada esta, recuperaba su fiereza y volvía corriendo 

al campo. Feijoo teorizó sobre la posibilidad de que 

fuera un hecho milagroso, diabólico o natural, para 

inclinarse por esto último: los toros eran drogados, o 

bien estaban enseñados desde pequeños a obedecer 

mansamente a un cuidador determinado (de esto co-

nocemos ejemplos actuales); o como hacían en Ingla

-

terra en San Juan de York, se castigaba previamente al 

toro hasta agotarlo.

La magia y la credulidad

El dogma cristiano también lo llevaba a aceptar la 

existencia de hechiceros y hechicerías como obras 

asistidas por el demonio, aunque advirtiendo desde el 

principio de que no eran tantos como pensaba el vul-

go, y de que hay que desconfiar por sistema de todo lo 

que se nos presente como tal. Exponía varias causas 

de la credulidad (T2, 5):

 

y

La propensión al cuento, esto es, invenciones sin 

maldad de chistosos y ociosos que llegan a oídos de 

gentes sin espíritu crítico.

 

y

El atribuir al diablo lo que tiene causa natural, 

algo que empezaba a ser habitual con los primeros 

hallazgos científicos y técnicos. Ponía el ejemplo del 

microscopio, que dio a conocer seres de apariencia 

monstruosa y tomados al principio por tales.

 

y

La vanidad de quienes quieren ser tenidos por 

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magos. Esto es, los simples farsantes.

 

y

La calumnia hacia quienes son acusados por ma-

levolencia.

 

y

Los que realmente creen que lo son, a los que hay 

que considerar locos o supersticiosos dignos de lásti-

ma, y con los que la inquisición solía actuar de modo 

condescendiente. Lo ejemplifica con las que se creían 

brujas y decían volar o participar en aquelarres, cuan

-

do lo que ocurría en realidad es que estaban teniendo 

visiones fruto del consumo de alucinógenos; de he-

cho, se veía cómo dormían profundamente cuando 

creían estar teniendo esas vivencias.

 

y

En cuanto a las transformaciones mágicas de 

hombres en animales, las consideraba meras fábulas 

de origen pagano que habían persistido en el vulgo 

(T4, 9) pues, fuera de la intervención divina directa, 

pensaba imposible que el alma racional pasara a cuer-

po irracional alguno.

Por  todo  ello  había  quien,  como  el  P.  Malebran

-

che, defendía que no se castigara la hechicería, pues 

casi siempre resultaba fantasía, aunque eso Feijoo lo 

veía demasiado arriesgado, por constituir el extremo 

contrario a la absoluta credulidad e ir en contra de la 

jurisprudencia civil y eclesiástica, que la tipificaban 

como delito.

En análisis histórico, situaba el origen de la magia 

(T7, 7) en la Antigüedad, cuando los hombres olvida

-

ron a Dios, se hicieron politeístas (justo lo contrario 

de lo que nos dice la historiografía actual) y corrom-

pieron sus costumbres. Por otro lado (T4, 9), notaba 

que las brujas de la Antigüedad veían a sus propias 

deidades, mientras que las contemporáneas veían al 

demonio. Describió también los procesos contra bru

-

jas  en  Alemania,  donde  miles  de  ellas  confesaban 

bajo tortura y en la penitencia final explicaban a su 

confesor, el P. Schömborn, que eran inocentes, lo que 

a este le resultaba también obvio. De hecho, cuando 

Schömborn fue promovido a obispo, luchó ferviente

-

mente contra esa frecuente quema de inocentes, y un, 

por entonces, reciente libro del P. Federico Spee hacía 

abrir los ojos a muchos ilustrados alemanes.

En consecuencia, se felicitaba Feijoo de tener en 

España un tribunal tan recto y riguroso como el de la 

Inquisición, que evitaba esas injusticias. Pensaba que 

no fue lugar donde se enseñasen ni se hubiesen pro-

pagado artes mágicas de manera general, ni siquiera 

en tiempos de los árabes. A estos, por el contrario, los 

tenía por gentes muy doctas, de las que ninguna de sus 

obras conservadas hablaba de magia, por más que cir-

culasen por ahí supuestas traducciones del árabe a un 

latín macarrónico, tan llenas de disparates que tenían 

toda la pinta de ser libros escritos por los supuestos 

traductores.

En definitiva, la magia no era para él más que mera 

parafernalia para impresionar a incultos, pues después 

de todo, si los hechiceros fueran tan poderosos, ya se 

habrían hecho dueños del mundo. Se refleja en todo 

ello la postura peculiar española respecto a Europa en 

este asunto, y el cambio de mentalidad que se empe-

zaba a vislumbrar en la sociedad.

Charlatanes de antaño

Poco parece haber variado la tipología de charlata

-

nes y estafadores desde la época de Feijoo. A lo largo 

de su obra se pueden deducir:

 

y

Los que engañan de buena fe, porque creen en sus 

dones (C3, 2).

 

y

Gente que engaña por pura necesidad de limosna, 

abusando de la ignorancia y el miedo supersticioso de 

los demás, especialmente en los pueblos (T2, 5).

 

y

Los que fingen ser hechiceros, y no son más que 

prestidigitadores (C3, 15), que saben despertar la 

admiración en los demás con relatos fantasiosos. La 

misma Inquisición, muy descreída ya entonces, rarísi-

mamente los castigaba en los autos de fe por hechice-

rías, y sí por embusteros (T2, 10). Entre los diversos 

ejemplos que pone, citaremos el de la niña de Arella

-

no (Navarra; C2, 22), que parecía que expulsaba por 

la orina cálculos de hasta 2 libras. Feijoo hizo analizar 

una muestra y resultó ser un simple trozo de yeso. La 

niña al parecer lo hacía en connivencia con sus pa-

dres, y llevaba a cabo el truco con un aplomo impre-

sionante para sus ocho años de edad.

 

y

Los científicos que fingen experimentos que no 

han hecho, entre los que destaca el francés Vignent 

Marville,  autor  de  un  libro  que  describía  supuestos 

descubrimientos propios, todos ellos ilusorios (T7, 1).

 

y

Entre los charlatanes médicos, se lamentaba de 

los muchos que iban por los pueblos diciendo curar 

males y engañando a la gente sin que la ley se lo im-

pidiera (C4, 4). Señalaba que se les daba especial cré

-

La magia no era para él más que mera parafernalia para im-

presionar a incultos, pues después de todo, si los hechiceros 

fueran tan poderosos, ya se habrían hecho dueños del mundo

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dito a quienes eran o fingían ser extranjeros, cuando 

un buen médico no tendría jamás que salir de su país 

si de verdad fuese capaz de curar, pues no le faltaría 

el trabajo. Y si bien ahora la curación estrella es la del 

cáncer, por aquel entonces era la de la ceguera.

 

y

Los escritores de libros tan inútiles como costo-

sos que prometen cosas admirables como curarse de 

algo, ser más guapa o hacerse rico a base de hierbas, 

piedras o conjuros. Nos proporciona una buena lista 

de autores de estos libros de «autoayuda» de su época 

y de distintos países (T3, 2); entre estos eran muy po-

pulares unos que supuestamente daban la localización 

de tesoros de los moros de antaño, que escondieron 

sus fortunas cuando fueron expulsados con la espe-

ranza de volver, y que muchos compraban por pura 

codicia (C3, 2).

Para distinguir estas propuestas, en el caso de las 

sanadoras instaba a desconfiar de los remedios gené

-

ricos, pues las dolencias son muchas y muy diversas 

en su origen; o a que tuviéramos cuidado con enfer-

medades inexistentes o que se curan por sí solas sin 

necesidad de remedios (T3, 2). Advertía además de 

cuidarnos de los «sabios aparentes», que mezclan 

arrogancia, verbosidad y ciertas dosis de prudencia 

para ser creídos por el pueblo; como ejemplo, eso sí, 

ponía a su odiado Lutero (T2, 8).

Astrología y futurólogos

Astros

Cuando un astrólogo determina la muerte violenta 

de alguien, ¿son los astros los causantes? ¿Influyen en 

el asesinado o mueven el brazo del homicida? Cuando 

mueren todos los que viajaban en una nao hundida, 

¿juntaron los astros allí a todos los que habían de mo

-

rir? ¿Por qué los gemelos, nacidos y criados en cir

-

cunstancias tan semejantes, pueden tener caracteres y 

suertes tan diferentes? ¿Por qué los astrólogos consi

-

deran solo la influencia de determinados astros y no 

de otros, y más cuando cada vez se van descubriendo 

más cuerpos cuya influencia nunca se tuvo en cuenta? 

¿Qué hacer cuando hay tantos métodos astrológicos, 

antiguos y modernos (caldeo, judiciario, racional…) 

contradictorios e incompatibles entre sí?

Son algunas de las cuestiones que se hacía Feijoo 

a cuenta de la astrología (T1, 8). Eran preguntas retó

-

ricas, puesto que tenía claro que era un arte ilusoria, 

como ya habían dicho muchos antes, entre ellos, Pico 

della Mirandola, en quien apoyó buena parte de su ar

-

gumentación. Explicaba el éxito de los astrólogos en 

varias razones:

 

y

Hacen predicciones de sucesos comunes, sin de-

terminar lugares ni personas, de modo que lo milagro-

so sería que no se cumpliesen: un personaje célebre 

va a enfermar, un navío naufragará en una tormenta, 

habrá bodas exitosas o desbaratadas… hechos habi-

tuales y previsibles sin necesidad de consultar las es-

trellas.

 

y

Sus conjeturas no las basan en los astros, sino en 

su conocimiento de la realidad, también falible, pero 

no tanto como el azar astrológico.

 

y

Sus clientes fuerzan los hechos: si reciben un pro

-

nóstico determinado, harán lo posible por cumplirlo, 

en especial si es favorable.

El actual Museo Arqueológico de Asturias ocupa parte del antiguo convento de San Vicente de Oviedo, donde Feijoo pasó buena parte de su vida

(AdelosRM, Wikimedia)

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y

Como se hacen miles de predicciones, resulta 

normal  que  alguna  sea  acertada  por  mero  azar.  Ese 

acierto hará al astrólogo sentirse especial. Feijoo re

-

copiló múltiples ejemplos de predicciones históricas 

erróneas.

Su escepticismo lo llevaba a admitir, tan solo como 

hipótesis, que los astros pudieran marcar cierta ten-

dencia, pero no determinar, pues eso violaría la li-

bertad individual, además de que cualquier hecho 

concreto depende de la convergencia de multitud de 

variables que se conocen de manera experimental, no 

mágica. Así  por  ejemplo,  el  tiempo  atmosférico  no 

depende de los astros sino de donde vengan vientos 

y humedades, de modo que marineros y labradores lo 

predicen  mejor  que  los  astrólogos.  O  el  carácter  de 

una persona, que dependerá más de su familia, su en-

torno, su alimentación, las enfermedades sufridas o su 

educación, más que de la posición de los astros en su 

nacimiento.

Hay quien dice, no sin razón, que la astrología de-

bería llamarse más bien 

astromancia

, pues el sufijo 

–logía debería quedar reservado para las ciencias rea-

les. Y hablando de -mancias, Feijoo nos brinda toda 

una panoplia de ellas, desde la más conocida y aún vi-

gente quiromancia a otras mucho más extravagantes: 

cefaleonomancia (con cabezas de asnos), tiriscoman-

cia (con queso), sicomancia (con higos), aegomancia 

(con cabras), oniromancia (con sueños), apantoman-

cia (con objetos encontrados por casualidad), aritmo

-

mancia (por números), onormancia (por los nombres), 

crommiomancia (por cebollas), pasando por la cábala 

judía con sus retorcidas interpretaciones de palabras 

sueltas incluidas en algún texto, o la 

Rueda de Beda

diagrama similar a la actual güija. Y se asombraba del 

hecho de que, en todo tiempo, hasta gente muy sabia 

se arroje a la credulidad de agüeros y presagios.

Eclipses y cometas

A pesar de que ya se conocían sus causas astronó-

micas, mucha gente seguía atribuyéndolos a hechice-

ría (T1, 9-10); en especial seguía la creencia de que 

causaban influjos malignos sobre el mundo, por lo que 

muchos se escondían o evitaban tomar decisiones im-

portantes durante estos fenómenos. Tras explicar en 

qué consisten, se preguntaba racionalmente qué po-

dían tener que ver con las catástrofes, pues por ejem

-

plo una simple nube o el techo de una casa producen 

un efecto similar a un eclipse, y nadie se planteaba 

por ello nada similar. Y en cuanto a los cometas, al 

haber calamidades en el mundo de manera constante, 

lo raro sería que no coincidieran jamás ambos hechos. 

Concluía con una cita de Jeremías: «No temáis, como 

los gentiles, las señales del cielo».

Adivinos y profetas

En cuanto a los individuos, solo los verdaderos 

profetas, los inspirados por Dios y que aparecen en 

la Biblia, habían sido capaces de vaticinar el futuro, 

según la visión cristiana. El resto no eran más que em

-

busteros. Por lo que respecta a los oráculos antiguos, 

bastaba con la sagacidad humana o con dar respuestas 

ambiguas para ser aplicables a una cosa y la contraria. 

O las más adecuadas para quien pagaba, en el caso 

de la política o la guerra (T2, 4). En algunos casos no 

era más que parafernalia y trucos de sacerdotes que 

daban las respuestas escondidos detrás de la estatua 

idolatrada.

Se quejaba también de que las profecías de su épo

-

ca, como las de ahora, eran muchas veces 

a poste-

riori

: «esto ya lo había pronosticado Fulano antes de 

que sucediese», y no «esto va a suceder». Entre esos 

futurólogos modernos citaba a Nostradamus, con sus 

confusas y ambiguas predicciones, cuyos intérpretes 

ya por entonces tergiversaban a discreción.

Períodos aciagos

De la época de Pitágoras parece venir la idea de los 

años climatéricos

, septenarios, escalares o gradarios, 

considerados comúnmente como fatales por lo mági-

co del número siete, que de mágico tenía para él lo 

mismo que cualquier otro: nada. Estudió el nacimien

-

to y muerte de 300 individuos (T1, 11), y no observó 

más muertes en unos años que en otros. No fue el úni

-

co: otro jesuita había hecho lo mismo en Palermo con 

miles de personas, y había llegado a la misma conclu-

sión: que los climateristas entresacaban las historias 

de famosos que habían muerto en años climatéricos o 

manipulaban los datos para que todo cuadrase.

También se hablaba entonces de 

días críticos

 o 

septenarios (igualmente cada siete), a los que se acha-

caba mayor virulencia de las enfermedades, algo al 

parecer  propuesto  por  Hipócrates.  Lo  tomaba  como 

una simple superstición, ajena a la comprobación con

-

trastada. Su propia experiencia con enfermos y médi

-

Se lamentaba de que en la prensa de la época se diera espa-

cio a noticias absurdas y charlatanes de todo tipo, eso que 

Luis Alfonso Gámez llama hoy el «periodismo gilipollas»

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cos lo había llevado a concluir que no había más que 

lo que hoy llamaríamos 

sesgo de confirmación

: «Un 

experimento solo que hallen conforme a sus máximas, 

abulta en su estimación por mil experimentos; y mil 

experimentos contra ellas no suponen uno» (T2, 10), 

o bien acertaban con esos días porque empezaban a 

contarlos a placer para confirmar su idea: cuando apa

-

rece la fiebre, cuando esta ya es muy alta, cuando el 

enfermo ha de guardar cama…

Y otra cosa serían los 

días aciagos

, días de la sema-

na de especial mala suerte, que en España eran con-

siderados los martes y en otros países los viernes, sin 

ningún acuerdo y por tanto, mera superstición (C3, 13).

Alienígenas

La posibilidad de vida extraterrestre en Feijoo ha 

sido señalada como asunto de especial trascendencia 

antropológica, teológica y cosmológica

5

, y es uno 

de los temas tratados al final de su obra. De antiguo 

venían las creencias de que la Luna y otros planetas 

podían estar habitados incluso por seres racionales, 

algo que en principio dudaba, pues iría probablemente 

contra la Biblia (T8, 7).

No obstante, más adelante (C2, 26) admitía que, si 

Dios  quisiera,  habría  otros  mundos  habitados.  Pero 

serían muy distintos a nosotros, y tanto más cuanto 

más diferentes a la Tierra fueran las condiciones del 

astro: la Luna sin atmósfera, el Sol con calor infer

-

nal… para concluir que Marte parece el lugar de con

-

diciones más próximas a las nuestras.

Conocido y aceptado ya el sistema copernicano, 

admitía que alrededor de cada estrella pueden orbitar 

planetas, como ocurre con el Sol (C3, 21; C5, 2). Y 

son tantos los miles de estrellas existentes (y por tan-

to, de posibles planetas), que resultaría difícil de creer 

que no hubiera vida, incluso inteligente, en ninguno 

de ellos, aunque lo viera poco probable. Recordemos 

que el primer planeta extrasolar no se detectó hasta 

hace menos de tres décadas, y ahora se empiezan a 

buscar en ellos esas condiciones que permitan la vida.

Criptozoología

Lamentaba Feijoo (T2, 2) que hasta los más grandes 

sabios de todos los tiempos (F. Bacon, Plinio, Aristó

-

teles…) hubieran admitido como ciertas las leyendas 

más ridículas respecto a lejanas tierras, sus animales y 

plantas. En su tiempo, con los avances científicos y el 

comercio mundial, se empezaron a refutar muchas de 

esas leyendas sobre hombres y animales mitológicos 

o lugares mágicos. A sus ojos, tal credulidad causaba 

risa.

Mencionó animales mitológicos o reales a los que 

se les atribuían cualidades mágicas, como el ave fé-

nix, el unicornio, el basilisco que mata con la mirada, 

la rémora capaz de detener navíos, la salamandra in-

combustible, el lince que ve a través de cuerpos opa-

cos…

Ante tanto mito, aconsejaba fiarse más de autores 

modernos que de los antiguos, pues aquellos poseen 

más y mejores datos, no reducidos a lo que un único 

viajero podía contar fruto de su apasionada imagina

-

ción.  No  obstante,  también  notaba  un  escepticismo 

extremo en algunos naturalistas contemporáneos, 

quienes seguían negando la existencia de animales 

ya capturados y exhibidos en Europa, como el rino-

ceronte, interpretado con frecuencia como el mítico 

unicornio.

Más crédulo se mostraba respecto a la existencia 

de los «mixtos», esto es, hijos de humana y animal. 

Tritones, sátiros y nereidas serían en principio seres 

mitológicos (T6, 7), pero concedía cierta duda por 

la cantidad de antiguos y santos que los describieron 

como reales, y no veía absoluta imposibilidad en que 

el semen del macho de una especie fecundase el óvu-

lo de otra (concepción de Cristo aparte, por lo mila-

groso  del  asunto).  Citaba  supuestos  casos  recientes 

en lugares como la Martinica o Brest (Francia), o la 

existencia de unos salvajes de Borneo, muy primiti

-

vos, de los que no se sabía con seguridad si eran hu-

manos o monos. Más adelante, en sus últimas obras 

(C3, 30), tras examinar más casos, como el de una 

supuesta criatura humana hallada en el vientre de una 

cabra en Fernán Caballero (Ciudad Real), se mostrará 

mucho más cauteloso, al afirmar que se necesita algo 

más que el testimonio de un supersticioso dispuesto a 

creer cualquier cosa.

También se consideraban seres monstruosos, o 

«mixtos», los humanos o fetos siameses o con múlti-

ples extremidades (T6, 1), que interpretaba más o me-

nos  correctamente como dos  fetos «conglutinados». 

En todos estos casos, ante la duda, era partidario de 

bautizar; y cuando se trataba de un individuo con dos 

cabezas, como se dio en su tiempo en Medina Sido

-

nia (C1, 6), había que bautizar a ambas, pues se veía 

claramente que eran dos personas, cada una con su 

criterio, y por tanto con su alma. Otro ejemplo de ale

-

jamiento del aristotelismo, para el que no era el cere

-

bro sino el corazón el lugar del alma, y por tanto del 

control de las funciones racionales.

Duendes, espíritus familiares y vampiros

También aquí rechazaba la credulidad tonta y la in-

credulidad impía, aunque ponía muchas condiciones 

para aceptar un hecho concreto como cierto, que por 

lo general se basaba en meros testimonios únicos de 

simples y crédulos, alucinaciones asociadas a fiebres 

(como experimentó él mismo en alguna ocasión), o 

simples montajes con ánimo de burla. Todos los ca

-

sos que investigó él mismo resultaron falsos: gatos o 

ratones que se cruzan en la noche, golpes de viento, 

puertas o ventanas que no ajustan… o ganas de hacer

-

se notar (T3, 4; C1, 12; C1, 41).

Descartaba también que fueran ángeles, espíritus 

atormentados  o  demonios.  Que  hubiera  exorcismos 

contra ellos no probaba nada, pues se trataba de exor-

cismos tolerados, no aprobados ni recomendados. Los 

engaños de farsantes se evidenciaban porque nunca se 

manifestaban cuando los buscaba gente armada (C2, 

22), y algunos (los íncubos) eran utilizados como ex-

cusa para disimular faltas por infidelidades conyuga

-

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les en las que el amante entraba en el dormitorio de 

ella o la dejaba preñada.

Dedicó unos párrafos a los vampiros (C4, 20), pro-

pios de países de la Europa del Este (los 

brucolacos

 

griegos, que forman parte del folclore más arraigado). 

Los suponía algo así como muertos resucitados, aun-

que lo que cuenta de ellos acerca de chupar sangre o 

del modo de matarlos dicta mucho de lo que conoce-

mos hoy: serían unos seres que perjudican a los vivos, 

por oposición a los fantasmas, que nos ayudarían.

Posesiones demoníacas

Todos hemos podido comportarnos en alguna oca-

sión,  para  nuestra  vergüenza,  como  energúmenos, 

esto es, furiosos y alborotados. Feijoo usa ese sustan

-

tivo en su significado original, es decir, para referirse 

a los poseídos por el demonio (T8, 6). Para él existen, 

puesto que están descritos en el Evangelio, y la propia 

Iglesia autoriza los exorcismos. No obstante, conside

-

raba que la mayor parte de los casos son fingidos: per

-

sonajes que montan escándalo ante símbolos sagrados 

o  que  sueltan  cuatro  latinajos  macarrónicos;  o  bien 

exorcistas de medio pelo que persuaden a sus vícti-

mas para sacarles el dinero. También pueden tomarse 

por posesiones lo que no son más que enfermedades 

(como la 

melancolía 

—depresión— o la 

histeria

, ante 

las cuales con frecuencia se recurría al exorcista y no 

al médico), o trucos de ventrílocuos e ilusionistas.

Para  distinguir  un  caso  de  verdadera  posesión, 

proponía seguir el ritual romano e indagar con rigor, 

comprobando una serie de aspectos:

 

y

Que se da el don de lenguas (esto es, hablar idio

-

mas  en  principio  desconocidos)  de  manera  fluida  y 

clara, y no simples frases sueltas.

 

y

Que se es capaz de descubrir cosas ocultas y dis

-

tantes, asegurándose de que no haya compinches o 

que no sean aciertos por mero azar o por la posibilidad 

de haberlos conocido de antemano.

 

y

Que muestre fuerza sobrenatural (levantar gran

-

des pesos, volar…), pero que no sea alguien que esté 

sufriendo un «ataque histérico».

Citaba el libro 

Causes célebres

, de Gayot de Pita

-

val, que recogía en once tomos muchos casos frau-

dulentos. Tomó un par de ejemplos franceses, como 

el de la joven Marta, a la que, en lugar de siguiendo 

el ritual eclesiástico, «curaron» recitándole versos la-

tinos de Virgilio, asperjándola con agua corriente y a 

base de bofetadas; o el que se dio entre unas monjas, 

que se descubrió ser consecuencia de la necesidad de 

celebridad y limosnas por la que pasaba el convento, 

y que cesaron en el embuste cuando se nombró una 

comisión oficial para estudiarlo.

Reconocía no haber visto ningún caso real de po-

sesión ni de nada que se le pareciera, por más que se 

le presentaran supuestos que contribuyó a esclarecer, 

aunque a veces el exorcista, conocedor de la trayecto-

ria escéptica de Feijoo, se negó a que este se inmiscu

-

yera en el asunto.

El fin del mundo y el Anticristo

Muchos son los que, sobre todo en épocas de per

-

secuciones, guerras o catástrofes, han pretendido de-

terminar ese momento, basados en predicciones as-

trológicas. Ya en época de Feijoo se habían cumplido 

algunas de esas fechas sin que pasara nada, mientras 

que otros brindaban al sol prediciendo a miles de años 

vista (T7, 5).

Para cualquier creyente de entonces, el Apocalipsis 

y la venida del Anticristo era una verdad bíblica; mu-

chos jugaban con ello, pese a que no había argumen

-

tos para calcular una fecha concreta, hasta el punto 

de que el papa León X llegó a prohibir el vaticinio de 

venidas del Juicio Final, sin mucha eficacia.

Otra cuestión era saber quién sería ese Anticristo. 

Había quien propuso que serían Nerón resucitado (o 

salido de su escondite, pues para algunos nunca mu-

rió) u otros personajes históricos, pero lo normal era 

que cada credo religioso le cargara el Anticristo al 

enemigo: para luteranos, calvinistas y otros herejes, lo 

era literalmente el papa de Roma, no como expresión 

retórica de rechazo; y los Padres de la Iglesia dejaron 

escrito que sería alguien de origen judío, al que los is

-

raelitas tomarían por su verdadero Mesías. Ante todas 

estas propuestas, Feijoo oscilaba entre considerarlas 

meros delirios extravagantes y conceder todo lo más 

el beneficio de la duda, pero sin ver argumentos claros 

para asumirlas como probables.

De leyendas urbanas y bulos periodísticos

Un  escéptico  es  siempre  un  aguafiestas,  y  más 

cuando  cuestiona  creencias  fuertemente  arraigadas. 

Un alquimista le dedicó un libro al papa León X, quien le 

pagó con una bolsa vacía para que guardase ese oro que 

decía ser capaz de fabricar

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Por ello, nos cuenta Feijoo, suele ser contestado vio

-

lentamente, en especial cuando se toca la religión, y 

hay que ser prudente (T5, 16). Vimos que así le ocu

-

rría al objetar milagros, y también cuando lo hacía con 

leyendas asociadas a la Biblia, como el supuesto lugar 

donde encalló el arca de Noé, o la del judío errante, 

del que encuentra múltiples versiones, incluso entre 

musulmanes,  quienes  lo  personifican  en  el  profeta 

Elías (C2, 25; T5, 16).

También están las experiencias comunes que, en 

realidad, nadie ha tenido (T5, 5) y que aún perviven, 

evolucionadas o no: alimentos que en principio no se 

pueden combinar, pues resultarían nocivos, y que él 

mezclaba sin problema; las témporas para predecir el 

tiempo, que no son más que patrañas heredadas entre 

generaciones; bulos terribles contra los judíos, fruto 

del odio que se les tenía; el mal de ojo, cuando el ojo 

no manda ningún efluvio, sino que tan solo recibe lo 

que le viene de los objetos; que en el mundo nacen y 

hay muchas más mujeres que hombres, cuando, con 

los censos en la mano, se ve que nacen ligeramente 

más hombres que mujeres; que el sonido de las cam

-

panas disipa las tormentas; el influjo de la luna sobre 

el crecimiento o las labores agrícolas (T5, 9)…

También el periodismo incipiente de la época ado-

lecía de un mal que parece crónico del género: la in

-

sinceridad de las noticias políticas por intereses ideo-

lógicos; con las gacetas de entonces, más oficialistas 

que prensa libre, se trataba en general de ocultar las 

derrotas y miserias del propio país y lanzar bulos so-

bre  potencias  enemigas  (T8,  5).  Pero  se  lamentaba 

sobre todo de que en ellas se diera espacio a noticias 

absurdas y charlatanes de todo tipo (eso que Luis Al-

fonso Gámez llama hoy el «periodismo gilipollas»): 

el retraso del Sol en un cuarto de hora tal día, la des-

aparición de un satélite de Júpiter, alguien que posee 

la  piedra  filosofal…  Las  gacetas,  afirmaba,  debían 

publicar hechos probados, o al menos aclarar el gra-

do de certidumbre de lo narrado. Pero nunca publicar 

fantasías como si fueran ciertas (C1, 36). Él mismo 

parece que fue objeto de bulos en gacetas protestantes 

extranjeras, en las que se decía que sufría censura en 

España por combatir lo errado de la religión católica, 

algo  que  desmentía  categóricamente  al  afirmar  que 

admitía a pies juntillas las máximas doctrinales.

Historia y pseudohistoria

Intentó una llamada a la historiografía moderna 

(T4,  8):  la  historia  no  podía  limitarse  a  recopilar  y 

memorizar textos y noticias, sino que debía establecer 

relatos explicativos y veraces, separando lo superfluo 

de lo importante y sin introducir fabulaciones, adu-

laciones  ni  calumnias  para  favorecer  o  perjudicar  a 

alguien. Para ello, veía necesario comparar diversos 

autores, no caer en sectarismos y resolver las contro-

versias, y que los historiadores no se limitaran a leer 

historia, sino otras muchas disciplinas, para la correc-

ta interpretación y crítica de lo estudiado (algo que 

podemos hacer extensivo al estudioso de cualquier 

campo del saber). Ponía como contraejemplo la his

-

toria antigua, tan contaminada por la mitología y por 

leyendas añadidas con el tiempo. La historia, decía, 

Ermita de San Luis del Monte, en Asturias, lugar en el que Feijoo investigó críticamente un supuesto milagro (cotoyapindia.com)

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debía divorciarse de la fábula (T5, 8; C1, 42).

Analizó  diversas  controversias  históricas.  Entre 

ellas, tenía especial trascendencia teológica la del po-

blamiento de América (T5, 15). En su tiempo, exis

-

tían los llamados 

preadamíticos

, quienes promulga-

ban que Dios creó la humanidad en el sexto día en 

distintas partes del mundo y de manera simultánea, 

de modo que Adán y Eva habrían sido tan solo los pa-

dres del pueblo judaico, y no los primeros hombres; al 

igual que el Diluvio bíblico no fue universal, sino un 

fenómeno local de Judea. Esto le resultaba repugnante 

y herético a Feijoo, quien se decantaba por pensar que 

los humanos y animales precolombinos habrían pasa-

do a América desde otros continentes en embarcacio-

nes de fortuna y seguramente por accidente, a la vez 

que descartaba por improbable la existencia pasada de 

algún puente terrestre.

Los 

templarios

 ya resultaban por entonces unos 

personajes enigmáticos, sin necesidad de las modernas 

novelas de misterio. Prohibidos y disueltos por após

-

tatas y profanadores, Feijoo revisó la documentación 

del proceso (C1, 28), para concluir que las acusaciones 

eran muy poco creíbles y que todo se debió a intrigas 

promovidas por el rey de Francia para su interés par-

ticular, a quien obedecieron todos, incluidos los tes-

tigos. Una causa similar estimaba que se podía estar 

promoviendo en su propia época contra los nacientes 

masones (C4, 16), a los que también se acusaba de he-

rejía, secretismo o ceremonias pecaminosas, sin que 

hasta entonces nadie hubiera sido condenado por ello, 

pese a su cada vez mayor presencia en más países.

Tenía claro que las 

tradiciones populares

 no sirven 

para establecer la veracidad de un hecho, pues la ma-

yor parte de la gente cree cuanto oye, sin espíritu críti-

co (T4, 10). Esto se aplicaba no solo a hechos históri

-

cos concretos, sino también a la existencia de lugares 

o pueblos enteros. Desde los más exóticos antípodas, 

de los que siempre se dudó de su existencia o incluso 

de si se podrían sostener de pie o caerían hacia el cielo 

(T4, 6), de un posible canal de Suez en tiempos anti-

quísimos (que no parecía descartar), marinos de toda 

Europa que podrían haber llegado a América antes que 

Colón y le habrían informado de la existencia de aque-

llas tierras (T4, 8); hasta las más cercanas Batuecas, en 

Salamanca, territorio, se decía, habitado por un pueblo 

aislado de la civilización. Echando mano de documen

-

tos, demostró que de la zona ya había relaciones de 

impuestos, libros bautismales, cédulas de propiedad, 

etc., de más de quinientos años de antigüedad, lo que 

desmentía el mito. También negaba la existencia real 

de lugares como la Atlántida, Pancaya, el imperio de 

Catay, la isla canaria de San Borondón habitada por 

gigantes…

Dedicó todo un discurso a la 

geografía bíblica

 (T7, 

4) para debatir la ubicación de algunas localizaciones, 

tratando de asociarlas a algún lugar actual con otro 

nombre (siempre salvando la indiscutible veracidad de 

la Escritura). Especial atención le merecía la localiza

-

ción del Edén, para el que se habían propuesto la Luna, 

los polos, Ceilán, Flandes… Él apostaba más bien por 

Mesopotamia, aun con las dificultades de no conseguir 

encajar el clima descrito en el Génesis y algún otro de

-

talle más. A ello aducía que, al igual que por ejemplo 

sabemos que las condiciones en Siberia, antiguamente 

poblada por elefantes, habían cambiado notablemente, 

también había podido ocurrir así en muchas otras par-

tes del mundo.

Más cercano en el tiempo, en relación con la 

leyen-

da negra

, matizó ese odio español a los judíos (C3, 8), 

no negándolo, sino argumentando que era lo propio de 

cualquier nación del entorno, y ejemplificándolo con 

todos los países de donde fueron expulsados y masa-

crados, ya desde los romanos, y casi siempre con el 

objetivo  de  su  expolio  económico.  Combatió  igual

-

mente los mitos y bulos sobre ellos sobre que mataban 

niños cristianos o que sus médicos dejaban morir a los 

gentiles.

Muy grave le resultaba el mito de El Dorado y de

-

más 

lugares americanos

, que correspondían sin más 

a tierras salvajes pobladas por indios en condiciones 

miserables. Esto le dio pie a advertir a los que viajaban 

a América de que no se dejaran engatusar por la qui

-

mera del oro, que había llevado al abuso y exterminio 

de tantos indios como relataba fray Bartolomé de las 

Casas, a cuyos escritos daba total crédito. Hacía una 

lectura crítica de la conquista de América (C2, 19), que 

definió como una lucha constante de los conquistado

-

res contra los invadidos, contra los elementos y contra 

sí mismos, por su avaricia.

Y no fue el único aspecto en que se mostró crítico 

La medicina era vista en la propia China como una mer-

cadería más, y sus médicos unos charlatanes embusteros, 

unos vendedores ignorantes en medicina teórica

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con la evolución histórica de España; si bien era un 

patriota y analizó nuestras virtudes y nuestros perso-

najes más ilustres, no escatimó tampoco en reproches 

(T4, 13 y 14).

De la alquimia a la química

La alquimia daba sus últimos estertores, arrinco-

nada por la incipiente química científica (T3, 8; T5, 

17), y Feijoo tenía claro que aquella era tan solo una 

fantasía producto del hambre de oro. Había, por su

-

puesto,  quienes  afirmaban  haberlo  obtenido  a  partir 

de  azufre  y  mercurio,  pero  subrayaba  que  jamás  lo 

habían hecho ante testigos fiables, y no dudó en cali

-

ficar estos supuestos hechos de trucos de ilusionismo 

(poniendo algún ejemplo) a cargo de charlatanes que 

estarían cubiertos de riquísimos tesoros de ser cierto 

lo que afirmaban.

Tras revisar libros de alquimia, los calificó como 

esotéricos e incomprensibles, al contrario de lo espe-

rable de cualquier escrito científico. Y como anécdota, 

narraba cómo un alquimista le dedicó un libro al papa 

León X, quien le pagó con una bolsa vacía para que 

guardase ese oro que decía ser capaz de fabricar.

Sin embargo, sus ideas de la química propiamente 

dicha seguían aún instaladas en la preciencia, sin tener 

claras las diferencias entre los elementos químicos y 

los compuestos o las aleaciones, o debatiendo sobre 

si la materia es indivisible infinitamente o consta de 

unas partes mínimas, los átomos (C5, 7); y aunque 

no lo dejó claro, parecía más bien partidario del ato

-

mismo. Seguía hablando de los cuatro elementos clá

-

sicos y su intransmutabilidad (T5, 14), aunque ponía 

en duda que esos elementos fueran tales; por ejemplo, 

que la tierra fuera un elemento puro e indivisible (C1, 

1), pues veía que toda ella consta de un conjunto de 

partículas muy heterogéneas en cuanto a naturaleza y 

propiedades.

Zahorismo

Investigó el posible origen de la «vara divinatoria», 

esto es, el uso de una vara de avellano en forma de 

horquilla para localizar agua u objetos ocultos (T3, 5). 

Había quien la asociaba a prácticas de la Antigüedad, 

como el cetro de algunos dioses o el báculo hebreo, 

aunque Feijoo sostenía que era un invento reciente, 

quizás del siglo 

xvii

 y surgido en el entorno minero 

francés.

Entre quienes lo aceptaban como algo real, había 

quien lo atribuía a causas físicas —como el magne-

tismo— o diabólicas. Feijoo, sin embargo, era de los 

muchos que dudaban de su eficacia. En Francia ha

-

bía un célebre practicante, Jacob Aimar, que decía ser 

capaz de encontrar objetos perdidos, ladrones, padres 

de  hijos  naturales,  lindes  antiguas  de  fincas,  etc.  El 

príncipe Luis de Borbón lo desenmascaró con unos 

sencillos experimentos, hasta que confesó que sim-

plemente se aprovechaba de la credulidad de la gente 

mediante compinches que recababan previamente in-

formación de las víctimas y cuando erraba, en el más 

puro estilo de Uri Geller, lo atribuía a extrañas condi-

ciones del entorno.

Hoy en día se conoce a estos individuos como za-

horíes o radiestesistas, aunque últimamente se hagan 

llamar 

geobiólogos

; pero en la época los zahoríes eran 

estrictamente los que decían ser capaces de penetrar 

cuerpos opacos con la vista. Parecía ser algo exclusi

-

vo de España y, por etimología, Feijoo lo atribuía de 

manera probable a la herencia árabe. Para él no era 

más que una patraña, ni natural ni sobrenatural, para 

aprovecharse a base de parafernalia y ritualismo de 

los avarientos que buscaban tesoros. A esto se añadía 

que ni en la Biblia ni en la historia de la Iglesia hubie-

ra noticia de nadie que hubiera recibido tales dones 

milagrosos, que parecían darse solo en España y en 

nacidos en Viernes Santo.

Medicina

Ya mencionamos la 

Medicina scéptica

 del Dr. Mar

-

tín Martínez y de la reacción que produjo en los tra

-

dicionalistas. Se puede citar como ejemplo el libelo 

Centinela médico-aristotélica contra scépticos

, de 

Bernardo López de Araujo. Esto hizo que Feijoo se 

lanzara a la arena pública por primera vez con su 

Apo-

logía del escepticismo médico

. Acusaba Araujo a los 

médicos escépticos de despreciar a Aristóteles y de no 

formarse en dialéctica y física, algo que estos veían 

superfluo e inútil para su propósito; incluso eran acu

-

sados de herejía, algo que por otro lado era habitual 

entre intelectuales de posturas contrarias.

En este otro frente de batalla entre el dogma tra-

dicionalista y la modernidad, Feijoo (T1, 5) veía la 

medicina de la época muy atrasada e ineficaz, capaz 

apenas de aliviar algunos síntomas pero no de curar 

enfermedades. Existía una gran variedad de corrientes 

y tratados inútiles; todo se discutía, todo era dudoso: 

la antigua medicina de los humores, la de las enferme-

dades como emanaciones de espíritus, la numerológi-

ca basada en días críticos, la paracélsica, la galénica, 

la química basada en la sal, el aceite y el mercurio, 

la matemática basada en las leyes de la estática y la 

mecánica...

Entre tanto, los nuevos conocimientos de anato-

mía contradecían todas las propuestas anteriores y un 

grupo de médicos dejó la filosofía para buscar en la 

naturaleza misma, en la 

experiencia

, de modo que 

quedaron cuatro corrientes principales: hipocráticos, 

galénicos, químicos y experimentales, que diferían en 

la base teórica y en la práctica curativa. En España al 

parecer casi todos seguían la galénica, aunque entre 

ellos tampoco solían coincidir en sus tratamientos.

Feijoo tenía claro que los principios curativos no 

los descubrían la filosofía o los axiomas sino la ex

-

periencia. Revisó la fiabilidad de diversos métodos, 

defendidos entonces por la mayoría de los médicos:

 

y

Los purgantes, las sangrías y las sanguijuelas, ab

-

solutamente inútiles.

 

y

Los diagnósticos basados en el color de la sangre 

o de las heces, o que hablaban de la putrefacción de 

la sangre.

 

y

El uso de piedras o metales preciosos para curar, 

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siempre elementos caros y exóticos, de tierras lejanas, 

a lo que decía que por qué tenían que ser siempre ma-

teriales preciosos y nunca comunes: «el oro alegra el 

corazón guardado en el arca, no metido en el estóma-

go». Sin embargo, sí creía ver cualidades curativas en 

el mercurio, por ejemplo.

 

y

La canonización o demonización de tal o cual 

grupo de alimentos, de ropas, de climas, de formas de 

hacer la cama... de manera absolutamente caprichosa.

 

y

El partidismo ciego de hipocráticos o galénicos 

(T5, 7), que hacía que muchos médicos, tratando de 

disculpar sus errores, persistieran en tratamientos irra-

cionales, pese a la evidencia de que no estaban fun-

cionando, lo que costaba la vida a miles de enfermos. 

Creían además con frecuencia que el empeoramiento 

era signo de curación (C3, 6). Hipocráticos como el 

Dr. Ros o Francisco Dorado, o galénicos como Lesaca 

o el padre Rodríguez lo criticaron duramente por sus 

ataques, por no ser médico y por promover la descon-

fianza hacia ellos, precisamente lo que buscaba: que 

la gente dudara de esos discursos ideales, de los cas-

tillos en el aire no basados en la experiencia (T4, 4).

 

y

Los remedios universales, como el propuesto por 

el Dr. Vicente Pérez, el «médico del agua», quien de

-

fendía que todas las enfermedades se curaban bebien-

do grandes cantidades de agua; el agua, decía Feijoo, 

para cuando se tiene sed, y dejémonos de tanta supers

-

tición.  Cabe  añadir  además  que  no  servía  cualquier 

agua, sino que unos decían que tenía que ser pluvial 

y otros de manantial, y dentro de estos, que manara 

bien hacia levante, bien hacia poniente (T8, 10). Otro 

ejemplo  descrito  eran  los  polvos  purgantes  del  Dr. 

Ailhaud, propuestos como absurdo remedio universal 

(C4, 9). Por el contrario, Feijoo tenía claro que cada 

enfermedad tiene sus causas y sus posibles remedios.

 

y

Las propuestas de curas definitivas de dolencias 

crónicas (T8, 10), donde lo único a lo que se podía as-

pirar era a paliar los episodios agudos. No trataba con 

ello de desanimar a los afectados, sino de evitar que 

se dejaran el dinero en remedios inútiles, como la sal 

común disuelta en vino para la terciana (paludismo).

 

y

En cuanto al uso de plantas medicinales (T8, 10), 

señalaba los muchos errores que se cometían con 

ellas, en parte por falta de conocimiento, y en parte 

porque las propiedades curativas de una determinada 

planta varían en función del modo de cultivo, del cli-

ma, etc., crítica en la que hay que persistir constante

-

mente aún hoy.

 

y

Pedía además a los médicos que no descuidasen 

los aspectos anímicos en sus diagnósticos y trata-

mientos (T8, 10), es decir, que no se limitasen solo a 

los aspectos físicos (eso que ahora se llama el desea-

ble modelo biopsicosocial).

En todo ello subyacía el intento de inducir a los 

médicos una prudente desconfianza en los dogmas re

-

cibidos, aunque advirtiendo también de que los expe-

rimentos no sirven de nada si no van acompañados de 

razonamiento. Ponía como ejemplo lo dicho por el pa

-

dre Parennin, jesuita en China, ante la Real Academia 

de Ciencias, acerca de que los chinos apenas habían 

avanzado en ciencias por el excesivo respeto a la doc-

trina de sus mayores, mal propio también de España.

Dedica precisamente todo un ensayo a la medicina 

china, conocida a través de los misioneros, y de la que 

dice sin ambages (C5, 11):

Cuanto a la Teórica de dicha Medicina, según nos 

la expone el Padre Du-Halde en el tercer tomo de su 

Historia de la China, pag. 379, y siguientes, parece 

una cosa tan sin pies, ni cabeza, que solo me atreveré 

a definirla, diciendo, que es una colección de sueños 

extravagantes, un tejido de quimeras filosóficas, ex

-

presadas con locuciones entusiásticas, acomodadas 

para alucinar ignorantes, y que nada significan a los 

inteligentes. Allá han imaginado unos canales, o con-

ductos en el cuerpo humano, que ni en los Chinos, ni 

hombre alguno ha visto: unas correspondencias ar-

mónicas de tal, o tal parte del cuerpo, con tal, o tal 

elemento, tal, o tal cuerpo metálico; y asimismo unas 

correlaciones oficiosas de unas partes con otras, que 

contradicen igualmente a la Física, que a la Expe-

riencia.

Los remedios ofrecidos, a base de partes de anima-

les, eran igual de absurdos. La medicina era vista en la 

propia China como una mercadería más, y sus médi-

cos unos charlatanes embusteros, unos vendedores ig-

norantes en medicina teórica. De hecho, la familia del 

emperador y quienes se lo podían permitir ya usaban 

de médicos europeos. Lo cual, visto cómo era la pro

-

pia medicina occidental de entonces, nos puede dar 

una idea de cómo sería aquella medicina china, algo 

Revisó creencias como la de que los niños nacían con defor-

maciones en función de lo imaginado o vivido por la madre. 

Llamaba 

imaginacionistas

 a los defensores de estas ideas

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bastante alejado de esa imagen idealizada que tienen 

algunos ahora, fruto de posturas ideológicas más que 

racionales.

Pero también hizo un buen repaso a los curanderos 

de por aquí:

Dedicó un ensayo a los llamados 

saludadores

, de 

quienes se decía que eran capaces de curar la hidro-

fobia soplando fuerte tras haber tomado un trago de 

vino. Para él no curaban nada y la Academia Francesa 

los consideraba meros charlatanes, pero eran objeto 

de controversia entre teólogos morales y médicos (T3, 

1). Feijoo hizo su propio análisis moral: la mayoría lo 

hacían por una simple limosna, otros decían tener la 

señal de la cruz bajo la lengua o el paladar (lineamien

-

tos naturales en las venas, o se habían cauterizado)... 

Dio razón de algunos desenmascarados y que habían 

reconocido abiertamente que no era más que un me-

dio de vida, en ocasiones adornado con trucos de ilu-

sionista (que explicaba), como apagar brasas con la 

lengua, andar sobre el fuego o tocar el plomo fundido 

para hacer creer que tenían dotes milagrosas.

También veía absurda y supersticiosa la medicina 

trasplantatoria (C1, 17), que consistía en pasar la en-

fermedad de una persona a otra o a un animal median-

te un ritual.

Ya existían igualmente libros de «autoayuda», 

como 

El médico de sí mismo, o Arte de conservar la 

salud por Instinto

 (C3, 9), lleno de disparates, como 

culpar de las enfermedades a las heces retenidas en 

el colon y proponer como solución purgas y sangrías 

(¿no evoca acaso las actuales hidroterapias de colon?).

En cuanto a la efectividad de los distintos reme-

dios, Feijoo decía que muchos se curaban por la evo

-

lución natural de las enfermedades, y no por los reme-

dios que les daban los charlatanes. De los supuestos 

curados (C4, 9), algunos podrían no estar enfermos 

realmente, o tuvieron mejorías momentáneas (cuando 

luego empeoraron o murieron, los charlatanes calla-

ron), hay enfermedades que van y vienen, y los ha-

bía que curaban por otros remedios que aquel que se 

atribuían. Estaban también los que creían haber mejo

-

rado, cuando no era así (se era consciente de la exis-

tencia del efecto placebo) y los que decían falsamente 

que habían mejorado para no reconocer abiertamente 

que se equivocaron en su elección. Todo esto, decía, 

habrá que descartarlo antes de decir que algo cura.

Y no se olvidó de ponernos al corriente de algunos 

de los descubrimientos más novedosos de la época:

 

y

Inserción animal (T5, 9): primeros intentos de in

-

jertos (trasplantes) de animales, otras personas o au

-

toinjertos.  Presentaban  importantes  problemas,  pues 

se solían pudrir.

 

y

Transfusiones de sangre (C1, 16): panacea según 

algunos, denostada por otros. En general, se veía que 

la mayoría eran perjudiciales, y ya se sospechaba que 

quizá no todos tenemos los mismos tipos de sangre.

 

y

La electricidad (C4, 25): como es normal cuando 

se descubre un nuevo fenómeno, había quien lo quería 

aplicar para todo como algo milagroso. En este caso, 

para curar la parálisis. No profundizó a la hora de ex

-

La mítica isla canaria de San Borondón, representada en un grabado (Pedro Caba, Wikimedia)

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plicar algo aún mal comprendido.

 

y

Veía probable que las enfermedades contagiosas 

no vinieran de causas misteriosas y oscuras, sino de 

«insectos» extremadamente pequeños que viven en el 

cuerpo humano (T7, 1; T8, 10), y de cuya existen-

cia hablaban desde hacía décadas médicos ingleses y 

franceses, ayudados del microscopio.

Muerte y enterrados vivos

Definir qué es la muerte o cuándo está muerto un 

individuo ha sido un problema tradicional para la 

ciencia. Y derivado de ello, de siempre ha existido el 

miedo a ser enterrado vivo. Feijoo fue víctima de esa 

preocupación, por lo que abordó los criterios diag-

nósticos para determinar la muerte, con no excesiva 

fortuna. Así, por ejemplo (T5, 6), un cuerpo puede no 

respirar, no moverse o no tener actividad cardíaca por 

diversas razones, pero pueden seguir activas, según 

él, operaciones internas propias de la vida. Se cuestio

-

naba el signo de la falta de respiración, pues sabía de 

orientales capaces de pasar horas bajo el agua sin res

-

pirar, como también hacen los fetos, o echaba mano 

de la autoridad de Galeno, para quien un cuerpo con el 

corazón bien refrigerado no necesitaba respirar, pues 

le bastaría con la transpiración.

Concluyó que el criterio más fiable es el de la tem

-

peratura corporal, por lo que pedía que los médicos 

tuvieran especial cuidado con ciertas enfermedades 

que se pueden confundir con muertes, y que luego se 

velara al difunto un tiempo prudencial hasta que los 

signos de putrefacción fueran evidentes, pero evitan-

do el riesgo de enfermedades por cadáveres no ente-

rrados (C1, 8; C4, 14).

Se hizo eco de casos de cadáveres con indicios 

de haber forcejeado tratando de abrir la tumba, o de 

cómo un «muerto» camino del cementerio de Avilés 

despertó cuando le cayó en la cara el agua de un cana-

lón (C5, 18). Con todo su candor, lo tomó como idea 

magnífica y propuso echar agua muy fría con fuerza 

hacia los rostros de los supuestos difuntos.

Y no olvidó tratar las experiencias cercanas a la 

muerte (T6, 1, 11), de las que decía no ser dolorosas, 

pues quienes las habían vivido hablaban de placer. Sin 

descartar, no obstante, que esas sensaciones no fueran 

más que delirios fruto de una perturbación cerebral en 

estado tan extremo.

Psicología

Los asuntos de la mente fueron de gran interés para 

Feijoo; de ahí que Marañón llegara a hablar incluso 

de un «Feijoo psiquiatra». Ya existe un trabajo sobre 

la psicología en su obra

6

, que recoge lo que escribió 

acerca de los fundamentos de la percepción, ilusio-

nes y percepciones anómalas, la atención, la imagina-

ción, la memoria… Baste decir que, como religioso, 

era dualista y distinguía un cuerpo material que capta 

por los sentidos del alma (la mente) inmaterial que in-

terpreta lo captado. Centrémonos en los aspectos más 

«escépticos», como son:

La fisionomía

, o estudio del carácter en función de 

la anatomía de la persona. Más conocida es la frenolo

-

gía, surgida pocos años después y basada en la forma 

del cráneo; pero por entonces parece que se usaba más 

la 

metoposcopia

 (la morfopsicología de hoy)

,

 según el 

parecido de los rasgos faciales con características de 

los animales (T5, 2): el enfadadizo es cejijunto, me

-

lancólico el de tez morena y arrugada, y los muy blan-

cos son débiles y tímidos, por parecerse a mujeres. Se 

trata de un supuesto arte que se atribuía a prestigiosos 

antiguos como Sócrates, Aristóteles, Plinio o san Car

-

los Borromeo, pero Feijoo ponía en duda que acerta

-

ran en este campo, o incluso que se hubieran dedicado 

a ello y no fuera más que una atribución apócrifa, a la 

vez que hacía un repaso crítico de las tablas fisionó

-

micas del jesuita Honoré Niquet, para concluir que el 

temperamento no lo determinan el parecerse a un león 

o un águila (sea eso lo que fuere), ni los cuatro tem-

peramentos galénicos (sanguíneos, flemáticos...), sino 

millares de factores, y no habría medio para conocerlo 

de antemano sin estudiar al individuo.

Las leyendas sobre el parto y el influjo de la ima

-

ginación materna

: Revisó creencias como la de que 

los niños nacían con deformaciones en función de lo 

imaginado o vivido por la madre (C1, 4). Si esta vio 

cortar una mano en una ejecución, podía parir un niño 

al que le faltara este miembro, al igual que los an-

tojos, que serían también consecuencia de vivencias 

maternas. Llamaba 

imaginacionistas

 a los defensores 

Las polémicas alcanzaron tal nivel que Felipe V y el papa 

Benedicto XIV lo declararon su protegido, y Fernando VI lle-

gó incluso a redactar una prohibición real a las impugnacio-

nes a Feijoo

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de estas ideas, y para ponerlas a prueba abogaba por la 

experimentación rigurosa: entonces eran muchas las 

mujeres que asistían a ejecuciones, sin ir más lejos, y 

pocos los niños que nacían con deformidades, además 

de la mucha fantasía a la que se recurría para interpre-

tarlas. Pero no olvidemos que estas ideas disparatadas 

no difieren demasiado de las que en la actualidad ri

-

gen movimientos como los de las constelaciones fa-

miliares, la bioneuroemoción, etc.

Los remedios para la memoria

:  Drogas,  como  la 

anacardina, de las que ponía en duda su eficacia; todo 

lo más, podrían suponer una ayuda temporal, pero no 

permanente (C1, 20). Sí defendía las reglas nemotéc

-

nicas, para lo que hizo un repaso de algunos manuales 

de la época, que juzgaba más o menos útiles.

La inteligencia

: Hablaba de la supuesta mayor inte

-

ligencia de quienes tienen el cerebro (la cabeza) más 

grande, pero no lo veía claro y sugería numerosos 

contraejemplos (C5, 6).

 El «dominio tiránico de la imaginación» por en-

cima de la intelección

: O lo que hoy llamaríamos su

-

gestión o efecto nocebo, que comprobó en multitud de 

ocasiones, como ante quien evacuaba con solo oír la 

palabra 

purgante

 (C4, 8).

Los filtros de amor

: Drogas destinadas a conseguir 

el amor de una persona. Veía improbable su eficacia, 

y pensaba que había demasiada simpleza al respec-

to en el vulgo (T7, 15, Apéndice). De hecho, solían 

recogerse en obras escritas por charlatanes, que las 

atribuían a grandes sabios de la historia. No obstante, 

muchos creían en ellos y otros los ponían como ex-

cusa, plantándose como víctimas de hechizo tras caer 

en una baja pasión. Aunque si de lo que sufrimos es 

de mal de amores, podremos superarlo siguiendo sus 

consejos psicoterapéuticos (T7, 14), seguramente más 

efectivos que las purgas y sangrías que se proponían 

entonces y que criticaba tanto, por la creencia en que 

el amor residía en la sangre y, renovando esta, se aca-

baba el amor.

Otros misterios para la ciencia, o no tanto

De la infinidad de descripciones de fenómenos cu

-

riosos, mostraremos apenas un puñado de ellas más:

Lámparas inextinguibles

: Habló la supuesta exis

-

tencia de lámparas perpetuas, cuyo fuego no consume 

la materia que la alimenta. Admitía que no se conocía 

ninguna materia que no se consumiera en la combus-

tión, pero dejaba abierta la puerta a que pudiera existir 

(T4, 3).

Inedia

: más conocida ahora como 

respiracionismo 

(C3, 18). Feijoo sugirió la hipótesis según la cual es

-

tas personas se podrían nutrir de las partículas en sus-

pensión que hay en el aire (el llamado 

aerivorismo

), 

aunque no le daba demasiada verosimilitud. Lo veía 

tan extraordinario que exigía más pruebas que unos 

pocos testimonios de gente que no había analizado el 

asunto con suficientes controles. Y así seguimos hoy 

en día con esta corriente, ahora asociada más bien a 

gurús de la India.

La combustión espontánea

, de la que citaba un caso 

tomado de las 

Memorias de Trevoux

, cuya víctima fue 

la condesa Cornelia Brandi (T8, 8). Dado que la con

-

desa se daba friegas de alcohol cuando se encontraba 

mal, este habría sido el combustible, activado por la 

caída de un rayo o una reacción química.

Fenómenos meteorológicos extraños

: Unas cruen

-

tas batallas aéreas descritas en algunas partes del 

mundo, que correspondían seguramente a auroras bo-

reales. O las lluvias sanguíneas, que algunos atribuían 

a  sangre  de  niños  sacrificados  por  brujas,  y  que  no 

serían más que la lluvia teñida de polvo rojo en sus

-

pensión (C1, 9). En este tipo de fenómenos, según él, 

el vulgo podía tender a magnificar con añadidos fruto 

de su imaginación.

La Tierra hueca

, tesis ya propuesta el siglo anterior 

por el curioso personaje Atanasio Kircher, y a la que 

Feijoo hace referencia —para negarla— al hablar del 

posible origen de los terremotos (T5, 15). Ya entonces 

se hablaba de la existencia de corrientes subterráneas 

navegables de polo a polo, a las que se accedería por 

sendas aberturas en los mismos. Incluso nos hace lle

-

gar Feijoo la noticia del supuesto hallazgo de un ga

-

león con los esqueletos de sus tripulantes en una mina 

suiza.

Igualdad y misoginia

Son tantos los aspectos éticos y morales abordados 

en la obra de Feijoo que no tenemos espacio para tra

-

tarlos aquí, además de ser los más ajenos a la temáti

-

ca de esta revista. Nos limitaremos a los relacionados 

con la igualdad de la mujer, por ser en los que empleó 

en mayor medida argumentos científicos o escépticos 

para justificar su postura, y porque han sido quizás los 

de mayor trascendencia y reivindicación desde enton-

ces hasta la actualidad.

La mujer había sido  tradicionalmente vista como 

fuente de todos los vicios mundanos. La Ilustración 

no  supuso  tampoco  una  mejora,  con  su  despotismo 

ilustrado y elitista del «todo para el pueblo pero sin el 

pueblo», es decir, todo aquel que no fuera un varón de 

alto nivel intelectual, social y económico.

En  esto  también  fue  Feijoo  una  excepción,  y  así 

lo mostró en un discurso (T1, 16) de alegato contra 

esa misoginia imperante que veía a las mujeres como 

seres despreciables y defectuosos tanto en lo moral 

como en lo intelectual, en el que llegó a criticar inclu-

so autoridades como la de san Agustín.

Bien es verdad que cayó igualmente en tópicos, 

como los de la complementariedad de las virtudes de 

hermosura, docilidad y sencillez con los varoniles de 

robustez, constancia y prudencia, aunque el que las 

mujeres  fueran  más  pragmáticas  y  los  varones  más 

dados a lo abstracto y teórico lo achacaba a razones 

meramente culturales. En definitiva, tenía claro que 

las diferencias de rendimiento intelectual venían de la 

dificultad social de ellas para dedicarse al estudio, y 

no de falta de aptitudes o de diferencias de volumen 

cerebral. Acompañó su argumentario de una serie de 

ejemplos de mujeres de toda Europa, recientes y de 

la Antigüedad, que destacaron en las ciencias, las le

-

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tras y las artes. Incluso por meros motivos prácticos, 

consideraba que se debía permitir a las mujeres estu

-

diar medicina (C2, 17), por ser perfectamente capaces 

para ello y para evitar la altísima mortalidad femenina 

en los partos. Estos normalmente eran asistidos por 

mujeres iletradas, sin formación sanitaria, y cuando 

surgía algún problema había que llamar a un médico, 

siempre varón, lo que muchas parturientas rechaza-

ban por pudor.

En cuanto a la base bíblica de la sumisión de la 

mujer al varón, cuestionó como erudito las interpre

-

taciones y traducciones al uso a partir del original he-

breo; todo lo contrario al compararla con el Corán, 

donde se especificaba que la salvación, la otra vida, 

estaba reservada a los varones.

Terminemos este apartado insistiendo en la esca-

sa fe que tenía Feijoo en la tradición, en la «voz del 

pueblo», canalizada a través de los refranes. Muchos 

de estos recogían expresiones racistas, antisemitas, 

clasistas y, por supuesto, de violencia contra la mu-

jer, de entre los que mostramos un par de los que nos 

ofrece: «La mujer y lo empedrado siempre quiere an

-

dar hollado», esto es, que continuamente se han de 

pisar o golpear; o «La mujer y la candela, tuércele el 

cuello, si la quieres buena», inventados y practicados 

tan solo por hombres bestiales, decía.

La repercusión de su obra

Feijoo fue el intelectual más leído de su tiempo. 

Distintas fuentes calculan en más de 400 000 los vo-

lúmenes de sus obras que se imprimieron en España 

(y que se distribuyeron por todo el Imperio), cifra 

formidable entonces, así como otros tantos en traduc-

ciones más o menos completas al francés, inglés, ita-

liano, portugués y alemán. Se ven sus influencias en 

muchos intelectuales, tanto criollos como españoles, 

quienes lo tomaban como autoridad.

Discípulos suyos en el fomento del pensamiento 

crítico, y sin duda dignos de futuros estudios en este 

sentido, fueron Juan Luis Roche, quien también se 

dedicó a estudiar supuestos milagros, criticó la me-

dicina filosófica no experimental y, en general, todo 

tipo  de  creencias  vulgares;  y  el  padre  Martín  Sar

-

miento, benedictino español que escribió un par de 

volúmenes revisando y apoyando los primeros tomos 

de Feijoo, aunque la mayor parte de su obra continúa 

inédita.

Las polémicas

Las ideas de Feijoo, como las de cualquier escépti

-

co, generaron un gran número de detractores ya des-

de la publicación del primer tomo de su obra. La ma

-

yoría de ellos eran eclesiásticos, ante los que no solía 

callar y contestaba en tomos sucesivos. Esta enemis

-

tad, según decía, no la mostraban tanto los engaña-

dores desenmascarados como los engañados, dolidos 

y desquiciados por haberles hecho ver que estaban 

equivocados. Pero era algo que se esperaba. Ya en el 

prólogo del T1 amenazaba, citando a Malebranche: 

«aquellos autores, que escriben para desterrar preo-

cupaciones comunes, no deben poner en duda en que 

recibirá el público con desagrado sus libros».

Las polémicas alcanzaron tal nivel que Felipe V 

y el papa Benedicto XIV lo declararon su protegido, 

y Fernando VI llegó incluso a redactar una prohibi-

ción real a las impugnaciones a Feijoo y lo nombró 

su consejero, de modo que ni la Inquisición se atrevió 

a atacarlo abiertamente, aunque tuvo problemas con 

esta por algunos de sus comentarios morales (no por 

aspectos científicos), que no pasaron del expurgo de 

dos párrafos de su extensa obra.

También soportó diversas acusaciones de plagio, a 

las que respondió diciendo (C1, 34) que, o bien ha-

bía citado convenientemente sus fuentes, o bien lo 

acusaban de copiar obras que no había leído antes de 

escribir, como fue el caso de las de Francis Bacon.

Su principal crítico fue Salvador José Mañer, anda

-

luz que vivió la mayor parte de su vida en el virreinato 

de Nueva Granada, contemporáneo ilustrado aunque 

muy crédulo. En su 

Anti-theatro crítico

 (1729-1734) 

impugnó los tres primeros volúmenes del 

Teatro

 y se 

montó una fuerte disputa sobre diversos temas, en es-

pecial en los relacionados con la historia natural, a lo 

que Feijoo respondió con sorna: «el Sr. Mañer hizo 

El padre Sarmiento, discípulo de Feijoo (anónimo)

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estudio especial sobre la materia (…), a fin de me

-

recer los gloriosos títulos de resucitador de Pigmeos 

y Unicornios, resucitador de Gallos espanta Leones 

y Basiliscos (…), y todo debajo del alto carácter de 

Juez Conservador de errores y vulgares». Parece que 

posteriormente supieron sobrellevar sus desacuerdos 

y todo desembocó en una relación cordial.

Otros ilustrados reluctantes a los descubrimientos 

modernos y a la obra de Feijoo fueron Diego de To

-

rres Villarroel, con su 

Vivificación  de  la Astrología

 

(1727), Antonio Heredia con 

El estudiante preguntón

 

(1729),  el  P.  Soto  Marne  con 

Justa repulsa de ini-

cuas acusaciones

 (1749) o fray Luis de Flandes con 

El Académico antiguo contra el Escéptico moderno

 

(una defensa del antiguo orden en la filosofía o la me

-

dicina, donde el académico era el autor y el escéptico, 

Feijoo).

Entre sus defensores estuvieron Juan de Iriarte, 

Melchor  de  Macanaz  y,  sobre  todo,  Martín  Martí

-

nez, médico de cámara de Felipe V, filósofo y amigo. 

Como renovador de la medicina española de enton-

ces,  vivió  también  violentas  polémicas.  Estudiado 

sobre todo desde la historia de la medicina, conven-

dría también un análisis de su postura como escépti-

co y empirista, plasmada en diversas obras: 

Medicina 

scéptica y cirugía moderna

 (1723-1725), 

Carta de-

fensiva del Theatro crítico universal

 (1726), 

Juicio 

final de la astrología

 (1727) y 

Philosophia sceptica

 

(1730).

La posteridad

Cerra Suárez

7

 apunta dos razones principales para 

que pasara al olvido poco después de su muerte: Una 

política, la Revolución francesa, que hizo que en Es-

paña el Antiguo Régimen cerrase filas hacia todo lo 

que sonase a modernidad y a ideas europeas. Y otra 

artística e intelectual, que fue la irrupción del Ro-

manticismo, con su apuesta por lo mágico, irracional 

y subjetivo.

El Realismo de la segunda mitad del 

xix

 dio lugar 

a  cierta  recuperación  de  su  figura,  con  comentado

-

res tales como Menéndez Pelayo (que lo mencionó 

en sus 

heterodoxos españoles

), Concepción Arenal o 

Emilia Pardo Bazán.

Ya en el 

xx, muchos otros trabajaron su obra, pero 

hay  que  destacar  al  Dr.  Marañón,  quien  lo  encum

-

bró como uno de los grandes valores de la cultura 

española. Le dedicó su discurso de entrada en la RAE 

(1934) y, sobre todo, 

Las ideas biológicas del P. Fei-

joo

 (1941). En esa época fue incluso protagonista de 

una novela, completamente prescindible, a caballo 

entre la ciencia ficción y la utopía: 

Viaje a Marte

, de 

Modesto Brocos (1930), en la que Feijoo es un mar

-

ciano que actúa de cicerone con un visitante terrícola 

al que le muestra las maravillas del sistema social y 

político marciano.

Toca terminar

Han de quedar muchos temas en el tintero. Bien 

nos hubiera gustado comentar aquí en especial los re-

lativos a la divulgación científica más pura, pues su 

obra recoge también lo más sobresaliente de los co-

nocimientos contemporáneos en astronomía, magne-

tismo, matemáticas, óptica, meteorología, sismología 

(a raíz del traumático terremoto de Lisboa), geología, 

biología, paleontología, historia… casi siempre tra-

tados desde el punto de vista más avanzado que se 

podría esperar en su época. Sirva esto como acicate 

para que el lector se sienta interesado en bucear en 

los textos originales.

Cabe añadir que los habituados a lecturas escépti-

cas echarán en falta quizás temas que hoy nos venden 

como ancestrales, como el espiritismo, el tarot o los 

ovnis y las visitas de extraterrestres, lo cual, habiendo 

visto lo pormenorizado y prolijo de su obra, a la que 

no se le escapaba ningún asunto de actualidad, indica 

que no son tan atávicos como algunos pretenden.

Termine aquí pues este repaso por la trayectoria 

de un personaje extraordinario, que combinó religio

-

sidad,  racionalidad  y  empirismo  cientifista,  sin  que 

ello le supusiera probablemente ningún conflicto ma

-

yor.  Es  posible  que  buscara  una  ciencia  al  servicio 

de Dios y una religión racionalista; difundía la cien-

cia, pero siempre manteniendo la religión a salvo de 

aquella, alejado, eso sí, de todo integrismo o de in

-

terpretaciones pueriles. Seguramente subyacía a todo 

ello el convencimiento de que a través de la ciencia 

se podría llegar a la demostración de la existencia de 

Dios y a la certeza de los dogmas religiosos católicos. 

No lo consiguió, pero su labor sirvió para dejarnos un 

fabuloso compendio de los conocimientos científicos 

de su tiempo, así como de una actitud crítica absolu-

tamente envidiable.

Notas:

1  Maravall,  J.M.  (1981)  El  primer  siglo  XVIII  y  la  obra 

de Feijoo. En: 

II Simposio sobre el padre Feijoo y su siglo

Cátedra Feijoo, Univ. y Ayto. de Oviedo. Tomo I: 151-196

2  Elizalde  Armendáriz,  I.  (1981)  Feijoo,  representante 

del enciclopedismo español. En:

 II Simposio sobre el padre 

Feijoo y su siglo

. Cátedra Feijoo, Univ. y Ayto. de Oviedo. 

Tomo I: : 321-346

3 Caro Baroja, J. (1964) Feijoo en su medio cultural, o 

la crisis de la superstición. En: 

El padre Feijoo y su siglo

Cuadernos de la Cátedra Feijoo, 18 (1): 153-186

4  Se  puede  destacar  a Alberoa, A.  (2016) Agricultura, 

clima y superstición en la España del siglo XVIII: algunas 

reflexiones del padre Feijoo. En: C

on la razón y la expe-

riencia

Feijoo 250 años después

. Ed. Trea, Oviedo: 21-41

5 Prot, F. (2016) 

A

ntropología filosófica y ficción de los 

planetícolas en la obra de Feijoo: pensar al hombre desde 

su límite extraterrestre. En: 

Con la razón y la experiencia. 

Feijoo 250 años después

. Ed. Trea, Oviedo: 91-104

6 Llavona, R. y Bandrés, J. (1995) La psicología en la 

obra de Benito G. Feijoo. 

Psicothema

, 7(1): 189-217

7 Cerra Suárez, S. (2003) 

Feijoo: el hombre y su huella

En. Urzainqui, I. (Ed.), 

Feijoo hoy

. Fundación Gregorio Ma-

rañón e Instituto Feijoo, Oviedo:  257-286