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Aperitivo social y lingüístico

Aunque parezca una obviedad, la diremos: quienes 

crean y hacen ciencia, también quienes la enseñan y 

divulgan, son seres humanos, con frecuencia determi-

nados por condicionantes laborales, de la carrera aca-

démica o investigadora, pero también por excesos y 

desórdenes de su propio ego. Tales condicionantes y 

características de su personalidad pueden violentar en 

ocasiones el respeto a la realidad en que se sustenta 

la distinción que singulariza a la ciencia frente a otras 

creaciones de la mente, como por ejemplo el arte o la 

religión, cuya función no es precisamente explicar la 

realidad. Se trata de un asunto que puede ser demo-

ledor para el ejercicio honesto del trabajo científico, 

para la extensión de su credibilidad, y también, y no 

en menor grado, para la sociedad: los efectos dañinos 

que puede tener sobre las personas la mala interpreta-

ción — y a veces la perversión— de lo que significa 

hacer y transmitir ciencia pueden ser muy grandes y, 

en el caso de la salud, a veces hasta irreversibles.

Es importante prestar atención al factor humano 

que mueve los hilos de la interpretación de las cosas; 

no hay que descartarlo por creer que la especializa-

ción del trabajo científico está al margen de las limita-

ciones y los recelos humanos, y que ya se encargarán 

otros del asunto. En el caso de la ciencia, esa demarca-

ción de dimensiones —social, científica—, además de 

idealizadora, puede ser muy perniciosa, pues no solo 

es crucial poner la vista en lo que ocurre fuera de la 

ciencia, en cómo la percibe la sociedad, sino también 

en lo que acontece en su interior, en cómo se cons-

truye y se desarrolla. Si se trabaja en ambos campos, 

dentro y fuera, la perspectiva de la interacción cien-

cia-sociedad es lógico que crezca, y es probable que 

sea más difícil convertir a la ciencia en caldo de cul-

tivo para, entre otros, los prejuicios, el conocimiento 

imaginario, los servicios inventados y la desconfianza 

en la propia ciencia frente a creencias que, paradóji-

camente, tienden no pocas veces a interpretarse como 

conocimiento fiable.

El esfuerzo de clarificación que pueda venir desde 

la propia ciencia será un factor determinante para fo-

mentar el progreso de las personas, en particular, el de 

quienes no tienen formación científica o, teniéndola, 

no  han  desarrollado  suficiente  pensamiento  crítico. 

No llevar a cabo ese esfuerzo clarificador con lengua-

je comprensible para el no experto, pues cada persona 

dedica el tiempo de la vida a tareas diferentes, puede 

¿

Miente la ciencia?

Marisa Marquina San Miguel

ARP-Sociedad para el Avance del Pensamiento Crítico

Mientras no dejes de subir,

 no se terminan los escalones,

 crecen bajo tus pies que avanzan

Franz Kafka

E

n los últimos tiempos parece estar extendiéndose la idea ya conocida de que 
en  el  interior  del  espacio  científico  se  dan  mentiras,  engaños  y  fraudes.  Dado 
que la aplicación generalizada de esa suposición genera sospecha y debilita el 

valor y el potencial de la ciencia como forma de conocimiento que respeta el prin-
cipio de realidad, este artículo somete a reflexión algunas ideas comprometidas con 
la tarea científica y hace una llamada a que los expertos de cada campo sean cons-
cientes del  problema y hagan llegar en lo posible sus conocimientos a la sociedad.

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suponer hacer a los individuos más vulnerables frente 

a la proliferación de engaños, y no es difícil que es-

tos se conviertan en factores necesarios que tiranizan 

el pensamiento, esto es —recordando a Holbach—, 

en factores que violan de forma cruel la capacidad de 

pensar y elegir de la forma más autónoma posible. La 

historia de los humanos muestra que no se ha respe-

tado esa capacidad muy a menudo; no obstante, y a 

pesar de ello, la resistencia de tratar de pensar por uno 

mismo dice que tiene sentido insistir en que no debe 

ser violentada por ningún humano: en ella radica la 

principal expresión de la libertad potencial de cada 

persona.   

Dado que entre el lenguaje y el pensamiento existe 

una relación de especial colaboración y complicidad, 

es importante no dejar de poner atención en el sig-

nificado de sus elementos, las palabras y sus combi-

naciones. Noam Chomsky recuerda la importancia 

de tratar de definir con la mayor claridad posible el 

papel del lenguaje en la comunicación humana. Se ha 

escrito mucho sobre ello, pues es una capacidad sor-

prendente, dependiente de algunas destrezas ligadas a 

la actividad cerebral; pero quizá no se ha señalado lo 

suficiente que la teoría de la evolución, con Darwin 

a la cabeza —aunque no solo él—, destacó que los 

seres humanos difieren de los animales «inferiores» 

únicamente por su capacidad potencialmente infinita 

de asociar y combinar sonidos e ideas [CHOM 2017, 

pp. 26-27]. Y para la ciencia es crucial esa posibilidad 

combinatoria abierta que permite crear nuevas rela-

ciones de ideas y nuevas conexiones entre fenómenos. 

En el lenguaje humano, determinar la semántica de 

los mensajes es mucho más complejo y menos exacto 

que en el lenguaje formal y matemático. En este, la 

asignación de valor a las variables es un proceso no 

estrictamente comparable a la atribución de significa-

do a los términos y a las expresiones del lenguaje na-

tural humano. No en vano el desprestigio de la palabra 

viene en parte de ahí, de la ausencia de rigor en el uso 

que a menudo se le presupone, y por ahí se cuela un 

montón de ruido. Es obvio que se trata de lenguajes 

de distinta naturaleza, que operan en diferente nivel y 

sirven a distintos objetivos.

Si las personas pudieran comunicarse con las re-

glas  del  lenguaje  formal,  simplificando  la  compleja 

interacción entre cerebro y entorno, las ambigüeda-

des de la semántica se desvanecerían, pero probable-

mente ese proceso debilitaría la riqueza del universo 

de significados potenciales. No en vano, la explosión 

combinatoria del lenguaje humano y las imprecisio-

nes de la semántica son asuntos bien difíciles de mo-

delar para la inteligencia artificial, en especial cuando 

se busca reproducir conductas que dependen de la 

particular relación que el cerebro humano mantiene 

con el entorno, ¿o acaso esta relación no es más que 

una ilusión que por tanto no responde a la realidad? 

[CER-WIKI]. Si el ser humano fuese un cerebro en 

una  cubeta,  ¿podría tener perspectiva para percibir-

lo? El resumen de esta idea refiere a un experimento 

mental con el que Hilary Putnam criticó las «teorías 

mágicas de la referencia», es decir, aquellas hipótesis 

que establecen que entre los nombres y aquello a lo 

que refieren en la realidad existe una relación intrín-

secamente necesaria, que casi la hace mágica [PUT 

1988, pp. 15-33].

La idea que subyace al experimento mental de Put-

nam causó perplejidad desde que se dio a conocer. 

Rompía metáforas y relaciones esencialistas entre la 

realidad y el lenguaje con el que se la representa e 

intenta explicar, al tiempo que señalaba que «la dispo-

sición a sentirse perplejo es una característica valiosa 

que hay que cultivar, desde la infancia hasta las inves-

tigaciones avanzadas» [CHO 2017, p. 34]. Que el fun-

cionamiento de la realidad muestre propiedades que 

según se van descubriendo pueden resultar extrañas al 

entendimiento, a las capacidades del cerebro humano, 

es motivo de perplejidad. Esta no debe justificarse por 

apelación a la fantasía o a la invención de cualquier 

tipo para rellenar los huecos o posibles vacíos de la 

razón; más bien, lo que debe implicar esa perplejidad 

es acompañar con prudencia y humildad el esfuerzo 

de intentar conocer. Pero la ciencia no se desarrolla en 

un contexto abstracto como se señalaba al comenzar 

Caricatura del experimento del cerebro en una cubeta (foto: Wikimedia)

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este punto, ni por personas que trabajen en entornos 

en los que el respeto por el conocimiento sea, necesa-

riamente, el principal valor que preservar en la toma 

de decisiones.  

Mentira, engaño, fraude

La voz de la naturaleza es inteligible; la de la menti-

ra, ambigua, enigmática y misteriosa. El camino de la 

verdad es recto; el de la impostura, torcido y tenebroso. 

Esta verdad siempre necesaria para el hombre está he-

cha para ser comprendida por todos los espíritus justos, 

las lecciones de la razón están hechas para ser segui-

das por todas las almas honradas [HOL 2016, p. 14]

Más allá de los experimentos mentales varios que 

se puedan concebir, la cuestión es que el cerebro, ór-

gano que la evolución ha ido construyendo hasta el 

presente, genera una conducta mental en la que se cru-

zan y realimentan procesos en los que los racionales 

ligados a la cognición parecen ser solo una parte, que 

además puede verse influida por otros sectores subya-

centes a las emociones y al comportamiento instintivo 

más directamente relacionados con la supervivencia. 

La confianza racional  —que no fe— en el progreso de 

la neurociencia es probable que allane el camino para 

trabajar sobre nuevas hipótesis que permitan mejorar 

la comprensión de la conducta humana en distintos 

niveles, partiendo del análisis de estructuras físicas y 

de la asignación de relevancia al tipo de relación que 

puedan tener con el comportamiento de los distintos 

registros de la mente. Y hará falta continuar trabajan-

do la difícil tarea de conectar el nivel fisicalista de los 

procesos cerebrales con el simbólico de la mente pro-

ducido por aquellos.

Es posible que, respecto a las posibilidades de men-

tir, engañar y obrar de forma fraudulenta, a nivel teó-

rico no sea difícil zurcir acuerdos que expresen que 

se trata de prácticas que no están bien o que, directa-

mente, están muy mal. Esto suele estar motivado por 

la necesidad de invocar y transmitir de forma teórica 

principios éticos, al tiempo que se intenta derivar de 

ellos normas morales que tengan la función de limitar 

comportamientos indeseados, comportamientos que 

pueden tener lugar en los contextos donde uno menos 

se lo espera o debería esperar: la ciencia, como crea-

ción humana que es, no tiene tampoco por qué ser una 

excepción a este respecto.

El Diccionario de la Real Academia Española in-

cluye  definiciones  respecto  a  los  términos  mentira

engaño y fraude que facilitan, a través de una lectura 

selectiva, la posibilidad de establecer diferencias y re-

laciones entre ellos:

Mentira:  expresión  o  manifestación  contraria  a  lo 

que se sabe, se piensa o se siente.

Engaño:  falta  de  verdad  en  lo  que  se  dice,  hace, 

cree, piensa o discurre.

Fraude: 1. Acción contraria a la verdad y a la recti-

tud, que perjudica a la persona contra quien se comete. 

2. Acto tendente a eludir una disposición legal en per-

juicio  del  Estado  o  de  terceros.  3.  Delito  que  comete 

el encargado de vigilar la ejecución de contratos pú-

blicos, o de algunos privados, confabulándose con la 

representación de los intereses opuestos.

De acuerdo con la selección realizada, es común 

al significado de los tres términos la sustitución, con 

algún grado de intencionalidad, de algo verdadero por 

algo falso. En el caso de la mentira, el foco se centra 

en la importancia de «decir falsedad»; no obstante, no 

está claro que exista una distinción nítida entre enga-

ño mentira.

 El contexto del engaño, aprovechando que el cere-

bro no es ajeno a él, en cierto modo se puede consi-

derar más amplio que el de la mentira, pues el engaño 

implica producir o generar alguna ilusión utilizando, 

además de palabras, gestos, situaciones u objetos ex-

puestos para fijar y confundir la atención. La magia es 

desde este punto de vista un arte que logra confundir 

los registros de la interpretación y de la percepción.

Por  último,  en  la  definición  de  fraude  apuntada, 

además de la necesidad del lenguaje como vehículo 

de transmisión, destaca  la mención de los términos 

acción y delito. En los casos de mentira engaño no 

aparecía el perjuicio o la extorsión que se podía causar 

a terceros —cosa que puede llamar la atención—, ni 

tampoco aspecto legal alguno. Sin embargo, en rela-

ción al término fraude, parece que acción y delito son 

los conceptos que polarizan su significado. 

No hay que creer que la especialización del trabajo 

científico está al margen de las limitaciones 

y los recelos humanos.

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Entre otras posibles interpretaciones, de lo anterior 

se puede deducir que, aunque en los tres casos ocu-

rre un proceso intencional de superposición de algo 

verdadero por algo falso, los matices semánticos in-

dicados parecen referirse a las diferentes formas de 

poner en práctica tal superposición. Puede también 

inferirse, de acuerdo con las definiciones señaladas, 

que la mentira y el engaño no tienen la dimensión pu-

nitiva que se asigna al fraude, y quizá pueda querer 

esto decir que la limitación a la mentira y al engaño 

solo pueda provenir, en último término, de la ética. 

De ser así, problemático asunto, pues la ética parece 

más bien refugio para el relleno de discursos bonitos, 

alejados de parte del comportamiento humano y de la 

fracción de realidad que le corresponde.

Es importante tratar de usar el lenguaje natural con 

precisión, evitando la ambigüedad, para hacer lo posi-

ble por no sucumbir ante los cruces semánticos entre 

los términos. Tales cruces facilitan el trabajo a las in-

tencionalidades impostoras y potencian la posibilidad 

de iteración de los embustes que puedan generar hasta 

el punto de llegar a quebrar la distinción entre lo real 

y lo irreal.

Los hombres son desgraciados solo porque son ig-

norantes, son ignorantes porque todo lleva a impedir-

les que se ilustren, y son tan malos porque su razón no 

está todavía suficientemente desarrollada [HOL 2016, 

p. 14].

Algunos trapicheos científicos

No es la ciencia, como resultado de un proceso de 

análisis, la que puede mentir; son algunas de las per-

sonas que trabajan en ella las que por motivos labo-

rales, de reputación profesional, de protagonismo o 

de llana ambición, se dejan llevar por la capacidad de 

seducción de la mentira.

Existen en la historia no pocas menciones a las 

posibilidades varias que los científicos han tenido y 

tienen de engañar. Claro, los científicos, entre otros 

colectivos. El problema está en que a la ciencia, si se 

está dispuesto a reflexionar un poco sobre su traba-

jo, su proceder y su alcance, no parece difícil poder 

atribuirle dosis respetables de fiabilidad, asumiendo 

su naturaleza, alejada de tener que ver con la cons-

trucción absoluta de verdades. Ocurre sin embargo 

que los científicos pueden tener cierta ventaja sobre 

los demás al tener control sobre el lenguaje formal 

e informal que utilizan, ya que no están obligados a 

transmitir sus conocimientos de forma inteligible para 

el no experto [BET 2002, p. 107]. Y aquí, tratando de 

distinguir los contextos a los que uno se dirige, en el 

ámbito de la ciencia —pero no solo— hay que subra-

yar la importancia de la divulgación si se desea llegar 

a un público amplio cuyos conocimientos y ocupacio-

nes pueden no estar cerca de la ciencia. La no especia-

lización no debiera ser un obstáculo para captar el es-

queleto del modo científico de pensar sobre diversos 

temas, en especial si se intenta llegar al receptor con 

claridad.  De lo contrario, quien no tenga base sobre 

un determinado asunto, cuando lea o reciba alguna 

noticia sobre él, perderá la confianza racional que pu-

diera tener en entender y se convertirá en presa fácil 

de fantasmagorías y engaños.

En el libro Las mentiras de la ciencia, Federico Di 

Trocchio señala un asunto interesante: «Para críticos 

e historiadores del arte, distinguir entre copias falsas y 

originales representa desde siempre uno de los objeti-

vos principales de su actividad, pero para los historia-

dores de la ciencia el problema de las falsificaciones 

y fraudes es en gran parte una novedad» [TRO 2013, 

p. 14]. La cuestión es que, fruto de esa preocupación 

originaria, si no desde siempre, el contexto del arte 

cuenta con trabajos como el de Otto Kurz, Fakes, a 

Handbook for Collectors and Students, publicado ya 

en 1948. En el caso de la ciencia, se comenzó a traba-

Hilary Putnam (foto: Wikimedia Commons)

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jar con posterioridad en distintas publicaciones con el 

objetivo de empezar a rellenar el vacío que respecto 

al comportamiento fraudulento podía darse; así, The 

Journal  of  Irreproducible  Results,  The  Science  Hu-

mor Magazine [JOU 1955] y Betrayers of the Truth: 

Fraud and Deceit in Science [BRO-WAD 1985] na-

cieron como intentos de fijar la atención en los posi-

bles engaños en el marco de trabajo de la ciencia.

En la evolución histórica de la ciencia pueden ha-

llarse bastantes ejemplos de manipulación y engaño 

[LOP 2011]. En el presente, y como seña distintiva 

respecto al pasado, la utilización de términos científi-

cos por parte de la retórica espumosa de las pseudo-

ciencias es preocupante. El problema es que esos tér-

minos constituyen el ropaje de mensajes vacíos dado 

que, en general, no están sustentados por la evidencia 

y la reproducibilidad. Señalamos a continuación el 

esqueleto de las ideas de dos de esos ejemplos con el 

objetivo de indicar algunas de las situaciones  —como 

poco—  de embrollo en las que la ciencia se ha visto 

sumida.

El caso de la hipótesis de la «memoria del agua» ha 

hecho correr no poca tinta física y virtual [HIP 2009]. 

La revista Nature publicó en 1988 un artículo titulado 

«Desgranulación de basófilos humanos activada por 

un antisuero contra IgE muy diluido»escrito por un 

grupo de varios investigadores entre los que se encon-

traba Jacques Benveniste. Se suponía que los basófi-

los, glóbulos blancos portadores de sustancias como 

la histamina, podían ser desagregados por cantidades 

muy pequeñas de un anticuerpo denominado anti-IgE 

que generan las cabras. La idea era comenzar la prác-

tica de diluciones sucesivas en agua que caracteriza a 

la homeopatía, comenzando por tomar una unidad de 

anti-IgE y añadiéndole agua en proporción 1:10. Tras 

alcanzar una mezcla homogénea, se vuelve a repetir la 

operación volviendo a tomar una unidad de esta nueva 

dilución y mezclando otra vez hasta obtener homoge-

neidad, consiguiendo esta vez una proporción 1:100. 

La cuestión es que esta iteración del proceso se aca-

ba convirtiendo realmente en una práctica que parece 

hacer de la repetición de diluciones su mayor logro; 

así, el mínimo de repeticiones parece ser 30, y de ahí 

en adelante. El trabajo de Avogadro y la química mo-

derna por extensión tienen ya recursos de concepto 

y cuantitativos suficientes como para acreditar que a 

partir de la dilución en agua número 24 la probabili-

dad de hallar alguna molécula de la sustancia activa es 

prácticamente nula. Y en el caso de que el número de 

diluciones se incremente, entonces la improbabilidad 

se dispara [MEM-WIKI].

Aquel artículo pareció alumbrar resultados sor-

prendentes, como el de que la desgranulación de los 

basófilos ocurría (aunque no en todos los casos) por 

la acción del antisuero, prácticamente desaparecido. 

Es como si, puesto el pensamiento mágico a rotar, 

es irrelevante lo que suceda en la realidad  porque la 

fuerza del experimento reside en asumir que algo de 

la sustancia activa se encontrará, pese al incremento 

del número de diluciones.    

La confusión creada parece que no fue pequeña 

[TRO 2013, pp. 191-203]. Hasta qué punto la in-

teracción entre el error, el engaño y otras variables 

que pudieron intervenir realimentaron el embrollo es 

prudente que sean los expertos quienes lo continúen 

evaluando, pese a que en su momento se investigó el 

asunto por parte de John Maddox, el director de Na-

ture, Walter Stewart y James Randi, quizá entre otros. 

Parece que estaban 

convencidos  de que  el proceso 

obedeció a un 

vulgar fraude más que a errores me-

todológicos, pero el artículo fue finalmente publicado 

con la primera condición de que apareciera un edito-

rial con el título Cuándo creer lo increíble, dado que 

no se había hallado explicación física para el fenóme-

no tratado en el artículo. Al parecer también hubo una 

segunda condición, que fue la de solicitar que hubiera 

una comisión que volviera al laboratorio de Benvenis-

te para repetir los experimentos y tratar de controlar 

los resultados.

La suposición de que el agua tiene memoria ha ido 

extendiendo las potenciales maravillas curativas de 

la homeopatía, las cuales tienen además la ventajo-

sa particularidad de evitar las posibles consecuencias 

nocivas de los tratamientos de la medicina científica. 

El cerebro genera una conducta mental en la que se 

cruzan y realimentan procesos en los que los racionales 

ligados a la cognición parecen ser solo una parte.

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En efecto, la idea de que algo pueda curar o mejorar 

la salud, sin tener que padecer posibles consecuencias 

indeseables, se comprende que de entrada pueda se-

ducir. El negocio de la homeopatía continúa en mar-

cha; la realidad subyacente parece no importar. 

  Caso distinto, aunque mantiene similitudes res-

pecto al fondo del problema de la autenticidad de 

la gestación y evaluación de conocimiento, es el de 

Sigmund Freud. Si puede ser costoso reconstruir el 

relato de los hechos que acontecieron en el caso de 

Benveniste y sus compañeros de experimento y pu-

blicación, el ejemplo de Freud y de los orígenes del 

psicoanálisis puede ser más enrevesado, si cabe. Los 

fenómenos  mentales  revisten  una  dificultad  añadida 

en relación a los estudiados por las ciencias naturales. 

En el caso de estas, la física o la química por ejemplo, 

por contrainductivo o alejado de la percepción común 

que pueda estar un fenómeno o conjunto de ellos, y 

por difíciles que puedan ser tanto la concepción y el 

diseño de los experimentos como los cálculos que sea 

preciso realizar, se tiene la expectativa racional de que 

la naturaleza de una u otra forma ofrecerá respuesta, 

aunque al cerebro le cueste procesarla. 

Los procesos mentales son un subconjunto de los 

procesos físicos, pero tienen características que los 

hacen particularmente elusivos, en cierta forma, re-

sistentes al análisis. Las relaciones cerebro-mente son 

probablemente uno de los temas más en lista de espe-

ra que la ciencia tiene por investigar y dilucidar; y eso 

que hay que valorar cada esfuerzo, y no son pocos los 

que se han hecho hasta hoy también en este campo. 

Es de esperar que el impulso del trabajo interdiscipli-

nar aporte luz con hipótesis esclarecedoras que afinen 

la comprensión de la interacción cerebro-mente, los 

profesionales la agradecerán, y la comunidad de seres 

humanos, también.

Si en el presente el estudio con rigor de la mente 

aún parece tener bastante camino por recorrer, en el 

tiempo de Freud el asunto estaba aún más que verde; 

sin embargo, no parece que ello supusiera un freno 

para el desarrollo e intentos de aplicación del psicoa-

nálisis, método según el cual las personas pueden lle-

gar a liberar los impulsos y las pulsiones que habitan 

reprimidos en su inconsciente. Y el asunto es que, pese 

a que Freud, por razones obvias de tiempo histórico, 

desconocía hipótesis y desarrollos que la psiquiatría 

y la psicología han elaborado después, la impresión 

que uno se puede forjar a través del estudio de la evo-

lución de las ideas relativas a los procesos mentales, 

es que el creador del psicoanálisis no se «reprimió»; 

y probablemente se ajuste bastante a la realidad que 

la intención y el deseo de hallar ciertas sus hipótesis 

de trabajo pudo conducirle a violentar los hechos, a lo 

mejor más que de vez en cuando.

Andando los años, se ha ido escribiendo sobre la 

figura de Freud y el psicoanálisis, hallándose no poca 

dosis de frustración, no ya porque el psicoanálisis 

haya tenido una más que dudosa adscripción científi-

ca, sino porque potenciales defensores, en principio, 

de las posibilidades explicativas del psicoanálisis, 

comenzaron a vislumbrar que quizá desde sus inicios 

pudo abrigar algún engaño. La imagen de honradez 

que  como  científico  parece  que  se  dibujó  en  torno 

a Freud se fue quebrando, y lo fue haciendo al hilo 

que se detectaban falsedades, mentiras, al analizar la 

evolución de su trabajo. Así comenzó una época de 

sospecha, sustentada en el reconocimiento de la po-

sibilidad de que Freud forzara, e incluso se inventara, 

relatos de pacientes para que pudieran casar con sus 

conjeturas y verlas de este modo confirmadas. Se ha 

llegado a considerar que la confianza que Freud tenía 

en la veracidad de sus hipótesis era tal «...que presu-

mió públicamente de éxitos terapéuticos que aún no 

había obtenido» [BOR 2001].

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No es de extrañar que algo como lo que precede 

pudiese llegar a desbordar a la persona tras la figura 

o el personaje del creador del psicoanálisis, echando 

balones fuera como si lo que no funcionaba no fuese 

con él. Parece ser una característica extendida en la 

conducta humana la de dejar cancha libre a los impul-

sos y deseos acerca de cómo funcionan las cosas, y 

después, si no es así, a otro con el mochuelo. Existen 

relatos ligados a la práctica de Freud, ajenos a la ra-

zón y que debieron de ser dolorosos para quienes los 

padecieron, que por lo menos ayudan a formular pre-

guntas y dudas sobre el probable espejismo científico 

que sobre las ideas de Freud se gestó [TRO 2013, pp. 

326-334]. En este caso, como en el de Benveniste y 

quienes le acompañaron, lo que se ha hecho después 

en los diversos campos de la ciencia no ha debido de 

ser suficiente para contrarrestar la expansión de enfo-

ques pseudoclínicos y pseudoterapéuticos que en no 

pocos casos constituyen, por el lado humano un abuso 

sobre las personas, a menudo sobre las más frágiles; 

y por la vertiente del conocimiento, una prolifera-

ción de pseudociencia e incluso de ciencia patológica 

[LAN 1953].

Algunas posibles causas de la conducta torticera 

en ciencia

 Desde sus comienzos hasta hoy, la ciencia en su 

evolución, ya sea tratando de verla desde el interior 

como colocando el foco en el exterior, probablemente 

ha cambiado sobre todo su imagen; aunque también 

los medios, en particular los tecnológicos, que han 

abierto enormes posibilidades de progreso teórico y 

práctico. Pensemos por ejemplo en el alivio de la ta-

rea en el diagnóstico médico.

Los primeros pasos de la ciencia, por ingenuos que 

puedan parecer vistos desde el presente, dieron pie a 

genialidades ante las que quitarse el sombrero parece 

un gesto que se queda corto [KIR-RAV 1979]. Aque-

llos seres humanos contaban con escasos medios ma-

teriales, y es asombroso pensar en cómo empezaron a 

concebir preguntas sobre por qué los cuerpos caían; 

de qué podían estar compuestos los objetos; qué eran 

y cómo se comportaban esos cuerpos  suspendidos 

cercanos —el Sol y la Luna— que parecían funcionar 

como lámparas automáticas para el día y para la no-

che; o cómo medir y calcular distancias, en y desde un 

planeta que, si cabe, debía parecer aún más grande al 

no contar básicamente con medios con los que acortar 

distancias. Los principios que han hecho posible la 

tecnología han sido descubiertos por el cuidadoso tra-

bajo de los científicos, desde los inicios hasta hoy; y 

es básicamente desde la Revolución científica cuando 

se produce la fructífera realimentación entre ciencia 

y desarrollos técnicos en primer lugar, y luego entre 

ciencia y tecnología, de cuya colaboración en inteli-

gente simbiosis se han beneficiado ambas.

No parece que tenga sentido considerar que ha 

cambiado lo que desde sus orígenes ha dotado de va-

lor a la ciencia. El objetivo fundamental de esta, en 

tanto que forma de conocimiento, es tratar de conocer 

cada vez más y con mayor precisión la realidad de 

la que el ser humano es un atomillo más. No obstan-

te, algunas decisivas variables de entorno sí que han 

cambiado, no solo por los medios tecnológicos que 

han ido incrementando la colaboración con la ciencia, 

sino porque se han ido desarrollando factores que han 

influido de forma directa en el trabajo en ciencia y en 

su percepción social. Veamos algunos de ellos.

El proceso de profesionalización que la ciencia ha 

ido experimentando es un factor crucial. Puede ser un 

tópico, con algo de verdad en su seno, el transmitido 

por la historia de la ciencia respecto a la visión que 

se tenía de los primeros científicos: personas un tanto 

peculiares, portadoras de mentes capaces de concebir 

ideas y desarrollos teóricos que hibridaban con supo-

siciones de carácter mítico o religioso. Así, de acuer-

do con la información aportada por la historia, los 

problemas que al parecer generaron a los pitagóricos 

la existencia de números irracionales, tales como √2, 

poco o nada tuvieron que ver con la ciencia, sino con 

suposiciones alejadas de ella en las que se apoyaban 

incluso para organizar su vida en comunidad.

En el presente continúa llamando la atención lo 

que podría considerarse como falta de congruencia 

Es posible que Freud forzara, e incluso se inventara, 

relatos de pacientes para que pudieran casar con sus 

conjeturas y verlas de este modo confirmadas.

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mental, ya que en el mismo cerebro pueden convivir 

focos racionales con otros irracionales desde el punto 

de vista cognitivo. Esto puede llamar la atención, sí, 

pero es que a lo mejor la conjetura que se apoya en 

la suposición de que la mente racional lo ha de ser en 

todos los campos no es una conjetura suficientemente 

respetuosa con la realidad, y no digamos si ha sido 

capaz de concebir hipótesis y desarrollos con valor 

científico. Si la historia de la ciencia no anda demasia-

do equivocada, tiene aspecto de haber al menos unos 

cuantos ejemplos que falsarían la hipótesis de la ra-

cionalidad extendida.         

La imagen de los científicos ha evolucionado con 

respecto al pasado, pero quizá no es tan sencillo di-

lucidar en qué grado debido a factores ligados con la 

valoración del conocimiento en sí mismo, o en qué 

grado debido a otros de carácter más sociológico, 

es decir, por el enorme cambio de su entorno, de los 

medios de trabajo respecto a tiempos precedentes. 

Durante  largo  tiempo  la  labor  científica  parece  que 

se percibió más bien como tarea para diletantes que 

debían buscarse los medios para subsistir por otra 

vía. Los indicios históricos apuntan a que ciencia 

posibilidad de subsistencia han recorrido más trecho 

separadas que unidas.   

 La profesionalización de la ciencia, su inserción 

en el mundo laboral y su transformación en profesión 

ha tenido consecuencias para su ejercicio, algunas no 

precisamente saludables para la investigación y la 

extensión de su valor como forma de conocimiento. 

Una  mirada  reflexiva  sobre  su  evolución  es  posible 

que sitúe el punto inicial de esa transformación en tor-

no a la Revolución científica, al tiempo que se forta-

leció con la llegada de la Revolución Industrial. Con 

anterioridad no parecía estar claro que la formación 

científica pudiera preparar para ejercer una profesión, 

ni tampoco que la conexión entre investigar y enseñar 

fuera una buena cosa, pues además de que la enseñan-

za podía estar muy escasamente remunerada (clases 

particulares, por ejemplo), y no era común asignarle 

interés y especial valor para la sociedad, restaba tiem-

po para pensar e investigar. Así que no era extraño 

que la dedicación a la ciencia no saliese en la balanza 

muy bien parada.

Cuando se piensa en los muchos y no pequeños 

problemas del presente, echar un vistazo al pasado 

Un fraude científico: el descubrimiento del Hombre de Piltdown (John Cooke, 1915)

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para otear la valoración —en este caso del análisis 

y  la  práctica  científicos—  no  tiene  por  qué  generar 

una imagen especialmente más benévola. Bien mira-

do, casi se puede considerar un oportuno milagro que 

hubiera en la historia personas que otorgaran valor y 

tiempo a la ciencia al tiempo que tenían que hacer 

equilibrios para subsistir, pues la precariedad tiene as-

pecto de que fue más regla que excepción. Esa fue una 

de las razones centrales que favoreció poner la vista 

—por ejemplo, Galileo— en el mecenazgo como vía 

para encontrar algo de seguridad y en el mejor de los 

casos algo de potencial independencia. No es ni mu-

cho menos novedad del momento actual que la dedi-

cación de esfuerzo al conocimiento y la posibilidad de 

obtener recursos materiales para poder vivir no hagan 

una pareja estupendamente avenida.   

Cuando se comienza a ver que la aplicación del co-

nocimiento científico puede tener una demanda social 

y una utilización comercial, entonces la imagen ori-

ginaria de la ciencia, ligada sobre todo a la necesidad 

y el interés de hallar explicaciones, empezó a trans-

formarse aproximándose a la del presente. Entre los 

ejemplos que a veces se enuncian para dar cuenta de 

esa evolución está el de Thomas Alba Edison, quien, 

en una entrevista en Scientific American que se publi-

có en el año 1893, se refirió a que él era inventor de 

profesión, y que por esa razón no estudiaba ciencia 

meramente para conocer la verdad, sino para obtener 

resultados comerciales por medio de su capacidad de 

inventar.

Con la profesionalización de la ciencia, la enseñan-

za y la investigación se acercaron, al tiempo que se 

empezaron a crear instituciones varias: academias, 

colegios, escuelas y hasta alguna oficina para la inte-

gridad científica. Se acuñó también el término nuevo 

de científico (scientist, se dice que a partir de artist), 

pues el de filósofo natural, que se utilizó con ante-

rioridad a la fragmentación de las distintas áreas del 

conocimiento, debió de quedar ya un tanto obsoleto.

La profesionalización puso en marcha toda una ma-

quinaria académica y burocrática que se pretendía que 

se pudiese presentar como garante. Entre finales del 

siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, en Europa, 

fundamentalmente desde Francia y Alemania, se fue 

extendiendo el vínculo entre la ciencia y la enseñanza 

junto a la asignación de valor a la independencia de la 

investigación, aun a riesgo de que pudiese ser ociosa

En Estados Unidos, sin embargo, parece que el proce-

so de profesionalización dio ya sus primeros pasos de 

forma más pragmática, guiando la investigación por 

el principio de utilidad. La época de publicar o morir 

había comenzado [JIM 2017]. El valor del genio y de 

la capacidad de crear parece que había sufrido algu-

na mutación —al menos parcial— por el camino. Se 

extiende la competitividad para conseguir proyectos 

y financiación, y también la presión por hallar resul-

tados favorables.

La profesionalización de la ciencia puede con-

siderarse  un  factor  con  posibilidad  de  influir  en  la 

práctica de distintos tipos de engaño. Pero también 

hay  que  destacar  que  un  insuficiente  desarrollo  del 

pensamiento crítico, interno a la propia ciencia y no 

pocas veces motivado por presiones laborales, puede 

ser también un elemento distorsionador del compor-

tamiento honesto en ciencia. Aplicar el pensamiento 

crítico a la tarea que uno mismo realiza suele ser más 

costoso que aplicarlo a la de los demás, y el contexto 

de la ciencia no tiene por qué ser excepción. Puede ser 

una simplificación de la realidad estimar que solo hay 

carencia de pensamiento crítico en los ámbitos exter-

nos a la ciencia, como también lo puede ser suponer 

que el pensamiento crítico como tal solo es patrimo-

nio de ella.

Por último, dentro de esta selección de factores que 

pueden potenciar el engaño, no hay tampoco que de-

jar de lado factores dependientes de la personalidad 

de los científicos, personas al fin, con fortalezas y de-

bilidades.

El principio de realidad no es negociable

Por lo que a través de la historia de la ciencia se ha 

podido reconstruir, la actitud científica parece haber 

estado particularmente ligada desde sus orígenes a 

personas con curiosidad y algún grado de interés por 

La profesionalización de la ciencia ha tenido consecuencias 
para su ejercicio, algunas no precisamente saludables para 

la extensión de su valor como forma de conocimiento.

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ampliar su comprensión de las cosas. Es probable que 

no sea prudente deducir de ahí que quienes dedicaron 

parte de su esfuerzo a la ciencia lo hicieran, en gene-

ral, por algún arrebato para aproximarse a la verdad 

o por simple amor al arte. El espectro debe de ser tan 

amplio como actores ha tenido el origen y la evolu-

ción de la ciencia, y los científicos —tanto quienes 

descubren conocimiento nuevo como quienes lo utili-

zan y extienden— son seres que pertenecen al bosque 

de la humanidad, con unas características mentales 

determinadas que emergen como conjuntos de proce-

sos simbólicos a partir  del funcionamiento cerebral 

y de la interacción con el entorno. Al fijar la atención 

en la evolución de la ciencia, lo que parece sencillo 

de aceptar es que, quienes han trabajado en ella, por 

una parte han compartido en algún grado una necesi-

dad de entender y explicar por encima de la media, y 

por otra han tratado de evitar el principio de autoridad 

también por encima de la media de sus congéneres. 

Asimismo, es posible que haya otros factores influ-

yentes en el proceder científico, como por ejemplo la 

conversión apuntada de la ciencia en profesión, pro-

ceso que hasta el presente no ha potenciado siempre 

el valor del conocimiento ni la rebelión a la autoridad.

La ciencia supone poner en marcha un comporta-

miento particular de la mente que permite superar, al 

menos en ocasiones, las limitaciones que impone el 

realismo ingenuo, es decir, la interpretación vincula-

da a las interpretaciones naturales de los fenómenos 

que establecen una correspondencia directa entre la 

apariencia y la realidad. Tal interpretación dependerá 

tanto de las limitaciones psicofísicas del observador 

(el cerebro no está habilitado para captar todas las 

dimensiones del espacio, por ejemplo), como de las 

expectativas que tenga acerca de los fenómenos y de 

su interacción. Se trata de un realismo que es osada-

mente simplificador, pero que puede bastar a quienes 

desarrollan la tendencia de no hacerse demasiadas 

preguntas al tiempo que se construyen su realidad

a fin de cuentas, «…en general… la Naturaleza y las 

leyes por las que se rige su comportamiento no man-

tienen relación aparente con la vida cotidiana» [WOL 

1994, pp. 5-6], aunque sean la base del funcionamien-

to de la materia y de la vida.

La fuerza del realismo científico se apoya en la hi-

pótesis de que la ciencia puede —a través de la for-

Galileo ante el Santo Oficio (Robert-Fleury, Musée du Luxembourg, París)

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mulación de leyes y teorías— explicar el funciona-

miento de la realidad como no lo puede hacer ninguna 

otra creación de la mente. Las presuposiciones y los 

deseos humanos deben mantenerse neutrales respecto 

a la posibilidad de impulsar la investigación apoyada 

en la construcción de un conocimiento lo más objeti-

vo posible; y ello pese a que el ser humano no es un 

observador externo privilegiado: pertenece al engra-

naje que analiza, y ello no simplifica precisamente las 

cosas para fortalecer la perspectiva sobre los fenóme-

nos que acontecen y las relaciones entre ellos. 

  El  realismo  científico  es  pues  una  robusta  hipó-

tesis de trabajo: es una potente motivación que per-

mite pensar que la mente puede superar, con rigor y 

no de forma caprichosa, las ilusiones y proyecciones 

del pensamiento, así como las limitaciones fisicalis-

tas del cerebro. Llegar a explicar el funcionamiento 

real, verdadero, de las cosas, tratando de evitar que la 

interacción del observador con ellas modifique pro-

piedades o resultados, es probablemente el objetivo 

más noble de la ciencia; y si lo hace, si las modifica, al 

menos debe ser posible desarrollar alguna explicación 

racional que preserve las características propias de las 

entidades y fenómenos que se estudian, así como las 

relaciones efectivas entre ellos.

No es extraño que la ciencia reciba ataques; a veces 

porque no explica todo lo que las personas pueden 

necesitar saber o desearían controlar; otras, porque 

cuando lo hace, cuando logra explicar algún fenó-

meno o conjunto de ellos, puede no hacerlo en la di-

rección de las expectativas o intereses que se puedan 

tener. Y como se señaló con anterioridad, entre otros 

motivos también puede ser criticada por dogmática, 

por carente de flexibilidad, por abstracta y aparente-

mente alejada del día a día, por no aceptar, por ejem-

plo, que terapias no contrastadas puedan ser benefi-

ciosas para la salud; y también por materialista, por 

estar interesada solo por lo que ocurre en el «mundo 

físico» dando por hecho la existencia de otro sin evi-

dencia alguna.

Pero es de una configuración particular de los fenó-

menos físicos de la que surge la capacidad de pensar, 

de imaginar, de sentir, y también, entre otras, de creer. 

Parece lógico por tanto, de acuerdo con lo anterior, 

que la ciencia trate de hallar relaciones que puedan 

explicar los fenómenos, distinguiendo los reales, con 

la complejidad con la que acontezcan, de los proyec-

tados como reales, sustentados en algún tipo de ilu-

sión generada por la mente de forma inconsciente o 

con algún propósito consciente.

Paliar el posible desconocimiento que se pueda te-

ner, relativizando las posibilidades de la labor de la 

ciencia o haciendo pasar relatos escritos con ideas 

espumosas —sin base en la experiencia— por expli-

caciones amparadas por hipótesis con algún grado de 

contrastación, suele implicar no respetar la posibili-

dad de mejorar el conocimiento de la realidad; por la 

razón que fuere, por falta de motivación, de curiosi-

dad, por miedo, por necesidad, por interés, por enfer-

medad, por indolencia, y a veces también por simple 

y llana desfachatez. Es probable que alguna de ellas, 

entre otras más, esté en la base de distintas formas 

posibles de falsear la realidad.    

Distinguir verdad de falsedad

La mente humana ha sido capaz de crear la cien-

cia y hacer de ella la herramienta más rigurosa para 

analizar y explicar la realidad, la naturaleza que la 

rodea y la suya propia, hasta donde ha sido posible 

en cada momento. No hay en ella afán dogmático de 

imposición de verdades, porque ello va contra la na-

turaleza de la ciencia misma. Su gran valor reside en 

que la ciencia es capaz de contrastar sus hipótesis, 

así como de revisarlas cuando se estime proceden-

te. La verdad o la falsedad de los resultados depen-

derá del respeto al proceder de la ciencia, de cómo 

se consiguen aquellos. Si se viola ese respeto, y se 

puede demostrar, entonces se podrán determinar en-

gaños o fraudes puntuales, sin que pueda generali-

zarse al conjunto de la ciencia. Hacerlo, extender esa 

mancha, constituiría una extrapolación, debida en un 

cierto grado a la ignorancia pero también al impulso 

manipulador que transmite una visión sesgada de la 

ciencia, no solo respecto a las posibles falsedades que 

La asignación de valor a la ciencia parece convivir con 

pinceladas de desprestigio que socavan su credibilidad, 

como atestiguan la posibilidad de mentir y cometer fraude.

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puede producir, sino por su carácter abstracto y por el 

materialismo señalado.

En las denominadas sociedades desarrolladas, la 

asignación de valor a la ciencia parece convivir con 

pinceladas de desprestigio que socavan su credibili-

dad, como atestiguan la posibilidad de mentir y co-

meter fraude. Humanizar, en el más amplio sentido 

de la palabra, la labor científica puede ser uno de los 

mejores antídotos contra lo que algunos críticos de la 

ciencia denominan el peligro de la engañología. Esa 

humanización no es un proceso abstracto e idealista 

que no toca tierra. Más bien al contrario, se trata de 

una llamada a participar en el acercamiento a la socie-

dad de las distintas partes de la ciencia, no con el fin de 

incrementar el número de expertos, sino de transmitir 

con claridad, sin tecnicismos ni intelectualismos, que 

la ciencia no solo es una forma de conocimiento, sino 

que es una forma de pensar que genera procedimientos 

con los que discernir lo que acontece de lo que no, lo 

que responde a la realidad de lo que no.

La  engañología  implica aceptar en cierto modo 

como natural la existencia de engaños en la sociedad, 

también en el entorno de la ciencia. El uso de un tér-

mino como el que precede implica peligro para la ra-

cionalidad, y no solo científica, por el ruido que puede 

generar. Los rumores no necesitan repetirse muchas 

veces para que los posibles mensajes tendenciosos que 

puedan transportar se conviertan en fragmentos de rea-

lidad inventada, que se venderá a precio oro, también 

para las personas que encontrándose en situación des-

esperada consideren que no tienen nada que perder. A 

fin de cuentas, cuando se puede poner un precio a las 

cosas, ¿por qué preocuparse de asignarles valor?

La ciencia no puede mentir, porque solo mienten las 

personas. Como resultado de la labor de los científicos 

que la ciencia es, una vez descubiertas y contrastadas 

sus hipótesis, pasan a formar parte del conocimiento 

acumulado de forma provisional, mientras nuevos he-

chos no provoquen remover sus fundamentos. Esto no 

hay que confundirlo con el proceso de generación de 

nuevas ideas y modelos de explicación. Ese proceso 

no obedece a menudo reglas estrictamente lógicas, y 

no es lícito decir que, en los períodos de concepción 

de nuevos sistemas de ideas, los científicos mienten. 

Mentir o engañar a conciencia, y tratar de hallar 

nuevos patrones explicativos, no son la misma cosa 

(piénsese en la expresión de Kafka del comienzo). Es 

importante hacerlo explícito, desde dentro de la cien-

cia y cara a la sociedad, con el registro lingüístico que 

en cada caso sea más clarificador para que llegue al 

mayor número de personas, sin que la formación cien-

tífica sea un requisito estrictamente necesario para po-

der comprender la importancia para las personas del 

ejercicio de la racionalidad. 

Por lo demás, que la ciencia esté sujeta a error es 

una extensión de la condición humana, y quizá tam-

bién una prueba de que no ha sido precisamente el 

inmovilismo el que ha inspirado su capacidad de revi-

sión y mejora [VOL 1995].    

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