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La Economía

 

¿Ciencia o Pseudociencia?

 

Bernard Guerrien. (Profesor de la Universidad París 1. Panthéon- Sorbona)

Traducido por Karlos Murga e Inmaculada León

Publicado originalmente en la revista AFIS Science et pseudoscience nº 269

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ossier

Foto: www.flickr.com/photos/bitzcelt/

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a economía, como disciplina, puede dejar perplejo a 

un observador ajeno a ella.

Por un lado, a los economistas se los suele consi-

derar charlatanes que utilizan un lenguaje oscuro y hacen 

predicciones dudosas, cuando no contradictorias; por otra 

parte, utilizan con profusión las matemáticas (solo la física 

teórica lo hace con mayor frecuencia que ellos en sus publi-

caciones académicas) lo que se considera generalmente un 

signo de rigor y valor científico. 

¿Cómo explicar esta paradójica situación? En primer lu-

gar, la complejidad del objeto de sus reflexiones no permite 

un contraste experimental entre distintas teorías. John Stuart 

Mill decía, hace ya mucho tiempo, que su mayor obstáculo 

es la dificultad para diseñar experimentos sobre los fenóme-

nos sociales, dada la multitud de parámetros que hay que 

tener en cuenta y su permanente movilidad. La reproducibi-

lidad es, en consecuencia, imposible, “porque sería imposi-

ble reconocer y registrar todos los aspectos de cada caso”, 

y también porque exigiría un tiempo demasiado largo para 

analizar todas las condiciones que se  van presentando y 

neutralizando mutuamente poco a poco.

Ciertamente, podría argumentarse que en  astronomía, 

por ejemplo, tampoco es factible realizar experimentos. 

Pero “las causas que influyen en el resultado son poco nu-

merosas, cambian poco y siempre según leyes ya conoci-

das”, lo que permite hacer predicciones. “Por el contrario, 

las circunstancias que actúan sobre las condiciones y el 

funcionamiento de la sociedad son innumerables y cambian 

constantemente; y aunque esos cambios obedecen a unas 

causas y, por tanto, a unas leyes, la multitud de causas es tal 

que desafía nuestra capacidad de cálculo. Añadamos que la 

imposibilidad de aplicar cifras concretas a hechos de tal na-

turaleza supone un límite infranqueable a la posibilidad de 

hacer predicciones, y no parece que la inteligencia humana 

se encuentre a la altura de semejante tarea”.

Un método hipotético-deductivo.   

Mill no dijo que no debiera hacerse nada. Por el contrario, 

pensó que era necesario adoptar lo que se llama el “método 

físico”, consistente en deducir a partir de un pequeño núme-

ro de hipótesis sencillas las propiedades que actuarían como 

tendencias: sin hacer predicciones exactas, intentar ver la 

dirección del movimiento. Así explica que, descomponien-

do cada tendencia, sus causas observables y sus efectos in-

dividuales sobre la sociedad, se podrían deducir “las tenden-

cias más poderosas”, lo cual posibilitaría  su comprensión.

Entre las “leyes de la naturaleza humana” existe la propen-

sión  a satisfacer las propias necesidades, el interés personal, 

calificado como “egoísmo” o “amor propio”, cuya existencia 

no se puede negar ni restarle importancia. Basta, sin embar-

go, observar a nuestro alrededor, u observarse a uno mismo, 

para constatar que esta propensión es una más entre otras 

(como la benevolencia hacia los allegados, la importancia de 

la familia o del clan, el sentido del honor, de la justicia, etc.) 

que actúan a menudo contrarrestando el egoísmo. 

Las teorías económicas parten pues, prácticamente todas, 

de un pequeño número de postulados sencillos (derivados 

de la observación de  los comportamientos humanos o de 

ciertas constantes a un nivel más global) y tratan de deducir 

de ellos consecuencias reconocibles que puedan ser defini-

das como tendencias en las estadísticas o en las experiencias 

vividas por nuestras sociedades presentes o pasadas.

El problema, y las divergencias entre economistas, estriba 

en el gran número de relaciones causales posibles y cuya 

importancia, por tanto, es relativa. Esto ha originado mode-

los muy diferentes, en un intento de aclarar lo que pudo su-

ceder en tal o cual lugar, en tal o cual época, pero de ninguna 

manera útil en todos los lugares o épocas. Claro que siempre 

existe la esperanza de poder “explicar” por qué las cosas son 

como son invocando factores que no se tuvieron en cuenta, 

por ejemplo porque no eran cuantificables. Los economistas 

son conocidos  por la poca fiabilidad de sus predicciones, y 

también por su capacidad de explicar a posteriori el porqué 

de sus erróneas recomendaciones, justificándolas en shocks 

o en toda suerte de acontecimientos imprevistos (e impre-

visibles). 

Una profesión muy solicitada.

 

Podríamos pensar que la metodología de los economis-

tas es científica ya que intenta explicar algunos aspectos de 

la realidad, establecer relaciones causales o, por lo menos, 

deducir determinadas tendencias cuantificándolas mediante 

estadísticas o bien ya existentes o bien nuevas y elaboradas 

por ellos mismos. Pero les resulta difícil admitir que su teo-

ría es somera, que la aportación de sus modelos es verdade-

ramente muy limitada y que en realidad no saben gran cosa; 

y más aún cuando su profesión está tan solicitada por los 

poderes públicos y por la sociedad en general, ansiosos por 

saber cómo son las cosas en un momento determinado y, so-

bre todo, cómo resolver tal o cual problema (paro, inflación, 

déficit exterior, etc.) 

Y entonces es grande la tentación de “darles la vuelta”a 

John Stuart Mill (Foto: Wikimedia Commons)

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modelos elaborados de cualquier manera para proporcionar 

previsiones o consejos. Para ello, y con la ayuda de poten-

tes ordenadores, se acumulan fórmulas matemáticas que 

supuestamente describen comportamientos cada vez más 

afinados y tienen en cuenta características sectoriales, regio-

nales y todo lo que se quiera. Esto genera problemas de  tra-

tamiento estadístico (cuando los datos son insuficientes para 

la gran cantidad de variables que se manejan) y también de 

coherencia teórica (por incompatibilidad entre comporta-

mientos descritos por unas y otras fórmulas). La división 

de las variables en “explicativas” y “explicadas” es también 

fuente de debates. 

Junto a los que fuerzan e interpretan interesadamente 

estos modelos en los ministerios, bancos y grandes insti-

tuciones internacionales, se encuentran los teóricos que los 

inspiraron, establecidos sobre todo en las universidades. Al 

contrario de lo que sucede en las ciencias de la naturaleza, 

el economista que elabora teorías forma parte de la realidad 

que desea describir o comprender. Su visión de la sociedad 

está profundamente influida por el lugar que ocupa en ella, 

por sus vivencias, experiencias y relaciones sociales. Forzo-

samente tendrá una opinión sobre “lo que va bien” y sobre 

“lo que no va bien“ y, en consecuencia, sobre lo que debe-

ría hacerse para que esto último vaya mejor. Y su opinión 

condicionará, incluso de forma decisiva, su reflexión y sus 

investigaciones. 

Ante la complejidad de la realidad social escogerá los 

puntos de partida -los axiomas- de su teoría, para deducir 

de ellos unos “resultados” y conclusiones. De hecho, con 

demasiada frecuencia elaborará una teoría con la perspecti-

va de probar, si es posible haciendo un uso retorcido de las 

matemáticas, que sus creencias y opiniones a priori sobre lo 

que debe hacer una buena sociedad están justificadas.  Y es 

precisamente en ese momento cuando se cae en la pseudo-

ciencia, pese a la apariencia honorable que puedan darle las 

fórmulas matemáticas y las deducciones impecables. Tome-

mos dos ejemplos significativos. 

  

Modelos absurdos aderezados con complejas 

fórmulas matemáticas. 

Una de las creencias más arraigadas en la mayoría de los 

economistas es la de que el mercado es eficaz, en el sentido 

de abarcar todas las posibilidades de intercambio ventajosas 

para las partes, al menos si no sufre la traba de las reglamen-

taciones o de las “imperfecciones” como los monopolios u 

otros fenómenos del mismo tipo. 

Si se examina esta creencia se ve inmediatamente que 

está lejos de ser algo evidente: cada uno debe buscar socios 

con los que hacer intercambios, que inevitablemente serán 

parciales, y negociar los precios de lo que se desea inter-

cambiar, en lo cual se emplea tiempo y recursos sin saber 

hasta qué límite, si lo hay. En realidad existe un medio para 

evitar este complejo proceso de resultado incierto: suponga-

mos que existe una entidad central que propone los precios 

(evitando así los problemas de regateos bilaterales), que las 

familias y las empresas hacen sus ofertas y demandas con 

estos precios, que la entidad central coteja globalmente esas 

ofertas y demandas para descubrir los posibles intercambios 

ventajosos, y que aumenta los precios de los bienes cuya 

demanda global es superior a la oferta global mientras que 

los disminuye en caso contrario.  Cuando la entidad central 

ha encontrado el precio que iguala la oferta y la demanda 

Conferencia de prensa para el anuncio del Premio del Banco de Suecia en Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel 2008  (Foto: Wikimedia Commons)

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a nivel global, llamado “precio equilibrado o de referen-

cia”, organiza entonces los intercambios, en los cuales cada 

uno aporta lo que ofrece y se lleva lo que demanda a esos 

precios. Así se elimina claramente la posibilidad de inter-

cambios mutuamente ventajosos, y sin coste alguno pues 

la entidad central se ocupa de ello. El colmo es cuando los 

prejuicios triunfan sobre la razón y se presenta este modelo, 

denominado de “concurrencia perfecta”, como el mercado 

ideal. Solo los iniciados que pueden descifrar sus fórmulas 

matemáticas saben que se trata de un sistema ultracentrali-

zado, que no tiene nada que ver con la idea de mercado que 

se suele tener. Para los demás, los manuales y las obras de 

mayor o menor difusión, este modelo se presenta de manera 

lo bastante confusa para hacer creer que está “matemática-

mente demostrado” que la concurrencia es perfecta porque 

permite una “asignación óptima de los recursos”. Es tal la 

fuerza de las creencias, de los prejuicios, que esto se acerca 

mucho a la estafa intelectual, sea más o menos inconsciente. 

Sin embargo una buena parte de la teoría económica forma-

lizada se construye alrededor de este modelo y se presenta 

como la descripción del mercado por excelencia. 

Otro ejemplo de aberración, y muy de moda en estos 

tiempos, son los modelos con “agentes representativos”. En 

ellos la producción, el consumo, la inversión, el empleo y 

otros factores de la economía de un país se presentan como 

resultados de una elección individual, tipo Robinson Cru-

soe, que concretamente debe decidir cuánto se produce, 

consume e invierte en un periodo de tiempo. Estas eleccio-

nes se compararán con lo que ocurre en un país determi-

nado (Francia, por ejemplo) en lo que se refiere al  PIB, el 

consumo, la inversión, tasas de paro, nivel de precios, en un 

espacio de tiempo similar.

El “truco” consiste en dar a los parámetros que caracte-

rizan al individuo ficticio (parámetros que se supone repre-

sentan sus preferencias y las técnicas de las que dispone) 

valores tales que sus elecciones se asemejen lo más posible 

a las evoluciones observadas en ese país. Luego se dirá si se 

ha conseguido “simular”, si no explicar, lo que sucedió en 

ese país, como si este se comportase como un único indivi-

duo enfrentado de hecho a decisiones de orden puramente 

técnico, que son por otra parte técnicas matemáticas de con-

trol óptimo utilizadas para caracterizar esas decisiones. El 

“Premio Nobel” que se han inventado los economistas se 

les ha concedido a varios de ellos por su “contribución” a 

este sinsentido. Esto es un puro delirio, pero como se pre-

senta adornado con complicadas formulaciones matemáti-

cas pocos son los que se dan cuenta. Entre ellos los hay que 

han construido su carrera sobre este disparate, y prefieren 

permanecer discretamente en segundo plano, ¡nadie quiere 

tirar piedras contra su tejado! Por eso esta farsa, desgracia-

damente, ha durado tanto tiempo y corremos el peligro de 

que dure más aún. 

Estudiantes lúcidos cuestionan el sistema. 

Cuando algún estudiante que posee algo de lucidez y una 

buena formación matemática, les señala a los docentes lo 

absurdo de sus modelos, recibe como respuesta el silencio, 

el desprecio o la amonestación: “¡o se hace eso o no se hace 

nada!”.  Como  reacción  a  tal  actitud,  incompatible  con  el 

método científico, esos alumnos han creado una asociación, 

el  “Movimiento de estudiantes para la reforma de la ense-

ñanza de la economía”.