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Anuario 2017

II Edición del

Concurso de Relatos

de Pensamiento Crítico

Félix Ares de Blas

María Belén Herruzo, recogiendo el premio de manos de nuestro socio Pepe Trujillo

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Anuario 2017

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l pasado año 2016 convocamos la II Edición 

del Concurso Félix Ares  de  Blas para relatos 

cortos de temática escéptica y de pensamien-

to crítico. Se presentaron un total de 42 relatos, tanto 

en la modalidad senior como en la juvenil. Las plicas 

fueron abiertas al público durante la asamblea gene-

ral de socios de ARP-SAPC celebrada el pasado 1 de 

abril en Málaga, y reproducimos a continuación los 

relatos premiados.

Primer premio:

 

HELENA

Juan Pablo Fuentes (Barcelona)
Helena, luz de mi vida, fuego de mis entrañas, 

He-le-na, llegaste a clase con tu sonrisa traviesa y tu 

dulce acento porteño desbaratando mi mundo. Dejé 

de atender en clase, dejé de mirar la tele, seguí le-

yendo, pero distraído. Escaso de seducción aposté por 

una simple estrategia: ir a clase con el libro «Bestia-

rio» de Cortázar y cruzar los dedos. Para mi sorpresa, 

funcionó. ¿Leés a Cortázar? Me encantá, es un genio. 

Viviría dentro de su mundo mágico. Yo viviría feliz 

dentro de tus pestañas, pensé. ¿Qué signo del zodia-

co sos? Leo, te respondí, pillado por sorpresa. Yo soy 

Tauro, somos supercompatibles, ¿nos vemos después 

de clase? Nos vimos esa tarde y me perdí en tu mira-

da. Te gustaba lo paranormal y por una vez le agradecí 

a mi padre sus manías de escéptico, en su biblioteca 

encontré algunos libros que podía compartir contigo. 

Más me sirvieron algunos manuales que desmonta-

ban las supercherías que nunca te enseñé pero que leí 

con provecho. Practicábamos telepatía con unas rudi-

mentarias cartas Zener y te emocionabas con nuestros 

aciertos mientras yo me iba enamorando de tu risa. Me 

atreví a leerte el pensamiento. Te cogí de las muñecas 

mientras con disimulo te buscaba el pulso. Una casa, 

alguien querido, un familiar, una mascota. Tu pulso 

se aceleró y recordé —bendita memoria— que Cor-

tázar tenía un gato De color ¿oscuro? Dije sintiendo 

que tu latido me guiaba y me arriesgué del todo. Un 

gato casi negro llamado... Julio. Tus ojos brillaron y 

no solo por la sorpresa. Sujeté tus brazos con fuerza, 

te atraje con dulzura y ninguna de mis lecturas de ra-

tón de biblioteca me había preparado para el sabor de 

ese primer beso, ni para la felicidad que vino después. 

Adolescentes  al  fin  y  al  cabo  sustituimos  las  car-

tas por los juegos de manos, los besos a escondidas y 

los abrazos a la sombra de la luna. Tu pasión eran los 

ovnis. No puede ser que estemos solos en el universo 

¿No creés? Yo te oía sin escucharte, seducido por la 

cadencia de tu voz, más atento a tu boca que a tus 

palabras. Ni siquiera busqué libros sobre el tema. Mi 

interés se centraba en la vida en la tierra, la de fuera 

no me importaba lo más mínimo. Podemos  hablar-

les, ¿sabés? En las alineaciones planetarias podemos 

contactar  telepáticamente.  Seguro  que  vos  también 

podés,  tenés  tanto  talento.  Yo  a  veces  recibo  trans-

misiones. Las señales estaban ahí, pero yo no supe 

verlas, mi entendimiento nublado por tus caricias. Mi 

cerebro ofuscado por el deseo. 

Mis padres no están este fin de semana. Es el mo-

mento perfecto. El corazón casi se me sale por la boca. 

Les he dicho a mis padres que iba a dormir en casa de 

Fernando y he corrido a tu casa como si volara. Has 

preparado la mesa con dos velas, y ni siquiera recuer-

do lo que he comido, solo nuestras risas nerviosas, el 

sofoco al coger tu mano y dirigirnos a la cama de tus 

padres. Llevamos las velas y nos quitamos la ropa en 

la penumbra. Me hubiera arrodillado ante la maravi-

lla de tus senos. También es tu primera vez y nuestra 

pasión pelea con nuestras intenciones. Hacemos el 

amor con torpeza, con la alegría de los que descubren 

el sexo por primera vez. Al acabar te levantas y re-

gresas con una bandeja. Traigo mate, tenés que pro-

barlo, disculpá un momento que voy al baño. Pruebo 

la bebida que solo conozco por la literatura. Está tan 

amarga, sabe tan asquerosa, que para no quedar mal 

tiro el contenido en una maceta antes de que vuelvas. 

Te tumbas a mi lado y no puedo creer tu deleite al 

beber ese líquido del demonio. Hoy es la noche. Me 

lo dijeron ayer. Seguro que tú también lo has sentido. 

He puesto el veneno en el mate. No te preocupés, mi 

papá es farmacéutico, no nos va a doler. Cuando des-

pertemos estaremos en su nave. Nos están esperando. 

Me besas mientras voy entendiendo poco a poco lo 

que has dicho. Tu cuerpo desnudo me abraza mientras 

esperas, ilusionada, a unos extraterrestres que nunca 

llegarán.

Accésit: 

ESPIRITUALIDADES

Antonio Orbe Mendiola (Madrid)
Llevaba  semanas  fijándome  en  Laura.  Pertenecía 

al departamento de desarrollo de productos, ajeno al 

mío, y no encontraba la manera de entablar conver-

sación con ella. Una mañana, en la máquina de café, 

pude charlar un poco con ella y mi cerebro se inundó 

de confusas emociones. Me pareció que le resultaba 

agradable, pero las palabras no acudieron prestas a mi 

boca. A veces coincidíamos a la salida del trabajo y 

seguía desde lejos su elegante forma de caminar. Se-

guía sin decidirme y tras echarla en falta unos días 

supe que la empresa la había mandado al extranjero 

unos meses. 

Decepcionado conmigo mismo, pasé un tiempo 

abatido, pero me olvidé de ello al conocer a Verónica. 

Ella era preciosa, dulce y amable. Mi alma gemela, 

pensé. El caso es que al poco tiempo nos hicimos pa-

reja y comenzamos a pasar mucho tiempo juntos. Es-

tábamos enamorados. 

El amor, el sexo, lo mucho que teníamos en común, 

auguraban un futuro perfecto. Aunque en realidad ha-

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bía algunas cosas que no me acababan de gustar. Lo 

primero que me preguntó fue mi signo del zodiaco. 

Aries, dije. Géminis, replicó, haremos buena pareja. 

No di ninguna importancia al asunto del horóscopo, 

no sé por qué pero resulta un tema bastante común 

en una primera aproximación, aunque la conversación 

inicial sobre el asunto fue aburrida y acabé un poco 

decepcionado. Pero eso no importaba. Verónica era 

tan hermosa y el amor mutuo tan grande que la pe-

queña tontería de los astros no iba a separarnos. 

Tengo que presentarte a Pedro, mi guía espiritual, 

dijo en una ocasión. Deberías venir a nuestros en-

cuentros. ¿Tenéis reuniones espirituales?, pregunté. 

Dos veces al mes, respondió. No podría vivir sin ellas, 

dan sentido a mi mundo. 

La conversación debería haberme puesto sobre 

aviso, máxime visto su apartamento con sus figuras 

orientales por doquier, sus libros de cristaloterapia, 

acupuntura, hierbas medicinales y todo tipo de reme-

dios a enfermedades que no sabía que existieran. 

Finalmente acudí a una reunión espiritual coman-

dada por Pedro. Varias mujeres y menos hombres 

formábamos el grupo. No puedo decir gran cosa del 

contenido, todo era muy abstracto y simplemente no 

comprendía nada. La gente tomaba la palabra en un 

estado de iluminación que me tenía pasmado. Cuando 

me tocaba hablar a mí decía cosas que ni yo mismo 

entendía, pero que parecía que estaban muy bien por 

los murmullos de aprobación que suscitaban. Acabé 

aburrido y aturdido. A la salida, a requerimientos de 

Verónica, le mostré moderadamente mi escepticismo 

lo que provocó un monumental enfado por su parte. 

Pero si te quiero con locura, pude apenas balbucir, lo 

que no consiguió apaciguar su cólera. 

Pero el amor todo lo puede y nubla el pensamiento. 

Seguíamos más o menos enamorados aunque Veróni-

ca estaba algo más distante desde aquel día. Por mi 

parte, yo no sabía qué hacer. ¿Debería tirar a la ba-

sura mi forma de pensar y adentrarme en los mundos 

espirituales que dominaban la vida de mi amada? Lo 

intenté, leí libros de autoayuda y misticismo, pero eso 

solo aumentaba mi malestar. Cuanto más leía, más ba-

sura me parecían todas aquellas disciplinas. Una cosa 

es que el amor obnubile y otra volverse tonto. 

Una tarde me acerqué al apartamento de Verónica. 

Abrió la puerta arrebolada y con una débil voz apenas 

hizo un esfuerzo para disimular su sorpresa. No has 

venido en buen momento, dijo desde el quicio sin de-

jarme pasar. La habitación estaba iluminada por velas 

y el ambiente rezumaba olores mareantes. En el sofá 

estaba arrellanado Pedro. No, respondí, creo que no es 

un buen momento. 

Vagué por las calles sin rumbo mientras en mi cabe-

za bullían pensamientos y emociones. No podría com-

petir con Pedro, nunca ganaría a los espíritus, había 

perdido a Verónica. La congoja apenas me permitía 

reflexionar, pero poco a poco se fue imponiendo una 

idea. Al menos me había librado de toda aquella basu-

ra espiritualista que tanto me disgustaba y que poco a 

poco me iba asfixiando. 

Las semanas transcurrieron y fui olvidándome de 

Verónica y agradeciendo la libertad de pensamiento 

que me permitía rechazar todo aquel potaje pseudoin-

telectual. Un día volví a ver a Laura camino del auto-

bús. Aceleré el paso, subí y me senté con ella que me 

recibió con una sonrisa. Charlamos de su asignación 

en el extranjero y de otras muchas cosas. Sin saber 

qué más decir, torpemente, le pregunté por su signo 

del zodiaco. Inmediatamente me arrepentí, antes in-

cluso de que ella me respondiera: ¿Te gustan esas ton-

terías? Aliviado, tuve por fin el aplomo de decir: No, 

no me gustan. Me gustan otras muchas cosas y entre 

todas ellas lo que más me gusta eres tú. 

Premio en la modalidad juvenil: 

MI GALIMATÍAS

María Belén Herruzo Barroso (Badajoz)
Voy a suspender. Pensó una joven mientras trataba 

de concentrarse en sus estudios, algo que le era real-

mente complicado, no por el hecho de que ella fuera 

una mala estudiante, ya que no lo era, pero probable-

mente tendría algo que ver que ella no compartiera las 

ideas que su profesor trataba de inculcarle. Pero era 

imposible que comprendiera que a pesar de todas las 

ideas que tenía en la cabeza debido a su infancia, ella 

debía estudiar eso.

 Ella sabía quién había creado el mundo o, al igual 

que muchas personas, confiaba en no estar equivoca-

da y en saberlo, era por ello que no comprendía cómo 

era posible esto. Nada tenía sentido, es decir, desde 

pequeña había acudido a un colegio de monjas y le 

habían enseñado que Dios lo había creado todo. Ce-

rró el libro cuidadosamente dejándolo a un lado de la 

mesa, volvió a cogerlo y a abrirlo cuidadosamente por 

la página de la teoría del big bang, leyó lentamente 

la primera frase en voz alta: «Constituye el momento 

en que de la “nada” emerge toda la materia». ¿De un 

nada? Pensó cerrando bruscamente el libro de biolo-

gía. Se levantó para ir a por un vaso de agua cuando 

escuchó una voz reñirle con un deje de dolor. «Eso 

ha dolido, jovencita». La muchacha se dio la vuelta 

inmediatamente buscando la procedencia de la voz, 

cuando observó la habitación comprobó que no había 

nadie y se marchó a la cocina a por un vaso de agua 

pensando que todo habían sido imaginaciones suyas. 

Sin embargo, cuando volvió a su habitación tras haber 

tratado de tranquilizarse cogió el libro para tratar de 

estudiar cuando volvió a escuchar la misma voz, solo 

que esta vez aliviada. «Gracias, jovencita». Miró por 

encima del libro y no pudo evitar ahogar un grito y 

soltar el libro, que irremediablemente cayó al suelo. 

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Un hombre de un minúsculo tamaño estaba encima de 

su mesa, vestido con una toga y observando el libro 

que había caído al suelo con severidad. «Jovencita, 

los libros no deben ser dañados ya que son una gran 

fuente de conocimiento, así pues, si no le importara 

recogerlo».

Confundida por la presencia del hombrecillo, se 

agachó torpemente para obtener el libro y volver a 

mirar fijamente los ojos de dicho hombrecillo, el cual 

una vez comprobó que el libro estaba en perfectas 

condiciones se presentó. «Permítame presentarme, 

soy Monseñor Georges Lemaître, sacerdote. Y he ve-

nido para ayudarle a estudiar la teoría del big bang». 

Conmocionada, le miró y comprendió que a eso se de-

bía que fuera vestido como un cura; sin embargo, de 

dónde había salido, por qué era diminuto y lo que era 

más importante: cómo un sacerdote le iba a enseñar 

a comprender esa teoría. Decidió que su objetivo esa 

tarde era estudiar, por lo que realmente no le importa-

ba quién le explicara la lección, siempre y cuando lo 

entendiera para mañana, por lo que se sentó mirando 

fijamente al diminuto sacerdote y le pidió que se lo 

aclarara, a pesar de estar muy nerviosa. Asombrada 

por la facilidad del sacerdote al hablar de ciencia y ex-

plicarle la teoría del big bang, comenzó a tomar notas 

y a levantar la mano como si de una clase se tratara y, 

con el mayor respeto posible, a preguntar sus dudas. 

Tras la explicación, la muchacha había comprendido 

perfectamente la teoría, por lo que el sacerdote decidió 

marcharse tras haberle preguntado la teoría para com-

probar que se la sabía. Lo más asombroso de todo fue 

cuando justo antes de desaparecer, enigmáticamente, 

le dijo: «Debes crear tus propias opiniones, no te con-

formes con creer en lo que los demás creen, ya que 

pueden estar equivocados; y escucha siempre las opi-

niones o teorías de los demás, ya que puede que sean 

erróneas, pero siempre podrás aprender algo de ellas. 

No pienses sandeces como que la ciencia no puede 

ser compatible con tus propias creencias; al fin y al 

cabo, yo soy sacerdote y fui el primero en formular 

la teoría del big bang. No te conformes, infórmate». 

Y desapareció de su escritorio como si nunca hubiera 

estado allí. Como si de un sueño se hubiera tratado. 

Pensó en las últimas palabras que le había dicho: «No 

te conformes, infórmate». Quizás las ideas sobre la 

creación del mundo que ella creía desde pequeña fue-

ran compatibles con el big bang, o quizás no, pero eso 

a ella ya no era lo único que le importaba. El sacerdote 

tenía razón, no debía conformarse con las ideas de los 

demás. 

 Desde ese día se cuestionó todas y cada una de las 

cosas que pasaban por su mente, haciéndose sus pro-

pias ideas e informándose sobre la materia, sin dejar 

de escuchar y respetar por ello las opiniones ajenas.