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nos ideal y bastante más humano, consecuente con su papel 

como cabeza eclesiástica pero no tan consciente de la verda-

dera extensión de su poder como tal.

La  obra,  en  definitiva,  es  altamente  recomendable  para 

cualquier persona interesada en el tema general de las rela-

ciones entre poder civil e instituciones religiosas, así como 

en el conocimiento sobre las mismas durante el medievo. 

Lamentablemente, la calidad de la edición española presenta 

fallos inconcebibles en una obra de estas características. Así, 

es una pena que aparezcan en el texto palabras como prevos-

te o hurdieron que resultan particularmente dolorosas de leer 

en una obra de estas características y que reflejan lo mal que 

va el negocio últimamente. 

Luis J. Capote Pérez

Cartas a Eugenia. 

Barón de Holbach

Editorial Laetoli. 2011. 215 pp.

Cuando se descubrieron los campos de exterminio al 

final de la Segunda Guerra Mundial, y lo bien organizado 

que éstos estaban, muchos historiadores culparon a la Ilus-

tración de haber propiciado semejante monstruosidades. Es-

pecialmente desde los escritos de Adorno y Horkheimer, se 

adelantó la noción de que el proyecto de la Ilustración, con 

su enaltecimiento de la razón, terminó por contribuir a la 

mecanización del mundo, a tal punto que los seres humanos 

dejaron de sentir emociones, y empezaron a tratar a sus se-

mejantes como máquinas.

Desde entonces, lamentablemente, este discurso ha pe-

netrado la academia, y entre los académicos de hoy exis-

te algún temor de ser identificado como un heredero de la 

Ilustración. Suele verse en Voltaire, Hume, Kant o Diderot 

personajes ingenuos que, con su distanciamiento de la irra-

cionalidad, terminaron por sentar las bases para las atrocida-

des del siglo XX.

Es hora de escapar a ese hechizo antiilustrado. Las atroci-

dades de la Segunda Guerra Mundial no se debieron al exce-

so de Ilustración, sino más bien a la falta de ella. Ciertamen-

te hubo en los campos de la muerte técnicas racionalmente 

eficientes de exterminio, pero no por ello la racionalidad es 

la culpable de semejante monstruosidad. En todo caso, se 

trató de una empresa sumamente irracional que se valió de 

algunos medios racionales. Si se hubiese asumido de pleno 

la Ilustración, se hubiese comprendido que ejecutar a seis 

millones de personas por motivos raciales es sumamente ab-

surdo.

Pues bien, la editorial Laetoli se ha propuesto recuperar 

las obras del Siglo de las Luces, en su colección “Los ilus-

trados”. La presente obra, Cartas a Eugenia, del barón de 

Holbach, forma parte de esta colección.

Si bien la Ilustración se alejó de los dogmatismos de la re-

ligión institucionalizada, no asumió plenamente el ateísmo. 

Antes bien, la Ilustración fue fundamentalmente un proyec-

to deísta. Voltaire, el más emblemático de los ilustrados, se 

burlaba de la religión popular y de la fe, pero aceptaba que, 

por medio del empleo de la razón, podríamos aceptar la exis-

tencia de un dios creador que puso en marcha el universo. En 

otras palabras, Voltaire y los deístas rechazaban la teología 

revelada, pero aceptaban la teología natural.

Pero, hubo algunas excepciones entre los ilustrados. 

Hume, por ejemplo, señalaba las deficiencias de las pruebas 

tradicionales a favor de la existencia de Dios, pero con todo, 

no se atrevía a negar la existencia de Dios. Holbach es uno 

de los pocos ilustrados que es abiertamente ateo.

Cartas a Eugenia es un conjunto de epístolas dirigidas a 

una mujer inteligente, pero que toma la decisión de retirarse 

a una vida monástica por motivos religiosos. Holbach le di-

rige doce cartas, en las cuales va adelantando argumentos en 

contra de las creencias religiosas. Al final logra su acometi-

do, y Eugenia desiste de abrazar la vida monástica.

Quizás el argumento que más reluce en estas cartas es 

aquel que señala la desvinculación entre la moral y la reli-

gión. Siempre ha existido la preocupación de que la creencia 

en Dios es necesaria para sostener la moral. Esta idea ha sido 

célebremente recapitulada por ese gran personaje de Dosto-

yevski, Ivan Karamzov, en su repetida frase: Si Dios no exis-

te, todo está permitido. Pero Holbach trata de demostrar que 

esto es falso asumiendo una ética hedonista y egoísta: todos 

buscamos el placer propio, y para conseguir nuestra propia 

felicidad, debemos buscar la felicidad de los demás. Por eso, 

no es necesario que Dios exista para que el ser humano se 

adhiera al bien.

Como Epicuro, Helvetius y Hobbes, Holbach propone una 

ética basada en algo así como el egoísmo ilustrado. No hay 

necesidad de renunciar a los placeres de la vida; de hecho, 

debemos buscarlos intensamente. Por supuesto, debemos sa-

ber calcular cuáles son los placeres que más nos convienen. 

Inyectarse heroína podría parecer inmediatamente placen-

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tero, pero sus efectos posteriores son tan dañinos, que no 

vale la pena perseguir ese placer. De la misma manera, para 

buscar nuestra felicidad duradera y a largo plazo, debemos 

cooperar con los demás y buscar la felicidad de los otros.

También dirige Holbach argumentos en contra de la vida 

después de la muerte, la misma coherencia del concepto de 

Dios, el pacifismo cristiano, la exaltación del sufrimiento; y 

también señala el modo en que la religión ha servido para 

que los gobiernos ejerzan control sobre los ciudadanos (algo 

así como un antecedente de la religión es el opio del pueblo 

de Marx).

En la historia de la filosofía, Holbach ocupa un segundo 

plano frente a gigantes como Voltaire, Rousseau o Diderot. 

Pero, irónicamente, es probablemente el más actual. Hoy 

han generado mucha discusión los llamados cuatro jinetes 

del apocalipsis del ateísmo angloparlante, Richard Dawkins, 

Daniel Dennett, Sam Harris y Christopher Hitchens, con 

sendas obras que atacan frontalmente, no solo a la religión 

institucionalizada, sino a las creencias religiosas en general. 

Pues bien, muchos de los argumentos de estos autores ya 

fueron expuestos por Holbach de forma muy elocuente.

Y adelantándose a su época, Holbach ha venido a ser cé-

lebre por tratar uno de los problemas más difíciles de toda 

la historia de la filosofía: el libre albedrío. Mucho más que 

por sus críticas a Dios y la religión, Holbach es conocido por 

su crítica al libre albedrío (en realidad no se ocupa sustan-

cialmente de este tema en Cartas a Eugenia, pero sí lo hace 

en el Sistema de la naturaleza). En adelanto a los famosos 

experimentos de Benjamin Libet en el siglo XX, Holbach 

postula que no tenemos libre albedrío. Pues, así como la na-

turaleza es una gran máquina regida por secuencias causa-

les, nuestra conducta no escapa a este patrón. Todos nuestros 

pensamientos y acciones están determinados por la actividad 

del cerebro, y en vista de que no existe el alma como una 

entidad inmaterial que permita escapar a esta determinación, 

no podemos considerarnos propiamente libres.

La postura de Holbach vendría a ser llamada hoy deter-

minismo duro o determinismo incompatibilista. Pero esta 

postura ha sido criticada por varios filósofos que, con todo, 

aceptan el determinismo. Uno de los grandes ateos de la ac-

tualidad, Daniel Dennett, ha escrito varios libros a favor del 

compatibilismo, la postura que señala que, en efecto, somos 

determinados, pero con todo, podemos considerarnos libres

pues esa determinación procede de nuestro fuero interno, y 

no de un agente foráneo.

En definitiva, Cartas a Eugenia, y la obra de Holbach en 

general, es una contribución sumamente pertinente para la 

discusión de dos de los grandes temas que han vuelto a re-

surgir en el tapete respecto a las creencias religiosas: dios y 

el libre albedrío. Por otra parte, los hispanos hemos quedado 

un poco acomplejados, pues siempre ha existido la opinión 

de que las grandes obras de la Ilustración se escribieron en 

francés e inglés, mientras que en castellano se escribían más 

bien apologías de la Inquisición y del fanatismo religioso. 

Por ello, para superar este complejo, sería estimable que, en 

un futuro, la colección Los ilustrados de Laetoli, incorpore a 

figuras como Jovellanos o Miranda.

Gabriel Andrade

Las manchas del leopardo.

Brian Goodwin 

Tusquets, 1998. 308 páginas.

Título original: How the leopard change its spots. 

Traducción: Ambrosio García Leal.

 

A veces uno lee cosas con las que está básicamente de 

acuerdo, pero la manera de explicarlo del autor hace que solo 

te salten pegas. Te produce la sensación curiosa de estar ata-

cando tus propias ideas por culpa de otro. Algo así me ha 

pasado con este libro. 

La premisa básica es que los genes no lo explican todo. 

Los organismos se mueven en un entorno que determina 

la posible funcionalidad de los mismos, así que en muchas 

ocasiones un gen se limita a dar unas instrucciones cuyo re-

sultado sufrirá muchas variaciones dependiendo de como se 

desarrolle.

 Hoy en día, con el genoma de muchas especies comple-

tamente secuenciado y con la epigenética en auge, es algo 

que se da básicamente por supuesto. Las instrucciones del 

ADN no solo se complementan con las restricciones físicas, 

también hay genes que se activan o no dependiendo de las 

células de la madre, los recursos disponibles, etcétera. 

En este aspecto podemos decir que el autor tenía razón 

hace ya 13 años. Sin embargo, las razones que expone no 

son convincentes y, en algunos casos, incluso son bastante 

criticables. Llega a afirmar lo siguiente: 

Los nuevos tipos de organismos simplemente irrumpen en