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guir en este planeta rodeados de peligros sin fin.

Esas pocas personas son los científicos (en toda la enorme 

extensión de esta  palabra), y otras pocas de buen juicio que 

admiten los consejos de ellos.

El dios que, según los deístas, hizo este universo, ese dios 

todopoderoso, creador de las estrellas gigantes rojas, de los 

lejanos quásares, de los agujeros negros, de las fantásticas 

galaxias, de ese universo que nos anonada y nos maravilla... 

ese dios que, como sutil relojero, ajustó todas las piezas ¡qué 

digo al milímetro! ¡al quántum! Ese dios digo, debió sentirse 

terriblemente cansado tras el colosal parto y debió delegar 

el mantenimiento de la gran obra a diosecillos,  inferiores 

en categoría,  que se vieron abrumados por tanta responsa-

bilidad y todo comenzó a hacer aguas y a fallar lamentable-

mente.

Como el jefe que delega en subsecretarios.

Y estos dioses menores o personal contratado y subalter-

no, como digo, no estuvieron a la altura de la monumental 

obra. Basta dar un vistazo a nuestro alrededor y ver el de-

sastre por doquier. Claramente se les va de las manos y no 

dan abasto.

Cual torpes fontaneros, los desagües y tuberías, ya viejas 

y mohosas seguramente están para cambiar, pero ¿quién las 

cambia, dónde está Dios?

Ese Dios grande, el de verdad, el poderoso, está desapa-

recido y no se le encuentra.  Las exclamaciones, exhortacio-

nes, las incluso imprecaciones, los rezos y alabanzas, en fin, 

el griterío que sale de este pequeño planeta y que exhala la 

doliente humanidad se pierde en el vacío. Él, el grande, el 

poderoso, sigue en su lejano y desconocido mundo, ajeno a 

todo. Y los pequeños diosecillos, en su ímproba tarea de ha-

cer chapuzas aquí y allá, no tienen tiempo de acudir a las lla-

madas. Como los bomberos en el terremoto de San Francisco 

que incapaces de dominar los varios incendios, optaron por 

acabar con todo quemando la totalidad de la ciudad.  

¿Pero podía ser de otra manera? ¿Quiénes somos,  qué 

es eso que llamamos pomposamente Humanidad? ¿Qué de-

recho tenemos a que se nos trate como algo distinto a, por 

ejemplo, un vencejo o una comadreja?

Según Mencken en una graciosa metáfora, la Humanidad 

es una enfermedad, una costra, un desecho de la Creación. 

Al igual que el herrero al forjar sudoroso una pieza de hie-

rro, expende en su alrededor un arco de chispas brillantes y 

fugaces, a las que por otra parte, no presta la menor aten-

ción pues su interés está en lo que tiene entre las manos, 

es decir lo principal, asimismo a Dios en su Creación, Dios 

el verdadero, el todopoderoso (no confundir con el dioseci-

llo subalterno), en su gran obra también se produjeron unas 

chispas fugaces, como excrecencia o subproducto, indignas 

de cualquier atención: ese accidente, esa morralla es lo que 

nosotros llamamos Humanidad.

Admitamos por lo tanto que la Creación se ha degradado. 

Se ha subcontratado en exceso. El gran arquitecto hizo el 

diseño: Bien. O casi Bien. Mas, incapaz de descender a los 

pequeños detalles, por no querer o no saber, o por cansancio, 

o por ¡yo qué sé!,  delegó en otras pequeñas compañías que a 

su vez lo hicieron en otras más pequeñas y así hasta el simple 

albañil o peón caminero.

Estas subcontratas cada vez de peor calidad ha hecho que 

lo que nos rodea vaya de mal en peor y de vez en cuando se 

nos venga el mundo encima.

Volviendo al libro que nos ocupa diremos que al ser reco-

pilación de artículos distantes entre sí en tiempo y lugar, hay 

repeticiones frecuentes de ideas y conceptos. Pero da igual. 

El libro es estimulante, es aire fresco que entra por las venta-

nas que abre a los horizontes y da nuevas perspectivas al ya 

muy manoseado tema de las religiones y otras supersticiones 

cuyos argumentos en pro y en contra ya están casi agotados.

Desde ese punto de vista siempre he sostenido que hace 

más mella en el adversario una pulla bien puesta, una carca-

jada a tiempo que muchas tesis doctorales. Al fin y al cabo 

se lucha contra un fantasma hecho de humo. Más fácil es 

disolverlo con el aire exhalado por una oportuna cuchufleta 

que con el sesudo golpeteo del martillo académico.

 

José Luis Gracia Baranguá

The Yes Men

Andy Bichlbaum, Mike Bonanno, Bob Spunkmeyer. 

Traducción de Gemma Galdón

Editorial El Viejo Topo 

 

Uno de los aspectos más interesantes que plantea el es-

tudio del triunfo mediático y social de las pseudociencias 

es el del nivel de análisis crítico que puede encontrarse la 

colectividad. Lo que los estudiosos de los clásicos conocie-

ran como autos epha ipse dixit (algo así como “es verdad 

porque lo ha dicho él” o, como decía el inmortal Tip “cuatro 

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por cinco lo que diga ese señor, que es una autoridad”) es 

una constante cuando él se expresa en los medios de comu-

nicación, en foros académicos de todo tipo o, simplemente, 

ostenta una posición de importancia. Si lo dice la tele, será 

verdad; si se hace un curso universitario, será verdad; si lo 

dice esa persona, que es la que se encarga, solamente puede 

ser cierto. Ejemplos de este hecho los vemos prácticamente 

todos los días, y en el campo de las pseudociencias hemos 

tenido muestras siempre recurrentes en la periódica prolife-

ración de joyas y demás complementos con virtudes salutí-

feras tan increíbles como falsas. El libro The Yes Men cuenta 

las experiencias de un par de simpáticos caraduras que, im-

personando a representantes de entidades como la Organiza-

ción Mundial del Comercio o McDonald´s, perpetraron por 

todo el mundo una serie de surrealistas conferencias donde 

presentaban propuestas que, llamadas a escandalizar a la au-

diencia, eran recibidas con la preocupante sumisión de una 

mayoría que no se cuestionaba lo que allí se les presentaba. 

Andy Bichlbaum y Mike Bonnano, artífices de una serie de 

iniciativas que han molestado profundamente a las entidades 

y personalidades parodiadas cuentan en un tono entrañable 

pero preocupado cómo solo en determinados foros la exposi-

ción de ciertas iniciativas donde se penetraba profundamente 

en lo escatológico generó puntuales muestras de escepticis-

mo o directa oposición.

Centradas en las consecuencias que genera un sistema 

económico excesivamente liberalizado, las andanzas de un 

puñado de pícaros que, con todo, han logrado llamar la aten-

ción sobre el escaso nivel de pensamiento crítico que pre-

senta la sociedad actual. Cuando tenemos acceso constante 

a nuevas fuentes de información y a un variado conjunto de 

medios de comunicación ¿por qué mantenemos la tendencia 

a creer, en lugar de sustituirla por la de comprobar y con-

trastar? Es la pregunta que surge inevitablemente después 

de finiquitar las improvisadas memorias de este par de sin-

vergüenzas.

Luis J. Capote Pérez

Tomás Becket. El santo político

Frank Barlow

Editorial Edhasa

 

Las relaciones entre el poder religioso y el poder político 

constituyen uno de los aspectos más interesantes y contro-

vertidos del estudio del pasado y del presente de las orga-

nizaciones políticas y estatales. Si tomamos como ejemplo 

el caso de España, cada cierto tiempo salta de nuevo a los 

medios la situación de las relaciones entre las confesiones 

(especialmente, la Iglesia Católica) y el Estado, derivadas 

de esa situación jurídicamente tan peculiar que es la aconfe-

sionalidad. El debate entre religión y laicidad está presente 

en el ámbito de las instituciones públicas, por lo que siem-

pre resulta de interés echar una mirada al tratamiento de tan 

peliaguda cuestión en otros tiempos y lugares. Pocas vidas 

resultan tan instructivas en este campo como la de Tomás 

Becket. 

Becket reunió en su persona dos condiciones que le si-

tuaron, primero a la cabeza del poder civil y luego a la de la 

jerarquía eclesiástica en la Inglaterra del siglo XII. Fue pri-

mero canciller del rey Enrique II y más tarde Arzobispo de 

Canterbury. Su relación con el monarca inglés se balanceó 

entre la amistad más íntima y la enemistad más enconada, 

siendo reflejo de las complejas relaciones que se planteaban 

entre unos monarcas que deseaban tener a la iglesia bajo su 

control y un Papado que pretendía supeditar el poder real al 

eclesiástico. La contradicción inherente a tener que servir 

a dos señores tan contrapuestos se concentró en la persona 

de un Tomás Becket que fue percibido por la iglesia inglesa 

como un peón de Enrique Plantagenet en su seno; pero que 

luego, al asumir todas las implicaciones de su cargo arzobis-

pal, hubo de sufrir las iras de su regio amigo. La historia de 

sus andanzas desde ese momento (que incluyeron destierros, 

reconciliaciones, una muerte violenta y una canonización en 

medio del fervor popular) fue idealizada, llegando a las salas 

de cine en una memorable cinta protagonizada por Richard 

Burton y Peter O´Toole. Becket es presentado como un már-

tir del deber frente a los abusos del poder, pero la historia, 

como relata Frank Barlow, es más compleja.

El autor reconstruye a través de las fuentes a su alcance 

toda la vida del santo político, empezando por sus oscuros 

orígenes y pasando por su etapa de profunda amistad y ca-

maradería con Enrique II. La parte central de la obra la cons-

tituye, como no podía ser de otra forma, el complejo juego 

de ajedrez en el que monarca y arzobispo se embarcaron y en 

el cual jugaron importantes papeles el clero insular (buena 

parte del cual era hostil a Becket), el rey de Francia (señor y 

adversario de su colega inglés) y el Papado (debatido entre 

la protección a un servidor problemático y la oposición de 

una testa coronada). Barlow dibuja a un Becket mucho me-