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D

ossier

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l escepticismo no es una tendencia natural del ser hu-

mano. Lo natural es la credulidad. Tendemos a creer 

lo que nos dicen porque eso ha resultado beneficioso 

en nuestra evolución para sobrevivir. En esta idea basa Ri-

chard Dawkins su hipótesis darwinista sobre el origen de la 

religión: 

Mi hipótesis específica tiene que ver con los niños. 

Más que cualquier otra especie, sobrevivimos por la 

experiencia acumulada de generaciones previas, y esa 

experiencia necesita trasladarse a los niños para su 

protección y bienestar. Teóricamente, los niños de-

berían aprender por experiencia personal a no acer-

carse al borde de un precipicio, a no comer frutas 

rojas desconocidas, a no nadar en aguas infestadas 

de cocodrilos. Pero, por no decir más, habrá cierta 

ventaja selectiva para aquellos cerebros infantiles que 

tienen una regla de tres: creer, sin dudar, cualquier 

cosa que tus mayores te digan. Obedecer a tus padres; 

obedecer a los ancianos de la tribu, especialmente 

cuando adoptan un solemne y conminatorio tono de 

voz. Confiar sin dudar en nuestros mayores (…) La 

selección natural construye cerebros infantiles con 

una tendencia a creer cualquier cosa que les digan sus 

padres y ancianos de la tribu. Esta confiada obedien-

cia es muy valiosa para la supervivencia… (Dawkins, 

2007, 191-192). 

Pero por muy útil que sea esta tendencia humana a la cre-

dulidad, también tiene su revés o lado menos agradable, y el 

propio Dawkins la menciona justo después: 

Pero la cara opuesta de la obediencia confiada es la 

credulidad servil (…) Una consecuencia automática 

es que quien confía no tiene manera de distinguir un 

buen consejo de uno malo. El niño no puede saber 

que “no chapotees en el Limpopo infestado de co-

codrilos” es un buen consejo, pero “debes sacrificar 

una cabra en luna llena, porque de otra forma no llo-

verá” es, en el mejor de los casos, un desperdicio de 

tiempo y de cabras. Ambas provienen de una fuente 

respetada y son emitidas con una solemne seriedad 

que infunde respeto y demanda obediencia. Lo mis-

mo vale para proposiciones sobre el mundo, sobre el 

cosmos, sobre la moralidad y sobre la naturaleza hu-

mana. (ibid, 192-193

1

). 

Esta tendencia a la credulidad es la que explica, en parte, 

la propagación y persistencia de mitos y rituales en las cultu-

ras antiguas: de generación en generación, y para sobrevivir, 

los ancianos y mayores transmitían a los más jóvenes y ni-

ños sus conocimientos e interpretaciones del mundo que les 

rodeaba, pero al mismo tiempo que les enseñaban técnicas 

de caza, orientación o navegación, también les dejaban sus 

mitos y leyendas sobre el origen del mundo, sobre el alma 

o sobre los dioses. Y mientras cada sociedad se mantuviera 

más o menos cerrada y sin más contactos con el exterior que 

la guerra o el asalto, más perdurarían estos mitos y leyendas. 

El problema aparece cuando diversas sociedades, con sus di-

ferentes costumbres y mitos, entran en contacto más pacífico 

El Laicismo 

como versión política 

del Escepticismo

Andrés Carmona Campo, filósofo y antropólogo.

“Buen hombre, a muchos he oído decir que eres muy sabio y muy versado en el conocimiento de

las cosas de Dios, por lo que me gustaría que me dijeras cuál de las tres religiones consideras que

es la verdadera: la judía, la mahometana o la cristiana” (El sultán Saladino al judío Melquisedec, en

el cuento “Los tres anillos” de Boccaccio).

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entre sí (por ejemplo, mediante el comercio). La apertura de 

unas sociedades a otras, de unas culturas a otras, el pluralis-

mo socio-cultural, produce a su vez otro conflicto, esta vez 

de interpretaciones. La confrontación de mitos, religiones y 

formas de entender la realidad de cada cultura, tuvo que pro-

ducir una especie de “shock” cognoscitivo, y la necesidad 

de preguntarse por la verdad de cada una de esas interpre-

taciones. Una pregunta que presupone la duda previa acerca 

de lo que antes se tenía por verdadero tan solo porque así 

había sido recibido por la tradición y la autoridad. Es en este 

contexto en el que tiene que surge la filosofía como reflexión 

acerca del propio conocimiento y de su origen, límites y va-

lidez. No es casualidad, por tanto, que la filosofía aparezca 

precisamente en las colonias griegas o que se desarrolle en 

Atenas, centros todos ellos de pluralismo cultural, y es que el 

pluralismo es conditio sine qua non de la propia filosofía: en 

una sociedad homogénea no hay filosofía, sino que perdura 

la credulidad. 

Y es aquí donde aparece también el escepticismo, también 

de forma natural: donde hay pluralismo cultural tiene que 

haber escepticismo, es decir, “duda” o “sospecha

2

” acerca de 

lo que antes se tomaba por verdadero y que ahora ya no pa-

rece tan claro ni evidente al tener constancia de otras formas 

alternativas de entender la realidad. En una sociedad cerrada 

en sí misma, homogénea, no tiene sentido cuestionarse la 

verdad de la tradición recibida, es más, puede ser perjudicial 

para la supervivencia de esa sociedad problematizar sus mi-

tos y costumbres, de ahí que sean sociedades tendentes a cas-

tigar la diferencia, la disidencia o el espíritu crítico, y reacias 

a mantener contactos con otras, para no “contaminarse”, o lo 

que es lo mismo, para que el conocimiento de alternativas no 

amenace la perdurabilidad de esa sociedad basada en esos 

mitos y tradiciones heredados. Pero en sociedades plurales y 

heterogéneas, de la propia diversidad surge el escepticismo 

como duda acerca de la verdad de cada una de las interpre-

taciones presentes. Es este el momento negativo o destruc-

tivo del escepticismo: la puesta en duda de lo recibido, de 

la tradición, de la autoridad. Este momento negativo puede 

percibirse  ya  en  los  primeros  filósofos,  los  presocráticos, 

y su escepticismo y negación de las explicaciones míticas 

acerca de la realidad, o en los sofistas, y su caracterización 

de la cultura (con sus valores, leyes, dioses, etc.), como algo 

convencional. Este escepticismo negativo tendría una de sus 

máximas expresiones en la filosofía antigua llamada “escép-

tica” y fundada por Pirrón. 

Pero el escepticismo tiene también un segundo momento 

positivo o constructivo, pues el estancamiento en el momen-

La expresión “escepticismo cien-

tífico”  me  parece  acertada,  pues 

pone de manifiesto las dos caras 

del escepticismo antes menciona-

das: la negativa o de duda y sos-

pecha, y la positiva o constructiva. 

Richard Dawkins (Foto: Malenkov in Exile, www.flickr.com/photos/shanelin/)

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to puramente negativo daría lugar al convencionalismo, el 

relativismo y/o el pragmatismo (el “todo vale” porque “nada 

vale”): la verdad no existe o es imposible de conocer. Es 

el camino que siguió la filosofía presocrática: de la crítica 

al mito, a la construcción de alternativas racionales; o los 

grandes filósofos de la antigüedad, Sócrates, Platón y Aristó-

teles: todos ellos partieron de la puesta en duda de las teorías 

anteriores y contemporáneas a ellos, para construir después 

sus alternativas. De un modo más o menos similar, toda la 

filosofía ha venido siguiendo esta misma dialéctica

3

Pues bien, el “escepticismo científico” también sigue este 

recorrido. Y la expresión me parece acertada: “escepticis-

mo”  y  “científico”,  pues  pone  de  manifiesto  las  dos  caras 

del escepticismo antes mencionadas: la negativa o de duda y 

sospecha, y la positiva o constructiva. El escepticismo cien-

tífico parte de la pluralidad de explicaciones posibles para 

los fenómenos (conditio sine qua non), y duda, en principio, 

de todas ellas, (momento negativo) para después optar por 

la explicación científica como la más verosímil o aceptable 

(aunque no segura de un modo absoluto), dejando las de-

más alternativas como meras creencias o incluso rechazando 

otras  (las  pseudocientíficas  o  anticientíficas).  La  cuestión 

que surge es: ¿y por qué la opción por la explicación cientí-

fica y no otra? Considero que la clave está en el pluralismo 

y en las ganas o no que tengamos de entendernos. Intentaré 

explicarlo.

Imaginemos a un sujeto hipotético que se encuentre ante 

un fenómeno cualquiera. Y supongamos que ese sujeto tiene 

una “explicación” recibida que lo explica de alguna forma, 

“explicación” que luego trasmitirá a su vez a la siguiente 

generación. Mientras esa “explicación” le “funcione”, no la 

pondrá en duda y la aceptará como verdadera (no la pondrá 

en duda porque no tiene motivos para hacerlo: “funciona” 

y además no conoce ni se imagina que pueda haber otra ex-

plicación distinta). Entrecomillamos porque la “explicación” 

no tiene porqué ser cierta y porque puede “funcionar” por 

lo menos en apariencia: por ejemplo, puede que su “expli-

cación” para los días de sol sea que los dioses están alegres 

y para los de lluvia que están tristes; la “explicación” sí que 

le “funciona”, aunque desde nuestras coordenadas sabemos 

que ni es cierta ni funciona

4

 (pasa igual con las “explica-

ciones” homeopáticas: parecen funcionar, aunque la explica-

ción sabemos que no es la “memoria” del agua sino el efecto 

placebo). Pero supongamos que este sujeto se encuentra con 

otro que tenga otra “explicación” distinta para el mismo fe-

nómeno y que también “funcione”. Y para enredarlo más, 

imaginemos a un tercero que también aporte la suya. Es de-

cir, pasemos de una sociedad cerrada, homogénea o mono-

cultural, a otra abierta, heterogénea y multicultural. 

Decíamos que la clave estaba en el pluralismo y en las 

ganas o no de entenderse. Hemos llegado al pluralismo, vea-

mos ahora lo de querer entenderse o no. Estos tres sujetos, 

al ver que hay otras “explicaciones” alternativas a la de cada 

uno, padecerá el “shock” cognoscitivo: por lo menos por un 

rato se le pasará por la cabeza la duda, la sospecha de que 

podría ser que su “explicación” no fuera correcta y que fue-

ra la de alguno de los otros

5

. Y para salir de este impasse 

podrían hacer varias cosas ante su conflicto cognitivo. Una 

opción podría ser que quien fuera más fuerte de los tres obli-

gara a los demás a aceptar su propia “explicación” y que se 

olvidaran de las suyas, por el simple motivo de que es más 

fuerte que ellos y puede amenazar y forzarles. Otra opción, 

en caso de igualdad de poder entre ellos o desinterés en la 

fuerza bruta, sería ignorar las demás “explicaciones” y man-

tener cada uno la suya propia sin prestar más atención a las 

de los demás. Estas opciones serían respectivamente las del 

dogmatismo intolerante (valga la redundancia) y las de la 

tolerancia mutua (por igualdad de poderes) y el relativismo 

(cada “explicación” es “verdadera” solo para cada sujeto que 

la acepta como tal). En ninguno de estos casos hay interés en 

los sujetos por llegar a entenderse. Pero supongamos que sí 

tuvieran esa intención, que quisieran entenderse, o dicho de 

otra forma, que cada uno dudara de su propia “explicación” 

y quisiera llegar, conjuntamente con los demás, no ya a otra 

“explicación” más, sino a una explicación (sin comillas). 

¿Qué tendrían que hacer?

Pues, para empezar, mantener la propia duda sobre sus 

“explicaciones” y abrirse a la posibilidad de que hubiera otra 

mejor. Esta actitud de sospecha y apertura es consustancial 

al escepticismo. Y después, establecer unas reglas que fueran 

aceptadas por todos para que, siguiéndolas, pudieran llegar 

entre los tres a una explicación que debería ser admitida por 

todos ellos. Maticemos un poco más esto último en dos as-

pectos. Nuestros tres amigos han de establecer unas reglas, 

un método, que les permita llegar a una conclusión en co-

mún. Pero no vale cualquier método. De hecho, ni siquiera 

vale el simple acuerdo o consenso en que sea tal o cual mé-

todo. Dicho de otra forma: no es suficiente que los tres estén 

de acuerdo en que el método sea este o este otro, sino que 

el método debe ser válido no solo para ellos tres, sino para 

cualquier sujeto, y esto es así porque buscan una explica-

ción admisible no solo para ellos, sino para cualquier sujeto. 

Por poner un ejemplo: supongamos a tres hombres blancos 

estableciendo las reglas para elegir un gobierno, y que es-

tablezcan como una de ellas que los votantes sean hombres 

y blancos. Los tres están de acuerdo, pero este consenso no 

es válido, pues aunque los tres sujetos (hombres y blancos) 

están de acuerdo, no todo sujeto (no cualquier sujeto) estaría 

de acuerdo (cualquier mujer o una persona negra no lo esta-

ría

6

). Y además, la explicación obtenida debe tener siempre, 

pese a su admisibilidad, el carácter de provisional mientras 

que no se descubra otra explicación mejor. Es decir, que 

cualquier conclusión a la que se llegue debe dejar abierta la 

posibilidad a que nueva información o investigaciones pue-

dan dar lugar a una explicación mejor aún que esa (pero que, 

con todo, tampoco sería definitiva), pues si no, se volvería 

al punto de partida en el que todo es cerrado y dogmático. 

Cuál es ese método ya debería estar claro a estas alturas, 

pues es conocido y practicado desde hace siglos: la meto-

El escepticismo no es una tenden-

cia natural del ser humano. Lo na-

tural es la credulidad. Tendemos a 

creer lo que nos dicen porque eso 

ha resultado beneficioso en nues-

tra evolución para sobrevivir. 

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dología científica. De ahí que el escepticismo sea también 

científico. Y es que no todo escepticismo tiene porqué ser 

científico  (pues  puede  ser  relativista  o  nihilista),  pero  las 

ciencias sí que son escépticas por definición: una ciencia cré-

dula, acrítica o dogmática sería como un hierro de madera o 

un círculo cuadrado. La metodología científica es el mejor 

conjunto de reglas que la humanidad ha sabido darse para 

progresar en el conocimiento de la realidad (o el menos malo 

y que tiene menor probabilidad de errores en comparación 

con otros, si se prefiere así). Sus características (pluralidad 

de  hipótesis,  cuantificación,  experimentación,  contrastabi-

lidad, falsabilidad, replicabilidad, etc.) garantizan que sus 

conclusiones (las verdades científicas) puedan ser admitidas 

como explicaciones por cualquier sujeto. Así como sus va-

lores, los valores implicados y practicados por la comunidad 

científica y sin los cuales no puede haber ciencia: el pluralis-

mo, la libertad de pensamiento, expresión e investigación, la 

honestidad, la constancia, la veracidad, etc. Características y 

valores que no se dan en las “explicaciones” alternativas de 

la realidad que puedan llegar desde las pseudociencias, anti-

ciencias o incluso desde el llamado “sentido común” o una 

visión ingenua de las cosas. 

Alguien podría decir que la opción por el método cientí-

fico es arbitraria y prejuiciosa, y que porqué no otro método 

(la meditación, la introspección, la intuición o la revelación 

divina, por ejemplo). La respuesta está en una de las matiza-

ciones que hacíamos dos párrafos más arriba, y que podemos 

resumir en la intersubjetividad: no se trata de que el método 

sea válido o aceptable por un sujeto o por muchos sujetos, 

sino que lo sea para cualquier sujeto. Y para eso, ese método 

ha de basarse en algo que sea común a todo sujeto y eficaz 

para el conocimiento de todo sujeto, y ese algo no puede 

ser otra cosa que la razón, la capacidad humana de pensar 

y actuar racionalmente, y la máxima expresión de la razón 

humana no es sino la ciencia. Podría objetarse que la razón 

es común a todo sujeto, pero que la capacidad de meditar o 

intuir también (o incluso la de aceptar la revelación divina), 

pero entonces se olvida algo importante: dijimos que debe 

ser algo común  a  todo  sujeto pero también eficaz  para  el 

conocimiento de todo sujeto. Podría ser (siendo muy gene-

rosos en concesiones) que cualquiera pueda meditar o intuir 

o aceptar una revelación de los dioses, pero nada de eso es 

eficaz a todo sujeto: podrá ser “eficaz” para algunos sujetos, 

pero no para todo sujeto. La ciencia es eficaz para todo su-

jeto porque de hecho da lugar a conocimientos y que como 

tales se pueden comprobar y se pueden repetir por cualquier 

sujeto (contrastabilidad y replicabilidad), pero las otras alter-

nativas no: varios sujetos meditando, intuyendo o captando 

revelaciones sobre lo mismo llegarán a conclusiones distin-

tas, es decir, solo tienen creencias distintas (válidas privada-

mente, para cada uno pero no para todos) mientras que dos 

laboratorios experimentando sobre lo mismo, llegarán de 

forma independiente a los mismos resultados, resultados que 

podrán ser repetidos y comprobados a su vez posteriormente 

por otros laboratorios. 

De  lo  anterior  podemos  extraer  una  consecuencia  im-

portante: en sus ganas de entenderse, nuestros tres amigos 

hipotéticos deberán haber llegado a ser conscientes de una 

diferencia fundamental: la diferencia entre su ámbito priva-

do de creencias y el ámbito público del conocimiento. Cada 

uno tenía una “explicación” de las cosas que le “funcionaba” 

(una creencia), pero en su ánimo de entenderse y convivir, 

las pusieron en suspenso y consensuaron un método que fue-

ra válido para los tres y para cualquier otro sujeto, y que 

no era otro que el método científico. Pero que pusieran en 

suspenso sus creencias previas no quiere decir que las re-

chazaran definitivamente. Para cada uno, su “explicación” 

puede seguir siendo válida para él mismo, lo que pasa es que 

reconoce que no es universalizable, que los demás no tienen 

porqué aceptarla, mientras que la explicación obtenida por el 

método científico sí que es común para todos y cada uno de 

ellos (es conocimiento y no mera creencia

7

, por lo anterior-

mente dicho). 

Y otro aspecto muy importante es el carácter principal-

mente metodológico de la ciencia

8

. Llamamos ciencia a la 

teoría de la evolución, a la teoría de la gravitación universal, 

o a la teoría del movimiento de las placas tectónicas. Estas 

teorías podemos decir que son ciencia en sentido sustantivo 

o ciencia como resultado de la aplicación del método cien-

tífico. Pero el propio método científico es eso, un método, 

una metodología que lo que permite es obtener esas teorías 

científicas. El método es el medio por el que se obtienen esas 

teorías como resultados sustantivos. De acuerdo con esto, el 

escepticismo científico lo que defiende es el uso del método 

científico como forma de distinguir los conocimientos pú-

blicos (resultado del método científico que actúa a modo de 

“filtro”) de las creencias privadas (que no pasan ese “filtro”), 

pero el propio escepticismo científico no es una teoría sus-

tantiva, el escepticismo científico más que sustantivo es me-

todológico: es una actitud previa y un conjunto de valores a 

la hora de intentar llegar a consensos acerca de lo que pueda 

ser (provisionalmente) la verdad más probable y válida para 

todo el mundo (la verdad científica). Esto quiere decir que el 

método científico no es una forma más de obtener conoci-

miento al lado de otras (como el sentido común, la intuición, 

la percepción extrasensorial o la revelación divina), sino que 

es el método que cualquiera debe seguir si pretende exponer 

un contenido con validez (provisional) universal (para todo 

sujeto). 

De todas formas, y dado que la ciencia no es solo el mé-

todo científico sino también el resultado de la aplicación de 

ese método, como hemos dicho, a veces puede ocurrir que 

la ciencia dé resultados que sean incompatibles o contradic-

torios con algunas creencias. En ese caso, el escepticismo 

científico apuesta por la ciencia y considera falsos (siempre 

provisionalmente) a esas creencias contrarias a los resulta-

dos científicos. Por ejemplo, ante diferentes hipótesis sobre 

la explicación de un fenómeno, y mientras no haya resul-

tados concluyentes, diferentes científicos pueden “apostar” 

No todo escepticismo tiene porqué 

ser científico, pues puede ser rela-

tivista o nihilista. pero las ciencias 

sí  que  son  escépticas  por  defini-

ción: una ciencia crédula, acrítica 

o dogmática sería como un hierro 

de madera o un círculo cuadrado.

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por la hipótesis o teoría que les parezca más plausible, ape-

lando si acaso a la “navaja de Ockham” o a otros criterios 

de elección. Sería el caso de las diferentes teorías acerca de 

una posible teoría unificada para la física teórica, por ejem-

plo, o las diferentes teorías para explicar la evolución de las 

especies (neodarwinismo, simbiogénesis, saltacionismo, 

etc.). Pero cuando la ciencia ya ha dado una teoría aceptada 

para un fenómeno y se le oponen creencias que la niegan o 

contradicen, entonces el escepticismo científico se posiciona 

a favor de la ciencia y en contra de esa creencia: sería el 

caso de la homeopatía, pues la hipótesis homeopática de la 

“memoria del agua” contradice lo que la física y la quími-

ca establecen ahora mismo al respecto. Otra cosa distinta es 

el derecho del homeópata (o cualquiera que contradiga a la 

ciencia) a creer en sus propias creencias. No hay problema 

alguno si un creyente en la homeopatía reconoce que tiene fe 

en la homeopatía y que por eso confía (tiene fe

9

) en que a la 

larga la hipótesis homeopática será confirmada (a pesar de 

que no haya pruebas a su favor por ahora y las que haya sean 

más bien contrarias

10

). Distinto sería si ese creyente homeó-

pata pretendiera que lo suyo no es una creencia sino ciencia, 

y que tan cierta y tan científica es su creencia homeopática 

como la teoría heliocéntrica o la de la relatividad general. 

Algo así es lo que sucede a los creyentes en el creacionismo 

puro y duro o en su versión moderada del diseño inteligente. 

El creacionismo no pasa el “filtro” del método científico y 

no es ciencia, sino creencia, y si acaso como tal puede ser 

enseñado en donde corresponda (en la iglesia o parroquia de 

la comunidad religiosa que lo acepte), pero ni es una teoría 

científica ni puede enseñarse como si lo fuera de forma alter-

nativa a otras teorías científicas que sí que lo son realmente 

como son las evolucionistas

11

Partiendo de la base de lo anterior, consideramos posible 

establecer una analogía con el laicismo

12

. Según esta analo-

gía, el laicismo sería a la filosofía política como el escepticis-

mo científico a la teoría del conocimiento. Si en una sociedad 

plural y heterogénea los sujetos han de recurrir al escepticis-

mo científico a la hora de consensuar qué conocimientos son 

(provisionalmente) válidos para todos (los procedentes de 

las ciencias) y cuáles se quedan en el ámbito privado de cada 

cual, en esa misma sociedad plural y heterogénea los sujetos 

deberán recurrir al laicismo como forma de establecer qué 

normas son universales, aplicables y obligatorias para todos 

y cuáles solo son válidas para algunos sujetos pero no para 

todos. Nótese ya de entrada que entonces el laicismo no es 

una teoría más entre otras, igual que no lo era el escepticismo 

científico, sino que de la misma forma será un presupuesto o 

condición previa para la propia convivencia en una sociedad 

ideológicamente plural. 

El laicismo parte un juicio de hecho, de un juicio de va-

lor y de un presupuesto epistémico (y que son comunes en 

esencia al escepticismo científico: cf. nota 13 al pie). Veamos 

cada uno de ellos: 

El juicio de hecho del que parte el laicismo es el plura-

lismo ideológico en las sociedades modernas actuales, la 

diversidad de cosmovisiones y formas de entender y vivir 

la propia existencia, y que pueden basarse en presupuestos 

distintos (materialistas, humanistas, religiosos, etc.). 

El juicio de valor que también asume el laicismo es que 

ese pluralismo ideológico es bueno, y que es mucho mejor 

que el dogmatismo o el pensamiento único, de ahí su defensa 

de la libertad de conciencia, de opinión y expresión, y su 

esencial condición democrática

13

. Aparentemente, es mucho 

más difícil organizar la convivencia en una sociedad plura-

lista que en otra homogénea, sin embargo, para el laicismo 

es compatible y positivo que haya pluralismo y convivencia, 

eso sí, siempre que los miembros de la sociedad quieran con-

vivir y a la vez mantener esa pluralidad. Irremediablemente, 

el laicismo se opone, por lo tanto, a quien no quiera convivir 

con los demás o pretenda eliminar esa pluralidad, se opone a 

la exclusión y a cualquier forma de discriminación: el exclu-

yente no tiene sitio en la sociedad laica

14

La estrategia laicista para coordinar convivencia y plu-

ralismo es precisamente la distinción (y separación) básica 

entre lo que es público y lo que es privado, lo que pertenece 

La estrategia laicista para coordi-

nar convivencia y pluralismo es 

precisamente la distinción y sepa-

ración básica entre lo que es públi-

co y lo que es privado. 

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al ámbito público o común y lo que pertenece al ámbito pri-

vado o particular de cada uno pero que no es universalizable 

a los demás (que es la misma distinción básica del escepticis-

mo científico: distinguir aquellos conocimientos procedentes 

de las ciencias y válidos para todos, de aquellas creencias 

que si acaso solo pueden ser creídos por algunos pero no por 

todos). 

¿Qué es lo público? Lo que todos tenemos en común, lo 

que compartimos, lo que a todos nos afecta, con lo que todos 

nos identificamos, lo que hace posible que estemos juntos 

todos. Público es con lo que todos estamos cómodos, con lo 

que cualquiera estaría de acuerdo si quiere que estemos jun-

tos y convivamos (recordando que ‘todos’ quiere decir ‘cual-

quier sujeto’ como también matizábamos antes, y no solo la 

mayoría ni tan siquiera todos en sentido contingente

15

). 

En este sentido, la política es el ámbito público, donde se 

hacen las leyes, donde todos debatimos y decidimos sobre lo 

que es común y a todos nos afecta. La política (politeia, en 

griego) es la cosa pública (la res publica, en latín: la Repú-

blica). Y este es a su vez el límite de la política y las leyes: 

solo se legisla desde la política lo que es público, lo que a 

todos concierne, pero no lo que pertenece al ámbito privado 

y particular de cada cual: la Ley, el Estado, la República, no 

pueden entrometerse ni legislar lo que es privado sino todo 

lo contrario, debe protegerlo de cualquier intromisión en ese 

ámbito; la protección de la libertad de conciencia, pensa-

miento, opinión, etc., es un deber que tiene que garantizar el 

Estado precisamente para evitar el totalitarismo que supon-

dría un Estado que dictara a los individuos qué deben creer o 

pensar incluso privadamente

16

Si eso es lo público o político, el ámbito privado o lo pri-

vado es todo aquello que pertenece a cada uno o con lo que 

cada uno se identifica pero que no es universalizable, que es 

válido para él o ella pero no para cualquiera o para todo el 

mundo. Es el ámbito de lo civil y la conciencia individual, y 

que como decíamos debe estar protegido de cualquier intro-

misión desde lo público: el Estado no puede legislar en este 

No hay ningún problema a la hora 

de que en una asignatura como la 

Educación para la Ciudadanía se 

enseñen valores, puesto que los 

que se enseñan son precisamente 

los de esa moral pública y no los 

de ninguna moral privada.

John Rawls (Foto: Jane Reed, Harvard-Gazette en en.wikipedia.org)

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el esc

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ámbito más allá que para protegerlo y garantizar las condi-

ciones que permiten la libertad en este ámbito

17

Pero lo anterior es cierto también a la inversa: no debe ha-

ber interferencia tampoco desde lo privado hacia lo público. 

El ámbito público debe estar a su vez protegido de lo priva-

do. Dicho de otra forma: en el ámbito público no valen las 

“razones” privadas, precisamente porque en el ámbito públi-

co se busca lo que es universal, común a todas las personas y 

válido para todos, mientras que lo privado, por definición, es 

lo que vale para unos pero no para todos. Quien argumenta 

en el espacio público debe abstenerse de hablar desde sus 

convicciones privadas, precisamente porque son privadas, 

válidas para él pero no necesariamente para los demás. Sería 

también totalitaria cualquier propuesta que, perteneciendo al 

ámbito privado, pretendiera imponerse públicamente. En el 

ámbito público solo valen las razones que de verdad lo son, 

es decir, las que sean susceptibles de universalidad y acep-

tación por cualquier sujeto. En esta línea se han propuesto 

varias formas de concretar esta distinción

18

. Por citar solo 

alguna, podemos recurrir a la “posición original” de John 

Rawls

19

. Simplificando mucho esta propuesta rawlsiana, po-

demos decir que para Rawls, una norma será justa si se esta-

blece desde una hipotética “posición original”, que consiste 

en decidir sobre esa norma pero con un “velo de ignorancia”. 

Este “velo” consiste en tomar la decisión pero sin tener en 

cuenta nuestras circunstancias particulares y contingentes 

(posición socio-económica, capacidades individuales, etc.). 

Pongamos un ejemplo simple a efectos didácticos: imagine-

mos a tres sujetos A, B y C, que tienen que tomar una deci-

sión sobre la limpieza de un espacio común que comparten. 

Y se les plantean dos opciones: 1. que la limpieza la haga 

cada día uno de ellos en orden rotatorio. 2. que todos los días 

limpie el sujeto C. Si esta decisión se toma sabiendo cada su-

jeto quién es A, B y C, el resultado de la votación podría ser 

que A y B votarían la opción 2 y solo C la opción 1, lo que 

es claramente injusto aunque se haya decidido por mayo-

ría

20

. Sin embargo, si decidieran con el “velo de ignorancia”, 

deberían hacerlo sin saber (sin tener en cuenta) quién es A, 

quién es B y quién es C, con lo cual el resultado seguro sería 

que los tres votarían la opción 1. La diferencia de votos está 

en que en el primer caso todos se han dejado llevar por su 

egoísmo, mientras que en el segundo caso, con el “velo de 

ignorancia”, todos han adoptado un punto de vista universal, 

público, y han decidido lo que es justo (según Rawls), o di-

cho en nuestros términos, han tomado una decisión pública 

porque es universalizable y válida para todo sujeto, pero para 

poder hacerlo han tenido que dejar de lado lo que es parti-

cular y privado, han tenido que saber distinguir el ámbito 

público del privado. 

En el caso de la ética y la moral, es claro que pertenecen 

al ámbito privado. La ética de cada cual o la moral de un 

grupo son particulares, son válidas para quien las acepte en 

su propia vida, pero no son universalizables: diferentes per-

sonas pueden tener diferentes normas éticas o morales (eu-

demonistas o formales, utilitaristas o deontológicas…) pero 

pertenecen a su ámbito privado y no pueden pretender vali-

dez universal para ellas. Otra cosa es que podamos hablar 

de una ética o moral públicas entendidas como el conjunto 

de valores que inspiran lo público, y que serían la libertad, 

la igualdad, la justicia, etc.

21

, y que son condiciones de po-

sibilidad (y solo en este sentido transcendentales) para que 

podamos hablar de lo público. Pero más allá de esta moral 

pública así entendida, las demás éticas y morales pertenecen 

al ámbito privado. No hay una “moral natural” salvo que 

por esa expresión entendamos la moral pública que decía-

mos: cualquier otra pretendida “moral natural” no deja de 

ser una moral concreta (particular) camuflada de “universal” 

sin serlo (y que es la falacia a la que se agarran, por ejemplo, 

algunas confesiones religiosas a la hora de oponerse a cues-

tiones como el matrimonio homosexual o la interrupción del 

embarazo: su “moral natural” no es sino su particular moral 

religiosa; la “moral natural” solo es una moral religiosa ver-

gonzante o que se avergüenza de presentarse directamente 

tal cual). Aplicando lo dicho, no hay ningún problema a la 

hora de que en una asignatura como la Educación para la 

Ciudadanía y los Derechos Humanos (ECDH) que incorpora 

la nueva Ley Orgánica de Educación (LOE

22

) al currículo 

escolar se enseñen valores, puesto que los que se enseñan 

son precisamente los de esa moral pública y no los de ningu-

na moral privada. Son valores válidos para cualquier sujeto 

independientemente de los valores particulares de su moral 

privada. 

La religión también pertenece al ámbito privado

23

, y a es-

tas alturas ya debería estar claro porqué. Las religiones son 

válidas para quien quiera creerlas, pero no son válidas para 

cualquier sujeto. De aquí que el ámbito público deba estar 

separado del religioso y su influencia. En el ámbito público, 

el “velo de ignorancia” nos hace desconocer nuestra propia 

religiosidad o falta de ella: una decisión en el ámbito público 

no puede tomarse teniendo en cuenta la religiosidad. Modi-

ficando el ejemplo anterior: imaginemos tres sujetos A, B y 

C tal que A es cristiano, B es musulmán y C es ateo y que 

tuvieran que decidir si con el dinero de los tres se debe sub-

vencionar la religión, y supongamos estas opciones: 

1)  Con  el  dinero  de  todos  se  subvenciona  a  la  religión 

cristiana. 

2)  Con  el  dinero  de  todos  se  subvenciona  a  la  religión 

musulmana. 

3) Con el dinero de todos no se subvenciona a ninguna 

religión y que se autofinancien ellas. 

Sin “velo de ignorancia”, A votaría la opción 1, B la 2, y C 

la 3, con lo que el acuerdo sería difícil. Pero con “velo de ig-

norancia”, si los sujetos no saben si ellos son cristianos, mu-

sulmanes o ateos, los tres votarían la opción C, pues ninguno 

querría que con el dinero de todos (y por lo tanto también el 

suyo) luego resultara que se va a financiar a una religión que 

resultara no ser la suya. 

La laicidad no es un ideal político 

alternativo a ninguna religión, ni 

mucho menos contrario a ninguna 

de ellas. Es un falso dilema tener 

que elegir entre laicidad, cristianis-

mo, islam o ateísmo, por ejemplo. 

La laicidad se mueve en un plano 

distinto del de las demás opciones.

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Nótese de paso que el laicismo así entendido implica la 

imposibilidad de un Estado teocrático o confesional pero 

también de otro ateo o antireligioso: los sujetos de antes, 

ante las siguientes posibilidades, y con un “velo de ignoran-

cia”, elegirían la opción 4:

1  Estado confesional cristiano.

2  Estado confesional islámico.

3  Estado ateo.

4  Estado laico. 

Y elegirían el Estado laico puesto que supone un Estado 

que al distinguir lo público de lo privado garantiza la pro-

tección de la libertad de conciencia y de pensamiento (y por 

ende, de religión) a la vez que es neutral en cuestiones rela-

tivas a las religiones y no se identifica con ninguna ni contra 

ninguna, es decir, es un Estado cuyo ámbito público (lo que 

pertenece a todos y con lo que todos se identifican) está se-

parado del ámbito privado (con lo que solo algunos –pocos 

o la mayoría, da igual) se identifican. De aquí que también 

sea una falacia en estos asuntos apelar a la mayoría (cf. nota 

15 al pie): con el “velo de ignorancia” da igual que haya una 

mayoría contingente a favor de cierto contenido particular 

del ámbito privado, es decir, da igual que una mayoría de 

la población acepte algo en sus conciencias privadas, pues 

lo importante no es si mucha gente acepta algo que es vá-

lido para ellos pero no para todos, sino que lo relevante es 

precisamente si es o no válido para todos y cualquier suje-

to, no para algunos o la mayoría. Por esto es indiferente si 

la mayoría de una sociedad acepta una religión concreta en 

su ámbito privado; el Estado (lo público) ha de ser neutral 

igualmente, del mismo modo que no importaría si la mayo-

ría de la sociedad fuese atea: eso no justificaría prohibir la 

religión de la minoría restante ni identificar lo público con el 

ateísmo de esa mayoría. A partir de aquí, es fácil extraer las 

consecuencias pertinentes a polémicas como la de los sím-

bolos religiosos (o en su caso ateos o antireligiosos) en los 

edificios públicos, por ejemplo. 

Hay que aclarar que la laicidad no es un ideal político 

alternativo a ninguna religión, ni mucho menos contrario a 

ninguna de ellas. Es un falso dilema tener que elegir entre 

laicidad, cristianismo, islam o ateísmo, por ejemplo. La lai-

cidad se mueve en un plano distinto del de las demás opcio-

nes. La laicidad es metodológica y se mueve en el ámbito 

público (distinguiéndolo del privado) mientras que las con-

cepciones sobre lo sagrado son sustantivas y pertenecen al 

ámbito privado. La laicidad es el método o el medio para 

articular la convivencia de esas diferentes formas de inter-

pretar la propia existencia, y por lo tanto no se identifica con 

ninguna. En un Estado laico, todos sus ciudadanos e institu-

ciones son laicos en el ámbito público, es decir, cuando se 

trata de lo que a todos concierne, y luego cada ciudadano 

tiene sus propias creencias en su ámbito privado. En una so-

ciedad plural en la que sus ciudadanos quieren convivir, cada 

uno será cristiano, ateo, budista o hinduista privadamente, 

pero todos comparten el mismo ámbito público que es laico 

(y no se identifica con las creencias concretas de ninguno de 

ellos en particular, precisamente para poder ser público, de 

todos). A lo que el laicismo se opone es precisamente a esa 

identificación de lo público con una opción religiosa o atea 

particular

24

, y que podemos llamar clericalismo, como son 

las teocracias, los Estados confesionales (o criptoconfesio-

nales

25

) o los Estados ateístas. 

Decíamos que el laicismo se asienta en un juicio de hecho, 

en un juicio de valor, y en un presupuesto epistémico. Ese 

presupuesto es precisamente otra de las cosas que el laicismo 

tiene en común con el escepticismo: el antifundamentalismo. 

El escepticismo y el laicismo, asumen el presupuesto de que 

es imposible conocer ninguna verdad absoluta, y que como 

mucho podemos llegar a consensos sobre contenidos que 

aceptamos provisionalmente como verdaderos o justos (pro-

visionalmente en el sentido de que dejamos abierta la posi-

bilidad de estar equivocados y que nuevos descubrimientos 

o investigaciones nos hagan cambiar de opinión). Y esos 

consensos son posibles gracias a la distinción entre público 

y privado, y al empleo de una metodología que nos permi-

te llegar a las verdades científicas o a las normas justas (el 

método científico y el “velo de ignorancia” o procedimiento 

similar) que son válidas (provisionalmente) para todos más 

allá de sus creencias u opiniones que solo son válidas en su 

ámbito privado. 

En el caso del escepticismo científico, éste no se opone a 

las creencias privadas de nadie, tan solo a que alguien pre-

tenda que sus creencias privadas tengan validez universal 

sin pasar el “filtro” del método científico

26

. En el caso del 

laicismo, éste no se opone, como decíamos, a ninguna reli-

gión, puesto que garantiza la libertad de todas sin intromi-

sión desde lo público (y separando, a su vez, lo público de 

todas las religiones). A lo que se opone es al clericalismo, a 

identificar una religión concreta con lo que es público. Y la 

base de todo clericalismo es también el fundamentalismo. 

El fundamentalista no quiere aceptar que su creencia es eso, 

una creencia más, particular y privada sin más valor que el 

que él mismo quiera concederle. Para el fundamentalista es 

algo más, mucho más que eso, es La Verdad, y como tal no 

puede estar en un ámbito privado sino en el público, pues de 

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hecho no distingue público de privado: la única verdad debe 

ser con lo único con lo que todos se identifiquen; todo lo 

demás es error, en el mejor de los casos, o herejía, en el peor, 

y como tales deben ser corregidos o eliminados. Por esta ra-

zón, ninguna religión o ateísmo en su versión fundamentalis-

ta

27

 tienen lugar en el Estado laico, debido a ese presupuesto 

antifundamentalista al que nos referíamos. El presupuesto 

del fundamentalismo es que es posible conocer una verdad 

absoluta válida para todo el mundo sin ningún género de 

duda. Según este presupuesto, sería absurdo el escepticismo 

y el Estado laico, pues entonces el pluralismo y la libertad 

de conciencia serían sinónimos de libertad de equivocarse a 

pesar de conocer la verdad absoluta. Para el fundamentalista 

que cree saber la verdad absoluta mientras que los demás se 

equivocan, no tiene sentido la libertad de conciencia, lo que 

tiene sentido es el proselitismo e incluso la imposición de esa 

verdad absoluta a la fuerza “por el bien” de los demás, para 

sacarles de su error. El fundamentalista piensa que lo que 

cree en su ámbito privado es en realidad universal y que debe 

ser público, aceptado por todos los demás, no admite que 

solo es válido para él. Para el fundamentalista, tan ciertas 

son sus creencias universalmente como lo es que “2+2=4”, y 

tan erróneo es circunscribir su creencia a un ámbito privado 

en vez de imponerlo en el público como sería considerar que 

2+2 es 4 en el ámbito privado de unos pero que podría ser 5, 

6 ó 387 en el de otros. Por eso el fundamentalista no admite 

el método científico ni la distinción entre religión y política 

ni público de privado, porque si lo hiciera tendría que acep-

tar el presupuesto escéptico y laicista de que es imposible 

conocer una verdad absoluta definitivamente. 

¿Implica lo anterior que el laicismo y el escepticismo 

científico son esencialmente agnósticos? No necesariamen-

te. Se pueden mantener también creencias religiosas o ateas 

al mismo tiempo que se es militantemente escéptico y lai-

cista, siempre que se reconozca el carácter de creencias de 

esa religión, agnosticismo o ateísmo y no se las considere 

una verdad absoluta válida para todo el mundo

28

 (es que si se 

considerasen verdad absoluta no tendría sentido el escepti-

cismo ni el laicismo). En tanto que creencias serán aceptadas 

y vividas como verdaderas por quien las crea, al tiempo que 

reconocerá que los demás no tienen porqué creerlas ni mucho 

menos vivirlas si no quieren, pues su verdad no es eviden-

te ni absoluta para todo el mundo. La mayoría de personas 

ateas piensan así. No creen en ninguna divinidad y están ab-

solutamente convencidas de que no existe ningún ser divino, 

pero comprenden que otras personas sí que crean en alguna 

divinidad y no tratan de obligarles a abandonar sus creencias 

ni forma de vida religiosa, y de hecho los más ateos suelen 

ser los máximos defensores del laicismo pero no de políticas 

ateístas ni antirreligiosas

29

. De forma parecida, la mayoría de 

personas religiosas también entienden que sus creencias son 

privadas y que nada les justifica para tratar de imponerlas en 

el ámbito público, rechazando incluso privilegios y tradicio-

nes por los que en el pasado sí que se identificaba su religión 

con el ámbito público: por ejemplo, muchas personas cristia-

nas están en contra de la presencia de símbolos religiosos en 

los edificios públicos pues entienden que no todo el mundo 

tiene  porqué  identificarse  con  su  religión  privada.  Pudiera 

parecer que esta religiosidad es “poco religiosa” en el sen-

tido de que parece dudar de sí misma: ¿no será un cristiano 

–o un musulmán, o un…- que además es laicista algo menos 

cristiano –o menos musulmán, o…- en tanto que reconoce 

que su verdad no es suficientemente verdadera para todos? 

¿No va en contra de la religión poner en duda los propios 

dogmas aunque sea de esta forma? La respuesta es que no. 

El religioso laicista

30

 no pone en duda sus creencias religio-

sas, tan solo las deja de lado en el ámbito público para poder 

convivir con los demás (que, a su vez, hacen igual con las su-

yas) y tan solo reconoce que lo que para él es absolutamente 

verdadero y sin duda, no es así para los demás. Si no admitie-

ra esto último no solo sería religioso, sería fundamentalista. 

Pero no toda religión es fundamentalista por definición. El 

reconocimiento de que la propia religión no tenga el mono-

polio de toda la verdad también ha sido una constante de las 

religiones cuando no han adoptado una versión fundamen-

talista

31

. De las tres religiones del Libro, ninguna es funda-

mentalista per se: el judaísmo ni siquiera es proselitista ni 

trata de convertir a nadie a su religión

32

; el islam tampoco 

acepta la conversión forzosa sino solo la voluntaria; y el cris-

tianismo, aunque insta a la conversión, tampoco la admite si 

no es auténtica

33

. El movimiento ecuménico, por ejemplo, 

es cada vez mayor entre las religiones, y no solo entre las 

cristianas. A este respecto, baste recordar el cuento de “Los 

tres anillos

34

” de  Giovanni Boccaccio: resumiendo, el sultán 

Saladino le pregunta al judío Melquisedec cuál es la religión 

verdadera, si la judía, la cristiana o la musulmana, a lo que el 

judío responde contándole la siguiente historia: 

“Señor, intrincada es la pregunta que me haces, y 

para poderte expresar mi modo de pensar, me veo en 

el caso de contarte la historia que vas a oír. Si no me 

equivoco, recuerdo haber oído decir muchas veces 

que en otro tiempo hubo un gran y rico hombre que 

entre otras joyas de gran valor que formaban parte de 

su tesoro, poseía un anillo hermosísimo y valioso, y 

que queriendo hacerlo venerar y dejarlo a perpetuidad 

a sus descendientes por su valor y por su belleza, or-

denó que aquel de sus hijos en cuyo poder, por lega-

do suyo, se encontrase dicho anillo, fuera reconocido 

como su heredero, y debiera ser venerado y respetado 

por todos los demás como el mayor. El hijo a quien 

fue legada la sortija mantuvo semejante orden entre 

sus descendientes, haciendo lo que había hecho su 

antecesor, y en resumen: aquel anillo pasó de mano 

en mano a muchos sucesores, llegando por último al 

poder de uno que tenía tres hijos bellos y virtuosos y 

muy obedientes a su padre, por lo que éste los amaba 

a los tres de igual manera. Y los jóvenes, que sabían 

la costumbre del anillo, deseoso cada uno de ellos de 

ser el honrado entre los tres, por separado y como me-

jor sabían, rogaban al padre, que era ya viejo, que a 

su muerte les dejase aquel anillo. El buen hombre, 

que de igual manera los quería a los tres y no acertaba 

a decidirse sobre cuál de ellos sería el elegido, pen-

só en dejarlos contentos, puesto que a cada uno se lo 

había prometido, y secretamente encargó a un buen 

maestro que hiciera otros dos anillos tan parecidos al 

primero que ni él mismo, que los había mandado ha-

cer, conociese cuál era el verdadero. Y llegada la hora 

de su muerte, entregó secretamente un anillo a cada 

uno de los hijos, quienes después que el padre hubo 

fallecido, al querer separadamente tomar posesión de 

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la herencia y el honor, cada uno de ellos sacó su anillo 

como prueba del derecho que razonablemente lo asis-

tía. Y al hallar los anillos tan semejantes entre sí, no 

fue posible conocer quién era el verdadero heredero 

de su padre, cuestión que sigue pendiente todavía. Y 

esto mismo te digo, señor, sobre las tres leyes dadas 

por Dios Padre a los tres pueblos que son el objeto de 

tu pregunta: cada uno cree tener su herencia, su ver-

dadera ley y sus mandamientos; pero en esto, como 

en lo de los anillos, todavía está pendiente la cuestión 

de quién la tenga”.

La solución laicista viene a ser una puesta al día de este 

cuento. En un Estado laico todo el mundo tiene su particular 

anillo, pero como los demás tienen el suyo y es imposible 

discernir el auténtico de las copias, es necesario establecer 

normas comunes (laicas) para permitir la convivencia entre 

todos al mismo tiempo que cada cual vive creyendo para él 

mismo, en su conciencia, en su ámbito privado, que su anillo 

es el verdadero. 

Para concluir, no es necesario extenderse mucho más en 

las consecuencias de todo este planteamiento en el ámbito 

educativo. Es fácil deducir que la Escuela debe ser escéptica 

y laica en el sentido de que al alumnado debe enseñárse-

le a utilizar el método científico y los resultados por ahora 

obtenidos por las ciencias, al tiempo que se le enseñan las 

normas políticas (y laicas) básicas de convivencia. Y luego, 

fuera de la Escuela, cada cual podrá aprender, además, cua-

lesquiera creencias con las que quiera dar sentido a su vida y 

vivirlas libremente como si del anillo del cuento se trataran. 

Notas:

1. Es interesante señalar lo que comenta en este punto Richard

Dawkins: “Los líderes religiosos son bien conscientes de la vulnera-

bilidad del cerebro infantil y de la importancia del adoctrinamiento en 

edades tempranas” (ibid, 194). Seguramente esto explique la insis-

tencia de la jerarquía católica en mantener el adoctrinamiento reli-

gioso de niñas y niños en los centros docentes con una asignatura 

específica para ello.

2. La etimología de ‘escepticismo’ es precisamente esa: dudar, 

sospechar (del griego skeptein).

3. Aunque actualmente gran parte de la (pseudo)filosofía actual

parezca haberse estancado en el momento puramente negativo y 

relativista: nos referimos a la (pseudo)filosofía denominada postmo-

derna (cf. nota 10 in fine).

4. En realidad, todas esas “explicaciones” “funcionan” porque son

infalsables.

5.  Una  experiencia  similar  la  hemos  tenido  todo  el  mundo  en

nuestra infancia la primera vez que al jugar a algún juego vimos que

los demás tenían otras reglas a las usadas en nuestra casa, o que

al comer una comida notamos que la hacían de otra manera distinta

a como la cocinaban nuestros padres: antes de conocer a alguien 

que jugara con otras reglas o cocinara de otra forma, ni siquiera nos

habíamos planteado si habría reglas distintas para el mismo juego o 

si la misma comida podía hacerse de maneras distintas.

6.  Es  importante  distinguir  aquí  ‘todos’  en  sentido  contingen-

te y ‘todos’ en el sentido de ‘cualquier sujeto posible’. Como dice

el ejemplo, si en una sociedad de hombres blancos no tienen en 

cuenta esta distinción, podrían hacer leyes racistas (pensadas solo 

para personas blancas) sin darse cuenta hasta que apareciera otra

persona pero de piel negra. Otro ejemplo: en una sociedad en la 

que todos comen carne deberían tener de todas formas en cuenta

que mañana puede aparecer una persona vegetariana. Y un último

ejemplo: ciertas decisiones de largo alcance deben tomarse tenien-

do en cuenta no solo a todas las personas actualmente existentes, 

sino también a las generaciones futuras a las que esas decisiones

pueden afectarles en el futuro, aunque esas personas todavía no

hayan ni siquiera nacido.

7. La diferencia entre conocimiento y creencia es una cuestión

recurrente en la historia de la filosofía ya desde sus orígenes en la

Grecia antigua y la distinción entre episteme (ciencia) y doxa (opi-

nión), distinción en la que de diferentes formas se ocuparon todas

las filosofías de la antigüedad  y continúa  hasta nuestros días. La

polémica en la epistemología moderna acerca del criterio de demar-

cación no es sino una versión más actual de esta misma distinción.

8. También hay que advertir que la ciencia, aunque metodológica,

también parte de unos presupuestos ontológicos y gnoseológicos, 

y que son la existencia real e independiente del mundo exterior a

la conciencia humana y la cognoscibilidad de esa realidad exterior. 

Sin estos presupuestos no podría hacerse ciencia: si dudáramos de 

o negáramos la existencia real del mundo externo no tendría senti-

do, por ejemplo, la teoría del Big Bang o la de la evolución de las 

especies, y si esa realidad no fuera cognoscible de un modo más o 

menos objetivo o válido para todo sujeto, no podríamos escapar del 

relativismo (que es a lo que nos conduce el postmodernismo).

9. Confiar es tener fe, pues ‘fe’ procede del latín fides que signifi-

ca precisamente confianza, lealtad. No en vano escribe el autor de la

Carta a los Hebreos en el Nuevo Testamento que “la fe es aferrarse

a lo que se espera, es la certeza de cosas que no se pueden ver”

(Hb 11, 1), tener fe es creer sin pruebas, que es lo que hace quien

cree en la homeopatía (o en la astrología, el tarot, la quiromancia o

cosas similares).

10.  Para  un  repaso  crítico  y  escéptico  a  la  homeopatía  véase

SANZ, 2010.

11. Sobre la cuestión del llamado “creacionismo científico” como

supuesta alternativa al evolucionismo, Marvin Harris le da un buen

repaso en Harris, 1998, pág. 53-63. Véase también Carmena, 2006.

12. Entendemos aquí por ‘laicidad’ el ideal político en el que se

distingue público de privado y no hay interferencias mutuas entre 

ambos ámbitos, de modo que desde el ámbito público o político se

garantiza la libertad de conciencia (y por ende, religiosa) y a su vez 

este ámbito es autónomo respecto del privado y no se identifica con

creencias privadas (religiosas o no), en el sentido que más adelan-

te se explica con más profundidad. Y entendemos por ‘laicismo’ el

movimiento militante en pro de la laicidad. Reservamos el adjetivo 

‘laico/a’ para referirnos a las instituciones que son acordes a la laici-

dad (escuela laica, Estado laico…). Seguimos así la línea de Henri

Peña-Ruiz en Peña-Ruiz, 2001, pág. 36-38, y en 2009, pág. 31-32.

De todas formas, a veces, en este texto, se usarán los términos 

laicismo, laicidad y laico/a indistintamente.

13. Ambos juicios de hecho y de valor son comunes con el escep-

ticismo científico y con la propia ciencia: la ciencia también necesita

de la democracia como si de su oxígeno se tratara, pues sin plu-

ralismo y sin libertad sería imposible la diversidad de hipótesis (de 

opiniones) que hacen falta para que la ciencia comience ni siquiera a

trabajar. El método científico filtra hipótesis, ¡pero antes debe haber

esa pluralidad de hipótesis! Tan detestable es por tanto eliminar o 

limitar la libertad de investigación o pretender dirigir la ciencia por 

sendas preestablecidas, como quedarse en la mera diversidad de

hipótesis u opiniones sin filtrarlas luego con un método científico que

distinga unas de otras: el primer caso sería el típico de las dictaduras 

que  han  pretendido  dirigir  a  la  ciencia  por  sus  propios  derroteros

ideológicos y que tan nefastas consecuencias históricas han teni-

do (por ejemplo, el intento estalinista de adaptar las ciencias a sus 

dogmas y que encerró a la biología en los prejuicios de Lyssenko),

y el segundo caso sería el propio del postmodernismo actual y su 

relativismo, que establece que la ciencia no es sino una opción más

de creencia al lado y al mismo nivel que la brujería, la fe religiosa,

el tarot, el curanderismo o la acupuntura (una propuesta en este 

sentido sería la del “anarquismo epistemológico” de P. Feyerabend:

Feyerabend, P. 2010).

14. Aparente paradoja: una sociedad laica es militantemente de-

mocrática, esto es, que acepta a cualquiera menos a quien sea ex-

cluyente, por la simple razón lógica de que en una sociedad laica y

democrática no se puede excluir a nadie salvo a quien quiera excluir

a los demás o a alguien concreto. Solo como ejemplo: en una so-

ciedad laica y democrática pretenden convivir personas con diferen-

tes ideologías, y todos tienen cabida excepto aquel cuya ideología

pretenda excluir a los demás de la sociedad, razón por la cual una 

sociedad laica no puede aceptar a ideologías de corte fascista, por 

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ejemplo. Sería absurdo que una democracia admitiese en su seno

partidos fascistas, cuyo objetivo fuera instaurar una dictadura, argu-

yendo para eso la libertad de pensamiento y opinión: la democracia 

que realmente lo es no puede permitir que dentro de ella se esté

alimentando su verdugo. Otra cosa es que esos partidos fascistas

se oculten bajo un aspecto formalmente democrático (como ocurre 

hoy día), en cuyo caso la democracia les garantiza su presunción de 

inocencia, y la carga de la prueba caerá del lado de quien pretenda

que en realidad son partidos cripto-fascistas.

15. Efectivamente: si no tenemos en cuenta la diferencia entre

‘todos’ contingentes y ‘cualquier sujeto posible’, una sociedad que

fuera ahora mismo 100% atea podría hacer leyes ateas con las que

otra persona futura de esa sociedad no estaría cómoda si fuera re-

ligiosa,  y  a  la  inversa:  si  un  Estado  se  identifica  con  una  religión

concreta atendiendo a que el 100% actual de su ciudadanía cree en

esa religión, está cerrando el ámbito público a un futuro ciudadano 

que fuera de otra religión o de ninguna.

16. Este rechazo al totalitarismo o al comunitarismo (que desgra-

ciadamente fue tan extendido en el siglo XX en forma de regímenes 

fascistas o estalinistas) es común tanto al liberalismo como al repu-

blicanismo, con la diferencia de que el liberalismo se conforma con

que no haya interferencia del Estado en el ámbito privado mientras

que el republicanismo añade algo más al entender la libertad como

no-dominación: el republicanismo se opone no a cualquier interfe-

rencia del Estado en la libertad individual sino tan solo a las interfe-

rencias arbitrarias, precisamente para que el Estado sí que pueda

interferir en pro de aumentar la libertad como no-dominación. Por 

ejemplo, desde el liberalismo, la vida familiar pertenece al ámbito 

privado y el Estado no debe interferir ahí, pero eso podría significar

que las mujeres quedaran desprotegidas ante la violencia doméstica

de esposos machistas, por lo que el republicanismo admite que el

Estado interfiera en la vida familiar legislando cuestiones relativas a

los derechos de los cónyuges que, siguiendo con el ejemplo, impi-

dan que uno domine a otro. Cf: Pettit, P. 1999, pág. 93-5.

17. Volvemos a puntualizar aquí una diferencia entre el liberalis-

mo y el republicanismo: para el liberalismo, la economía pertene-

ce al ámbito privado y debe estar libre de interferencias estatales, 

defendiendo así la liberalización económica y el libre mercado. Sin 

embargo, el republicanismo sí que admite interferencias del Estado

en la economía siempre que su objetivo sea aumentar la libertad

como no-dominación, pues una economía sin intervención podría 

dejar desprotegidos a ciertos sujetos con menos poder económico 

con respecto a otros económicamente más poderosos, de modo que

los más débiles estarían dominados por los más fuertes. De esta 

forma, el republicanismo converge con el socialismo: Pettit, P. 1999,

pág. 187-190.

18. Son muy interesantes, pero también más complejas, las pro-

puestas  desde  la  filosofía  dialógica  de  J.  Habermas  (Habermas,

1999)

19. J. Rawls, 1997 y desarrollos posteriores en 1996.

20. Lo que viene a demostrar que la mayoría no es el único argu-

mento en democracia: siendo necesaria no es suficiente para legiti-

mar una norma, puesto que una mayoría contingente podría tomar

decisiones claramente injustas hacia las minorías (o hacia las ge-

neraciones futuras). Al criterio de las mayorías hay que añadir el de

los derechos inalienables y las normas fundamentales que ninguna

mayoría puede vulnerar. Si no se toma esta precaución, podría incu-

rrirse en contradicciones y absurdos como que una mayoría votara

en contra de que hubiera elecciones (que votaran no votar) o que

votaran prohibir la libertad de expresión (libertad que sin embargo

habría sido necesaria para poder debatir antes de votar).

21. Si a la libertad, la igualdad y la justicia le añadimos el plura-

lismo político, tendríamos los cuatro valores principales en los que

se asienta el ordenamiento jurídico español, según el artículo 1 de

la Constitución Española.

22. Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación (BOE nº

106,  4  de  mayo  de  2006)  y  normas  que  la  desarrollan,  especial-

mente el Real Decreto 1513/2006, de 7 de diciembre, por el que se

establecen las enseñanzas mínimas de la Educación primaria (BOE 

nº 293, 8 de diciembre de 2006) y el Real Decreto 1631/2006, de

29 de diciembre, por el que se establecen las enseñanzas mínimas

correspondientes a la Educación Secundaria Obligatoria (BOE nº 5,

5 de enero de 2007).

23. Tan solo podría entenderse una religión como pública si la

entendiéramos  en  el  sentido  deísta  de  “religión  natural”  o  religión

dentro de los límites de la razón (en sentido kantiano), es decir, 

como una religión derivada de la propia razón y en ese sentido uni-

versal en tanto que racional, y que para los ilustrados suponía poco

más que aceptar a Dios como un demiurgo, causa primera o primer

motor del mundo y que ni se relaciona con el mundo ni interviene en

él, por lo tanto, impersonal y no-providente, deísmo éste que dista

mucho del teísmo necesario a toda religión “revelada” y que requiere

un dios personal y providencial. Y de todas formas, ni siquiera esta

“religión natural” sería “natural” o “racional” queriendo decir con ello

“universal” o válida para todo sujeto, puesto que caben opciones que

niegan incluso a ese dios del deísmo, como serían el panteísmo o 

el ateísmo.

24. Delgado, F. 2006, pág. 19-25.

25. Cripto-confesionales serían los Estados que sin ser formal-

mente confesionales, sí que de hecho se comportarían de un modo

confesional, privilegiando a una confesión concreta e identificando

lo público con esa confesión de formas más o menos sutiles o des-

caradas, y que según Puente Ojea sería el caso del Estado español:

véase Puente Ojea, 1994.

26. De hecho, es posible y compatible una actitud escéptica y

una práctica científica, y al mismo tiempo creer privadamente en el

dios personal de una religión concreta, siempre que se reconozca

que esa creencia es eso: una creencia. El científico y escéptico que

además es creyente no incurrirá en contradicción siempre que no

pretenda  que  su  creencia  en  Dios  es  algo  más  y  que  es  demos-

trable científicamente (o de otro modo) con validez universal para

todo el mundo. Sería el caso del científico evolucionista Francisco

José Ayala, creyente católico en su ámbito privado pero defensor 

a ultranza del método científico y la teoría de la evolución frente al

fundamentalismo  creacionista  y  las  teorías  del  Diseño  Inteligente.

Véase Ayala, 2007.

27. Un ateísmo fundamentalista sería aquel que pretendiera la

instauración  de  un  Estado  ateo  o  antirreligioso  que  prohibiera  la

religión o pretendiera erradicarla incluso del ámbito privado de los 

individuos.

28. Véase nota 26 y ténganse en cuenta tres ejemplos como bo-

tón de muestra de tres escépticos con diferentes creencias privadas: 

Francisco José Ayala, católico; Stephen Jay Gould, agnóstico; Ri-

chard Dawkins, ateo.

29. Richard Dawkins, uno de los principales ateos militantes en 

la actualidad, es claramente defensor del laicismo. También Christo-

pher  Hitchens,  otro  ateo  militante.  De  la  misma  forma,  Iniciativa

Atea, una de las principales asociaciones ateas, defiende la laici-

dad como objetivo político: véase Dawkins, 2007, pág. 48; Hitchens,

2009, pág. 251; Estatutos de Iniciativa Atea, artículo 3, Fines de la

Asociación: 6. Promover la instauración de la laicidad y la defensa

de las libertades y derechos civiles de los ateos en los diferentes 

países del mundo.

30. Se puede ser religioso y laicista sin ninguna contradicción,

es más, se puede ser religioso y precisamente laicista para garanti-

zar la autonomía de la religión y protegerla de interferencias desde 

la  política.  La Asociación  de Teólogos  y Teólogas  Juan  XXIII,  por

ejemplo,  defiende  la  laicidad  claramente.  En  su  XXVIII  Congreso

(en 2008) precisamente sobre “Cristianismo y laicidad”, se recogen

mensajes como los siguientes: “Al vivir en una sociedad plural desde

el punto de vista de las creencias, el Estado tiene la obligación de 

velar por los derechos de todos los ciudadanos sin ningún tipo de 

discriminación, y para ello tiene que configurarse como un Estado

laico e independiente. En este sentido, tiene que mantenerse neutral

ante las diferentes opciones religiosas, garantizando a todas ellas el 

ejercicio de sus derechos, al margen del arraigo que hayan podido

alcanzar o de su dimensión social (…) El derecho a la libertad de

conciencia no es un precepto religioso sino laico que, finalmente,

ha sido aceptado por la religión cristiana, que está en la base de la

secularización y de la laicidad (…) A la Iglesia no le compete indicar

o definir el orden político de la sociedad, ya que cualquier interven-

ción directa en este sentido sería una injerencia en un terreno que

no le corresponde. El Estado tiene todo el derecho a defender su 

autonomía y libertad a fin de no convertirse en rehén de la jerarquía

religiosa. (…) Laicidad no equivale a irreligiosidad o ateísmo. Los

cristianos debemos defenderla como garantía de la libertad de con-

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ciencia y de creencias”.

En internet: http://www.congresodeteologia.info/?Congreso-2008

Bien es cierto que también dice: “Sin embargo, laicidad no signi-

fica que el hecho religioso debe replegarse al ámbito privado, renun-

ciando a toda presencia en la vida pública”. Este mensaje puede pa-

recer contradecir las tesis de este texto, pero a nuestro modo de ver 

esto no es así, y no lo es porque nos parece que el mensaje hace un

uso de los términos “público” y “privado” distinto al mantenido aquí.

Nosotros entendemos en ese texto que lo que quiere decir es que

la religión puede expresarse públicamente (en calles, en la forma de 

vestir, procesiones, etc.), y que no debe recluirse a la propia casa de

cada uno o a su lugar de culto, con lo cual estamos totalmente de 

acuerdo: el Estado laico debe garantizar el derecho de las personas 

a la libre expresión (también religiosa). 

Sobre la compatibilidad del laicismo y la religión, véase también 

Tamayo, 2003.

31. En realidad sí que toda religión de alguna forma cree tener

el monopolio de la verdad, lo que sucede es que las que no son

fundamentalistas también admiten que haya quienes no puedan re-

conocer esa verdad absoluta, y con quienes a pesar de todo hay

que convivir con leyes comunes y que no pueden derivarse de esa

verdad absoluta que los no-creyentes no admitirían.

32. Eso se debe a que el judaísmo se basa en la pertenencia a

un pueblo que se considera elegido por Dios, por lo que no tiene

sentido intentan obligar a quienes no son de ese pueblo a cumplir

con sus normas religiosas. De hecho, esto originó uno de los pri-

meros debates en la primitiva iglesia cristiana todavía no del todo 

desgajada del judaísmo: el problema de si el mensaje y las normas 

cristianas eran también para los gentiles (los no-judíos) que se con-

virtieran a la nueva religión, o si solo eran para los judíos (Hch, 11).

Al final prevaleció la idea de que también eran para los gentiles, lo

que justificó el proselitismo cristiano.

33. Esto es mucho más evidente en el calvinismo: dada su creen-

cia en la salvación por pura gracia y la predestinación, el calvinismo 

admite que haya no-creyentes puesto que considera que es porque

Dios  no  los  ha  predestinado  para  que  darles  la  gracia  de  creer  y

tener fe, y por lo tanto inútil es convertirles a la fuerza.

34.  En  internet:  http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ita/

bocca/tres.htm

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