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S

illón escéptico

Roberto García Álvarez

El mito del cerebro creador.

Cuerpo, conducta y cultura.

Marino Pérez Álvarez.

Alianza Editorial, 2011, 240 páginas.

A la hora de hablar de escepticismo todos tenemos más 

o menos claros los temas que vamos a poner sobre la mesa: 

homeopatía, cristales curativos, astrología, cienciología… 

Muchas veces damos por supuestas, o como verdades cien-

tíficas, ciertas tendencias (modas) culturales que a raíz de 

las circunstancias del momento marcan el avance de la 

ciencia y de la filosofía de la ciencia. No es posible negar 

la parte filosófica de la ciencia. Como decía el filósofo y 

psiquiatra Karl Jaspers: “No hay escape de la filosofía, la 

cuestión es solamente si es buena o mala. Quien rechaza 

la filosofía está él mismo, inconscientemente, practicando 

filosofía”. Y la filosofía que acompaña al avance de la co-

rriente predominante en la neurociencia actual es algo os-

cura, imprecisa…

Es bien sabido que este avance está sujeto a los intere-

ses de algunos y que, como si de una religión se tratase, 

siempre tendrá acólitos que se creerán todo lo que se les 

diga. Así, y contemplando la necesidad de muchas personas 

por conocer (creer) en una causa para todo, se adhieren al 

dogma del “cerebrocentrismo”, cuya única herramienta de 

estudio se basa en las neuroimágenes, grandes precurso-

ras y sustentadoras de este movimiento. Los interesados se 

valen de esto porque, igual que al psicoanálisis, intentan 

explicarlo todo (y nada al mismo tiempo).

El doctor en psicología y catedrático de la Universidad 

de Oviedo Marino Pérez Álvarez consigue con su obra “El 

mito del cerebro creador” (2011) poner sobre la mesa un 

tema  de  gran  trascendencia  tanto  en  el  ámbito  científico 

como en el popular. La cultura del cerebro como hacedor 

de todo está tan arraigada en nuestra sociedad que ya ape-

nas nadie se cuestiona qué otra cosa más que su cerebro 

sea el que construye su vida. Actividades que antes eran 

atribuidas a las personas, a los individuos, quedan hoy re-

ducidas a un amasijo de conexiones electroquímicas y lo-

calizaciones anatómicas.

Asimismo, y coincidiendo con el individualismo predo-

minante en la sociedad actual, no es de extrañar lo fácil que 

nos resulta ahora achacar los “problemas” de la sociedad a 

un algo externo a nosotros,  desresponsabilizando al indivi-

duo totalmente de sus propios actos que, por definición, ya 

no son suyos sino de su cerebro, en tanto que él mismo no 

es suyo, sino de su cerebro.

Donde antes oíamos: “Yo soy yo y mis circunstancias”, 

se traduce hoy en “yo soy mi cerebro” o “mi cerebro me 

creó a mí”. Nótese de qué manera se cae en un dualismo 

con tanta ligereza, ese mismo dualismo del que la corriente 

fisiologicista se jacta de superar. Escapando de la trampa 

del Teatro Cartesiano, caen en ella, ya que ellos mismos se 

consideran monistas materialistas. 

Para librarnos de caer en el monismo o dualismo, en el 

libro se ofrece una alternativa: el materialismo filosófico, 

hablando de esta manera de 3 realidades que no se pueden 

reducir a una de ellas sino que conviven unos con otras; de 

tal manera que encontraríamos el mundo físico, el mun-

do de la conducta y el mundo de la cultura, esos 3 pilares 

que  lo construyen todo.

En este sentido, esto tiene agarre porque, según se cita 

en el libro “Si de la única herramienta de la que dispo-

nemos es un martillo, una infinidad de objetos adquirirán 

el valor de clavo” (Abraham Maslow). Parece que vemos 

una ventana abierta al cerebro y pensamos que podemos 

observar todas sus habitaciones desde ella. Es como si pre-

tendiésemos entender toda la música por el mero hecho de 

conocer los componentes del instrumento que suena.

Por todo esto, no se debería de afirmar algo tan rotun-

damente (como por ejemplo que el cerebro lo sea todo) 

cuando, en realidad, no se sabe prácticamente nada. Con 

la información que nos ofrece este libro, su autor pretende 

arrojar algo de luz y reflexión crítica sobre la que quizá sea 

la mayor corriente de pensamiento que guía el avance de la 

neurociencia hoy en día, porque “no es neuro-oro todo lo 

que reluce”.

Manuel Vacas y Laura Llames.

¿Debemos tolerarlo todo?

Tejedor de la Iglesia, César y Enrique Bonete. 

Desclée de Brouwer, 2006, 168 páginas.

Quienes defendemos el pensamiento crítico, en más de 

una ocasión, nos hemos visto envueltos en algún debate 

venido a diálogo de besugos y que llega a un punto en el 

que, después de escuchar las más disparatas teorías acer-

ca de abducciones, conspiraciones o terapias alternativas, 

cuando se nos ocurre pedir pruebas o argumentos de tales 

dislates, nuestro interlocutor abandona el debate con un: 

“¡Eres un intolerante que no respeta las opiniones de los 

demás!”. Exigir argumentos y pruebas de las opiniones aje-

nas ha acabado por ser, en nuestros días, un signo de intole-

rancia. Pedir a un creacionista que nos dé pruebas de cómo 

podían vivir las plantas creadas al tercer día si Dios no creó 

el sol hasta el cuarto, o a un acupuntor acerca de qué forma 

puede observarse, medirse o simplemente comprobarse que 

existe el “chi” o “ki”, le convierte a uno automáticamente 

en intolerante (cuando no directamente en fascista). La to-

lerancia y el respeto se entienden como la aceptación acrí-

tica y sin respuesta a las opiniones de los otros, practicando 

una suerte de igualitarismo de ideas en el que toda idea, 

por absurda que parezca, adquiere el mismo valor que cual-

quier otra, independientemente de las pruebas, argumentos 

o razonamientos de cada una. La simple crítica o incluso 

la mera burla hacia ideas de otros no solo está mal vista o 

es políticamente incorrecta, sino que puede ser respondida 

con violencia: ejemplos son los atentados sufridos por Leo 

Bassi por sus obras teatrales críticas con el cristianismo o la 

reacción islámica ante las caricaturas de Mahoma. 

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Ante esto, tratamos de defendernos de la acusación de 

intolerantes. Pero tal vez lo que haya que hacer es acep-

tar el epíteto y reconocerlo: sí, soy intolerante, porque hay 

ciertas cosas que no se pueden tolerar. Es necesaria cierta 

intolerancia, o mejor dicho, no-tolerancia hacia ciertas opi-

niones (más bien ocurrencias), acciones y costumbres. En 

esta línea se mueve  la obra de César Tejedor de la Iglesia 

y Enrique Bonete precisamente sobre la tolerancia: ¿Debe-

mos tolerarlo todo? En su análisis de esta virtud, los autores 

distinguen entre la tolerancia como virtud y valor en las 

democracias actuales y lo que llaman “tolerantismo” como 

vicio y deformación de esa virtud. La tolerancia, para serlo, 

debe tener límites: no todo puede tolerarse: “Hay hechos 

que es necesario no-tolerar. Hay que distinguir, por tanto, 

entre la intolerancia legítima o no-tolerancia y la intole-

rancia  ilegítima  o  fanatismo”  (pág.  52).  El  tolerantismo 

consiste en la tendencia a tolerarlo todo sin distinción, acu-

sando de intolerante, etnocentrista o fanático a quien no 

tolere algo. Eso implica tolerancia incluso hacia compor-

tamientos, actitudes u opiniones rechazables prima facie: 

el ejemplo típico sería la ablación del clítoris en algunas 

sociedades africanas (pág. 142). ¿Debe tolerarse esa cos-

tumbre o es de justicia reprobarla e incluso pretender pro-

hibirla y erradicarla? El tolerantismo defiende la ablación 

como una costumbre ajena que no puede ser juzgada desde 

el exterior de esas sociedades, pues implicaría un juicio et-

nocéntrico. Cualquier reproche desde fuera de esas culturas 

o pretensión de impedir la práctica sería una injerencia casi 

imperialista. Tejedor y Bonete consideran que: 

“La tolerancia se convierte en un nuevo dogma de los 

sistemas democráticos que puede llegar a amenazar a la 

propia democracia desde el momento en que pierde de vista 

su ámbito propio y sus limitaciones. Tal extensión vacía de 

cualquier contenido la virtud de la tolerancia. Queda dise-

cada en mera forma. Una tolerancia ilimitada tiende a tole-

rar aquello que puede destruir no sólo la propia virtud –si 

todo es tolerable, pronto no habrá nada que tolerar-, sino 

también la misma democracia” (pág. 12). 

Y relacionan este tolerantismo con el relativismo pos-

moderno: 

“Este trabajo constituye asimismo una crítica del relati-

vismo posmoderno que poco a poco se va instaurando en la 

sociedad a través de la perversión de determinadas virtudes 

como la tolerancia. Tras el fracaso de los ideales ilustra-

dos –el racionalismo, la creencia en la ciencia y la técnica, 

la idea de progreso y modernidad-, este relativismo ha ido 

poco a poco erosionando la concepción objetiva de los va-

lores, al mismo tiempo que el universalismo dejaba paso 

a los particularismos culturales. La filosofía posmoderna, 

encarnada en la ética del emotivismo, ha pretendido ha-

cerse cargo de esta nueva situación en la que se considera 

ya anacrónico seguir hablando de virtudes. El relativismo 

se convierte así en el único referente de la moral, vacian-

do de contenido las virtudes, que por su parte no pueden 

entenderse correctamente sin su relación con un cierto 

universalismo moral. La tolerancia sirve fácilmente a este 

relativismo desde el momento en que se desvincula de su 

genuino referente ético, que es la dignificad intrínseca de 

las personas. Si todo vale, todo es tolerable. El discurso so-

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bre las virtudes –y en definitiva, el discurso ético- se vuelve 

insulso y vacío”. (Tejedor, op. cit: 14).

La única forma de evitar los peligros del tolerantismo 

es vincular la tolerancia con la dignidad humana, enten-

dida como un universal, pero eso es precisamente lo que 

niega el relativismo posmoderno: que pueda hablarse de 

universales tanto éticos como científicos. La propia idea de 

dignidad y los derechos humanos a ella asociada o en ella 

fundamentadas, son etnocéntricos, son eurocéntricos u oc-

cidentalistas, y no sirven fuera de ese contexto cultural. El 

relativista posmoderno puede estar de acuerdo en no permi-

tir la ablación del clítoris de las mujeres occidentales, pero 

no encuentra forma de protestar ante la misma ablación en 

otras sociedades. Tejedor y Bonete reflexionan sobre los lí-

mites de la tolerancia: “¿qué es lo que no debemos tolerar?” 

se preguntan (pág. 137). En su teoría sobre los límites seña-

lan varias exigencias que consideran básicas y de las cuales 

destacamos una de ellas: la publicidad de las razones. 

“Sólo es aceptable aquello que podamos concebir como 

razonable, públicamente aceptable y comprensible. Este 

requisito exige la capacidad de hacer plausible, en forma 

de un ejercicio público de racionalidad, el sistema de razo-

nes que abonan que determinado comportamiento, acción, 

creencia, expresión, demanda, pueda encontrar cabida en 

la vida social (…) no podemos hablar de tolerancia cuando 

una demanda no es susceptible de ser públicamente defen-

dida y aceptada, es decir, si las razones de tal demanda de 

tolerancia no son aceptadas como si hubieran pasado por la 

criba de su publicación” (Tejedor, op. cit.: 139-140, cursiva 

en el original). 

Pero la publicidad de las razones implica un criterio uni-

versal para ser juzgadas, que no puede ser otro que el de la 

razón entendida como una capacidad universal y no solo 

occidental. El relativismo posmoderno niega ese criterio 

universal y reivindica publicidad sin la contraprestación 

de racionalidad: las opiniones pueden expresarse y las ac-

ciones pueden realizarse sin más, porque interpretan que 

cualquier crítica a ellas sería etnocéntrica o intolerante. El 

único argumento válido para el posmoderno es que una opi-

nión, acción o costumbre es de alguien, y en ese sentido ya 

basta para ser tolerada, independientemente de quién sea 

o de su contenido, porque todas son iguales y todas valen 

igual. Los dos autores muestran las consecuencias de este 

relativismo en la enseñanza, y con esta reflexión termina-

mos: 

“Buena muestra de ello es la relajación que ha sufrido 

la enseñanza en nuestro país. El profesor ha perdido au-

toridad sobre los alumnos, que con frecuencia acuden al 

tópico relativista: “lo que usted nos cuenta es sólo su pro-

pia opinión; yo tengo la mía” (…) El profesorado pierde la 

capacidad para determinar lo que debe y no debe hacerse, 

lo tolerable y lo no tolerable. Deja de estar legitimada cual-

quier intervención “dogmática” que pueda alterar el curso 

normal de los acontecimientos en la clase. Bajo la égida de 

una educación abierta y tolerante se instaura así un permi-

sivismo relativista que amenaza con deponer los valores y 

las virtudes que han de regir el proceso educativo” (pág. 

13-14, cursiva en el original).

Andrés Carmona Campo (filósofo y antropólogo).