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Han pasado ya más de tres siglos desde que aprendimos
que la Tierra no era el centro del universo y, con el tiempo,
hemos sabido también que las ansias de importancia
y trascendencia del ser humano no tenían ninguna
justifi cación racional.
Ésa es una refl exión que la ciencia fi cción me sugirió
pronto. Por ejemplo en un relato de Clifford D. Simak,
...Y la verdad os hará libres de 1953, publicado en España
como Las respuestas.
En esa historia breve, unos extraterrestres encuentran
por casualidad el último reducto de la especie de los
Humanos que había tenido gran esplendor en la galaxia.
El planeta se describe como un paraíso casi bucólico en
el que los extraterrestres constatan que no hay ningún
progreso.
Cuando preguntan el porqué de esa pasiva actitud, el
humano interpelado les cuenta que, mucho tiempo atrás,
su especie logró por fi n construir la máquina capaz
de decir la Verdad y contestar con absoluta certeza a
cualquier pregunta. Las dos primeras respuestas fueron:
– «El Universo no tiene propósito. El Universo ha
acontecido simplemente».
– «La vida no tiene signifi cado. La vida es un
accidente»
Lógicamente no hicieron (no hacen) falta más
preguntas.
Miquel Barceló
EL MENSAJE Y EL
MENSAJERO SIDERAL
Galileo Galilei y Johannes Kepler
Traducción: Caslos Solís Santos
Editorial Alianza, Madrid, 1984.
Obra original Sidereus Nuncius (Archivo)
Hace un tiempo me encontré en un sótano lleno de trastos
viejos y abandonados una caja de cartón llena de libros
antiguos, pertenecientes a una biblioteca ya clausurada.
Como no puedo evitar creer que todos los libros deberían
ser de uso común para todos, y que la palabra escrita
debe difundirse a toda costa, tomé esa caja de cartón y
llevé los libros a otra biblioteca, esta vez pública.
Sin embargo, hubo uno de los libros que dejé en mi casa
para leerlo antes de donarlo junto a los otros. Su título
era El mensaje y el mensajero sideral, y sus autores,
dos hombres cuya fi gura admiro desde tiempo atrás:
Galileo Galilei y Johannes Kepler. Representantes de
ese renacimiento científi co, elementos indispensables,
junto a René Descartes, Giordano Bruno, Leonardo Da
Vinci y algunos otros, para comprender el surgimiento
de un ideal, un modo práctico y sereno de investigar,
desechando todo lo que no sea ver el mundo tal y como
es, desterrando viejas concepciones humanas.
Cada vez que leo algo sobre esos hombres, no puedo
evitar pensar que cada año damos premios a científi cos,
artistas y creadores y raramente recordamos o premiamos
la memoria de unos señores que hicieron posible la
revolución más importante de todas las que se han dado
desde el neolítico: la revolución intelectual que trajo
consigo ciencia, tecnología y sociedad, y que las unió
para siempre.
El Mensaje Sideral es la traducción un tanto mocosuena
de «Sidereus nuncius», lo cual el autor nos cuenta en las
primeras páginas, aludiendo a que «nuncius» podía ser
«Mensaje» como también «Mensajero», pero también
podía traducirse como «Gaceta». La Iglesia Católica,
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Los datos daban el espaldarazo defi nitivo
a la teoría heliocéntrica, condenando a la
Biblia a ser metafórica al menos en parte”
en aquel tiempo muy susceptible, veía con malos ojos
que Galileo se mostrase ante todos como un Mensajero
de las Estrellas, o que su texto fuese un Mensaje de
estas mismas, pues la similitud con hacerse pasar por
mensajero del mismo Dios, era imperdonable. Y en ese
texto, milagrosamente pasado por alto por la Censura,
Galileo nos describe el telescopio que construyó, los
materiales y conocimientos de óptica utilizados, así como
sus principales descubrimientos: la Luna como un planeta
lleno de relieves, valles, montañas, grietas y cráteres; las
fases del planeta Venus y, al que más páginas dedica, el
descubrimiento de los «astros medíceos», es decir, los
cuatro satélites de Júpiter visibles con tan primitivo
aparato. También se hacen referencias más escuetas a las
manchas solares y otros descubrimientos más prácticos
derivados de la invención del telescopio, como sistemas
para medir la longitud y la latitud en alta mar.
Galileo usa páginas y páginas de datos, recopilados en
la soledad de su estudio, las noches enteras en vela,
esperando a que Júpiter, o Venus, o la Luna, saliesen por
encima del horizonte y entonces poder anotar apenas un
dato, uno entre cientos que reunió. Datos que eran mucho
más que simples números y cuentas en un papel, pues
eran datos que daban el espaldarazo defi nitivo a la teoría
heliocéntrica, condenando a la Biblia a ser metafórica
al menos en parte, y que desplazaban para siempre,
de modo concluyente, las más férreas convicciones
aristotélicas. Los cielos ya no eran inmutables, los astros
ya no eran perfectos, el universo entero era, como dirían
siglo y pico más tarde los seguidores ilustrados de estos
renacentistas, un mecanismo de relojería, no un tapiz
tejido por un dios trascendente. Galileo nos deleita con
su pulcritud y su sencillez. Son razones geométricas, y
no sesudas disertaciones fi losófi cas, las que obligan al
que mira por el telescopio a darle la razón: el sol ilumina
así, las sombras se proyectan asá y la única explicación
posible es que la Luna tenga relieve, y un relieve más
accidentado aún que el de la Tierra. No es de cristal, ni
es perfecta. Son razones matemáticas las que obligan
al que sigue la lectura a admitir que el único modo en
que es posible ver a Venus con fases como la Luna es
admitir que no gira alrededor de la Tierra, sino alrededor
del Sol, siguiendo una órbita menor que la de la Tierra.
Y son razones igualmente perfectas las que obligan a
quien mire a Júpiter usando el telescopio, a decir que sus
satélites giran alrededor de él, y que Júpiter, en sí, es un
pequeño sistema solar dentro de un gran sistema solar.
Este es posiblemente fue el mejor argumento a favor del heliocentrismo. Galileo observó la evolución de las fases de Venus a lo
largo del año. La ilustración en Sidereus Nuncius que muestra estos hechos, ponen de manifi esto que Venus debe orbital el Sol
para explicar correctamente sus fases. Este es un argumento defi nitivo a favor del Universo Copernicano. (Archivo)
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Las consideraciones futuras, las consecuencias de esos
descubrimientos, quedan fuera de la intención del libro,
pues Galileo no podía ser consciente de lo que éstas
depararían. La visión antropocéntrica del universo queda
descartada, ya no habitamos un lugar especial dentro
de la Creación, sino que giramos, como todo, alrededor
de otro centro, que cae lejos de nosotros. Más tarde
vendrían Darwin, y Mendel, y tantos otros, a completar
esa tarea, desterrándonos de la posición ejemplar hacia
nuestro verdadero lugar: la simple —y maravillosa—
especie que, surgiendo como las demás de un mismo
organismo, y evolucionando mediante mecanismos
de necesidad y reproducción, evitando la extinción, ha
llegado a preguntarse a sí misma sobre lo que le rodea y a
publicar libros. Quien no vea maravillas en ello y precise
de planes divinos, es que es tan ciego como ignorante.
y todo tipo de fantasías plagan su libro, el cual es un
alegato a la deriva científi ca, esa creatividad, esa visión
ulterior que debe regir todo intento de descubrir nuevos
fenómenos, y que debería ser nutrido de esos mismos
fenómenos al ser descubiertos.
Kepler nos habla de óptica, dando ideas para mejorar
el telescopio de Galileo, pero también de astrología,
pseudociencia a la que era adepto, al contrario que
Galileo, que se mantiene al margen e incluso parece algo
ofendido de que se le pregunte sobre ello. Discute Kepler
sobre la infi nitud del universo, postulando acertadamente
lo mismo que siglos más tarde se conocería como
la Paradoja de Olbers, y demuestra ser un auténtico
adelantado a su época tratando de dar pinceladas sobre
cómo serán las culturas que observen el cielo joviano
lleno de satélites como nuestra Luna. Aunque la lectura
del texto de Kepler, después de leer a Galileo, resulte
casi risible, no debemos dejarnos llevar por la primera
impresión: Johannes Kepler plantea interrogantes que
serán respondidos siglos después, demostrando una
prodigiosa capacidad para captar la importancia del
descubrimiento de Galileo, antes que nadie.
Todo afi cionado a la ciencia debería leer textos
científi cos del pasado. Con mínimas infraestructuras,
con un conocimiento infestado de lagunas y de prejuicios
históricos y religiosos, gente como Galileo o Kepler
supieron desentrañar la verdad, la verosimilitud, si se
quiere, de lo que eran meras especulaciones, en ocasiones
vergonzantes. Durante todo el libro se hacen referencias
a Giordano Bruno, pues él encarna, mejor que nadie,
los peligros que tuvieron que esquivar los científi cos de
la época y los peligros a los que se enfrentaban si no
los esquivaban. Y, sea o no cierto que lo dijese Galileo:
E ppur si muove.
Sergio Gil Abán
El antiguo billete de 2000 Liras italianas rendía homenaje
a Galileo Galilei, dando cuenta de su importancia histórica.
(Archivo)
Antiguo billete de 50 Reichsmark alemanes que muestra la
fi gura de Kepler. (Archivo)
Pero ese carácter de Galileo, inquisitivo y puntilloso, que
no da por válida una idea hasta que las pruebas no la han
corroborado mil veces y no quedan hipótesis alternativas
razonables, se ve contrastado por otro gran hombre de las
ciencias del renacimiento: Johannes Kepler. Nada más
publicar el «Sidereus Nuncius», Kepler lanza su apoyo al
italiano, siendo el único en hacerlo durante tiempo.
Kepler envía una respuesta donde refl eja la capacidad
creadora, imaginativa y hasta alocada del científi co, que
ve en un descubrimiento, las puertas abiertas a todo un
nuevo universo. Kepler, que en otros trabajos demuestra
una adhesión perfecta a la evidencia de los datos como
Galileo, en su «Dissertatio cum nuncio sidereo» nos
muestra su lado más fantasioso. Las observaciones de
Galileo confi rman lo que tanto tiempo lleva defendiendo
y tratando de demostrar, y en su alegría se deja llevar por
la imaginación: selenitas en la Luna, Jovianos de Júpiter
Nada más publicar el «Sidereus Nuncius»,
Kepler lanza su apoyo al italiano, siendo el
único en hacerlo durante tiempo”