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El Gran Diseño
Stephen Hawking y Leonard Mlodinow
Crítica: Barcelona, 2010. 240 pág.
Las polémicas, vistas como una forma de plantear debate y
de económica promoción, pueden ser en ocasiones benefi-
ciosas. Y más aún si se trata de la aparición de un libro de
divulgación científica que ha molestado a diversos repre-
sentantes de sistemas de creencias basadas en el dogmatis-
mo más rancio y recalcitrante. El libro en cuestión es The
Grand Design del físico teórico Stephen Hawking con la
colaboración del físico y matemático Leonard Mlodinow,
de quien hasta la fecha solo había tenido la oportunidad de
leer la muy recomendable “El andar del borracho”.
Siguiendo la exitosa estela de Historia del Tiempo donde
ya planteaba la llamativa cuestión de que en un universo
autocontenido no había lugar para un ente creador y de la
más asequible El Universo en una cáscara de nuez donde la
simplicidad expositiva y múltiples recursos didácticos esta-
ban al servicio de explicar la Teoría de las Supercuerdas y
de la candidata a englobadora Teoría M, este breve libro in-
tenta algo realmente difícil: nada menos que explicar cómo
se originó el Universo desde un punto de vista científico.
Los autores, con las leyes de la física en la mano, rechazan
de pleno la afirmación de que dicho origen solo se puede
tratar desde un punto metafísico y filosófico: la ciencia aún
no ha dicho su última palabra. Los autores, por tanto, in-
tentan aportar un poco de luz a las siguientes cuestiones:
¿Cómo se comporta el Universo? ¿Cuál es la naturaleza de
la realidad? ¿De dónde vino todo? ¿Necesita el Universo
un creador? ¿Por qué hay algo en lugar de nada? ¿Por qué
existimos? ¿Por qué unas leyes y no otras?
Y para esto necesitan, en primer lugar, discutir el concep-
to de modelo físico, remarcando el hecho de que puedan
coexistir distintos modelos de la realidad perfectamente vá-
lidos para explicar un mismo fenómeno, escogiendo uno u
otro en función de nuestra conveniencia. Un claro ejemplo
de esto último lo constituye el comportamiento dual onda-
partícula de la luz.
Un rápido recorrido
desde Pitágoras hasta
Einstein, pasando por
Arquímedes, Kepler,
Galileo, Newton y otros
grandes exploradores
del Universo, muestra
cómo estos mapas o mo-
delos de la realidad se
afinan continuamente.
Un comentario aparte
merece Descartes, la
primera persona que
formuló explícitamente
el concepto de ley para
entender el Universo.
Este libro no omite la delicada cuestión de analizar la
naturaleza de la realidad, de si existe una realidad externa
cuyas propiedades son independientes del observador que
las percibe, siempre teniendo en cuenta que el cerebro de
por sí ya construye un modelo de esa realidad, un modelo
adecuado para permitir la supervivencia.
Una de las predicciones más sorprendentes de la mecáni-
ca cuántica es la coexistencia de multiplicidad (¿billones?
¿infinitos?) de universos paralelos, cada uno de ellos con
sus propias leyes físicas. El que escribe esta reseña (y los
que la estáis leyendo), está en uno de ellos; en un universo
con unas leyes y constantes físicas que han permitido la
existencia del fenómeno curioso de la vida. Respecto a ésta,
los autores describen el ya clásico juego de la vida de Con-
way para mostrar cómo a través de reglas extremadamente
simples se puede obtener un comportamiento semejante al
de los seres vivos.
El punto clave de las preguntas planteadas radica en una
teoría que explique las 4 fuerzas fundamentales de la na-
turaleza: la gravedad, el electromagnetismo, la fuerza nu-
clear débil y la fuerza nuclear fuerte. La candidata teoría
M, o más bien el conjunto de teorías que comprende M
-esperan los autores- unirá en un mismo marco teorías tan
aparentemente inconexas como la mecánica cuántica y la
relatividad general.
La estabilidad local y la inestabilidad global del espacio-
tiempo nos conduce a la inevitable conclusión final que, pa-
rafraseando a Laplace, es demoledora: con las leyes natura-
les conocidas hasta ahora, no hay necesidad de la hipótesis
de dioses creadores para explicar el origen del Universo.
Éste puede haberse creado literalmente a partir de la nada.
Como nota no positiva solo cabe señalar que gran parte
del contenido de esta obra se puede encontrar en otros li-
bros de forma más rigurosa. Pero los autores se mantienen
en su línea habitual: divulgación de ideas interesantes con
un estilo ágil y diáfano. Es de agradecer en un libro con es-
tas características la total ausencia de ecuaciones matemá-
ticas, la inclusión de un necesario glosario científico y las
numerosas ilustraciones que oscilan entre lo explicativo, lo
espectacular y el puro cinismo.
Antoni Escrig Vidal
The Uniqueness of Western Civilization.
Ricardo Duchesne
Leiden: Boston. 2011, 527 pp.
Hay una legión de autores hispanoparlantes que preten-
den minimizar el protagonismo de Occidente en la historia
universal. Enrique Dussel, Walter Mignolo, Boaventura de
Sousa Santos, y otros se han convertido en vacas sagra-
das en las universidades latinoamericanas. Y, sus posturas
básicamente son una resonancia de los llamados ‘estudios
S
illón escéptico
Roberto García Álvarez
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postcolonialistas’ que, fundamentalmente, inyectan una
alta dosis de relativismo cultural y postmodernismo en la
historiografía universal. Estos autores insisten en que la
idea de que la civilización occidental es la cuna de la ma-
yor parte de los aportes que han contribuido al bienestar de
la humanidad, es en realidad un mito colonialista inventado
para sembrar un complejo de inferioridad en los habitantes
del tercer mundo, y así asegurar el dominio cultural.
En el siglo XIX, hubo plenitud de autores hispanoameri-
canos que sí reconocían la primacía de la civilización occi-
dental por encima de cualquier otra. Domingo Sarmiento y
Juan Bautista Alberdi, por ejemplo, escribieron monumen-
tales tratados en los cuales se contrastaba la civilización
y la barbarie como modos de organización social, y con-
cedían a Europa un lugar protagónico en la formación de
la civilización. Lamentablemente, estos tratados estaban
impregnados de nociones metafísicas, e incluso llegaron a
explorar causas raciales para explicar la divergencia entre
el rendimiento de Europa y el resto del mundo.
Desde entonces, la defensa de la primacía de la civiliza-
ción occidental quedó enterrada entre los autores hispanoa-
mericanos. Hasta donde tengo conocimiento, solo el genial
Juan José Sebreli, a finales del siglo XX, se propuso una
defensa de la civilización occidental en El asedio a la mo-
dernidad, una obra que enfáticamente recomiendo, no solo
por su contenido, sino por el estilo tan afable que Sebreli
empleó en su redacción. En lengua inglesa ha habido pleni-
tud de defensas de la primacía de la civilización occidental
frente a los ataques relativistas y postmodernistas. The Uni-
queness of Western Civilization es una de las más recientes.
El libro es monumental y está ampliamente documentado.
Empieza en el capítulo 1 por referir cómo, hasta mediados
del siglo XX, la mayor parte de la historiografía reconocía
que la civilización occidental era superior a las demás en
sus aportes, y que los tratados y cursos de historia universal
se concentraban en los acontecimientos de Occidente. Pero,
a partir de mediados del siglo XX, el influjo de ideas post-
modernistas, el crecimiento del relativismo cultural, y los
procesos de descolonización, propició que todo esto fuera
sometido a un revisionismo histórico.
Como alternativa, se plantearon varias posturas que
-agrego yo- no son del todo coherentes entre sí. Por una
parte, se empezó a postular que han sido mayores los as-
pectos negativos que
los positivos en la ci-
vilización occidental.
También prosperó la
idea de que muchos de
los supuestos aportes de
Occidente, en realidad
proceden de otras civi-
lizaciones como China
y el Islam; y que, hasta
el siglo XIX, China es-
taba más avanzada que
Europa. El avance de
las potencias europeas
se debería fundamen-
talmente a su capacidad
para saquear y depredar
a las colonias. Y, también, se arrojó la doctrina relativista,
según la cual, no es posible comparar el rendimiento de las
civilizaciones, pues cada una tiene su propia singularidad,
y cada una debe ser juzgada en sus propios términos.
Duchesne rechaza correctamente esto. Primero, sí es
posible hacer comparaciones entre civilizaciones, y hay
criterios objetivos y firmes que permiten sostener que una
cultura ha contribuido más a la felicidad humana que otra.
Segundo, si bien Occidente pudo haber incorporado inno-
vaciones positivas procedentes de otras civilizaciones, la
mayoría son originarias de Europa. Es demasiado simplista
suponer que la prosperidad europea se deba exclusivamen-
te a la depredación: hay plenitud de casos que colocan en
jaque a esta hipótesis (los países escandinavos no fueron
poderes coloniales y tienen un elevado nivel de vida; Etio-
pía no fue colonia, y es uno de los países más pobres del
mundo).
El capítulo 2 es una comparación entre el rendimiento de
la civilización china y el de Occidente. Aquellos que cues-
tionan la singularidad de Occidente señalan que, hasta el
siglo XIX, China tenía más avances tecnológicos y mayor
producción económica que las potencias europeas. Duches-
ne lo duda, y defiende la hipótesis de que, ya en el siglo
XVI, Europa estaba por delante. El capítulo 3 es un análisis
sobre cómo Europa logró sobreponer los frenos al desarro-
llo. En especial, destaca cómo las potencias europeas -en
particular Inglaterra- lograron vencer la condena maltusia-
na que desemboca en altas tasas de natalidad y mortalidad
para mantener a raya a la población frente a la escasez de
recursos. Entre otras cosas, los ingleses lograron expandir
la producción agrícola, de forma tal que ya no enfrentarían
tan recurrentemente las amenazas de enfermedades, ham-
brunas y guerras.
Pero la divergencia entre Europa y el resto del mundo a
partir del siglo XVI no fue solo en productos materiales,
sino también intelectuales. La difusión de la imprenta (los
chinos se adelantaron, pero pronto perdieron su interés en
ella), el refinamiento del método científico, el crecimiento
de la curiosidad en los viajes de exploración, la expansión
de un sistema de producción industrial, entre otros, asegu-
raron que Europa tomase la batuta en el desarrollo civiliza-
cional. De eso se ocupa en el capítulo 4.
El capítulo 5 es un análisis en mayor profundidad de la
singularidad intelectual de Occidente. Y, para ello, dedica
especial atención a la obra del gran Max Weber. Duches-
ne hace énfasis, entre otras cosas, en cómo Weber apreció
el desencantamiento occidental, incluso desde la época de
los profetas del antiguo Israel. No obstante, hay un aspecto
de su obra que no explora suficientemente: Si bien Weber
sentó las bases para defender la singularidad de Occiden-
te en el desencantamiento y la racionalización, no fue tan
optimista respecto a estos procesos. Weber advirtió que la
burocratización de la sociedad moderna conduciría a es-
tados de malestar que, en sus propias palabras, colocaría
al hombre moderno en una jaula. No fue propiamente un
defensor incondicional de Occidente, pues reconocía que
la racionalización y el desencanto podría conducir a conse-
cuencias negativas.
Además de Weber, Duchesne toma inspiración del pen-
samiento de Hegel, y de esto se ocupa en el capítulo 6. Los
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estudios del primero están bien documentados, son claros
y precisos. En cambio, los textos de Hegel están impregna-
dos de especulaciones metafísicas, muchas de ellas de difí-
cil comprensión. Me parece que, al apelar a autores como
Hegel, los defensores de la singularidad de la civilización
occidental perjudican su causa; pues dan pie a que los au-
tores relativistas acusen a los historiadores eurocéntricos
de invocar motivos metafísicos o cuasi divinos para justifi-
car la superioridad occidental. Opino que, para defender la
singularidad de la civilización occidental, conviene mucho
más apelar a categorías claras como ‘desencanto’ o ‘racio-
nalización’ (procedentes de Weber), que a categorías obs-
curas como ‘espíritu del mundo’ (procedentes de Hegel).
El capítulo 7 es quizás el más controvertido. Ahí, Du-
chesne defiende la idea de que las bases ideológicas para
la prosperidad europea se iniciaron en las olas migratorias
de los jinetes indo-europeos, a partir del cuarto milenio an-
tes de la era común. Los jinetes y guerreros indo-europeos
aportaron un ethos de autonomía individual, valores aristo-
cráticos, libertad y emprendimiento, que en buena medida
sirvió de motor para los grandes avances de la civilización
occidental. Tengo algunas reservas respecto a esta hipó-
tesis. No estoy seguro de que la mentalidad que pudieran
haber incorporado los jinetes indoeuropeos perdurara hasta
los tiempos modernos. Pero, en todo caso, no me inclino
mucho por la admiración del ethos militar de los invasores
indo-europeos. En clara continuidad con Nietzsche (otra de
las grandes inspiraciones de Duchesne, y del cual se ocu-
pa extensamente en el capítulo 8), el autor concede gran
importancia al influjo de vitalidad, autonomía individual
e, implícitamente, la ‘moral de amos’ tan aplaudida por
Nietzsche. Ciertamente estos valores me parecen estima-
bles, pero el modo en que este los planteó me parece pe-
ligroso, pues llevan implícitos la defensa del militarismo
que desembocó en las grandes atrocidades del siglo XX,
ocurridas en el seno de la civilización occidental.
Hubiese sido deseable que Duchesne incorporara alguna
defensa de la civilización occidental frente a los ataques
recurrentes de sus críticos. Por una parte, los críticos la
acusan de ser una civilización etnocéntrica, de considerar-
se singular en la historia de la humanidad. Muy eficiente-
mente, Duchesne defiende que hay motivos suficientes para
postular que así lo ha sido. Pero, aunada a ese ataque, está
también la crítica que postula que ha sido una civilización
totalitaria y, más recientemente, destructora del medio am-
biente. Duchesne solo hace una defensa tenue ante estos
ataques.
Con todo, el libro de es una muy bienvenida contribución
para frenar la ofensiva de intelectuales que, bajo la inspira-
ción postcolonialista, creen que hacen justicia a los pueblos
colonizados distorsionando los hechos de la historia. Cier-
tamente, podemos reprochar a Occidente muchos crímenes
colonialistas, y defender el derecho de autodeterminación
de los pueblos colonizados. Pero eso no debería conducir-
nos a alterar los libros de historia solo por el afán de que
los pueblos que han sido víctimas del colonialismo no se
sientan acomplejados.
Dr. Gabriel Andrade