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ossier

V

ivimos en un universo muy complejo, y real, del 

que formamos parte, pleno de regularidades que 

se pueden llegar a conocer y sistematizar. Muchas 

veces no es fácil conseguirlo, y requiere un esfuerzo que 

se debe realizar de forma metodológicamente precisa para 

tratar de eliminar al máximo los errores, en la medida de lo 

que en cada momento sea posible. 

De ese universo podemos percibir un gran número de 

detalles directamente, está lleno de señales o cosas. Y por 

eso nos pasamos la vida haciendo deducciones sobre ellas. 

A cada instante vemos algunas que nos sorprenden: estre-

llas fugaces que surgen de improviso, formas raras en las 

manchas de la pared, en el aceite de nuestra sartén… ¿Qué 

significado tiene todo ello? ¿Son muestras de una conexión 

con otra dimensión? Los seres humanos somos curiosos, y 

algunos tienden a creer que las manchas son caras de per-

sonas y, ¿por tanto?, una conexión con algo lejano (en el 

tiempo, en el espacio…) que nos manda señales. ¿Quizás 

personas muertas cuyos espíritus vuelven de las tumbas? 

¿Tal vez el espíritu sonriente de algún antiguo olivarero?

Cuando en la película La vida de Brian el protagonista 

pierde una zapatilla, sus seguidores interpretan lo que era 

un mero descuido como un símbolo profundo preñado de 

siniestros vaticinios, a cual más absurdo, que provocan pe-

leas entre las diferentes facciones.

Para muchos, en estos casos, lo normal en sus explica-

ciones es forzar el obscurum per obscurius (hacer de algo 

oscuro algo muchísimo más oscuro) y convertir todo en un 

«acertijo, envuelto en un misterio, dentro de un enigma»

1

Amin Maalouf (2004), en El viaje de Baldasarre, habla de 

los temores que suscitó a mediados del siglo XVII la llega-

da del año 1666, ya que el 666 era el número de la Bestia

según el Libro del Apocalipsis atribuido a San Juan y, por-

Sagan

y el pensamiento crítico:

Lógica, falacias e inferencias

Alfonso López Borgoñoz

ARP-Sociedad para el Avance del Pensamiento Crítico

Habitar este mundo implica que nos llegue una lluvia constante de estímulos desde todas partes. Para 

algunas personas, tras ellos se esconden indicios de misterios complicados que debemos desentrañar 

como sea. Por desgracia, lo de «como sea» suele ser literal. Y mientras mucha gente trata de usar 
la lógica en la resolución de los problemas, otra mucha parece que se afana solo en oscurecerlos

Foto: Alfonso López Borgoñoz

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que si se escribía dicho año mediante cifras romanas, apa-

recían todas ellas por orden decreciente (MDCLXVI). Así, 

el protagonista de la novela apuntaba en su diario: «cuan-

do uno busca señales, las encuentra, eso me ha parecido 

siempre, y tengo que confirmarlo una vez más aquí con mi 

pluma, por si acaso acabo por olvidarlo en el torbellino de 

locura que se apodera del mundo. Señales manifiestas, se-

ñales elocuentes, señales inquietantes, todo lo que uno in-

tenta demostrar termina por probarse, y encontraríamos lo 

mismo si pretendiéramos demostrar lo contrario».

Para algunas personas, todo tiene conexiones misterio-

sas, muchas veces relacionadas con una supuesta energía 

cósmica invisible e intangible y que solo perciben de forma 

mística unos pocos elegidos, que no se explica ni se define 

de forma comprobable, pero mediante la cual, tal como es-

cribía Maalouf, se puede explicar un efecto y su contrario o 

la ausencia del mismo. Con esas falsas explicaciones, todo 

parece fácil y claro al principio; pero cuando se rasca, se 

cae toda la pintura.

Solo se trata de dar importancia a determinados detalles 

al azar y relacionarlos entre sí, creyendo o haciendo creer 

que son determinantes, sin un estudio medianamente rigu-

roso de por medio. WiFi y cáncer, homeopatía y curacio-

nes, salarios bajos y economía fortalecida, quitar derechos 

para ser más libres… Relaciones falsas que, bien adereza-

das, pueden parecer verdaderas.

Los seres humanos tratamos de tener respuesta para 

todo, aunque no sepamos bien cómo hallarla, relacionando 

lo que vemos con lo que conocemos, aunque no siempre 

de forma correcta. Decía Stephen Jay Gould (1995: 169):

La mente humana se deleita al encontrar esquemas sub-

yacentes, hasta tal punto que a menudo confundimos las 

coincidencias  o  las  analogías  forzadas  con  significados 

profundos (...). No existe otro error de raciocinio que tan 

tozudamente se interponga en el camino de todo intento 

directo de conocer algunos de los aspectos más esenciales 

del mundo: los tortuosos senderos de la historia, la impre-

decibilidad de los sistemas complejos y la falta de cone-

xión causal entre acontecimientos superficialmente simila-

res. Las coincidencias numéricas constituyen un sendero 

común de perdición intelectual en nuestra búsqueda del 

significado. Nos deleitamos catalogando elementos dispa-

res unidos por el mismo número, y a menudo sentimos, en 

nuestro fuero interno, que debe haber una unidad subya-

cente a todo.

El matemático John Allen Paulos (1996) también sus-

tenta una opinión similar:

[La] notable tendencia a relacionar hechos comple-

tamente distintos parece tener con frecuencia un aire de 

hipótesis  científica:  las  manchas  solares  y  la  bolsa,  los 

dobladillos de la bolsa y las elecciones presidenciales, los 

resultados de la supercopa de béisbol y la economía (...). 

La cantidad de vínculos y asociaciones posibles debería 

convencernos de que casi todas son simples coincidencias.

Y esa mayor oscuridad, misterio e incapacidad de com-

prender y explicar realmente nada es en sí (curiosamente) 

el mayor mérito de este tipo de teorías pseudocientíficas, 

ya sea uno un terapeuta energético cuántico alternativo o 

un creyente en los fenómenos paranormales. Y si encima se 

usan términos científicos fuera de contexto, que ni el autor 

Los seres humanos tratamos de tener respuesta para todo, 

relacionando lo que vemos con lo que conocemos, aunque 

no siempre de forma correcta.

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ni el público conocen bien, ya es lo más. En pseudociencia 

y en el mundo de las imposturas intelectuales en filosofía, 

historia o la prensa ha pasado frecuentemente.

En todas partes podemos encontrar maravillas, si el ojo 

está predispuesto a ello. Incluso Calvin, el popular protago-

nista de la tira cómica Calvin y Hobbes, exclama admirado 

al encontrar unos pocos gusanos en un cofre que había es-

tado desenterrando durante horas: «¡¡¡En todas partes hay 

tesoros!!!» (Waterson, 2012). Quien no se contenta es por-

que no quiere.

Pero no todo son tesoros. Especialmente cuando uno o 

una no se satisface meramente con lo primero que encuen-

tra al azar bajo el suelo…

¿Hay un sentido en todas y cada una de las cosas que 

pasan?

No es fácil conocer cuál es la respuesta correcta a todas 

las cuestiones. Meter la pata no es complicado. Tampoco 

es sencillo saber cuándo alguien nos engaña, se equivoca o 

nos dice cosas que son pseudo o incluso anticientíficas. Eso 

siempre ha sido un problema. 

La dificultad puede nacer, incluso, de nosotros mismos. 

Tenemos intereses ideológicos y defendemos de modo irra-

cional a menudo ciertas afirmaciones sobre el mundo que 

nos rodea o sobre nuestra sociedad, aunque se sostengan 

débilmente sobre datos demostrables. En ocasiones, inclu-

so, deseamos que ciertas teorías triunfen pase lo que pase y 

pese a quien pese. Somos de un determinado equipo de fút-

bol, somos de izquierdas, somos de derechas, somos positi-

vistas, marxistas, estructuralistas, neoliberales… y a veces 

ese «ser algo» nos condiciona más que los hechos científi-

cos que conocemos o están demostrados en cada momento, 

que la ética, la racionalidad o los derechos humanos. 

Tenemos opiniones sesgadas en muchas ocasiones, y a 

veces no luchamos de manera adecuada contra los errores 

sistemáticos (sesgos) en los que podemos incurrir (ya sea 

de forma consciente o no) cuando por causas ideológicas 

al escribir sobre cualquier tema seleccionamos o favorece-

mos unos argumentos frente a otros. Según recoge Sagan 

(2000: 195), Francis Bacon escribió en 1620 en su Novum 

Organon que:

(…) el hombre cree con más disposición lo que pre-

feriría que fuera cierto. En consecuencia, rechaza cosas 

difíciles por impaciencia en la investigación; silencia co-

sas, porque reducen las esperanzas; lo más profundo de la 

naturaleza, por superstición; la luz de la experiencia, por 

arrogancia y orgullo; cosas no creídas comúnmente, por 

deferencia a la opinión del vulgo. Son pues innumerables 

los caminos, y a veces imperceptibles, en que los afectos 

colorean e infectan la comprensión.

Un equipo de detección de camelos

El conocido astrofísico y divulgador estadounidense 

Carl Sagan utilizó la frase anterior porque sabía lo difícil 

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que es en la vida diaria tratar de encontrar las respuestas 

correctas o averiguar si ciertas afirmaciones en ciertas te-

máticas lo son, aunque uno sea una autoridad en una deter-

minada materia (pero no en la que se ha hecho la afirmación 

que se pone en duda). 

Y por ello, trató de explicar al público en general de for-

ma asequible un método más o menos sencillo que él deno-

minó «equipo de detección de camelos» o de falsas afirma-

ciones, que constaba de un juego de sencillas herramientas 

intelectuales para el pensamiento escéptico, que él definía 

como: «simplemente el medio de construir, y comprender, 

un argumento razonado y —especialmente importante— re-

conocer un argumento falaz o fraudulento. La cuestión no es 

si nos gusta la conclusión que surge de una vía de razona-

miento, sino si la conclusión se deriva de la premisa o punto 

de partida y si esta premisa es cierta» (Sagan, 2000: 202).

Lo hizo en El mundo y sus demonios, en su capítulo 

XII dedicado a «El sutil arte de detectar camelos» (Sagan, 

2000: 202):

En ciencia, podemos empezar con resultados experi-

mentales, datos, observaciones, medidas, «hechos». In-

ventamos, si podemos, toda una serie de explicaciones po-

sibles y confrontamos sistemáticamente cada explicación 

con los hechos. A lo largo de su preparación se proporcio-

na a los científicos un equipo de detección de camelos. Este 

equipo se utiliza de manera natural siempre que se ofrecen 

nuevas ideas a consideración. Si la nueva idea sobrevive al 

examen con las herramientas de nuestro equipo, concede-

mos una aceptación cálida, aunque provisional. Si usted lo 

desea, si no quiere comprar camelos, aunque sea tranqui-

El hombre cree con más disposición lo que preferiría que 

fuera cierto (Francis Bacon).

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lizador hacerlo, puede tomar algunas precauciones; hay 

un método ensayado y cierto, probado por el consumidor. 

Y ese kit de herramientas es muy importante, como des-

taca Kristin Suleng (2016): 

Lo que se pone en juego cuando actúa la ignorancia es 

la propia vida. Por ese motivo se hacen necesarios trabajos 

como El mundo y sus demonios, (…) en el que [Carl Sa-

gan] intenta que el ciudadano de a pie comprenda el méto-

do por el que se rige la ciencia y, de este modo, obtenga el 

pensamiento crítico que le servirá como parapeto ante las 

trampas cotidianas. Incluso 20 años después de la desapa-

rición del científico, el capítulo intitulado sigue siendo una 

de las herramientas argumentativas indispensables para el 

debate y la reflexión.

Aunque desde una perspectiva especializada algunos de 

sus instrumentos pueden ser discutibles, es cierto que los 

mismos funcionan perfectamente como sistema de valida-

ción en primera instancia de las afirmaciones que escucha-

mos en la vida diaria. Así, en dicho trabajo, Sagan indica, 

por un lado, la importancia de que, ante una afirmación he-

cha por una persona:

1. Exista una confirmación de los hechos de forma in-

dependiente.

2. Haya un debate abierto sobre las pruebas e hipótesis. 

3. Se huya de argumentos de «autoridad» de famosos, 

por ejemplo (mejor buscar a los expertos en cada tema en 

concreto)

2

.

4. Se juegue con varias hipótesis (y se trate de compro-

bar cuál es la mejor). 

5. No cegarse en la defensa de las propias hipótesis.

6. Cuantificar  siempre  cuando  ello  sea  posible  (medir 

correctamente o hacer estadísticas suele ayudar a elegir la 

mejor opción). 

7. Ver que, si hay una cadena de argumentación, deben 

funcionar todos sus eslabones, no solo la mayoría. 

8. Usar la navaja de Ockham

3

9. Comprobar la posibilidad de falsar o refutar las hi-

pótesis (una proposición, si no puede comprobarse ni de-

mostrarse que es falsa, no es científica, como nos recuerda 

Karl Popper

4

).

10.  Y, por último, además de enseñar qué creer cuan-

do evaluamos una proposición de otra persona, un buen 

equipo de detección de camelos también debe enseñamos 

qué no hay que creer, y para eso hace falta conocer las fa-

lacias más comunes.

Para Sagan, el camino del uso de la lógica está, sin duda, 

en la base del pensamiento escéptico, dado que la misma 

se precisa para saber si una conclusión se deriva de una 

premisa. Además, para saber si las premisas son ciertas, a 

menudo nos harán falta también las ciencias empíricas.

Abundando en el uso de la lógica y del conocimiento 

de las falacias...

Sobre la palabra lógica existen libros enteros muy sesu-

dos escritos desde la época de Aristóteles

5

, pero una defi-

nición corta, asequible y común al público hispanoparlante 

no especializado la proporciona el diccionario de la lengua 

de la Real Academia Española: según este, cuando se dice 

de una consecuencia que es «lógica», es porque la misma 

es natural y legítima, o cuando se dice de un suceso que 

es «lógico» es porque el mismo tiene antecedentes que lo 

justifican. 

Según la Real Academia, en el uso normal de la lengua 

castellana, la lógica nos sirve para señalar una relación en-

tre un antecedente y una consecuencia, en la que la segunda 

procede o se deduce de lo que la antecede de forma justi-

ficada, natural, legítima... Otra acepción, señala que la ló-

gica es un «modo de pensar y de actuar sensato, de sentido 

común» y también, se dice que se llama lógica natural a la 

«disposición natural de los seres humanos para pensar de 

forma coherente» (es decir, extrayendo las consecuencias 

adecuadas de la información que nos llega). Pero aún dice 

más el diccionario, ya que indica que, como ciencia formal, 

la misma «expone las leyes, modos y formas de las propo-

siciones en relación con su verdad o falsedad»

6

Es decir, la lógica trata de conocer la coherencia o la 

incoherencia de un proceso de inferencia, desde el antece-

dente (ya sea el mismo una proposición o un dato empírico) 

a la consecuencia o hipótesis que se pretende que se deduce 

del mismo, para tratar 

de conocer cuándo algunas inferen-

cias (o consecuencias) son lógicamente válidas y cuando no 

lo son (las llamadas falacias, de las que ya hemos hablado). 

Su campo de estudio, pues, como ciencia formal, trata de 

los principios de la demostración y de la inferencia válida, 

entendiendo por inferencia el proceso por el cual a partir 

de unos determinados antecedentes (premisas) se derivan 

o infieren unas ciertas conclusiones

7

. Recordemos que la 

Carl Sagan en la Planetary Society en 1980 (foto: NASA/JPL)

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lógica no nos da información sobre la realidad, dado que no 

se ocupa de los hechos

8

. Solo le preocupa saber si una infe-

rencia es deductivamente correcta,  y gracias a ello facilita 

el avance del conocimiento, en combinación con los datos 

que nos proporcionan las ciencias empíricas, las que sí se 

ocupan de los hechos.

En la lógica, puesto que opera en un universo formal, 

intangible, no importa tanto que algo que se afirma o se 

descubre sea verdad, sino el sistema por el cual se dedu-

cen las consecuencias. Es el método el que garantiza una 

mayor probabilidad de efectuar afirmaciones correctas, es 

decir, inferencialmente válidas, pese a que se puedan dar, 

por serendipia, casos de hallazgos casuales o accidentales. 

Cuando se trata de hacer ciencia o filosofía en serio, lo im-

portante es el rigor en el razonamiento, antes que esperar 

que la suerte te dé un inesperado resultado de provecho. Lo 

importante de usar el método correcto, evitando engaños, 

falacias o malas inferencias, es que aquello que pensemos 

sobre el entorno socionatural o sobre nosotros mismos será 

mucho más fiable y certero; pero naturalmente, en ese ám-

bito socionatural la fiabilidad no dependerá únicamente de 

la corrección del razonamiento, sino de la elección de las 

premisas y del rigor de los procesos de contrastación y eva-

luación de resultados. 

Las falacias…

Pero la lógica no solo estudia la buena argumentación, 

sino también la mala, para poder diferenciar los razona-

mientos correctos y justificados de los que no lo son. Estos 

últimos, los incorrectos, se conocen como falacias. Su es-

tudio suele ser extremadamente útil para detectar malos ra-

zonamientos, ya que su catálogo de malas argumentaciones 

está construido de una forma bastante sólida y es más sen-

cillo por lo general para la mayoría de la gente ver por qué 

una inferencia no es aceptable que saber por qué sí lo es.

Una falacia es una afirmación fundamentada en antece-

dentes que, en realidad, no sostienen dicha afirmación des-

de una perspectiva lógica. Del antecedente no se sigue la 

proposición, no la valida.

Su uso puede venir por error o por mera ignorancia de 

cómo argumentar de forma correcta. Pero también (muchas 

veces) se usan con mala fe, al ser fruto de razonamientos 

o procedimientos de argumentación sesgados por motivos 

políticos,  religiosos,  personales,  pseudocientíficos  o  pu-

ramente delictivos, aunque es verdad que no siempre los 

que las usan saben que son falacias. Pueden ser tan solo 

personas con creencias pseudocientíficas que crean que su 

argumentación es sólida, o que sean malos filósofos o filó-

sofas, o malos científicos o científicas, y también crean que 

su argumentación es sólida, aunque ello no sea verdad (es-

pecialmente si son «autoridades» y escriben sobre un tema 

del que no son expertas).

Se llaman falaces, pues, a los argumentos que no prue-

ban ni demuestran nada, aunque aparentemente pueda pa-

recer que sí lo hacen y el o la que los sostiene suponga (de 

buena fe o no) que con ellos fundamenta de forma ade-

cuada su aseveración. Las falacias rompen las reglas de la 

inferencia deductiva. 

Hay muchos tipos de falacias; entre las más conocidas 

nos encontramos con la «afirmación del consecuente», el 

«argumento a silentio», el «argumento ad antiquitatem», 

el «argumento ad baculum», el «argumento ad conditiona-

llis», el «argumento ad consequentiam», el «argumento ad 

hominem», el «argumento ad ignorantiam», el «argumento 

ad nauseam», el «argumento ex populo», el «argumento ad 

verecundiam», del «alegato especial», del «francotirador», 

del «hombre de paja», de la «pendiente resbaladiza», de la 

«generalización apresurada», de la «petición de principio» 

o la conocida como «post hoc ergo propter hoc». Una exce-

lente y sencilla explicación de las mismas se puede encon-

trar en internet, ilustradas con los espléndidos, clarificado-

res y divertidos gráficos de David Revilla

9

.

 

Es muy importante tener en cuenta que, el hecho de que 

un argumento sea falaz, no implica que sean falsos ni ver-

daderos el antecedente o la consecuencia. Una proposición 

puede ser cierta, y aun así ser falaz en su relación con el 

antecedente del que se supone que se infiere o deduce. De-

cir, por ejemplo, «como Recesvinto juega mal al fútbol, Re-

cesvinto es un mal jugador de baloncesto» es una falacia, 

dado que ciertamente lo primero no implica en absoluto lo 

segundo, aunque pueda ser verdad que Recesvinto sea un 

desastre en la práctica de ambos deportes. Que sean verdad 

ambas cosas no implica que necesariamente haya relación 

lógicamente válida entre ellas. 

Cuando una inferencia es correcta o válida, lo es por su 

estructura lógica, y no por el contenido específico del argu-

mento o el lenguaje utilizado. Diciendo que el argumento 

no es correcto, lo que señalamos tan solo (y ya es) es que la 

consecuencia no tiene una relación lógica con el anteceden-

te. Lo que hace falaz un argumento es la incorrección de la 

relación de inferencia. De hecho, creer que una afirmación 

o negación es falsa solo porque el argumento que la con-

Para Sagan, el camino del uso de la lógica está en la base 

del pensamiento escéptico, dado que la misma se precisa 
para saber si una conclusión se deriva de una premisa.

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tiene por conclusión es falaz, también es un tipo de falacia 

(conocida como «argumento ad logicam»).

El darse cuenta de un error en una argumentación, el 

descubrir una falacia, no es sencillo. A veces nuestra propia 

cultura o ideología nos conduce al error y, en muchas oca-

siones, lo que comprobamos es que hay gente muy hábil 

tergiversando la información. Hay que poner mucha aten-

ción para detectarlas.

Ciencias formales y ciencias empíricas

Vemos que todo lo anterior tiene que ver (y mucho) con 

el concepto de conocimiento racional

10

 y de ciencia: «ese 

creciente cuerpo de ideas (…) que puede caracterizarse 

como conocimiento racional, sistemático, exacto, verifica-

ble y por consiguiente falible. Por medio de la investiga-

ción científica, el hombre ha alcanzado una reconstrucción 

conceptual del mundo que es cada vez más amplia, profun-

da y exacta» (Bunge, 2013: 15).

Pero hasta ahora hemos atendido a los aspectos formales 

del conocimiento, más que a los empíricos. Por ello, antes 

de acabar, vale la pena repasar la diferencia entre ciencias 

formales (como la lógica o las matemáticas) y ciencias fác-

ticas o empíricas (como la física, la química, etc.). Según 

Bunge (2013: 21), las primeras «demuestran o prueban», 

mientras que las segundas «verifican (confirman o no con-

firman)  hipótesis  que  en  su  mayoría  son  provisionales». 

Para el filósofo de la ciencia argentino, la demostración de 

las ciencias formales es completa y final, mientras que la 

verificación de las empíricas será siempre incompleta y, por 

tal  razón,  temporal,  debido  a  que  es  imposible  la  confir-

mación definitiva de las hipótesis fácticas, dada la propia 

naturaleza del método científico

11

Las ciencias empíricas contienen en sus proposiciones 

términos y expresiones lógicas, especialmente en su fase 

de formalización; pero también contienen, además, tér-

minos teóricos y términos basados en las observaciones

aunque ello no sea siempre necesario (Ferrater, 1991 Vol. 

III: 2014). En dichas ciencias, la racionalidad y la obje-

tividad están necesaria y completamente vinculadas: “me-

diante los experimentos, usualmente contrastan la (o las) 

consecuencia(s) —extraídas por vía deductiva— de alguna 

hipótesis previa” (Bunge, 2013: 22). La noción de perfec-

tibilidad y temporalidad de los estudios de las ciencias fác-

ticas es fundamental para entender el conocimiento cientí-

fico y su progreso.

Lógica, falacias y pensamiento crítico

Por todo ello, vemos cómo el pensamiento crítico y el 

científico

12

 precisan el empleo de la lógica para trabajar 

correctamente con las proposiciones que les llegan, y para 

saber qué consecuencias extraídas de las mismas son acep-

tables y cuáles no, tal como indicaba Sagan para el pensa-

miento escéptico.

Sin embargo, y a diferencia de la lógica, el pensamiento 

crítico y el científico precisan ir algo más lejos, y no que-

darse solo en saber si la inferencia es correcta, sino saber 

si la premisa se corresponde con la realidad y, por tanto, la 

consecuencia derivada también. Comprobamos de nuevo, 

veinte años más tarde, que Carl Sagan estaba en lo correc-

to al plantear el pensamiento escéptico como el medio de 

construir, y comprender, un argumento razonado y de reco-

nocer un argumento falaz o fraudulento, sobre la base de 

premisas ciertas.

Pero, dada la naturaleza temporal de las teorías cientí-

ficas, cabe añadir esa idea de provisionalidad a una buena 

definición, al menos en mi opinión. Y así, brevemente, se 

puede decir que el pensamiento crítico podría ser la bús-

queda de inferencias deductivamente válidas mediante un 

razonamiento lógico basado en premisas empíricamente 

ciertas  (según  el  método  científico),  aunque  sean  perfec-

tibles y solo las asumamos como ciertas provisionalmente.

 Y, dado que no sabemos de todo, cabrá recordar siempre 

lo que decía Sagan sobre el kit  de herramientas escépticas, 

y comprobar que esas premisas deben haber sido confirma-

das por una fuente independiente; ver si sobre las mismas, 

y sobre las hipótesis diversas que se hayan generado, ha 

habido un debate previo abierto, cuanto más rico mejor, 

que haya permitido comprobar provisionalmente cuál es la 

mejor; tener opiniones contrastadas de personas expertas 

en la cuestión, no de autoridades en otras materias; no ce-

garnos con nuestra propia posición, la de nuestros amigos 

o las de nuestros «aliados»; cuantificar siempre que sea po-

sible para poder elegir la mejor hipótesis; ver que, si hay 

una cadena de argumentación, deben funcionar todos sus 

eslabones (no solo la mayoría); y por último, usar la navaja 

de Ockham.  Pero, sin duda, una definición así no tiene la 

gracia, sencillez y concisión de la de Sagan.” 

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el esc

é

ptico

25

invierno 2016/17

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Navarro, del original inglés There’s Treasure Everywhere. 1996).

Notas

1

 La frase parece ser que es de Churchill sobre la Rusia soviéti-

ca, tras el pacto de Stalin con Hitler

2

 «Se pueden encontrar muchos buenos ejemplos en religión y 

política, porque sus practicantes a menudo se ven obligados a justi-

ficar dos proposiciones contradictorias» Sagan, 2000: 202-205.

3

 El principio de la navaja de Ockham (atribuido a Guillermo de 

Ockham, 1280-1349), prescribe que, en igualdad de condiciones, 

la explicación más sencilla suele ser la más probable. Esto implica 

que, cuando sobre un hecho tenemos dos teorías que «funcionan» 

igual de bien, la más simple tiene más probabilidades de ser correc-

ta que la compleja (ver la entrada «Navaja de Ockham» en la Wiki-

pedia). Pero ello no implica que necesariamente sea la verdadera. 

Sin duda, no siempre la explicación más sencilla es la buena. El 

principio, más que ayudarnos a elegir entre dos posibilidades (para 

eso deberemos refinar los estudios), nos muestra que no por ser 

una explicación más compleja, enigmática, difícil o larga, es más 

razonable. En ciencia, de hecho, este principio se utiliza como una 

regla general para guiar a los científicos en el desarrollo de mode-

los teóricos sencillos, más que como un árbitro entre los modelos 

publicados.

4

  La falsabilidad (o refutabilidad), enunciada por Popper, es la 

propiedad que tiene una proposición, una hipótesis, de no servir 

desde una perspectiva científica si no existe al menos un argumento 

de la misma del que sea posible deducir lógicamente que es falso (o 

no) mediante la observación empírica.

5

 Un ejemplo de la complicación para el público no especializado 

de encontrar una definición inteligible y sencilla la hallamos cuando 

Ferrater Mora (1991 Vol. III: 2002-2020) trata de explicar dicho tér-

mino en su diccionario.

6

 Como variante de la lógica, mencionar la lógica borrosa (o difu-

sa), que es la que, según el diccionario, «a semejanza del raciocinio 

natural, admite una posibilidad de incertidumbre en la verdad o fal-

sedad de sus proposiciones». En este mundo no todo son blancos 

o negros; hay una multitud de grises que se deben ir depurando de 

una forma lógica para comprobar si son correctos o no.

7

 Dice Andrés Carmona Campo (correspondencia personal del 

13 de agosto de 2016): «A partir de las definiciones del dicciona-

rio, queda algo de “confusión filosófica” entre la lógica, la validez, 

la verdad, la realidad... Resumiendo mucho, la verdad se dice de 

dos formas: verdad como coherencia y verdad como adecuación o 

correspondencia. Un enunciado es verdadero en el primer sentido 

simplemente  si  no  es  contradictorio:  “Superman  vuela”,  indepen-

dientemente de su contenido. A esto también se le llama validez, y la 

lógica es la ciencia formal que estudia la validez de los argumentos. 

La verdad como adecuación es lo que comúnmente entendemos 

como verdad: la correspondencia entre lo que se dice y la realidad: 

“Hace unos días Sergio nos envió un correo”. Hay quien las llama, 

respectivamente, verdades de razón y verdades de hecho: las pri-

meras para la lógica, las otras para las ciencias empíricas. El mé-

todo de la lógica es el método deductivo, el método de las ciencias 

empíricas es el inductivo (o el hipotético-deductivo). Las primeras 

son más amplias que las segundas: no todo lo que es lógico es real 

(es lógico que “Superman vuele”, pero no es real)».

8

 Bunge, 2013: 16. Sobre lógica y realidad, Ferrater (1991 Vol. III: 

2021) señala que, en su opinión, «La lógica no tiene que ver con la 

realidad, al modo como una “cosa” se relaciona con otra, pues en tal 

caso habría que adherirse a una determinada teoría metafísica que 

explicara las supuestas coincidencias (…). La lógica no puede decir 

nada sobre lo real en tanto que es (…). Lo que expresan las propo-

siciones lógicas no es, pues, lo real, sino ciertos modos (múltiples) 

de ordenación de la realidad que se manifiestan en los lenguajes in-

formativos de las ciencias. La realidad no necesita ser, pues, lógica 

para que sea susceptible de manejo lógico, análogamente a como 

ha precisado K. R. Popper la realidad no necesita ser intrínseca-

mente británica para que sea posible usar el idioma inglés con el fin 

de describirla».

9

 Disponibles en línea en http://falacias.escepticos.es

10

 «Por conocimiento racional se entiende:

a) que está constituido por conceptos, juicios y raciocinios y no 

por sensaciones, imágenes, pautas de conducta, etc. Sin duda, el 

científico  percibe,  forma  imágenes  (por  ejemplo,  modelos  visuali-

zables) y hace operaciones; por tanto, el punto de partida como el 

punto final de su trabajo son ideas;

b)  que  esas  ideas  pueden  combinarse  de  acuerdo  con  algún 

conjunto de reglas lógicas con el fin de producir nuevas ideas (infe-

rencia deductiva). Estas no son enteramente nuevas desde un pun-

to de vista estrictamente lógico, puesto que están implicadas por las 

premisas de la deducción; pero no gnoseológicamente nuevas en 

la medida en que expresan conocimientos de los que no se tenía 

conciencia antes de efectuarse la deducción;

c) que esas ideas no se amontonan caóticamente o, simple-

mente, en forma cronológica, sino que se organizan en sistemas de 

ideas, esto es en conjuntos ordenados de proposiciones (teorías).

Que el conocimiento científico de la realidad es objetivo, signi-

fica:

a) que concuerda aproximadamente con su objeto; vale decir 

que busca alcanzar la verdad fáctica;

b) que verifica la adaptación de las ideas a los hechos recurrien-

do a un comercio peculiar con los hechos (observación y experimen-

to), intercambio que es controlable y hasta cierto punto reproduci-

ble» (Bunge, 2013: 21-22).

11

 Según Ferrater (1991 vol. I: 411), para Bunge el método cien-

tífico «se trata de una sucesión de etapas: reconocimiento del pro-

blema en el cuerpo de conocimientos adquiridos, formulación de 

hipótesis (preferiblemente de sistemas de hipótesis o teorías) y 

contrastación de las mismas con datos empíricos. En este proce-

so, repetible y público, ni la experiencia ni la teoría tienen la última 

palabra, porque no hay última palabra». Para Bunge (2013: 21), en 

su proceder riguroso, los científicos de verdad «no solo procuran 

acumular elementos de prueba de sus suposiciones multiplicando 

el  número  de  casos  en  que  ellas  se  cumplen;  también  tratan  de 

obtener casos desfavorables a sus hipótesis, fundándose en el prin-

cipio lógico de que una sola conclusión que no concuerde con los 

hechos tiene más peso que mil confirmaciones. Por ello, mientras 

las teorías formales pueden ser llevadas a un estado de perfección 

(o estancamiento), los sistemas relativos a los hechos son esencial-

mente defectuosos: cumplen, pues, la condición necesaria para ser 

perfectibles. En consecuencia, si el estudio de las ciencias formales 

vigoriza el hábito del rigor, el estudio de las ciencias fácticas pue-

de inducirnos a considerar el mundo como inagotable, y al hombre 

como una empresa inconclusa e interminable».

12

 «El conocimiento fáctico, aunque racional, es esencialmente 

probable: dicho de otro modo: la inferencia científica es una red de 

inferencias deductivas (demostrativas) y probables (inconcluyen-

tes)» (Bunge, 2013: 9).