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primavera-verano 2013

C

uando me dispongo a escribir estas líneas acabo de 

terminar un crucero que ha dado la vuelta al mundo. 

Lo de «la vuelta al mundo» suena apasionante, pero 

al fin de cuentas no se trata nada más que de una decena de 

cruceros de los de una semana y de quince días encadena-

dos. Claro, que lo de «encadenados» define la diferencia. 

Hemos tenido que comer comida italiana repetitiva y con-

vivir con personas extrañas durante cien días.

La quimiofobia de Costa

El viaje lo hicimos en un crucero de la empresa Costa 

Croisières, concretamente en el Costa Deliziosa. Al llegar 

a nuestro camarote una de las primeras cosas que hice fue 

ir al retrete. Allí había un letrero de advertencia. Lo que 

decía era que no se arrojaran compresas ni «productos quí-

micos». Al leer aquello me eché a reír por no llorar. Estoy 

absolutamente convencido de que si les digo a los que han 

hecho el letrero si puedo arrojar por el retrete urea, nitró-

geno, cloruros, fósforo, amonio creatinina o ácido úrico, 

seguro que me dicen que no, pues «ya lo dice claramente: 

no a los productos químicos». Entonces –pensé– si no pue-

do hacer pis en el retrete y mucho menos aguas mayores, 

¿dónde lo hago? Es más: Si no puedo arrojar «productos 

químicos» ¿qué puedo echar, tal vez productos espiritua-

les? ¿qué son los productos no químicos?

Evidentemente ese letrerito forma parte de la quimiofo-

bia de nuestra sociedad actual que es incapaz de ver que la 

química describe toda la materia. Hay que subrayar toda. 

Toda la materia está formada por átomos y moléculas que 

son el objeto de estudio de la química.

Enseñanzas de una 

Vuelta al Mundo

Félix Ares

La mayor parte de la gente española que da la vuelta al mundo en los cruceros 

de Costa Croisières son votantes del PP con carnet. Costa Croisières practica 

la quimiofbia habitual en nuestra sociedad

D

e oca a oca

Foto:www.flickr.com/photos/mag3737/

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No hablar de religión

Para evitar conflictos mi mujer y yo nos propusimos que 

nunca hablaríamos ni de religión ni de política. Y, salvo 

unas pocas excepciones, lo cumplimos. Pero las excepcio-

nes merecen unas palabras de reflexión.

En más de tres meses de convivencia, quieras o no, vas 

conociendo un poco de las personas que van contigo. Al 

embarcar pensé que para tener más de tres meses de va-

caciones lo normal es estar jubilado y para poder pagar un 

viaje así se necesita un poco de dinero. Así que me esperaba 

que los pasajeros fueran gente mayor y acomodados. Me 

esperaba incluso que hubiera más gente de derechas que 

de izquierdas, pero lo que no me esperaba es que una gran 

mayoría se definiera –sin preguntárselo– como votante del 

PP y con carnet y que el mayor insulto para ellos fuera «es 

sindicalista». Sí, había una persona a la que acusaban de 

sindicalista. Una acusación sorprendente. ¿Qué hubieran 

pensado de mí si supieran que yo también fui sindicalista? 

Esperaba menos gente de izquierdas que de derechas, pero 

no me esperaba que los votantes del PP fueran mayoría 

abrumadora.

Conocimos a un matrimonio que había dado muchas 

vueltas al mundo «pues son adictivas». Tenían una agencia 

de viajes y eran relativamente cultos. Me explico: la falta 

de cultura de la gran mayoría de los pasajeros era un gri-

to ensordecedor. Por poner un ejemplo, había muy pocas 

personas con título universitario, cuando digo pocas quiero 

decir menos del 4%. Hablando con dos de ellas, por la no-

che, cuando la posibilidad de ser asaltados por piratas hizo 

que el barco apagara sus luces, vimos varias estrellas fu-

gaces. Les expliqué que eran micro-meteoritos. Entonces, 

la mujer, me dijo: «¿Así que las estrellas fugaces no son 

estrellas?». Jamás hubiera pensado que una persona con un 

título superior pudiera hacer una pregunta así.

Volvamos a la pareja de adictos a la vuelta al mundo. 

Acabábamos de ver monos disecados en un museo de We-

llington, Nueva Zelanda. Como hacía mucho calor, por 

hablar de algo, les comenté que el sistema de riego san-

guíneo de los chimpancés y el nuestro son muy diferentes. 

El nuestro tiene que refrigerar un enorme cerebro y el del 

chimpancé no. Por ello nosotros podemos estar varias horas 

en la playa al sol, pero eso mataría al chimpancé. Entonces, 

el hombre dijo algo así como: el cuerpo humano es mara-

villoso, ¿cómo es posible que haya personas que al ver la 

perfección del cuerpo humano no crean en Dios? Aquello 

me cayó como un jarro de agua fría. Primero: no estábamos 

hablando de religión sino de chimpancés. Segundo, ¿toda-

vía hoy hay personas cultas que no tienen ni puñetera idea 

de cómo funciona la evolución?

No quise contestar y para evitar la respuesta dije que me 

esperaba mi mujer. Él no era tonto así que me dijo: «Ya, ya 

sé que no hay que hablar de religión». Y me fui.

Hablando de evolución, tenía mis serias dudas de cómo 

la presentarían los países islámicos. Una sorpresa agrada-

ble fue ver que, en el museo nacional de Kuala Lumpur, 

hablaban de evolución humana de un modo totalmente 

correcto. Allí en las vitrinas estaban expuestas las copias 

de los cráneos más famosos: el niño de Taung, varios Aus-

tralopithecusHomo habilis, … nuestro propio cráneo y el 

de un chimpancé. Todos juntos para ver las similitudes y 

diferencias. Fue una sorpresa agradable.