background image

el esc

é

ptico

24

otoño-invierno 2015

U

na tecnología es invisible cuando el grueso de la po-

blación que la disfruta no es consciente de su exis-

tencia. En este sentido, el teléfono móvil, por ejem-

plo, no sería un buen ejemplo, porque aunque la mayoría 

desconoce su funcionamiento, al menos lo reconoce como 

un producto tecnológico. La mejora genética es completa-

mente invisible; no solo se desconoce su funcionamiento, 

sino su mera existencia. ¿De dónde ha salido el trigo del 

pedazo de pan de la comida? ¿Y el tomate?

Esta invisibilidad es especialmente triste dado el furioso 

debate sobre los transgénicos de las últimas décadas. Re-

sulta profundamente frustrante que tras las encendidas dis-

cusiones, centradas en un mero detalle tecnológico, pocos 

sean los que han oído hablar sobre domesticación o sobre 

Nikolai Vavilov. Este desconocimiento es el resultado de un 

debate, el de los transgénicos, completamente estéril, que 

no se ha aprovechado para educar a la sociedad sobre el 

funcionamiento de una tecnología vital. Y este desconoci-

miento no es irrelevante, puesto que son los ciudadanos los 

que tienen la responsabilidad de legislar sobre esta tecnolo-

gía invisible. Y esto, claro está, es una receta para el desastre.

Las tecnologías invisibles suelen serlo por dos factores: su 

éxito y su omnipresencia. Una tecnología deficiente, como 

la de los motores de combustión interna, se hace patente 

por sus efectos negativos. En este caso, por la contamina-

ción que generan en la ciudad y por el cambio climático. Por 

el contrario, la mejora vegetal cumple su función principal: 

generar nuevas variedades que permitan producir alimen-

tos económicos. Y es precisamente este éxito el que la in-

visibiliza. No ha habido necesidad de quejarse por la falta 

de nuevas variedades altamente productivas de melón o de 

maíz harinero, y el detalle suscitado alrededor de algunos 

detalles técnicos ha hecho que la discusión pierda la pers-

pectiva global.

¿Cuál es la labor del mejorador genético? Crear nuevas 

variedades que mejoren las actuales en distintos aspectos. 

¿Qué aspectos? Los que la sociedad le demanda; princi-

palmente, el precio. El consumidor quiere, en primer lugar, 

productos más baratos; y en segundo, de mejor sabor. ¿Son 

estos los únicos aspectos que deberíamos mejorar? No. La 

agricultura representa uno de nuestros  mayores impactos 

ecológicos. Nuestra sociedad está profundamente ligada a 

la ciudad y, desde la ciudad, solemos observar el campo con 

una añoranza romántica asociada a nuestros abuelos. Nada 

más lejos de la realidad. Los impactos ecológicos que genera 

la producción de alimentos son severos: producción de gases 

de efecto invernadero, contaminación de las aguas por los 

nitratos de los fertilizantes, desertificación y zonas muertas 

en mares y ríos. Estos son problemas urgentes que debemos 

resolver. ¿Cómo? ¿Disminuyendo la producción? En un 

mercado, la disminución de la oferta conlleva aumento del 

precio y eso, en este caso, significa hambre para los menos 

favorecidos, especialmente en un mundo en el que conti-

núa aumentado la población. Sin embargo, disminuir por 

D

ossier

La mejora genética,

una tecnología invisible

Legislar sobre algo que se desconoce, una receta para el desastre

José Blanca

Universitat Politècnica de València

Vavilov en prisión (foto: Wikimedia Commons)

background image

el esc

é

ptico

25

otoño-invierno 2015

ejemplo nuestro consumo de carne aliviaría notablemente 

muchos de estos impactos. Esta reducción es algo que de-

beríamos promover, pero nadie piensa que en un mundo 

cada vez menos pobre este consumo vaya a disminuir. ¿Qué 

nos queda? Intentar obtener, tal y como demanda la Or-

ganización de las Naciones Unidas para la Alimentación, 

variedades que utilicen los recursos más eficientemente. Por 

desgracia, pocos son los esfuerzos que se están haciendo en 

esta línea. El consumidor tiene interés en el precio y el ciu-

dadano desconoce el problema, por lo que difícilmente van 

a demandar una solución. Somos conscientes de que nues-

tro coche contamina porque lo llenamos de gasolina, pero 

no tenemos ni idea del impacto de la ensalada y el filete que 

nos comimos a mediodía.

¿Cómo ejerce su labor el mejorador? Haciendo un uso in-

teligente de la biodiversidad agrícola. En este campo, la di-

versidad es riqueza. Si uno quiere mejorar cualquier cultivo, 

lo primero que necesita es disponer de distintas variedades. 

Sin esta diversidad, difícilmente podremos elegir las más 

adecuadas; este es el principio de la evolución darwiniana. 

La selección no es una fuerza creadora, simplemente selec-

ciona entre lo que se le ofrece. ¿Cuáles son las fuentes de 

esta variabilidad? En primer lugar, las variedades tradicio-

nales, es decir, las variedades que existían antes de que los 

mejoradores genéticos profesionales apareciesen en escena 

a principios de siglo XX. Estas variedades, tenidas por mu-

chos como la panacea, se caracterizan, en la mayor parte de 

los casos, por tener una variabilidad genética muy limitada, 

una buena variabilidad de formas y colores y una muy po-

bre productividad. Estas variedades no pueden ser utiliza-

das directamente en producciones competitivas, porque son 

susceptibles a enfermedades y dan poca producción, carac-

terísticas que influyen claramente en su precio final.

La transgénesis es una herramienta que permite crear va-

riabilidad y, además, permite crearla teniendo una idea, más 

o menos aproximada, de cuál va a ser el resultado. Pero la 

transgénesis es más una promesa de futuro que una realidad 

asentada. En parte por la oposición social, y en parte porque 

los sistemas de creación de nuevas variedades no se cambian 

de un día para otro, esta técnica se usa en una cantidad muy 

limitada de variedades.

La fuente de variabilidad que está presente en la práctica 

totalidad de las variedades comerciales, y que se ha veni-

do usando desde los años 30 sin que nadie se rasgue las 

vestiduras, son las especies silvestres relacionadas con las 

cultivadas.  Nikolai Vavilov, el mártir soviético, observó a 

principios de siglo XX que no todas las regiones del mun-

do albergaban la misma variabilidad. Las zonas habitadas 

por las especies silvestres originales, que por domesticación 

acabaron produciendo las especies cultivadas modernas, son 

mucho más diversas. Las especies que comemos han surgi-

do por un proceso análogo al que sufrió el lobo para con-

vertirse en perro: un proceso de domesticación. El trigo se 

domesticó en Mesopotamia, el arroz en China y el maíz en 

Mesoamérica; estos tres cultivos fueron el fundamento de 

las civilizaciones de esos lugares y siguen siendo la base de 

nuestra alimentación hoy en día. El proceso de domestica-

ción conlleva, normalmente, una reducción en la diversidad 

genética, a la vez que un aumento en la diversidad morfoló-

gica. Los perros tienen formas mucho más variadas que los 

lobos, pero no son más más diversos desde el punto de vista 

genético. Vavilov reconoció estas zonas de riqueza genética 

y propuso que deberían ser explotadas para mejorar las va-

riedades disponibles en su época. Y esto es lo que han hecho 

los mejoradores durante el último siglo: introducir variabi-

lidad útil a partir de las especies silvestres. El equivalente 

sería cruzar lobos con perros para adquirir características 

positivas de los lobos que se perdieron durante el proceso 

de domesticación. El resultado de este esfuerzo ha sido de 

un éxito rotundo. Las variedades actuales son más producti-

vas, tienen menos enfermedades, requieren menos mano de 

obra y aguantan más una vez colectadas. Gracias a esta me-

jora podemos hoy alimentar a una población mundial que 

no ha dejado de crecer. El único problema de estas varieda-

des élite, como buenos fórmulas 1 que son, es que consumen 

mucho abono y mucha agua. Y esto es precisamente lo que 

demanda la FAO, que los mejoradores consigan variedades 

élite pero con bajas necesidades, es decir, respetuosas con el 

medio ambiente. Este es el reto que deberíamos estar afron-

tando como sociedad.

Vavilov y sus colaboradores sufrieron una terrible ola de 

anticientifismo en el imperio soviético. Muchos, los afor-

tunados, murieron ejecutados; otros, como el propio Vavi-

lov, murieron desaparecidos, tras años de tortura. La causa 

final de su muerte, el hambre. Sus asesinos, con Stalin a 

la cabeza, no pagaron por sus crímenes, pero el pueblo so-

viético sí lo hizo. La agricultura soviética quedó rezagada y 

tuvo problemas endémicos de producción. Mientras que los 

norteamericanos, que habían abrazado las ideas de Vavilov, 

aumentaron sus producciones durante los años 40 y 50. La 

agricultura soviética languideció. Esperemos no repetir los 

errores del pasado.

Somos conscientes de que nuestro coche contamina porque lo 

llenamos de gasolina, pero no del impacto de la ensalada y el 

filete que nos comemos.