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tero, pero sus efectos posteriores son tan dañinos, que no
vale la pena perseguir ese placer. De la misma manera, para
buscar nuestra felicidad duradera y a largo plazo, debemos
cooperar con los demás y buscar la felicidad de los otros.
También dirige Holbach argumentos en contra de la vida
después de la muerte, la misma coherencia del concepto de
Dios, el pacifismo cristiano, la exaltación del sufrimiento; y
también señala el modo en que la religión ha servido para
que los gobiernos ejerzan control sobre los ciudadanos (algo
así como un antecedente de la religión es el opio del pueblo
de Marx).
En la historia de la filosofía, Holbach ocupa un segundo
plano frente a gigantes como Voltaire, Rousseau o Diderot.
Pero, irónicamente, es probablemente el más actual. Hoy
han generado mucha discusión los llamados cuatro jinetes
del apocalipsis del ateísmo angloparlante, Richard Dawkins,
Daniel Dennett, Sam Harris y Christopher Hitchens, con
sendas obras que atacan frontalmente, no solo a la religión
institucionalizada, sino a las creencias religiosas en general.
Pues bien, muchos de los argumentos de estos autores ya
fueron expuestos por Holbach de forma muy elocuente.
Y adelantándose a su época, Holbach ha venido a ser cé-
lebre por tratar uno de los problemas más difíciles de toda
la historia de la filosofía: el libre albedrío. Mucho más que
por sus críticas a Dios y la religión, Holbach es conocido por
su crítica al libre albedrío (en realidad no se ocupa sustan-
cialmente de este tema en Cartas a Eugenia, pero sí lo hace
en el Sistema de la naturaleza). En adelanto a los famosos
experimentos de Benjamin Libet en el siglo XX, Holbach
postula que no tenemos libre albedrío. Pues, así como la na-
turaleza es una gran máquina regida por secuencias causa-
les, nuestra conducta no escapa a este patrón. Todos nuestros
pensamientos y acciones están determinados por la actividad
del cerebro, y en vista de que no existe el alma como una
entidad inmaterial que permita escapar a esta determinación,
no podemos considerarnos propiamente libres.
La postura de Holbach vendría a ser llamada hoy deter-
minismo duro o determinismo incompatibilista. Pero esta
postura ha sido criticada por varios filósofos que, con todo,
aceptan el determinismo. Uno de los grandes ateos de la ac-
tualidad, Daniel Dennett, ha escrito varios libros a favor del
compatibilismo, la postura que señala que, en efecto, somos
determinados, pero con todo, podemos considerarnos libres,
pues esa determinación procede de nuestro fuero interno, y
no de un agente foráneo.
En definitiva, Cartas a Eugenia, y la obra de Holbach en
general, es una contribución sumamente pertinente para la
discusión de dos de los grandes temas que han vuelto a re-
surgir en el tapete respecto a las creencias religiosas: dios y
el libre albedrío. Por otra parte, los hispanos hemos quedado
un poco acomplejados, pues siempre ha existido la opinión
de que las grandes obras de la Ilustración se escribieron en
francés e inglés, mientras que en castellano se escribían más
bien apologías de la Inquisición y del fanatismo religioso.
Por ello, para superar este complejo, sería estimable que, en
un futuro, la colección Los ilustrados de Laetoli, incorpore a
figuras como Jovellanos o Miranda.
Gabriel Andrade
Las manchas del leopardo.
Brian Goodwin
Tusquets, 1998. 308 páginas.
Título original: How the leopard change its spots.
Traducción: Ambrosio García Leal.
A veces uno lee cosas con las que está básicamente de
acuerdo, pero la manera de explicarlo del autor hace que solo
te salten pegas. Te produce la sensación curiosa de estar ata-
cando tus propias ideas por culpa de otro. Algo así me ha
pasado con este libro.
La premisa básica es que los genes no lo explican todo.
Los organismos se mueven en un entorno que determina
la posible funcionalidad de los mismos, así que en muchas
ocasiones un gen se limita a dar unas instrucciones cuyo re-
sultado sufrirá muchas variaciones dependiendo de como se
desarrolle.
Hoy en día, con el genoma de muchas especies comple-
tamente secuenciado y con la epigenética en auge, es algo
que se da básicamente por supuesto. Las instrucciones del
ADN no solo se complementan con las restricciones físicas,
también hay genes que se activan o no dependiendo de las
células de la madre, los recursos disponibles, etcétera.
En este aspecto podemos decir que el autor tenía razón
hace ya 13 años. Sin embargo, las razones que expone no
son convincentes y, en algunos casos, incluso son bastante
criticables. Llega a afirmar lo siguiente:
Los nuevos tipos de organismos simplemente irrumpen en
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la escena evolutiva, persisten durante periodos de tiempo
variables y luego se extinguen. Así pues, el supuesto darwi-
niano de que el árbol de la vida es consecuencia de la acu-
mulación gradual de pequeñas diferencias hereditarias no
parece estar sustentado por una evidencia significativa. Al-
gún otro proceso debe ser el responsable de las propiedades
emergentes de la vida, los rasgos distintivos que separan un
grupo de organismos de otro —peces y anfibios, gusanos e
insectos, colas de caballo y gramíneas—. Queda claro que
falta algo. La teoría de Darwin parece ser válida para la
evolución a pequeña escala: puede explicar las variaciones
y adaptaciones intraespecíficas responsables del ajuste fino
de las variedades a los diferentes hábitats. Pero las dife-
rencias morfológicas a gran escala entre los tipos orgáni-
cos, que son el fundamento de los sistemas de clasificación
biológicos, parecen requerir otro principio distinto de la
selección natural que opera sobre pequeñas variaciones, al-
gún proceso que haga surgir formas orgánicas claramente
diferenciadas. El problema es cómo surgen las estructuras
orgánicas innovadoras, el orden evolutivo emergente, que
ha sido siempre un foco de atención primario en biología.
No es el primero en criticar a Darwin, ni será el último,
pero no da muchos argumentos para desconfiar del mecanis-
mo aceptado de la evolución.
Si a esto le sumamos un tonillo de vender la moto, el
total nos deja un libro que defiende cosas correctas por los
motivos equivocados y que, aun siendo interesante de leer,
deja bastante que desear.
Juan Pablo Fuentes