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Azul Y Pálido  

Pablo Ríos

Entrecomics Comics, 2012. 86 páginas.

Un cómic (o novela gráfica) que se abre con una cita de 

Carl Sagan, quien aparece en varias de sus viñetas, y utiliza 

como título una referencia a uno de sus últimos libros, es un 

gancho ineludible para cualquier escéptico. Pero, al ojear-

lo, descubrimos que trata sobre ovnis.

Aun así, el comienzo es prometedor. La versión ofrecida 

sobre la famosa abducción del matrimonio Hill es correc-

ta (aunque presenta varias inexactitudes) y razonablemen-

te crítica. Sin embargo, el segundo capítulo se dedica al 

contactado suizo Billy Meier, y todo comienza a desmo-

ronarse… o no. Siguen capítulos sobre la secta Unarius, 

Sixto Paz (con imágenes tomadas de “los Celestiales” de 

Kirby), Adamski, Bongiovanni (y la virgen extraterrestre 

de Fátima), etc. Junto a estos contactados se ilustran casos 

como el de Travis Walton (con la aparición estelar de Philip 

J. Klass el “debunker”), la conspiración entre el gobierno 

norteamericano y los alienígenas, y la mejor aportación his-

pana a esta paranoia, el caso UMMO, donde el escéptico 

de turno, en este caso anónimo, tiene un aspecto bastante 

similar al mío propio que he escrito bastante sobre el tema 

(el autor destruye cualquier esperanza de fama mediática, 

pues en conversación personal asegura que no soy yo, que 

se basó en José Sacristán, como prototipo de españolito de 

los años 70). 

El esfuerzo de documentación es evidente y se aprecia 

hasta en detalles sutiles como incluir a Klaatu (el robot de 

la película de 1951 Ultimátum a la Tierra) junto a Adamski, 

quien divulgó un mensaje muy similar… después. Según 

confesión propia, el autor se interesó por los ovnis tras ver 

por televisión Encuentros en la tercera fase (a mediados de 

los 80) y al plantearse su primer trabajo a gran escala, de-

cidió aprovechar aquellas inquietudes juveniles. Por suerte 

para él, la famosa filmación de la muñecopsia de Roswell a 

finales de siglo fue la gota que colmó su vaso, y lo llevó a 

las filas del escepticismo. 

Debo reconocer que el estilo del dibujante (elemental, 

que no sencillo) es para mí (anclado como estoy en la ico-

nografía clásica de Stan Lee o del propio Kirby) un elemen-

to de rechazo. Sin embargo, al final, Pablo Ríos ha sabido 

ganarse mi aprecio. El autor ha optado por renunciar a “ha-

cer sangre”, pero sabe retratar con acierto el patetismo de 

las  situaciones  descritas.  Ésta  su  primera  incursión  en  el 

mundillo profesional del cómic me parece una aguda re-

flexión sobre la soledad del ser humano y sobre una de las 

formas más curiosas de enfrentarse a ella.

Como alguna vez dijo Arthur C. Clarke: “Existen dos po-

sibilidades. O bien estamos solos en el Universo, o bien no. 

Ambas (énfasis mío) son igual de inquietantes.”

  Luis R. González.

Más allá de las imposturas intelectuales 

Alan Sokal. 

Paidós, 2008. 576 páginas.

Tit. Or. Beyond the hoax

Science, Philosophy and Culture. Trad. Miguel Candel.

El físico Alan Sokal se hizo famoso en 1997 con su es-

cándalo. Cansado de ver cómo ciertas ramas de las huma-

nidades saqueaban el vocabulario científico sin rigor ni me-

sura decidió hacer algo para remediarlo.

Le molestaba, sobre todo, que conceptos con una defini-

ción exacta en física o matemáticas fuesen utilizados para 

ilustrar cosas que no tenían nada que ver. En algunos ca-

sos una leve analogía, pero en otros ni siquiera eso: su uso 

se reducía a jerga pseudofísica que podía parecer ciencia a 

ojos profanos, pero que cualquier científico detectaría en-

seguida como engaño.

Si hubiera escrito algún artículo de denuncia, o incluso 

un libro, seguramente hubiera pasado desapercibido. En 

vez de eso decidió escribir un artículo titulado “Transgres-

sing the Boundaries: Towards a Transformative Herme-

neutics of Quantum Gravity” (Transgrediendo los límites: 

S

illón escéptico

Roberto García Álvarez

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hacia una hermeneútica transformadora de la gravedad 

cuántica). Una parodia de lo que quería criticar. A pesar 

de que no decía más que tonterías, fue publicado en Social 

Text, una importante revista académica de humanidades. 

Cuando reveló que todo había sido una broma se montó 

el escándalo. Se estuviera a favor o en contra del método 

utilizado, reveló de una manera clara y contundente que el 

emperador estaba desnudo. Nadie del equipo de redacción 

se dio cuenta de que se trataba de una patraña.

El artículo junto con una explicación de las notas se pu-

blicó en forma de libro (Imposturas intelectuales) y se in-

cluye en este libro (en versión actualizada) junto con una 

serie de artículos y reflexiones que van más allá de la de-

nuncia inicial, pero que constituyen una crítica coherente 

a lo que se podría denominar la posición posmodernista o 

relativista frente a la ciencia. 

Vivimos en un mundo en el que cada vez es más impor-

tante conocer la ciencia para la toma de decisiones (¿Es 

seguro un medicamento? ¿Puedo tener una antena de mó-

viles en mi casa? ¿Debemos detener la energía nuclear?) y 

sin embargo vemos que este conocimiento es cada vez más 

escaso, y que son precisamente las llamadas izquierdas las 

que con más simpatía miran las críticas a todo lo científico. 

Como dice Chomsky y aparece en este libro:

“Los intelectuales de izquierda tomaban parte activa 

en la viva cultura de la clase obrera. Algunos trataban de 

compensar el carácter de clase de las instituciones cultu-

rales mediante programas de formación para obreros, o 

escribiendo libros de amplia difusión sobre matemáticas, 

ciencia y otros temas destinados al público en general. 

Llama la atención que sus homólogos de la izquierda ac-

tual traten con frecuencia de privar a los trabajadores de 

esas herramientas de emancipación, diciéndonos que el 

«proyecto de la Ilustración» está muerto, que debemos 

abandonar las «ilusiones» depositadas en la ciencia y la 

racionalidad: mensaje que alegrará los corazones de los 

poderosos, encantados de monopolizar esos instrumentos 

para su propio uso.”

La ciencia es un lenguaje universal y democrático; cual-

quiera puede entenderlo por encima de clases, etnias o 

sexo, y sin embargo se asocia equivocadamente a una élite 

en connivencia con el poder. Pero la cosa va aún más lejos. 

No solo se intenta socavar la credibilidad de la ciencia, sino 

que incluso axiomas básicos del pensamiento parecen po-

nerse en entredicho. 

La cultura del consenso está muy bien -es indispensable- 

en determinados ámbitos. Pero en la ciencia las cosas no 

funcionan por consenso; los físicos no deciden que existe la 

gravitación: la descubren o la describen mediante fórmulas. 

Sin embargo, hay mucha gente que piensa que la ciencia es 

un constructo social que tiene tanta validez como los mitos:

“Y, sin embargo, algunos sociólogos y especialistas en 

estudios literarios se han vuelto demasiado codiciosos a lo 

largo de los últimos treinta años: dicho a grandes rasgos, 

quieren atacar la concepción normativa de la indagación 

científica  como  búsqueda  de  verdades,  exactas  o  aproxi-

madas, acerca del mundo; quieren ver la ciencia simple-

mente como una práctica social más, que produce «narra-

ciones» y «mitos» cuya validez no es mayor que la de los 

producidos por otras prácticas sociales; y algunos de ellos 

pretenden, además, que esas prácticas sociales codifican 

una visión del mundo burguesa y/o eurocéntrica y/o mas-

culinista. Esto, por supuesto, como todo resumen sucinto, 

es  una  drástica  simplificación;  y,  en  todo  caso,  no  hay 

ninguna doctrina canónica de la «nueva» sociología de la 

ciencia, solo una desconcertante variedad de individuos y 

escuelas. Lo que es más importante, la tarea de resumir se 

hace aquí más difícil por el hecho de que la literatura a la 

que me refiero es, a menudo, profundamente ambigua en 

sus afirmaciones fundamentales (tal como mostraré con los 

ejemplos de Latour y Barnes-Bloor). Sin embargo, creo que 

la mayoría de los científicos y filósofos de la ciencia que-

darían atónitos al leer que «el mundo natural desempeña 

un pequeño o nulo papel en la formación del conocimiento 

científico», tal como sostiene el destacado sociólogo de la 

ciencia Harry Collins; o que «la realidad es la consecuen-

cia más que la causa» de la llamada «construcción social 

de los hechos», como afirman Bruno Latour y Steve Wool-

gar.”

Esta es con seguridad la variante más peligrosa del pen-

samiento posmoderno. Aunque quienes así lo afirmen no se 

dan cuenta del presupuesto ontológico que este pensamien-

to trae consigo: que no existe algo a lo que podamos llamar 

‘universo real’ y cuyas leyes podamos descubrir aunque sea 

por aproximación. Si la ciencia es algo que construimos 

entre todos lo mismo puede decirse del universo, y aunque 

haya mucha gente que crea que por desear algo con mucha 

fuerza la realidad se adaptará a sus deseos, lo cierto es que a 

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la realidad le importa bien poco lo que pensemos los huma-

nos. Podemos decir que es el sol quien sale o que es la tierra 

la que gira, pero por más que lo intentemos no podemos 

parar ese movimiento.

Lo curioso del caso es que estas personas, en su vida co-

tidiana no aplican estos principios. Se despertarán sabiendo 

que la ducha estará en el mismo sitio que ayer, y que no ha-

brá desaparecido porque alguien se ha olvidado de pensar 

en ella. Todos aplicamos a diario el método científico, de 

mejor o peor manera:

“La cuestión básica, en mi opinión, es que no existe nin-

guna diferencia «metafísica» fundamental entre la episte-

mología de la ciencia y la epistemología de la vida cotidia-

na. Historiadores, detectives y electricistas —en definitiva, 

todos los seres humanos— utilizan los mismos métodos 

básicos de inducción, deducción y evaluación de los datos 

que los físicos o los bioquímicos. La ciencia moderna in-

tenta llevar a cabo esas operaciones de manera más cuida-

dosa y sistemática —utilizando controles y ensayos estadís-

ticos, insistiendo en la repetición, etc.—, pero nada más.”

Por suerte gozamos de más sentido común en el día a día 

que en nuestras elucubraciones filosóficas. Zenón demostró 

que el movimiento no existe, pero Diógenes, sencillamen-

te, se levantó y echó a andar. Como dijo Euler, citado en el 

libro:

“Cuando mi cerebro provoca en mi alma la sensación de 

un árbol o de una casa, yo afirmo, sin dudar, que un árbol 

o una casa existen realmente fuera de mí, de los cuales 

conozco la ubicación, el tamaño y otras propiedades. De 

conformidad, no hay hombre o animal que cuestione esta 

verdad. Si a un campesino se le metiera en la cabeza con-

cebir una duda tal y dijera, por ejemplo, que no cree que 

el alguacil existe, aunque lo tuviera delante, lo tomarían 

por loco, y con razón. Pero cuando un filósofo formula ta-

Sobre El mito del cerebro creador

Me asombró leer, en el último número de 

El escéptico, una reseña de El mito del ce-

rebro creador, de Marino Pérez Alvarez. Me 

asombró por tres razones.

La primera es la crítica que hacen a lo 

que llaman “cerebrocentrismo”, como si 

los procesos cerebrales ocurriesen en todo 

el cuerpo y, no solamente en el cerebro. 

(¿Será por esto que la Inquisición quemaba 

el cuerpo íntegro del hereje que sostenía 

que el creador es el ser humano y no Dios, 

en lugar de contentarse con decapitarlo?)

 La segunda razón es la ausencia de ar-

gumentación y, en particular, la ausencia de 

crítica racional a la neurociencia cognitiva, 

que es la fase contemporánea de la psico-

logía, como lo sabe quienquiera se moleste 

en revisar las revistas de psicología cientí-

fica.

La tercera razón es que los comentaristas 

sostienen que lo que llaman “materialismo 

filosófico” supera tanto al monismo como al 

dualismo (psiconeurales). 

Las historias de la filosofía y de la psico-

logía nos enseñan que, desde el siglo VI 

a.C., el materialismo filosófico ha sostenido 

el monismo psiconeural, o sea, la hipótesis 

de que lo mental es nada más y nada me-

nos que  la función específica del cerebro, 

en particular la creación de ideas nuevas.

En resumen, la reseña en cuestión es fal-

sa en el mejor de los casos, confusa en el 

peor, y en todo caso dogmática.

Mario Bunge

autor de “The Mind-Body Problem” (1980), 

“Philosophy of Psychology”, con R. Ardila 

(1987) y “Matter and Mind” (2012)

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les pensamientos, espera que admiremos su sabiduría y su 

sagacidad,  las  cuales  sobrepasan  infinitamente  las  apre-

hensiones del vulgo.”

A salvo de tormentas metafísicas, en nuestra vida cotidia-

na manejamos una ontología realista (más nos vale). Pero 

los intelectuales posmodernos se empeñan en redefinir tér-

minos como verdad. Es cierto que, en ocasiones, la verdad 

es algo relativo. Pero no debemos confundir esta noción de 

verdad (¿Es Dan Brown un buen escritor? p. ej.) con lo que 

podríamos denominar hechos. O está lloviendo o no lo está. 

O se está embarazada o no se está. En una ocasión hubo un 

juicio en el que dos personas afirmaban cosas contradicto-

rias (uno decía haber enviado un documento y el otro que 

no lo recibió). Un experto consultado por una cadena de 

noticias se descolgó con la declaración siguiente:

“La verdad trascendente no existe. Así pues, no creo que 

el juez Doutréwe o el policía Lesage estén escondiendo 

nada: ambos están diciendo su verdad.”

“La verdad va unida siempre a una estructura organi-

zativa y depende de los elementos que se perciben como 

importantes. No es extraordinario que estas dos personas, 

que representan dos universos profesionales tan distintos, 

proclamen cada uno verdades distintas. Dicho esto, creo 

que, en el presente contexto de responsabilidad pública, 

la comisión únicamente puede proceder tal como lo está 

haciendo.”

A lo que el autor replica:

“Esta respuesta ilustra de forma impactante las confu-

siones en las que han caído algunos círculos de profesiona-

les de las ciencias sociales a base de usar un vocabulario 

relativista. La disputa entre el juez y el policía se refiere a 

un hecho material, el traspaso de un documento. (Es po-

sible, desde luego, que el documento se enviara y que se 

perdiera por el camino, pero esto seguiría siendo una clara 

cuestión fáctica.) Sin duda, el problema epistemológico es 

complicado: ¿cómo descubrirá la comisión lo que ha ocu-

rrido en realidad? Sin embargo, existe una verdad: bien 

se envió el documento, bien no se envió. Cuesta ver qué se 

gana al redefinir la palabra «verdad» (tanto si es «parcial» 

como si no) estrictamente como «una creencia compartida 

por un número mayor o menor de personas».”

La verdad no es un consenso, si creemos que existe un 

universo real, con leyes propias, debemos esforzarnos por 

aprender cuanto podamos sobre ellas. Esto no es una bús-

queda de acuerdo, ni una construcción social. Se trata de 

averiguar cómo funcionan las cosas. Si esto significa que 

nos convertimos en realistas ingenuos, que así sea.

No solo, hoy por hoy, tenemos en la ciencia la mejor 

manera de obtener conocimiento del mundo, sino que tam-

bién es el único sistema con capacidad de autocorrección, 

mediante verificación y falsación de sus postulados. Como 

afirma Robin Fox, citado también en el libro:

“Nos guste o no, la ciencia, con su objetividad (aun 

cuando ésta pueda verse comprometida en ciertos casos) y 

su disposición a someterse a validación o refutación, sigue 

siendo el único lenguaje internacional capaz de brindar 

conocimientos objetivos sobre el mundo. Y es un lenguaje 

que todos pueden usar, compartir y aprender. [...] Los des-

heredados de la tierra quieren ciencia y los beneficios que 

ésta aporta. Negárselo es otra forma de racismo.”

Aunque el libro se dirige, principalmente, sobre el citado 

mal uso de los términos científicos y de la distorsión de la 

noción de verdad que parecen traer los nuevos usos, hay 

capítulos dedicados a reflexionar sobre temas cercanos. Así 

también se habla de pseudociencia y religión, que reciben 

las mismas críticas, ya que se oponen a los hechos. Aunque 

no estoy muy de acuerdo con el siguiente párrafo:

“El hecho de que se pueda distinguir (en muchos casos, 

en seguida) entre la ciencia genuina y la pseudociencia no 

significa que sea posible trazar una frontera rígida entre 

ambas ni, aún menos, una frontera basada en «criterios de 

demarcación» estrictos, como los que propuso el filósofo 

Karl Popper. Sería mejor imaginar un continuo donde la 

ciencia bien asentada (por ejemplo, la idea de que la mate-

ria se compone de átomos) se sitúe en un extremo; a conti-

nuación se encontraría la ciencia puntera (las oscilaciones 

del neutrino, por ejemplo) y la ciencia dominante pero es-

peculativa (la teoría de cuerdas); después, mucho más allá, 

la ciencia de mala calidad (los rayos N, la fusión fría), y 

al final, tras un largo recorrido, la pseudociencia. A pesar 

de que no hay un lugar concreto donde dibujar una línea 

de separación, existe una diferencia fundamental entre las 

ciencias naturales asentadas y las pseudociencias [...]”

Aunque no le guste el criterio de demarcación de Popper 

no estoy seguro de que haya un continuo entre la ciencia 

y la pseudociencia. Puede que si en nuestro conocimiento 

actual sobre el estatus verdadero de alguna (por ejemplo, la 

teoría de cuerdas). Pero, a la postre, serán científicas o no. 

La fusión fría puede parecer más científica que la homeo-

patía, pero si los experimentos demuestran que no existe, 

no es científica.

Comparto, eso sí, la libertad de cualquier adulto a estar 

equivocado y ser estafado por la pseudociencia de su elec-

ción:

“¿Acaso importa que algunas personas crean en la ho-

meopatía o en el Toque Terapéutico? Quizá no mucho. Per-

sonalmente, me fastidia que los proveedores de charlatane-

ría (muchos de los cuales son ya empresas gigantes) alige-

ren las carteras de los crédulos; no obstante, al contrario 

de lo que ocurre en la mayoría de los fraudes de consumo, 

en este timo, la víctima participa, deseosa, en su sacrificio. 

Mis instintos libertarios me empujan a adoptar una actitud 

distante frente a los actos pseudocientíficos consentidos en-

tre mayores de edad.”

“De igual modo, ¿acaso importa que algunas perso-

nas —reconozcámoslo, en su gran mayoría intelectua-

les— crean que la verdad es una ilusión, que la ciencia es 

simplemente una especie de mito y que los criterios para 

juzgar la racionalidad y la correspondencia con la rea-

lidad dependen por completo de la cultura de cada uno? 

Una vez más, quizá no: en la sociedad abundan doctrinas 

muchísimo más perniciosas; además, de todas formas, la 

influencia de los intelectuales más allá de su torre de marfil 

es mucho menor de la que nos ilusionamos en creer.”

Pero considero que sí que importa que las personas pien-

sen en la ciencia como una especie de mito. Esas personas 

tendrán que decidir si financiar la búsqueda de medicamen-

tos o la homeopatía, si invertir en ciencia básica o no, o 

si permitir poner una antena de móviles en su casa. Ade-

más, creo que es un deber informar de que pseudociencias 

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como la homeopatía no tienen detrás nada que las avale; si 

después de informados deciden seguir creyendo, muy bien, 

pero que no elijan por ignorancia.

La religión tampoco sale muy bien parada. ¿Tenemos ra-

zones para creer en algún tipo de Dios? Pocas:

“Tenemos calificativos para las personas que tienen mu-

chas creencias para las que no hay justificación racional. 

Cuando sus creencias son extremadamente comunes, las 

llamamos «religiosas»; de no ser el caso, es probable que 

se las llame «locas», «psicóticas» o «ilusas». [...] Y, sin 

embargo, es un mero accidente histórico que se considere 

normal en nuestra sociedad creer que el Creador del uni-

verso puede escuchar nuestros pensamientos, mientras que 

se considera prueba de enfermedad mental creer que él se 

comunica contigo haciendo que la lluvia repiquetee en có-

digo Morse contra la ventana de tu dormitorio.”

Pero, y esto es importante, hay una explicación psicoló-

gica. A las personas nos gusta pensar que nuestra vida tiene 

un sentido, una finalidad. Sea esta de tipo religioso o no:

“La epistemología no es el punto fuerte de Lerner, pero 

la psicología sí. Basándose en su experiencia como psi-

coterapeuta en el Institute for Labor and Mental Health 

(ILMH), Lerner ofrece un número extraordinario de ideas 

penetrantes sobre las experiencias cotidianas de la gente 

bajo el capitalismo contemporáneo y las variadas concep-

tualizaciones que construyen a partir de esas experiencias. 

«Mucha gente», observa Lerner, ha tenido la sensación de 

una profunda carencia en sus vidas y ha comprobado que 

las recompensas que da el mercado no satisfacen su ham-

bre de poseer algún marco de sentido y finalidad en ellas. 

[...] Algo muy importante falta en el mundo en el que vivi-

mos [...] algo más profundo que la justicia social (aunque 

también necesitamos de ésta). [...] Esa hambre de sentido y 

finalidad es tan fuerte y fundamental para la vida humana 

como el hambre de alimento y de placer sexual.”

Algunas personas encuentran este sentido en la fe, otras, 

simplemente, en su trabajo o vida personal.

El autor también cree que el aumento del populismo de 

derechas es una respuesta al paternalismo de los liberales 

de clase media-alta (teniendo en cuenta que la situación en 

Estados Unidos es muy diferente que en Europa, empezan-

do porque lo que allí entienden por izquierda aquí se le lla-

maría centro derecha). 

El propio autor cae en el mismo paternalismo cuando 

afirma más adelante lo siguiente:

“En primer lugar, es fundamental distinguir entre las 

ideas y las personas que las sostienen. Las personas que 

sostienen falsas ideas no son necesariamente estúpidas.

[...] Pero las personas que sostienen falsas creencias no 

son necesariamente estúpidas ni irracionales.”

No son estúpidas, simplemente están equivocadas. Y 

puede parecer pretencioso señalarles su error, pero es mejor 

que no hacerlo. Es nuestro deber denunciar las estafas in-

telectuales, informar sobre los peligros de las pseudocien-

cias, y defender la razón frente a la irracionalidad, venga 

ésta de la religión o de la ignorancia. Este es un gran libro 

sobre esta lucha, que todo escéptico debería leer y -ojalá- 

aquellos que todavía están equivocados.

Juan P. Fuentes