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l escepticismo no es una tendencia natural del ser hu-
mano. Lo natural es la credulidad. Tendemos a creer
lo que nos dicen porque eso ha resultado beneficioso
en nuestra evolución para sobrevivir. En esta idea basa Ri-
chard Dawkins su hipótesis darwinista sobre el origen de la
religión:
Mi hipótesis específica tiene que ver con los niños.
Más que cualquier otra especie, sobrevivimos por la
experiencia acumulada de generaciones previas, y esa
experiencia necesita trasladarse a los niños para su
protección y bienestar. Teóricamente, los niños de-
berían aprender por experiencia personal a no acer-
carse al borde de un precipicio, a no comer frutas
rojas desconocidas, a no nadar en aguas infestadas
de cocodrilos. Pero, por no decir más, habrá cierta
ventaja selectiva para aquellos cerebros infantiles que
tienen una regla de tres: creer, sin dudar, cualquier
cosa que tus mayores te digan. Obedecer a tus padres;
obedecer a los ancianos de la tribu, especialmente
cuando adoptan un solemne y conminatorio tono de
voz. Confiar sin dudar en nuestros mayores (…) La
selección natural construye cerebros infantiles con
una tendencia a creer cualquier cosa que les digan sus
padres y ancianos de la tribu. Esta confiada obedien-
cia es muy valiosa para la supervivencia… (Dawkins,
2007, 191-192).
Pero por muy útil que sea esta tendencia humana a la cre-
dulidad, también tiene su revés o lado menos agradable, y el
propio Dawkins la menciona justo después:
Pero la cara opuesta de la obediencia confiada es la
credulidad servil (…) Una consecuencia automática
es que quien confía no tiene manera de distinguir un
buen consejo de uno malo. El niño no puede saber
que “no chapotees en el Limpopo infestado de co-
codrilos” es un buen consejo, pero “debes sacrificar
una cabra en luna llena, porque de otra forma no llo-
verá” es, en el mejor de los casos, un desperdicio de
tiempo y de cabras. Ambas provienen de una fuente
respetada y son emitidas con una solemne seriedad
que infunde respeto y demanda obediencia. Lo mis-
mo vale para proposiciones sobre el mundo, sobre el
cosmos, sobre la moralidad y sobre la naturaleza hu-
mana. (ibid, 192-193
1
).
Esta tendencia a la credulidad es la que explica, en parte,
la propagación y persistencia de mitos y rituales en las cultu-
ras antiguas: de generación en generación, y para sobrevivir,
los ancianos y mayores transmitían a los más jóvenes y ni-
ños sus conocimientos e interpretaciones del mundo que les
rodeaba, pero al mismo tiempo que les enseñaban técnicas
de caza, orientación o navegación, también les dejaban sus
mitos y leyendas sobre el origen del mundo, sobre el alma
o sobre los dioses. Y mientras cada sociedad se mantuviera
más o menos cerrada y sin más contactos con el exterior que
la guerra o el asalto, más perdurarían estos mitos y leyendas.
El problema aparece cuando diversas sociedades, con sus di-
ferentes costumbres y mitos, entran en contacto más pacífico
El Laicismo
como versión política
del Escepticismo
Andrés Carmona Campo, filósofo y antropólogo.
“Buen hombre, a muchos he oído decir que eres muy sabio y muy versado en el conocimiento de
las cosas de Dios, por lo que me gustaría que me dijeras cuál de las tres religiones consideras que
es la verdadera: la judía, la mahometana o la cristiana” (El sultán Saladino al judío Melquisedec, en
el cuento “Los tres anillos” de Boccaccio).
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entre sí (por ejemplo, mediante el comercio). La apertura de
unas sociedades a otras, de unas culturas a otras, el pluralis-
mo socio-cultural, produce a su vez otro conflicto, esta vez
de interpretaciones. La confrontación de mitos, religiones y
formas de entender la realidad de cada cultura, tuvo que pro-
ducir una especie de “shock” cognoscitivo, y la necesidad
de preguntarse por la verdad de cada una de esas interpre-
taciones. Una pregunta que presupone la duda previa acerca
de lo que antes se tenía por verdadero tan solo porque así
había sido recibido por la tradición y la autoridad. Es en este
contexto en el que tiene que surge la filosofía como reflexión
acerca del propio conocimiento y de su origen, límites y va-
lidez. No es casualidad, por tanto, que la filosofía aparezca
precisamente en las colonias griegas o que se desarrolle en
Atenas, centros todos ellos de pluralismo cultural, y es que el
pluralismo es conditio sine qua non de la propia filosofía: en
una sociedad homogénea no hay filosofía, sino que perdura
la credulidad.
Y es aquí donde aparece también el escepticismo, también
de forma natural: donde hay pluralismo cultural tiene que
haber escepticismo, es decir, “duda” o “sospecha
2
” acerca de
lo que antes se tomaba por verdadero y que ahora ya no pa-
rece tan claro ni evidente al tener constancia de otras formas
alternativas de entender la realidad. En una sociedad cerrada
en sí misma, homogénea, no tiene sentido cuestionarse la
verdad de la tradición recibida, es más, puede ser perjudicial
para la supervivencia de esa sociedad problematizar sus mi-
tos y costumbres, de ahí que sean sociedades tendentes a cas-
tigar la diferencia, la disidencia o el espíritu crítico, y reacias
a mantener contactos con otras, para no “contaminarse”, o lo
que es lo mismo, para que el conocimiento de alternativas no
amenace la perdurabilidad de esa sociedad basada en esos
mitos y tradiciones heredados. Pero en sociedades plurales y
heterogéneas, de la propia diversidad surge el escepticismo
como duda acerca de la verdad de cada una de las interpre-
taciones presentes. Es este el momento negativo o destruc-
tivo del escepticismo: la puesta en duda de lo recibido, de
la tradición, de la autoridad. Este momento negativo puede
percibirse ya en los primeros filósofos, los presocráticos,
y su escepticismo y negación de las explicaciones míticas
acerca de la realidad, o en los sofistas, y su caracterización
de la cultura (con sus valores, leyes, dioses, etc.), como algo
convencional. Este escepticismo negativo tendría una de sus
máximas expresiones en la filosofía antigua llamada “escép-
tica” y fundada por Pirrón.
Pero el escepticismo tiene también un segundo momento
positivo o constructivo, pues el estancamiento en el momen-
La expresión “escepticismo cien-
tífico” me parece acertada, pues
pone de manifiesto las dos caras
del escepticismo antes menciona-
das: la negativa o de duda y sos-
pecha, y la positiva o constructiva.
Richard Dawkins (Foto: Malenkov in Exile, www.flickr.com/photos/shanelin/)
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to puramente negativo daría lugar al convencionalismo, el
relativismo y/o el pragmatismo (el “todo vale” porque “nada
vale”): la verdad no existe o es imposible de conocer. Es
el camino que siguió la filosofía presocrática: de la crítica
al mito, a la construcción de alternativas racionales; o los
grandes filósofos de la antigüedad, Sócrates, Platón y Aristó-
teles: todos ellos partieron de la puesta en duda de las teorías
anteriores y contemporáneas a ellos, para construir después
sus alternativas. De un modo más o menos similar, toda la
filosofía ha venido siguiendo esta misma dialéctica
3
.
Pues bien, el “escepticismo científico” también sigue este
recorrido. Y la expresión me parece acertada: “escepticis-
mo” y “científico”, pues pone de manifiesto las dos caras
del escepticismo antes mencionadas: la negativa o de duda y
sospecha, y la positiva o constructiva. El escepticismo cien-
tífico parte de la pluralidad de explicaciones posibles para
los fenómenos (conditio sine qua non), y duda, en principio,
de todas ellas, (momento negativo) para después optar por
la explicación científica como la más verosímil o aceptable
(aunque no segura de un modo absoluto), dejando las de-
más alternativas como meras creencias o incluso rechazando
otras (las pseudocientíficas o anticientíficas). La cuestión
que surge es: ¿y por qué la opción por la explicación cientí-
fica y no otra? Considero que la clave está en el pluralismo
y en las ganas o no que tengamos de entendernos. Intentaré
explicarlo.
Imaginemos a un sujeto hipotético que se encuentre ante
un fenómeno cualquiera. Y supongamos que ese sujeto tiene
una “explicación” recibida que lo explica de alguna forma,
“explicación” que luego trasmitirá a su vez a la siguiente
generación. Mientras esa “explicación” le “funcione”, no la
pondrá en duda y la aceptará como verdadera (no la pondrá
en duda porque no tiene motivos para hacerlo: “funciona”
y además no conoce ni se imagina que pueda haber otra ex-
plicación distinta). Entrecomillamos porque la “explicación”
no tiene porqué ser cierta y porque puede “funcionar” por
lo menos en apariencia: por ejemplo, puede que su “expli-
cación” para los días de sol sea que los dioses están alegres
y para los de lluvia que están tristes; la “explicación” sí que
le “funciona”, aunque desde nuestras coordenadas sabemos
que ni es cierta ni funciona
4
(pasa igual con las “explica-
ciones” homeopáticas: parecen funcionar, aunque la explica-
ción sabemos que no es la “memoria” del agua sino el efecto
placebo). Pero supongamos que este sujeto se encuentra con
otro que tenga otra “explicación” distinta para el mismo fe-
nómeno y que también “funcione”. Y para enredarlo más,
imaginemos a un tercero que también aporte la suya. Es de-
cir, pasemos de una sociedad cerrada, homogénea o mono-
cultural, a otra abierta, heterogénea y multicultural.
Decíamos que la clave estaba en el pluralismo y en las
ganas o no de entenderse. Hemos llegado al pluralismo, vea-
mos ahora lo de querer entenderse o no. Estos tres sujetos,
al ver que hay otras “explicaciones” alternativas a la de cada
uno, padecerá el “shock” cognoscitivo: por lo menos por un
rato se le pasará por la cabeza la duda, la sospecha de que
podría ser que su “explicación” no fuera correcta y que fue-
ra la de alguno de los otros
5
. Y para salir de este impasse
podrían hacer varias cosas ante su conflicto cognitivo. Una
opción podría ser que quien fuera más fuerte de los tres obli-
gara a los demás a aceptar su propia “explicación” y que se
olvidaran de las suyas, por el simple motivo de que es más
fuerte que ellos y puede amenazar y forzarles. Otra opción,
en caso de igualdad de poder entre ellos o desinterés en la
fuerza bruta, sería ignorar las demás “explicaciones” y man-
tener cada uno la suya propia sin prestar más atención a las
de los demás. Estas opciones serían respectivamente las del
dogmatismo intolerante (valga la redundancia) y las de la
tolerancia mutua (por igualdad de poderes) y el relativismo
(cada “explicación” es “verdadera” solo para cada sujeto que
la acepta como tal). En ninguno de estos casos hay interés en
los sujetos por llegar a entenderse. Pero supongamos que sí
tuvieran esa intención, que quisieran entenderse, o dicho de
otra forma, que cada uno dudara de su propia “explicación”
y quisiera llegar, conjuntamente con los demás, no ya a otra
“explicación” más, sino a una explicación (sin comillas).
¿Qué tendrían que hacer?
Pues, para empezar, mantener la propia duda sobre sus
“explicaciones” y abrirse a la posibilidad de que hubiera otra
mejor. Esta actitud de sospecha y apertura es consustancial
al escepticismo. Y después, establecer unas reglas que fueran
aceptadas por todos para que, siguiéndolas, pudieran llegar
entre los tres a una explicación que debería ser admitida por
todos ellos. Maticemos un poco más esto último en dos as-
pectos. Nuestros tres amigos han de establecer unas reglas,
un método, que les permita llegar a una conclusión en co-
mún. Pero no vale cualquier método. De hecho, ni siquiera
vale el simple acuerdo o consenso en que sea tal o cual mé-
todo. Dicho de otra forma: no es suficiente que los tres estén
de acuerdo en que el método sea este o este otro, sino que
el método debe ser válido no solo para ellos tres, sino para
cualquier sujeto, y esto es así porque buscan una explica-
ción admisible no solo para ellos, sino para cualquier sujeto.
Por poner un ejemplo: supongamos a tres hombres blancos
estableciendo las reglas para elegir un gobierno, y que es-
tablezcan como una de ellas que los votantes sean hombres
y blancos. Los tres están de acuerdo, pero este consenso no
es válido, pues aunque los tres sujetos (hombres y blancos)
están de acuerdo, no todo sujeto (no cualquier sujeto) estaría
de acuerdo (cualquier mujer o una persona negra no lo esta-
ría
6
). Y además, la explicación obtenida debe tener siempre,
pese a su admisibilidad, el carácter de provisional mientras
que no se descubra otra explicación mejor. Es decir, que
cualquier conclusión a la que se llegue debe dejar abierta la
posibilidad a que nueva información o investigaciones pue-
dan dar lugar a una explicación mejor aún que esa (pero que,
con todo, tampoco sería definitiva), pues si no, se volvería
al punto de partida en el que todo es cerrado y dogmático.
Cuál es ese método ya debería estar claro a estas alturas,
pues es conocido y practicado desde hace siglos: la meto-
El escepticismo no es una tenden-
cia natural del ser humano. Lo na-
tural es la credulidad. Tendemos a
creer lo que nos dicen porque eso
ha resultado beneficioso en nues-
tra evolución para sobrevivir.
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dología científica. De ahí que el escepticismo sea también
científico. Y es que no todo escepticismo tiene porqué ser
científico (pues puede ser relativista o nihilista), pero las
ciencias sí que son escépticas por definición: una ciencia cré-
dula, acrítica o dogmática sería como un hierro de madera o
un círculo cuadrado. La metodología científica es el mejor
conjunto de reglas que la humanidad ha sabido darse para
progresar en el conocimiento de la realidad (o el menos malo
y que tiene menor probabilidad de errores en comparación
con otros, si se prefiere así). Sus características (pluralidad
de hipótesis, cuantificación, experimentación, contrastabi-
lidad, falsabilidad, replicabilidad, etc.) garantizan que sus
conclusiones (las verdades científicas) puedan ser admitidas
como explicaciones por cualquier sujeto. Así como sus va-
lores, los valores implicados y practicados por la comunidad
científica y sin los cuales no puede haber ciencia: el pluralis-
mo, la libertad de pensamiento, expresión e investigación, la
honestidad, la constancia, la veracidad, etc. Características y
valores que no se dan en las “explicaciones” alternativas de
la realidad que puedan llegar desde las pseudociencias, anti-
ciencias o incluso desde el llamado “sentido común” o una
visión ingenua de las cosas.
Alguien podría decir que la opción por el método cientí-
fico es arbitraria y prejuiciosa, y que porqué no otro método
(la meditación, la introspección, la intuición o la revelación
divina, por ejemplo). La respuesta está en una de las matiza-
ciones que hacíamos dos párrafos más arriba, y que podemos
resumir en la intersubjetividad: no se trata de que el método
sea válido o aceptable por un sujeto o por muchos sujetos,
sino que lo sea para cualquier sujeto. Y para eso, ese método
ha de basarse en algo que sea común a todo sujeto y eficaz
para el conocimiento de todo sujeto, y ese algo no puede
ser otra cosa que la razón, la capacidad humana de pensar
y actuar racionalmente, y la máxima expresión de la razón
humana no es sino la ciencia. Podría objetarse que la razón
es común a todo sujeto, pero que la capacidad de meditar o
intuir también (o incluso la de aceptar la revelación divina),
pero entonces se olvida algo importante: dijimos que debe
ser algo común a todo sujeto pero también eficaz para el
conocimiento de todo sujeto. Podría ser (siendo muy gene-
rosos en concesiones) que cualquiera pueda meditar o intuir
o aceptar una revelación de los dioses, pero nada de eso es
eficaz a todo sujeto: podrá ser “eficaz” para algunos sujetos,
pero no para todo sujeto. La ciencia es eficaz para todo su-
jeto porque de hecho da lugar a conocimientos y que como
tales se pueden comprobar y se pueden repetir por cualquier
sujeto (contrastabilidad y replicabilidad), pero las otras alter-
nativas no: varios sujetos meditando, intuyendo o captando
revelaciones sobre lo mismo llegarán a conclusiones distin-
tas, es decir, solo tienen creencias distintas (válidas privada-
mente, para cada uno pero no para todos) mientras que dos
laboratorios experimentando sobre lo mismo, llegarán de
forma independiente a los mismos resultados, resultados que
podrán ser repetidos y comprobados a su vez posteriormente
por otros laboratorios.
De lo anterior podemos extraer una consecuencia im-
portante: en sus ganas de entenderse, nuestros tres amigos
hipotéticos deberán haber llegado a ser conscientes de una
diferencia fundamental: la diferencia entre su ámbito priva-
do de creencias y el ámbito público del conocimiento. Cada
uno tenía una “explicación” de las cosas que le “funcionaba”
(una creencia), pero en su ánimo de entenderse y convivir,
las pusieron en suspenso y consensuaron un método que fue-
ra válido para los tres y para cualquier otro sujeto, y que
no era otro que el método científico. Pero que pusieran en
suspenso sus creencias previas no quiere decir que las re-
chazaran definitivamente. Para cada uno, su “explicación”
puede seguir siendo válida para él mismo, lo que pasa es que
reconoce que no es universalizable, que los demás no tienen
porqué aceptarla, mientras que la explicación obtenida por el
método científico sí que es común para todos y cada uno de
ellos (es conocimiento y no mera creencia
7
, por lo anterior-
mente dicho).
Y otro aspecto muy importante es el carácter principal-
mente metodológico de la ciencia
8
. Llamamos ciencia a la
teoría de la evolución, a la teoría de la gravitación universal,
o a la teoría del movimiento de las placas tectónicas. Estas
teorías podemos decir que son ciencia en sentido sustantivo
o ciencia como resultado de la aplicación del método cien-
tífico. Pero el propio método científico es eso, un método,
una metodología que lo que permite es obtener esas teorías
científicas. El método es el medio por el que se obtienen esas
teorías como resultados sustantivos. De acuerdo con esto, el
escepticismo científico lo que defiende es el uso del método
científico como forma de distinguir los conocimientos pú-
blicos (resultado del método científico que actúa a modo de
“filtro”) de las creencias privadas (que no pasan ese “filtro”),
pero el propio escepticismo científico no es una teoría sus-
tantiva, el escepticismo científico más que sustantivo es me-
todológico: es una actitud previa y un conjunto de valores a
la hora de intentar llegar a consensos acerca de lo que pueda
ser (provisionalmente) la verdad más probable y válida para
todo el mundo (la verdad científica). Esto quiere decir que el
método científico no es una forma más de obtener conoci-
miento al lado de otras (como el sentido común, la intuición,
la percepción extrasensorial o la revelación divina), sino que
es el método que cualquiera debe seguir si pretende exponer
un contenido con validez (provisional) universal (para todo
sujeto).
De todas formas, y dado que la ciencia no es solo el mé-
todo científico sino también el resultado de la aplicación de
ese método, como hemos dicho, a veces puede ocurrir que
la ciencia dé resultados que sean incompatibles o contradic-
torios con algunas creencias. En ese caso, el escepticismo
científico apuesta por la ciencia y considera falsos (siempre
provisionalmente) a esas creencias contrarias a los resulta-
dos científicos. Por ejemplo, ante diferentes hipótesis sobre
la explicación de un fenómeno, y mientras no haya resul-
tados concluyentes, diferentes científicos pueden “apostar”
No todo escepticismo tiene porqué
ser científico, pues puede ser rela-
tivista o nihilista. pero las ciencias
sí que son escépticas por defini-
ción: una ciencia crédula, acrítica
o dogmática sería como un hierro
de madera o un círculo cuadrado.
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por la hipótesis o teoría que les parezca más plausible, ape-
lando si acaso a la “navaja de Ockham” o a otros criterios
de elección. Sería el caso de las diferentes teorías acerca de
una posible teoría unificada para la física teórica, por ejem-
plo, o las diferentes teorías para explicar la evolución de las
especies (neodarwinismo, simbiogénesis, saltacionismo,
etc.). Pero cuando la ciencia ya ha dado una teoría aceptada
para un fenómeno y se le oponen creencias que la niegan o
contradicen, entonces el escepticismo científico se posiciona
a favor de la ciencia y en contra de esa creencia: sería el
caso de la homeopatía, pues la hipótesis homeopática de la
“memoria del agua” contradice lo que la física y la quími-
ca establecen ahora mismo al respecto. Otra cosa distinta es
el derecho del homeópata (o cualquiera que contradiga a la
ciencia) a creer en sus propias creencias. No hay problema
alguno si un creyente en la homeopatía reconoce que tiene fe
en la homeopatía y que por eso confía (tiene fe
9
) en que a la
larga la hipótesis homeopática será confirmada (a pesar de
que no haya pruebas a su favor por ahora y las que haya sean
más bien contrarias
10
). Distinto sería si ese creyente homeó-
pata pretendiera que lo suyo no es una creencia sino ciencia,
y que tan cierta y tan científica es su creencia homeopática
como la teoría heliocéntrica o la de la relatividad general.
Algo así es lo que sucede a los creyentes en el creacionismo
puro y duro o en su versión moderada del diseño inteligente.
El creacionismo no pasa el “filtro” del método científico y
no es ciencia, sino creencia, y si acaso como tal puede ser
enseñado en donde corresponda (en la iglesia o parroquia de
la comunidad religiosa que lo acepte), pero ni es una teoría
científica ni puede enseñarse como si lo fuera de forma alter-
nativa a otras teorías científicas que sí que lo son realmente
como son las evolucionistas
11
.
Partiendo de la base de lo anterior, consideramos posible
establecer una analogía con el laicismo
12
. Según esta analo-
gía, el laicismo sería a la filosofía política como el escepticis-
mo científico a la teoría del conocimiento. Si en una sociedad
plural y heterogénea los sujetos han de recurrir al escepticis-
mo científico a la hora de consensuar qué conocimientos son
(provisionalmente) válidos para todos (los procedentes de
las ciencias) y cuáles se quedan en el ámbito privado de cada
cual, en esa misma sociedad plural y heterogénea los sujetos
deberán recurrir al laicismo como forma de establecer qué
normas son universales, aplicables y obligatorias para todos
y cuáles solo son válidas para algunos sujetos pero no para
todos. Nótese ya de entrada que entonces el laicismo no es
una teoría más entre otras, igual que no lo era el escepticismo
científico, sino que de la misma forma será un presupuesto o
condición previa para la propia convivencia en una sociedad
ideológicamente plural.
El laicismo parte un juicio de hecho, de un juicio de va-
lor y de un presupuesto epistémico (y que son comunes en
esencia al escepticismo científico: cf. nota 13 al pie). Veamos
cada uno de ellos:
El juicio de hecho del que parte el laicismo es el plura-
lismo ideológico en las sociedades modernas actuales, la
diversidad de cosmovisiones y formas de entender y vivir
la propia existencia, y que pueden basarse en presupuestos
distintos (materialistas, humanistas, religiosos, etc.).
El juicio de valor que también asume el laicismo es que
ese pluralismo ideológico es bueno, y que es mucho mejor
que el dogmatismo o el pensamiento único, de ahí su defensa
de la libertad de conciencia, de opinión y expresión, y su
esencial condición democrática
13
. Aparentemente, es mucho
más difícil organizar la convivencia en una sociedad plura-
lista que en otra homogénea, sin embargo, para el laicismo
es compatible y positivo que haya pluralismo y convivencia,
eso sí, siempre que los miembros de la sociedad quieran con-
vivir y a la vez mantener esa pluralidad. Irremediablemente,
el laicismo se opone, por lo tanto, a quien no quiera convivir
con los demás o pretenda eliminar esa pluralidad, se opone a
la exclusión y a cualquier forma de discriminación: el exclu-
yente no tiene sitio en la sociedad laica
14
.
La estrategia laicista para coordinar convivencia y plu-
ralismo es precisamente la distinción (y separación) básica
entre lo que es público y lo que es privado, lo que pertenece
La estrategia laicista para coordi-
nar convivencia y pluralismo es
precisamente la distinción y sepa-
ración básica entre lo que es públi-
co y lo que es privado.
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al ámbito público o común y lo que pertenece al ámbito pri-
vado o particular de cada uno pero que no es universalizable
a los demás (que es la misma distinción básica del escepticis-
mo científico: distinguir aquellos conocimientos procedentes
de las ciencias y válidos para todos, de aquellas creencias
que si acaso solo pueden ser creídos por algunos pero no por
todos).
¿Qué es lo público? Lo que todos tenemos en común, lo
que compartimos, lo que a todos nos afecta, con lo que todos
nos identificamos, lo que hace posible que estemos juntos
todos. Público es con lo que todos estamos cómodos, con lo
que cualquiera estaría de acuerdo si quiere que estemos jun-
tos y convivamos (recordando que ‘todos’ quiere decir ‘cual-
quier sujeto’ como también matizábamos antes, y no solo la
mayoría ni tan siquiera todos en sentido contingente
15
).
En este sentido, la política es el ámbito público, donde se
hacen las leyes, donde todos debatimos y decidimos sobre lo
que es común y a todos nos afecta. La política (politeia, en
griego) es la cosa pública (la res publica, en latín: la Repú-
blica). Y este es a su vez el límite de la política y las leyes:
solo se legisla desde la política lo que es público, lo que a
todos concierne, pero no lo que pertenece al ámbito privado
y particular de cada cual: la Ley, el Estado, la República, no
pueden entrometerse ni legislar lo que es privado sino todo
lo contrario, debe protegerlo de cualquier intromisión en ese
ámbito; la protección de la libertad de conciencia, pensa-
miento, opinión, etc., es un deber que tiene que garantizar el
Estado precisamente para evitar el totalitarismo que supon-
dría un Estado que dictara a los individuos qué deben creer o
pensar incluso privadamente
16
.
Si eso es lo público o político, el ámbito privado o lo pri-
vado es todo aquello que pertenece a cada uno o con lo que
cada uno se identifica pero que no es universalizable, que es
válido para él o ella pero no para cualquiera o para todo el
mundo. Es el ámbito de lo civil y la conciencia individual, y
que como decíamos debe estar protegido de cualquier intro-
misión desde lo público: el Estado no puede legislar en este
No hay ningún problema a la hora
de que en una asignatura como la
Educación para la Ciudadanía se
enseñen valores, puesto que los
que se enseñan son precisamente
los de esa moral pública y no los
de ninguna moral privada.
John Rawls (Foto: Jane Reed, Harvard-Gazette en en.wikipedia.org)
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ámbito más allá que para protegerlo y garantizar las condi-
ciones que permiten la libertad en este ámbito
17
.
Pero lo anterior es cierto también a la inversa: no debe ha-
ber interferencia tampoco desde lo privado hacia lo público.
El ámbito público debe estar a su vez protegido de lo priva-
do. Dicho de otra forma: en el ámbito público no valen las
“razones” privadas, precisamente porque en el ámbito públi-
co se busca lo que es universal, común a todas las personas y
válido para todos, mientras que lo privado, por definición, es
lo que vale para unos pero no para todos. Quien argumenta
en el espacio público debe abstenerse de hablar desde sus
convicciones privadas, precisamente porque son privadas,
válidas para él pero no necesariamente para los demás. Sería
también totalitaria cualquier propuesta que, perteneciendo al
ámbito privado, pretendiera imponerse públicamente. En el
ámbito público solo valen las razones que de verdad lo son,
es decir, las que sean susceptibles de universalidad y acep-
tación por cualquier sujeto. En esta línea se han propuesto
varias formas de concretar esta distinción
18
. Por citar solo
alguna, podemos recurrir a la “posición original” de John
Rawls
19
. Simplificando mucho esta propuesta rawlsiana, po-
demos decir que para Rawls, una norma será justa si se esta-
blece desde una hipotética “posición original”, que consiste
en decidir sobre esa norma pero con un “velo de ignorancia”.
Este “velo” consiste en tomar la decisión pero sin tener en
cuenta nuestras circunstancias particulares y contingentes
(posición socio-económica, capacidades individuales, etc.).
Pongamos un ejemplo simple a efectos didácticos: imagine-
mos a tres sujetos A, B y C, que tienen que tomar una deci-
sión sobre la limpieza de un espacio común que comparten.
Y se les plantean dos opciones: 1. que la limpieza la haga
cada día uno de ellos en orden rotatorio. 2. que todos los días
limpie el sujeto C. Si esta decisión se toma sabiendo cada su-
jeto quién es A, B y C, el resultado de la votación podría ser
que A y B votarían la opción 2 y solo C la opción 1, lo que
es claramente injusto aunque se haya decidido por mayo-
ría
20
. Sin embargo, si decidieran con el “velo de ignorancia”,
deberían hacerlo sin saber (sin tener en cuenta) quién es A,
quién es B y quién es C, con lo cual el resultado seguro sería
que los tres votarían la opción 1. La diferencia de votos está
en que en el primer caso todos se han dejado llevar por su
egoísmo, mientras que en el segundo caso, con el “velo de
ignorancia”, todos han adoptado un punto de vista universal,
público, y han decidido lo que es justo (según Rawls), o di-
cho en nuestros términos, han tomado una decisión pública
porque es universalizable y válida para todo sujeto, pero para
poder hacerlo han tenido que dejar de lado lo que es parti-
cular y privado, han tenido que saber distinguir el ámbito
público del privado.
En el caso de la ética y la moral, es claro que pertenecen
al ámbito privado. La ética de cada cual o la moral de un
grupo son particulares, son válidas para quien las acepte en
su propia vida, pero no son universalizables: diferentes per-
sonas pueden tener diferentes normas éticas o morales (eu-
demonistas o formales, utilitaristas o deontológicas…) pero
pertenecen a su ámbito privado y no pueden pretender vali-
dez universal para ellas. Otra cosa es que podamos hablar
de una ética o moral públicas entendidas como el conjunto
de valores que inspiran lo público, y que serían la libertad,
la igualdad, la justicia, etc.
21
, y que son condiciones de po-
sibilidad (y solo en este sentido transcendentales) para que
podamos hablar de lo público. Pero más allá de esta moral
pública así entendida, las demás éticas y morales pertenecen
al ámbito privado. No hay una “moral natural” salvo que
por esa expresión entendamos la moral pública que decía-
mos: cualquier otra pretendida “moral natural” no deja de
ser una moral concreta (particular) camuflada de “universal”
sin serlo (y que es la falacia a la que se agarran, por ejemplo,
algunas confesiones religiosas a la hora de oponerse a cues-
tiones como el matrimonio homosexual o la interrupción del
embarazo: su “moral natural” no es sino su particular moral
religiosa; la “moral natural” solo es una moral religiosa ver-
gonzante o que se avergüenza de presentarse directamente
tal cual). Aplicando lo dicho, no hay ningún problema a la
hora de que en una asignatura como la Educación para la
Ciudadanía y los Derechos Humanos (ECDH) que incorpora
la nueva Ley Orgánica de Educación (LOE
22
) al currículo
escolar se enseñen valores, puesto que los que se enseñan
son precisamente los de esa moral pública y no los de ningu-
na moral privada. Son valores válidos para cualquier sujeto
independientemente de los valores particulares de su moral
privada.
La religión también pertenece al ámbito privado
23
, y a es-
tas alturas ya debería estar claro porqué. Las religiones son
válidas para quien quiera creerlas, pero no son válidas para
cualquier sujeto. De aquí que el ámbito público deba estar
separado del religioso y su influencia. En el ámbito público,
el “velo de ignorancia” nos hace desconocer nuestra propia
religiosidad o falta de ella: una decisión en el ámbito público
no puede tomarse teniendo en cuenta la religiosidad. Modi-
ficando el ejemplo anterior: imaginemos tres sujetos A, B y
C tal que A es cristiano, B es musulmán y C es ateo y que
tuvieran que decidir si con el dinero de los tres se debe sub-
vencionar la religión, y supongamos estas opciones:
1) Con el dinero de todos se subvenciona a la religión
cristiana.
2) Con el dinero de todos se subvenciona a la religión
musulmana.
3) Con el dinero de todos no se subvenciona a ninguna
religión y que se autofinancien ellas.
Sin “velo de ignorancia”, A votaría la opción 1, B la 2, y C
la 3, con lo que el acuerdo sería difícil. Pero con “velo de ig-
norancia”, si los sujetos no saben si ellos son cristianos, mu-
sulmanes o ateos, los tres votarían la opción C, pues ninguno
querría que con el dinero de todos (y por lo tanto también el
suyo) luego resultara que se va a financiar a una religión que
resultara no ser la suya.
La laicidad no es un ideal político
alternativo a ninguna religión, ni
mucho menos contrario a ninguna
de ellas. Es un falso dilema tener
que elegir entre laicidad, cristianis-
mo, islam o ateísmo, por ejemplo.
La laicidad se mueve en un plano
distinto del de las demás opciones.
el esc
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Nótese de paso que el laicismo así entendido implica la
imposibilidad de un Estado teocrático o confesional pero
también de otro ateo o antireligioso: los sujetos de antes,
ante las siguientes posibilidades, y con un “velo de ignoran-
cia”, elegirían la opción 4:
1 Estado confesional cristiano.
2 Estado confesional islámico.
3 Estado ateo.
4 Estado laico.
Y elegirían el Estado laico puesto que supone un Estado
que al distinguir lo público de lo privado garantiza la pro-
tección de la libertad de conciencia y de pensamiento (y por
ende, de religión) a la vez que es neutral en cuestiones rela-
tivas a las religiones y no se identifica con ninguna ni contra
ninguna, es decir, es un Estado cuyo ámbito público (lo que
pertenece a todos y con lo que todos se identifican) está se-
parado del ámbito privado (con lo que solo algunos –pocos
o la mayoría, da igual) se identifican. De aquí que también
sea una falacia en estos asuntos apelar a la mayoría (cf. nota
15 al pie): con el “velo de ignorancia” da igual que haya una
mayoría contingente a favor de cierto contenido particular
del ámbito privado, es decir, da igual que una mayoría de
la población acepte algo en sus conciencias privadas, pues
lo importante no es si mucha gente acepta algo que es vá-
lido para ellos pero no para todos, sino que lo relevante es
precisamente si es o no válido para todos y cualquier suje-
to, no para algunos o la mayoría. Por esto es indiferente si
la mayoría de una sociedad acepta una religión concreta en
su ámbito privado; el Estado (lo público) ha de ser neutral
igualmente, del mismo modo que no importaría si la mayo-
ría de la sociedad fuese atea: eso no justificaría prohibir la
religión de la minoría restante ni identificar lo público con el
ateísmo de esa mayoría. A partir de aquí, es fácil extraer las
consecuencias pertinentes a polémicas como la de los sím-
bolos religiosos (o en su caso ateos o antireligiosos) en los
edificios públicos, por ejemplo.
Hay que aclarar que la laicidad no es un ideal político
alternativo a ninguna religión, ni mucho menos contrario a
ninguna de ellas. Es un falso dilema tener que elegir entre
laicidad, cristianismo, islam o ateísmo, por ejemplo. La lai-
cidad se mueve en un plano distinto del de las demás opcio-
nes. La laicidad es metodológica y se mueve en el ámbito
público (distinguiéndolo del privado) mientras que las con-
cepciones sobre lo sagrado son sustantivas y pertenecen al
ámbito privado. La laicidad es el método o el medio para
articular la convivencia de esas diferentes formas de inter-
pretar la propia existencia, y por lo tanto no se identifica con
ninguna. En un Estado laico, todos sus ciudadanos e institu-
ciones son laicos en el ámbito público, es decir, cuando se
trata de lo que a todos concierne, y luego cada ciudadano
tiene sus propias creencias en su ámbito privado. En una so-
ciedad plural en la que sus ciudadanos quieren convivir, cada
uno será cristiano, ateo, budista o hinduista privadamente,
pero todos comparten el mismo ámbito público que es laico
(y no se identifica con las creencias concretas de ninguno de
ellos en particular, precisamente para poder ser público, de
todos). A lo que el laicismo se opone es precisamente a esa
identificación de lo público con una opción religiosa o atea
particular
24
, y que podemos llamar clericalismo, como son
las teocracias, los Estados confesionales (o criptoconfesio-
nales
25
) o los Estados ateístas.
Decíamos que el laicismo se asienta en un juicio de hecho,
en un juicio de valor, y en un presupuesto epistémico. Ese
presupuesto es precisamente otra de las cosas que el laicismo
tiene en común con el escepticismo: el antifundamentalismo.
El escepticismo y el laicismo, asumen el presupuesto de que
es imposible conocer ninguna verdad absoluta, y que como
mucho podemos llegar a consensos sobre contenidos que
aceptamos provisionalmente como verdaderos o justos (pro-
visionalmente en el sentido de que dejamos abierta la posi-
bilidad de estar equivocados y que nuevos descubrimientos
o investigaciones nos hagan cambiar de opinión). Y esos
consensos son posibles gracias a la distinción entre público
y privado, y al empleo de una metodología que nos permi-
te llegar a las verdades científicas o a las normas justas (el
método científico y el “velo de ignorancia” o procedimiento
similar) que son válidas (provisionalmente) para todos más
allá de sus creencias u opiniones que solo son válidas en su
ámbito privado.
En el caso del escepticismo científico, éste no se opone a
las creencias privadas de nadie, tan solo a que alguien pre-
tenda que sus creencias privadas tengan validez universal
sin pasar el “filtro” del método científico
26
. En el caso del
laicismo, éste no se opone, como decíamos, a ninguna reli-
gión, puesto que garantiza la libertad de todas sin intromi-
sión desde lo público (y separando, a su vez, lo público de
todas las religiones). A lo que se opone es al clericalismo, a
identificar una religión concreta con lo que es público. Y la
base de todo clericalismo es también el fundamentalismo.
El fundamentalista no quiere aceptar que su creencia es eso,
una creencia más, particular y privada sin más valor que el
que él mismo quiera concederle. Para el fundamentalista es
algo más, mucho más que eso, es La Verdad, y como tal no
puede estar en un ámbito privado sino en el público, pues de
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hecho no distingue público de privado: la única verdad debe
ser con lo único con lo que todos se identifiquen; todo lo
demás es error, en el mejor de los casos, o herejía, en el peor,
y como tales deben ser corregidos o eliminados. Por esta ra-
zón, ninguna religión o ateísmo en su versión fundamentalis-
ta
27
tienen lugar en el Estado laico, debido a ese presupuesto
antifundamentalista al que nos referíamos. El presupuesto
del fundamentalismo es que es posible conocer una verdad
absoluta válida para todo el mundo sin ningún género de
duda. Según este presupuesto, sería absurdo el escepticismo
y el Estado laico, pues entonces el pluralismo y la libertad
de conciencia serían sinónimos de libertad de equivocarse a
pesar de conocer la verdad absoluta. Para el fundamentalista
que cree saber la verdad absoluta mientras que los demás se
equivocan, no tiene sentido la libertad de conciencia, lo que
tiene sentido es el proselitismo e incluso la imposición de esa
verdad absoluta a la fuerza “por el bien” de los demás, para
sacarles de su error. El fundamentalista piensa que lo que
cree en su ámbito privado es en realidad universal y que debe
ser público, aceptado por todos los demás, no admite que
solo es válido para él. Para el fundamentalista, tan ciertas
son sus creencias universalmente como lo es que “2+2=4”, y
tan erróneo es circunscribir su creencia a un ámbito privado
en vez de imponerlo en el público como sería considerar que
2+2 es 4 en el ámbito privado de unos pero que podría ser 5,
6 ó 387 en el de otros. Por eso el fundamentalista no admite
el método científico ni la distinción entre religión y política
ni público de privado, porque si lo hiciera tendría que acep-
tar el presupuesto escéptico y laicista de que es imposible
conocer una verdad absoluta definitivamente.
¿Implica lo anterior que el laicismo y el escepticismo
científico son esencialmente agnósticos? No necesariamen-
te. Se pueden mantener también creencias religiosas o ateas
al mismo tiempo que se es militantemente escéptico y lai-
cista, siempre que se reconozca el carácter de creencias de
esa religión, agnosticismo o ateísmo y no se las considere
una verdad absoluta válida para todo el mundo
28
(es que si se
considerasen verdad absoluta no tendría sentido el escepti-
cismo ni el laicismo). En tanto que creencias serán aceptadas
y vividas como verdaderas por quien las crea, al tiempo que
reconocerá que los demás no tienen porqué creerlas ni mucho
menos vivirlas si no quieren, pues su verdad no es eviden-
te ni absoluta para todo el mundo. La mayoría de personas
ateas piensan así. No creen en ninguna divinidad y están ab-
solutamente convencidas de que no existe ningún ser divino,
pero comprenden que otras personas sí que crean en alguna
divinidad y no tratan de obligarles a abandonar sus creencias
ni forma de vida religiosa, y de hecho los más ateos suelen
ser los máximos defensores del laicismo pero no de políticas
ateístas ni antirreligiosas
29
. De forma parecida, la mayoría de
personas religiosas también entienden que sus creencias son
privadas y que nada les justifica para tratar de imponerlas en
el ámbito público, rechazando incluso privilegios y tradicio-
nes por los que en el pasado sí que se identificaba su religión
con el ámbito público: por ejemplo, muchas personas cristia-
nas están en contra de la presencia de símbolos religiosos en
los edificios públicos pues entienden que no todo el mundo
tiene porqué identificarse con su religión privada. Pudiera
parecer que esta religiosidad es “poco religiosa” en el sen-
tido de que parece dudar de sí misma: ¿no será un cristiano
–o un musulmán, o un…- que además es laicista algo menos
cristiano –o menos musulmán, o…- en tanto que reconoce
que su verdad no es suficientemente verdadera para todos?
¿No va en contra de la religión poner en duda los propios
dogmas aunque sea de esta forma? La respuesta es que no.
El religioso laicista
30
no pone en duda sus creencias religio-
sas, tan solo las deja de lado en el ámbito público para poder
convivir con los demás (que, a su vez, hacen igual con las su-
yas) y tan solo reconoce que lo que para él es absolutamente
verdadero y sin duda, no es así para los demás. Si no admitie-
ra esto último no solo sería religioso, sería fundamentalista.
Pero no toda religión es fundamentalista por definición. El
reconocimiento de que la propia religión no tenga el mono-
polio de toda la verdad también ha sido una constante de las
religiones cuando no han adoptado una versión fundamen-
talista
31
. De las tres religiones del Libro, ninguna es funda-
mentalista per se: el judaísmo ni siquiera es proselitista ni
trata de convertir a nadie a su religión
32
; el islam tampoco
acepta la conversión forzosa sino solo la voluntaria; y el cris-
tianismo, aunque insta a la conversión, tampoco la admite si
no es auténtica
33
. El movimiento ecuménico, por ejemplo,
es cada vez mayor entre las religiones, y no solo entre las
cristianas. A este respecto, baste recordar el cuento de “Los
tres anillos
34
” de Giovanni Boccaccio: resumiendo, el sultán
Saladino le pregunta al judío Melquisedec cuál es la religión
verdadera, si la judía, la cristiana o la musulmana, a lo que el
judío responde contándole la siguiente historia:
“Señor, intrincada es la pregunta que me haces, y
para poderte expresar mi modo de pensar, me veo en
el caso de contarte la historia que vas a oír. Si no me
equivoco, recuerdo haber oído decir muchas veces
que en otro tiempo hubo un gran y rico hombre que
entre otras joyas de gran valor que formaban parte de
su tesoro, poseía un anillo hermosísimo y valioso, y
que queriendo hacerlo venerar y dejarlo a perpetuidad
a sus descendientes por su valor y por su belleza, or-
denó que aquel de sus hijos en cuyo poder, por lega-
do suyo, se encontrase dicho anillo, fuera reconocido
como su heredero, y debiera ser venerado y respetado
por todos los demás como el mayor. El hijo a quien
fue legada la sortija mantuvo semejante orden entre
sus descendientes, haciendo lo que había hecho su
antecesor, y en resumen: aquel anillo pasó de mano
en mano a muchos sucesores, llegando por último al
poder de uno que tenía tres hijos bellos y virtuosos y
muy obedientes a su padre, por lo que éste los amaba
a los tres de igual manera. Y los jóvenes, que sabían
la costumbre del anillo, deseoso cada uno de ellos de
ser el honrado entre los tres, por separado y como me-
jor sabían, rogaban al padre, que era ya viejo, que a
su muerte les dejase aquel anillo. El buen hombre,
que de igual manera los quería a los tres y no acertaba
a decidirse sobre cuál de ellos sería el elegido, pen-
só en dejarlos contentos, puesto que a cada uno se lo
había prometido, y secretamente encargó a un buen
maestro que hiciera otros dos anillos tan parecidos al
primero que ni él mismo, que los había mandado ha-
cer, conociese cuál era el verdadero. Y llegada la hora
de su muerte, entregó secretamente un anillo a cada
uno de los hijos, quienes después que el padre hubo
fallecido, al querer separadamente tomar posesión de
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la herencia y el honor, cada uno de ellos sacó su anillo
como prueba del derecho que razonablemente lo asis-
tía. Y al hallar los anillos tan semejantes entre sí, no
fue posible conocer quién era el verdadero heredero
de su padre, cuestión que sigue pendiente todavía. Y
esto mismo te digo, señor, sobre las tres leyes dadas
por Dios Padre a los tres pueblos que son el objeto de
tu pregunta: cada uno cree tener su herencia, su ver-
dadera ley y sus mandamientos; pero en esto, como
en lo de los anillos, todavía está pendiente la cuestión
de quién la tenga”.
La solución laicista viene a ser una puesta al día de este
cuento. En un Estado laico todo el mundo tiene su particular
anillo, pero como los demás tienen el suyo y es imposible
discernir el auténtico de las copias, es necesario establecer
normas comunes (laicas) para permitir la convivencia entre
todos al mismo tiempo que cada cual vive creyendo para él
mismo, en su conciencia, en su ámbito privado, que su anillo
es el verdadero.
Para concluir, no es necesario extenderse mucho más en
las consecuencias de todo este planteamiento en el ámbito
educativo. Es fácil deducir que la Escuela debe ser escéptica
y laica en el sentido de que al alumnado debe enseñárse-
le a utilizar el método científico y los resultados por ahora
obtenidos por las ciencias, al tiempo que se le enseñan las
normas políticas (y laicas) básicas de convivencia. Y luego,
fuera de la Escuela, cada cual podrá aprender, además, cua-
lesquiera creencias con las que quiera dar sentido a su vida y
vivirlas libremente como si del anillo del cuento se trataran.
Notas:
1. Es interesante señalar lo que comenta en este punto Richard
Dawkins: “Los líderes religiosos son bien conscientes de la vulnera-
bilidad del cerebro infantil y de la importancia del adoctrinamiento en
edades tempranas” (ibid, 194). Seguramente esto explique la insis-
tencia de la jerarquía católica en mantener el adoctrinamiento reli-
gioso de niñas y niños en los centros docentes con una asignatura
específica para ello.
2. La etimología de ‘escepticismo’ es precisamente esa: dudar,
sospechar (del griego skeptein).
3. Aunque actualmente gran parte de la (pseudo)filosofía actual
parezca haberse estancado en el momento puramente negativo y
relativista: nos referimos a la (pseudo)filosofía denominada postmo-
derna (cf. nota 10 in fine).
4. En realidad, todas esas “explicaciones” “funcionan” porque son
infalsables.
5. Una experiencia similar la hemos tenido todo el mundo en
nuestra infancia la primera vez que al jugar a algún juego vimos que
los demás tenían otras reglas a las usadas en nuestra casa, o que
al comer una comida notamos que la hacían de otra manera distinta
a como la cocinaban nuestros padres: antes de conocer a alguien
que jugara con otras reglas o cocinara de otra forma, ni siquiera nos
habíamos planteado si habría reglas distintas para el mismo juego o
si la misma comida podía hacerse de maneras distintas.
6. Es importante distinguir aquí ‘todos’ en sentido contingen-
te y ‘todos’ en el sentido de ‘cualquier sujeto posible’. Como dice
el ejemplo, si en una sociedad de hombres blancos no tienen en
cuenta esta distinción, podrían hacer leyes racistas (pensadas solo
para personas blancas) sin darse cuenta hasta que apareciera otra
persona pero de piel negra. Otro ejemplo: en una sociedad en la
que todos comen carne deberían tener de todas formas en cuenta
que mañana puede aparecer una persona vegetariana. Y un último
ejemplo: ciertas decisiones de largo alcance deben tomarse tenien-
do en cuenta no solo a todas las personas actualmente existentes,
sino también a las generaciones futuras a las que esas decisiones
pueden afectarles en el futuro, aunque esas personas todavía no
hayan ni siquiera nacido.
7. La diferencia entre conocimiento y creencia es una cuestión
recurrente en la historia de la filosofía ya desde sus orígenes en la
Grecia antigua y la distinción entre episteme (ciencia) y doxa (opi-
nión), distinción en la que de diferentes formas se ocuparon todas
las filosofías de la antigüedad y continúa hasta nuestros días. La
polémica en la epistemología moderna acerca del criterio de demar-
cación no es sino una versión más actual de esta misma distinción.
8. También hay que advertir que la ciencia, aunque metodológica,
también parte de unos presupuestos ontológicos y gnoseológicos,
y que son la existencia real e independiente del mundo exterior a
la conciencia humana y la cognoscibilidad de esa realidad exterior.
Sin estos presupuestos no podría hacerse ciencia: si dudáramos de
o negáramos la existencia real del mundo externo no tendría senti-
do, por ejemplo, la teoría del Big Bang o la de la evolución de las
especies, y si esa realidad no fuera cognoscible de un modo más o
menos objetivo o válido para todo sujeto, no podríamos escapar del
relativismo (que es a lo que nos conduce el postmodernismo).
9. Confiar es tener fe, pues ‘fe’ procede del latín fides que signifi-
ca precisamente confianza, lealtad. No en vano escribe el autor de la
Carta a los Hebreos en el Nuevo Testamento que “la fe es aferrarse
a lo que se espera, es la certeza de cosas que no se pueden ver”
(Hb 11, 1), tener fe es creer sin pruebas, que es lo que hace quien
cree en la homeopatía (o en la astrología, el tarot, la quiromancia o
cosas similares).
10. Para un repaso crítico y escéptico a la homeopatía véase
SANZ, 2010.
11. Sobre la cuestión del llamado “creacionismo científico” como
supuesta alternativa al evolucionismo, Marvin Harris le da un buen
repaso en Harris, 1998, pág. 53-63. Véase también Carmena, 2006.
12. Entendemos aquí por ‘laicidad’ el ideal político en el que se
distingue público de privado y no hay interferencias mutuas entre
ambos ámbitos, de modo que desde el ámbito público o político se
garantiza la libertad de conciencia (y por ende, religiosa) y a su vez
este ámbito es autónomo respecto del privado y no se identifica con
creencias privadas (religiosas o no), en el sentido que más adelan-
te se explica con más profundidad. Y entendemos por ‘laicismo’ el
movimiento militante en pro de la laicidad. Reservamos el adjetivo
‘laico/a’ para referirnos a las instituciones que son acordes a la laici-
dad (escuela laica, Estado laico…). Seguimos así la línea de Henri
Peña-Ruiz en Peña-Ruiz, 2001, pág. 36-38, y en 2009, pág. 31-32.
De todas formas, a veces, en este texto, se usarán los términos
laicismo, laicidad y laico/a indistintamente.
13. Ambos juicios de hecho y de valor son comunes con el escep-
ticismo científico y con la propia ciencia: la ciencia también necesita
de la democracia como si de su oxígeno se tratara, pues sin plu-
ralismo y sin libertad sería imposible la diversidad de hipótesis (de
opiniones) que hacen falta para que la ciencia comience ni siquiera a
trabajar. El método científico filtra hipótesis, ¡pero antes debe haber
esa pluralidad de hipótesis! Tan detestable es por tanto eliminar o
limitar la libertad de investigación o pretender dirigir la ciencia por
sendas preestablecidas, como quedarse en la mera diversidad de
hipótesis u opiniones sin filtrarlas luego con un método científico que
distinga unas de otras: el primer caso sería el típico de las dictaduras
que han pretendido dirigir a la ciencia por sus propios derroteros
ideológicos y que tan nefastas consecuencias históricas han teni-
do (por ejemplo, el intento estalinista de adaptar las ciencias a sus
dogmas y que encerró a la biología en los prejuicios de Lyssenko),
y el segundo caso sería el propio del postmodernismo actual y su
relativismo, que establece que la ciencia no es sino una opción más
de creencia al lado y al mismo nivel que la brujería, la fe religiosa,
el tarot, el curanderismo o la acupuntura (una propuesta en este
sentido sería la del “anarquismo epistemológico” de P. Feyerabend:
Feyerabend, P. 2010).
14. Aparente paradoja: una sociedad laica es militantemente de-
mocrática, esto es, que acepta a cualquiera menos a quien sea ex-
cluyente, por la simple razón lógica de que en una sociedad laica y
democrática no se puede excluir a nadie salvo a quien quiera excluir
a los demás o a alguien concreto. Solo como ejemplo: en una so-
ciedad laica y democrática pretenden convivir personas con diferen-
tes ideologías, y todos tienen cabida excepto aquel cuya ideología
pretenda excluir a los demás de la sociedad, razón por la cual una
sociedad laica no puede aceptar a ideologías de corte fascista, por
el esc
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ejemplo. Sería absurdo que una democracia admitiese en su seno
partidos fascistas, cuyo objetivo fuera instaurar una dictadura, argu-
yendo para eso la libertad de pensamiento y opinión: la democracia
que realmente lo es no puede permitir que dentro de ella se esté
alimentando su verdugo. Otra cosa es que esos partidos fascistas
se oculten bajo un aspecto formalmente democrático (como ocurre
hoy día), en cuyo caso la democracia les garantiza su presunción de
inocencia, y la carga de la prueba caerá del lado de quien pretenda
que en realidad son partidos cripto-fascistas.
15. Efectivamente: si no tenemos en cuenta la diferencia entre
‘todos’ contingentes y ‘cualquier sujeto posible’, una sociedad que
fuera ahora mismo 100% atea podría hacer leyes ateas con las que
otra persona futura de esa sociedad no estaría cómoda si fuera re-
ligiosa, y a la inversa: si un Estado se identifica con una religión
concreta atendiendo a que el 100% actual de su ciudadanía cree en
esa religión, está cerrando el ámbito público a un futuro ciudadano
que fuera de otra religión o de ninguna.
16. Este rechazo al totalitarismo o al comunitarismo (que desgra-
ciadamente fue tan extendido en el siglo XX en forma de regímenes
fascistas o estalinistas) es común tanto al liberalismo como al repu-
blicanismo, con la diferencia de que el liberalismo se conforma con
que no haya interferencia del Estado en el ámbito privado mientras
que el republicanismo añade algo más al entender la libertad como
no-dominación: el republicanismo se opone no a cualquier interfe-
rencia del Estado en la libertad individual sino tan solo a las interfe-
rencias arbitrarias, precisamente para que el Estado sí que pueda
interferir en pro de aumentar la libertad como no-dominación. Por
ejemplo, desde el liberalismo, la vida familiar pertenece al ámbito
privado y el Estado no debe interferir ahí, pero eso podría significar
que las mujeres quedaran desprotegidas ante la violencia doméstica
de esposos machistas, por lo que el republicanismo admite que el
Estado interfiera en la vida familiar legislando cuestiones relativas a
los derechos de los cónyuges que, siguiendo con el ejemplo, impi-
dan que uno domine a otro. Cf: Pettit, P. 1999, pág. 93-5.
17. Volvemos a puntualizar aquí una diferencia entre el liberalis-
mo y el republicanismo: para el liberalismo, la economía pertene-
ce al ámbito privado y debe estar libre de interferencias estatales,
defendiendo así la liberalización económica y el libre mercado. Sin
embargo, el republicanismo sí que admite interferencias del Estado
en la economía siempre que su objetivo sea aumentar la libertad
como no-dominación, pues una economía sin intervención podría
dejar desprotegidos a ciertos sujetos con menos poder económico
con respecto a otros económicamente más poderosos, de modo que
los más débiles estarían dominados por los más fuertes. De esta
forma, el republicanismo converge con el socialismo: Pettit, P. 1999,
pág. 187-190.
18. Son muy interesantes, pero también más complejas, las pro-
puestas desde la filosofía dialógica de J. Habermas (Habermas,
1999)
19. J. Rawls, 1997 y desarrollos posteriores en 1996.
20. Lo que viene a demostrar que la mayoría no es el único argu-
mento en democracia: siendo necesaria no es suficiente para legiti-
mar una norma, puesto que una mayoría contingente podría tomar
decisiones claramente injustas hacia las minorías (o hacia las ge-
neraciones futuras). Al criterio de las mayorías hay que añadir el de
los derechos inalienables y las normas fundamentales que ninguna
mayoría puede vulnerar. Si no se toma esta precaución, podría incu-
rrirse en contradicciones y absurdos como que una mayoría votara
en contra de que hubiera elecciones (que votaran no votar) o que
votaran prohibir la libertad de expresión (libertad que sin embargo
habría sido necesaria para poder debatir antes de votar).
21. Si a la libertad, la igualdad y la justicia le añadimos el plura-
lismo político, tendríamos los cuatro valores principales en los que
se asienta el ordenamiento jurídico español, según el artículo 1 de
la Constitución Española.
22. Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación (BOE nº
106, 4 de mayo de 2006) y normas que la desarrollan, especial-
mente el Real Decreto 1513/2006, de 7 de diciembre, por el que se
establecen las enseñanzas mínimas de la Educación primaria (BOE
nº 293, 8 de diciembre de 2006) y el Real Decreto 1631/2006, de
29 de diciembre, por el que se establecen las enseñanzas mínimas
correspondientes a la Educación Secundaria Obligatoria (BOE nº 5,
5 de enero de 2007).
23. Tan solo podría entenderse una religión como pública si la
entendiéramos en el sentido deísta de “religión natural” o religión
dentro de los límites de la razón (en sentido kantiano), es decir,
como una religión derivada de la propia razón y en ese sentido uni-
versal en tanto que racional, y que para los ilustrados suponía poco
más que aceptar a Dios como un demiurgo, causa primera o primer
motor del mundo y que ni se relaciona con el mundo ni interviene en
él, por lo tanto, impersonal y no-providente, deísmo éste que dista
mucho del teísmo necesario a toda religión “revelada” y que requiere
un dios personal y providencial. Y de todas formas, ni siquiera esta
“religión natural” sería “natural” o “racional” queriendo decir con ello
“universal” o válida para todo sujeto, puesto que caben opciones que
niegan incluso a ese dios del deísmo, como serían el panteísmo o
el ateísmo.
24. Delgado, F. 2006, pág. 19-25.
25. Cripto-confesionales serían los Estados que sin ser formal-
mente confesionales, sí que de hecho se comportarían de un modo
confesional, privilegiando a una confesión concreta e identificando
lo público con esa confesión de formas más o menos sutiles o des-
caradas, y que según Puente Ojea sería el caso del Estado español:
véase Puente Ojea, 1994.
26. De hecho, es posible y compatible una actitud escéptica y
una práctica científica, y al mismo tiempo creer privadamente en el
dios personal de una religión concreta, siempre que se reconozca
que esa creencia es eso: una creencia. El científico y escéptico que
además es creyente no incurrirá en contradicción siempre que no
pretenda que su creencia en Dios es algo más y que es demos-
trable científicamente (o de otro modo) con validez universal para
todo el mundo. Sería el caso del científico evolucionista Francisco
José Ayala, creyente católico en su ámbito privado pero defensor
a ultranza del método científico y la teoría de la evolución frente al
fundamentalismo creacionista y las teorías del Diseño Inteligente.
Véase Ayala, 2007.
27. Un ateísmo fundamentalista sería aquel que pretendiera la
instauración de un Estado ateo o antirreligioso que prohibiera la
religión o pretendiera erradicarla incluso del ámbito privado de los
individuos.
28. Véase nota 26 y ténganse en cuenta tres ejemplos como bo-
tón de muestra de tres escépticos con diferentes creencias privadas:
Francisco José Ayala, católico; Stephen Jay Gould, agnóstico; Ri-
chard Dawkins, ateo.
29. Richard Dawkins, uno de los principales ateos militantes en
la actualidad, es claramente defensor del laicismo. También Christo-
pher Hitchens, otro ateo militante. De la misma forma, Iniciativa
Atea, una de las principales asociaciones ateas, defiende la laici-
dad como objetivo político: véase Dawkins, 2007, pág. 48; Hitchens,
2009, pág. 251; Estatutos de Iniciativa Atea, artículo 3, Fines de la
Asociación: 6. Promover la instauración de la laicidad y la defensa
de las libertades y derechos civiles de los ateos en los diferentes
países del mundo.
30. Se puede ser religioso y laicista sin ninguna contradicción,
es más, se puede ser religioso y precisamente laicista para garanti-
zar la autonomía de la religión y protegerla de interferencias desde
la política. La Asociación de Teólogos y Teólogas Juan XXIII, por
ejemplo, defiende la laicidad claramente. En su XXVIII Congreso
(en 2008) precisamente sobre “Cristianismo y laicidad”, se recogen
mensajes como los siguientes: “Al vivir en una sociedad plural desde
el punto de vista de las creencias, el Estado tiene la obligación de
velar por los derechos de todos los ciudadanos sin ningún tipo de
discriminación, y para ello tiene que configurarse como un Estado
laico e independiente. En este sentido, tiene que mantenerse neutral
ante las diferentes opciones religiosas, garantizando a todas ellas el
ejercicio de sus derechos, al margen del arraigo que hayan podido
alcanzar o de su dimensión social (…) El derecho a la libertad de
conciencia no es un precepto religioso sino laico que, finalmente,
ha sido aceptado por la religión cristiana, que está en la base de la
secularización y de la laicidad (…) A la Iglesia no le compete indicar
o definir el orden político de la sociedad, ya que cualquier interven-
ción directa en este sentido sería una injerencia en un terreno que
no le corresponde. El Estado tiene todo el derecho a defender su
autonomía y libertad a fin de no convertirse en rehén de la jerarquía
religiosa. (…) Laicidad no equivale a irreligiosidad o ateísmo. Los
cristianos debemos defenderla como garantía de la libertad de con-
el esc
é
ptico
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otoño-invierno 2012
ciencia y de creencias”.
En internet: http://www.congresodeteologia.info/?Congreso-2008
Bien es cierto que también dice: “Sin embargo, laicidad no signi-
fica que el hecho religioso debe replegarse al ámbito privado, renun-
ciando a toda presencia en la vida pública”. Este mensaje puede pa-
recer contradecir las tesis de este texto, pero a nuestro modo de ver
esto no es así, y no lo es porque nos parece que el mensaje hace un
uso de los términos “público” y “privado” distinto al mantenido aquí.
Nosotros entendemos en ese texto que lo que quiere decir es que
la religión puede expresarse públicamente (en calles, en la forma de
vestir, procesiones, etc.), y que no debe recluirse a la propia casa de
cada uno o a su lugar de culto, con lo cual estamos totalmente de
acuerdo: el Estado laico debe garantizar el derecho de las personas
a la libre expresión (también religiosa).
Sobre la compatibilidad del laicismo y la religión, véase también
Tamayo, 2003.
31. En realidad sí que toda religión de alguna forma cree tener
el monopolio de la verdad, lo que sucede es que las que no son
fundamentalistas también admiten que haya quienes no puedan re-
conocer esa verdad absoluta, y con quienes a pesar de todo hay
que convivir con leyes comunes y que no pueden derivarse de esa
verdad absoluta que los no-creyentes no admitirían.
32. Eso se debe a que el judaísmo se basa en la pertenencia a
un pueblo que se considera elegido por Dios, por lo que no tiene
sentido intentan obligar a quienes no son de ese pueblo a cumplir
con sus normas religiosas. De hecho, esto originó uno de los pri-
meros debates en la primitiva iglesia cristiana todavía no del todo
desgajada del judaísmo: el problema de si el mensaje y las normas
cristianas eran también para los gentiles (los no-judíos) que se con-
virtieran a la nueva religión, o si solo eran para los judíos (Hch, 11).
Al final prevaleció la idea de que también eran para los gentiles, lo
que justificó el proselitismo cristiano.
33. Esto es mucho más evidente en el calvinismo: dada su creen-
cia en la salvación por pura gracia y la predestinación, el calvinismo
admite que haya no-creyentes puesto que considera que es porque
Dios no los ha predestinado para que darles la gracia de creer y
tener fe, y por lo tanto inútil es convertirles a la fuerza.
34. En internet: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ita/
bocca/tres.htm
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