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ossier

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ue la educación formal es una de las causas del 

progreso social es un hecho. Que el modelo de 

educación formal que tenemos ahora mismo 

no es el mejor ni para las necesidades del presente ni 

para las del futuro, también. Ahora bien, qué modelo 

de educación formal sería el más adecuado sí que es 

otro cantar.

Desde diferentes instancias y foros se viene insis-

tiendo en la necesidad de reformar el modelo educati-

vo y adaptarlo a los nuevos tiempos, pero el consenso 

acerca de cómo debe hacerse está aún muy lejano. Lo 

único que parece claro es que el modelo educativo 

que, con sus más y sus menos, vino funcionando y 

ha contribuido en hacer progresar las sociedades mo-

dernas, ahora queda obsoleto. Autores como Ken Ro-

binson (2010) se han hecho famosos señalando esto 

mismo. Nuestro modelo educativo está pensado (y tal 

vez sea eficiente) en un contexto industrialista y de 

producción en serie de los siglos XIX-XX, pero queda 

desfasado en el mundo globalizado de la revolución 

de las nuevas tecnologías del siglo XXI. Robinson y 

otros gurús de la educación tienen razón en lo que de-

nuncian, pero son mucho más flojos en lo que prescri-

ben. Las alternativas de cambio son un totum revolu-

tum donde se mezclan buenas intenciones de unos con 

falsedades y tonterías de otros. Y como es habitual, la 

pseudociencia aparece de modo natural en contextos 

de confusión y ansiedad como estos, de la mano de 

farsantes y vendedores de crecepelos. Basta acercar-

se a la estantería de pedagogía de cualquier librería 

para encontrarse multitud de remedios mágicos para 

la  educación:  PNL  (Programación  Neurolingüística) 

aplicada a la educación, coaching educativo, mindful-

ness educativo, pensamiento positivo, etc. Y no solo 

en librerías: congresos, seminarios y jornadas dedica-

dos a la educación para el siglo XXI incluyen en sus 

programas conferencias, ponencias y talleres orienta-

dos en esta línea. Por no hablar de escuelas organiza-

das en torno a pedagogías de base esotérica y pseu-

docientífica como las escuelas Waldorf. Al lado de (y 

a veces mezcladas con) estas supercherías, tenemos 

también propuestas del tipo clase invertida (flipped 

classroom), ABP (Aprendizaje Basado en Proyectos) 

o neuroeducación. Todo esto no es sino la muestra 

palpable de la buena voluntad (y a veces ingenuidad) 

de docentes e instituciones por hacer algo, y la mala 

fe característica de charlatanes y vendedores de humo 

que se aprovechan de cualquier río revuelto. Más o 

menos la misma situación de la que se aprovechan 

todos los que recomiendan pastillas mágicas (homeo-

patía) o imposición de manos (reiki) a los enfermos 

desesperados.

Siguiendo con la analogía de la medicina, hasta 

hace relativamente poco, la situación en el ámbito de 

la salud era muy similar. Entre los remedios para curar 

enfermedades era normal encontrarse con sangrías, 

oraciones,  sortilegios,  pócimas  mágicas,  sacrificios 

a los dioses o agujas pinchadas por el cuerpo. Hasta 

mediados del siglo XX no se desarrolló una auténtica 

medicina con mayúscula. Esta llegó con la Medicina 

Basada en Evidencia (MBE). Se dejó de lado el argu-

mento de autoridad, la tradición o los meros gustos 

personales (o prejuicios) de los médicos para aplicar 

el método científico: registro sistemático de datos, en-

Repensar la educación

¿ciencia o técnica?

Andrés Carmona Campo

Profesor de Filosofía

Autor de Profesor de Secundaria (2015)

Entre el escepticismo y el pragmatismo

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sayos clínicos controlados, metaanálisis, revisión por 

pares, etc. El resultado ha sido una mejora de los índi-

ces de salud como nunca antes se había tenido.

La situación en la educación es la misma que hace 

décadas en la medicina: cada maestrillo tiene su li-

brillo y cada docente educa como mejor puede. Sin 

embargo, ¿no sería posible una Educación Basada en 

Evidencia (EBE)? ¿Puede la ciencia decirnos algo al 

respecto de la educación similar a como lo hizo en 

medicina?

Lamentablemente, la respuesta es un «Sí, pero…». 

La ciencia claro que tiene algo que decir; el proble-

ma es que, por ahora, lo que hay es muy poco o está 

algo desfasado. Ahí están todos los trabajos clásicos 

sobre educación y aprendizaje que nos llegan desde 

la psicología (Piaget, Luria, Vigotsky…) y tenemos 

modelos tanto conductistas como cognitivistas al res-

pecto. Mucho más actual está lo que nos llega de la 

neurociencia, más concretamente lo que ha dado en 

llamarse neuroeducación (Mora, 2013, por ejemplo). 

El problema de la neurociencia y la neuroeducación 

es el que tiene ahora mismo todo lo neuro-: es una 

ciencia en ciernes cuyos resultados más fiables (cons-

tatados, replicados, revisados) son muy escasos. En 

gran medida solo vienen a confirmar empíricamente 

lo que ya se sabía intuitivamente o por sentido común 

(o lo que la psicología venía diciendo desde hace mu-

cho): por ejemplo, que es importante comer y dormir 

bien para aprender mejor, que la motivación hacia lo 

que se aprende hace que se aprenda mejor que sin mo-

tivación, etc. Además, está el riesgo de que es muy 

fácil caer en extrapolaciones incorrectas que dan lu-

gar a neuromitos (Fores et al., 2015). Muchas de las 

aportaciones neuroeducativas más valiosas no dejan 

de ser meras hipótesis, pero todavía lejos de tener la 

evidencia suficiente a su favor.

La dificultad se complica aún más si tenemos en 

cuenta que la pedagogía (en sentido amplio) es una 

disciplina con bastantes dificultades en sí misma. Para 

empezar, ya tiene los problemas propios de toda cien-

cia humana (que objeto y sujeto coinciden: el ser hu-

mano). Y aparte de esto, tiene graves dificultades para 

adecuarse al método científico debido a la gran difi-

cultad  de  hacer  experimentos  en  su  ámbito  (similar 

a la psicología, pero esta lo tiene relativamente más 

fácil: siempre hay ratas a mano).

 Para que la pedagogía fuese ciencia habría que ha-

cer cosas como aislar las variables, por ejemplo, y eso 

es sumamente complejo. En pedagogía es muy fácil 

caer en falacias del tipo post hoc, ergo propter hoc, 

confundir causas con correlaciones o ser presa del 

efecto Pigmalión (o del efecto Golem

1

). Por ejemplo, 

un profesor puede implantar en su aula la clase inver-

tida o el aprendizaje por proyectos y notar una me-

joría significativa en el aprendizaje de su alumnado 

(medido en mejores notas que antes). Ahora bien, esa 

mejoría, ¿se debe a la nueva metodología?, ¿o se debe 

a que el profesor evalúa más condescendientemente a 

su alumnado creyendo que ahora están aprendiendo 

mejor? O, a lo mejor, el entusiasmo del profesor en 

su nueva metodología es lo que hace que, al mismo 

tiempo, esté más animado, más motivado y más agra-

dable hacia su alumnado y este esté mejorando por 

eso mismo. O puede que la nueva metodología esté 

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dando buenos resultados iniciales solo porque es algo 

novedoso, pero que deje de hacerlo después cuando 

se normalice como «lo de siempre» y deje de ser una 

novedad para su alumnado. ¿Cómo saber si esa meto-

dología es la variable que, efectivamente, contribuye 

a mejorar el aprendizaje, y no lo es otra variable, o 

no es un mero placebo? ¿Cómo evitar los sesgos del 

profesor que es quien introduce esa metodología y el 

mismo que los evalúa después? ¿Cómo aislamos la 

variable? ¿Cómo establecer los grupos experimental y 

de control? ¿Es posible encontrar dos grupos de alum-

nos iguales en todo menos en la metodología con la 

que se les enseña?

 Las pruebas PISA podrían ser un indicador, pero 

a estas pruebas les pasa como a otras: las pruebas 

PISA miden muy bien la capacidad para superar (o 

no) las pruebas PISA, pero otra cosa es que midan 

algo más. Aun tomándolas como buen indicador, el 

resultado es este: los países con mejor puntuación en 

PISA son Finlandia y Corea del Sur, con dos modelos 

educativos diametralmente opuestos (Finlandia más 

activo, participativo, creativo…; Corea del Sur más 

tradicional, pasivo, repetitivo, memorístico…). Y, de 

todas formas, Finlandia y Corea del Sur no son lo su-

ficientemente homogéneos como para decir que solo 

se distinguen en su modelo educativo, y bien pudiera 

ser que el modelo finlandés sea un buen modelo para 

Finlandia, y el surcoreano para Corea del Sur, y nin-

guno de los dos para ningún otro país.

Por lo anterior, la pedagogía bien podría conside-

rarse una técnica y no una ciencia (como en su día la 

medicina era una técnica hasta que se basó en eviden-

cias). Es decir: en la técnica basta la funcionalidad, 

que algo funcione de hecho. Al esquimal que constru-

ye canoas no le hace falta saber hidrodinámica para 

hacer una canoa: no sabe explicar por qué flota pero 

desde luego que no se le hunde. Se basa en el ensayo 

y error, la experiencia, la tradición, la autoridad, etc., 

seguramente mezclados con mitos y creencias religio-

sas sobre por qué flota (porque les reza a los dioses 

antes de echarla al agua, por ejemplo). Pero el caso 

es que la canoa flota. En gran parte de la pedagogía 

pasa igual: maestros y profesores saben que haciendo 

ciertas cosas el alumnado aprende, aunque no sepan 

muy bien por qué o incluso aunque su explicación sea 

totalmente  falsa  (comparada  con  una  hipotética  ex-

plicación verdadera). Pero es que ocurre exactamente 

igual en otros ámbitos como la crianza y educación de 

los hijos, por ejemplo. No hay una ciencia de cómo 

hacerlo, sino múltiples técnicas (y, por supuesto, aquí 

también hay pseudociencia y superchería del tipo 

doulas, crianza con apego, etc.).

Por tanto, podemos decir que queda mucho para 

una  Educación Basada en Evidencia. Ante lo cual 

¿qué hacer? De entrada, dos cosas: una, seguir inves-

tigando con el rigor científico hacia una EBE, y otra, 

denunciar lo que claramente es pseudociencia y su-

perchería educativa (PNL, mindfulness, etc.).

Pero, mientras denunciamos estas y se investiga 

aquella, ¿qué hacemos con todas esas otras aportacio-

nes que no son claramente pseudocientíficas pero tam-

poco tienen evidencia suficiente o notable a su favor 

(tampoco en contra)? Caben dos opciones: intentar 

cambiar algo o seguir como estamos. A muy grandes 

rasgos, cada una puede representarse con los mode-

los de César Bona (2015) y Alberto Royo (2016). El 

primero aboga por las llamadas nuevas metodologías 

(por retos, por proyectos, clase invertida, etc.), con in-

corporación de las TIC (tecnologías de la información 

y la comunicación), más participativo para el alum-

nado y con mucha menos carga de clase magistral, 

deberes y exámenes tradicionales. El segundo critica 

el modelo anterior como una plasmación en la prácti-

ca educativa del pensamiento posmoderno, y defiende 

una metodología digamos más tradicional (todo esto 

dicho simplificando mucho, claro).

La propuesta de César Bona puede decirse que es 

más optimista y progresista (o arriesgada y aventure-

ra, según se mire): anima a lanzarse a la piscina de la 

innovación, aunque no estemos muy seguros de si hay 

mucha agua, poca o ninguna. Alberto Royo es más 

pesimista y conservador (o prudente, también según 

se mire): desconfía de las innovaciones educativas y 

prefiere seguir más o menos en el modelo tradicional 

que, por malo que sea, es el que nos ha traído hasta 

aquí y por algo será.

Como en casi todo, también ambos tienen parte de 

acierto y de error, y lo más probable es que un poco 

de cada uno sea lo óptimo. El problema del modelo de 

Alberto Royo es que puede justificar (o utilizarse para 

eso maliciosamente) el estancamiento hipócrita: pue-

de servir para esa parte del profesorado que no hace 

¿No  sería  posible  una  Educación  Basada  en  Evidencia 

(EBE)? ¿Puede la ciencia decirnos algo al respecto de la 

educación similar a como lo hizo en medicina?

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nada por cambiar, simplemente, porque no quiere y 

le es más cómodo hacer lo que siempre ha hecho y se 

busca excusas («Mientras no haya pruebas fehacien-

tes, no voy a cambiar nada»). También hay estanca-

dos que no son hipócritas, pero caen en el error de que 

«cualquier tiempo pasado fue mejor», y en el sesgo de 

sobrevalorar su infancia y su propia experiencia: pre-

fieren la metodología tradicional simplemente porque 

fue en la que ellos se educaron y con la que a ellos les 

fue bien, sin pararse a pensar en todos aquellos a los 

que no les fue tan bien o les fue mal. También caen en 

anacronismo: la metodología tradicional pudo estar 

bien en su momento, pero ahora estar desfasada.

 Por su parte, el modelo de César Bona puede 

llevar al optimismo crédulo de quien se entusiasma 

con cualquier cosa que le prometa resultados mági-

cos: mindfulness educativo, beber tres tragos de agua 

antes de la clase para mejorar la atención, etc. A su 

favor puede decirse que estos, por lo menos, tienen 

intención de hacer algo por su alumnado y ayudarles, 

otra cosa es que el tiro les salga por la culata pese a la 

buena intención. Por si hubiera dudas, no quiere esto 

decir que Royo o Bona defiendan esto, sino que sus 

planteamientos pueden deformarse en ese sentido, y 

de hecho no faltan quienes se escudan en su autoridad 

para eso mismo. Por eso, tampoco estaría de más que 

ambos dejaran bien claro que no quieren saber nada 

de quienes hacen eso con sus ideas.

 Concluyendo: en tanto que técnica, sería conve-

niente que el profesorado estuviera abierto a cambios 

pedagógicos, metodológicos, evaluativos, que pudie-

ran mejorar los resultados y lograr que su alumnado 

aprenda más y mejor, incluso aunque no haya eviden-

cia de que la causa sea ese cambio y no otra cosa. 

Por ejemplo, si por hacer clase invertida el alumnado 

aprende más (aunque realmente sea por otra variable 

que no acertamos a ver o por puro placebo) será mejor 

que no hacerlo (por lo menos mientras sea así y si no 

hay efectos perniciosos por otro lado). En tanto que 

ciencia, hay que seguir investigando para saber qué 

ayuda realmente a mejorar el proceso de enseñanza-

aprendizaje y poder aplicarlo de la mejor forma. En 

este sentido, son muy interesantes y prometedoras las 

aportaciones de la economía conductual: debidamente 

adaptadas, es muy probable que puedan ser de mu-

cha utilidad para repensar la educación y plantearse 

cambios educativos (por ejemplo, Kahneman, 2015, 

o Ariely, 2013).

Bibliografía citada:

Ariely, Daniel (2013). Las trampas del deseo: Cómo con-

trolar los impulsos irracionales que nos llevan al error. Pla-

neta. 

Bona, César (2015). La nueva educación. Plaza y Janés.

Carmona, Andrés y Antonio Fonseca. (2015) Profesor de 

Secundaria: Claves para lograr la autoridad en el aula edu-

cando por competencias. Amazon.

Fores, Anna et alia. (2015). Neuromitos en educación: El 

aprendizaje desde la neurociencia. Plataforma.

Kahneman,  Daniel  (2015).  Pensar rápido, pensar des-

pacio. Debolsillo.

Mora, Francisco (2013). Neuroeducación: Lo que nos 

enseña el cerebro. Alianza.

Robinson, Ken (2010). El elemento: Descubrir tu pasión 

lo cambia todo. Debolsillo.

Royo, Alberto (2016). Contra la nueva educación. Pla-

taforma.

Alguna bibliografía recomendada:

Perkins, David (2017). Educar para un mundo cambian-

te: ¿Qué necesitan aprender realmente los alumnos para el 

futuro? Ediciones SM.

Willingham, Daniel (2011) ¿Por qué a los niños no les 

gusta ir a la escuela?: Las respuestas de un neurocientífico 

al funcionamiento de la mente y sus consecuencias en el 

aula. Grao.

Enlaces recomendados:

El  McGuffin  educativo:  http://mcguffineducativo.blogs-

pot.com.es/

Escuela con cerebro: https://escuelaconcerebro.word-

press.com/

1- El efecto Pigmalión está relacionado con el sesgo 

de  confirmación  y  la  profecía  autocumplida:  consiste  en 

que las expectativas puestas en una metodología docente 

o  en  las  capacidades  del  propio  alumnado  influyen  en  la 

percepción sesgada positivamente hacia los resultados de 

dicha metodología o alumnado. El efecto Golem sería el 

inverso: los prejuicios o expectativas negativas influirían de 

forma sesgada para su confirmación. Aunque la investiga-

ción académica incluye controles para evitarlos o reducir su 

efecto, en la práctica docente diaria no es habitual que el 

profesorado los conozca ni los utilice, y es fácil que caiga 

en dichos sesgos.

Los países con mejor puntuación en PISA son Finlandia y 

Corea del Sur, con dos modelos educativos diametralmente 

opuestos.