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E
n la película-documental titulada ¿¡Y tú qué
sabes!?
, comenta una psicóloga en off: “Una his-
toria en la que yo creo es aquella en la que los
indios americanos no vieron las naves de Colón porque
el concepto de nave no existía en su cerebro. Los indios
no veían las naves, pero el chamán apreciaba el movi-
miento del agua desplazada [...supongo que se refiere al
particular movimiento del agua que provocaban los bar-
cos a su alrededor...]
y acudió a la costa todos los días
hasta que al fin pudo ver un barco a la distancia. Cuando
transmitió su hallazgo a la gente de su comunidad [...lo
hizo tocando con su dedo la frente de una india con
expresión de zombi...]
, todos lograron ver las carabelas.
Eso demuestra que la mente crea la realidad”.
Lo único que me demuestra la conclusión a la que llega
la susodicha psicóloga —con una falta total de análisis—
es que si tengo que ponerme en manos de algún colega
suyo, seré muy escrupuloso con sus antecedentes menta-
les antes de poner los míos en sus manos.
Igual que quien imaginó esa historia fantástica, yo tam-
bién escribo cuentos, pero sin esperar que nadie se los
crea. Sólo pretendo que mi posible lector desconecte un
rato de la realidad, ofreciéndole un mundo imaginario
repleto de situaciones y lugares extraños, que difícilmen-
te experimentará en nuestro Universo, donde ciertas
situaciones sólo cabe contemplarlas o a través de nuestra
ilimitada imaginación, o soñando, o por una carencia
total de pensamiento crítico o con la mente drogada.
Pero el creador de ese disparatado cuento pretende que
nos la creamos y, sorprendentemente, lo consiguió
nada menos que con una supuesta profesional de la que
cualquiera esperaría (por su especialización) una pro-
funda capacidad de análisis. Pero cuando la “psicólo-
ga” relató esta increíble historia, escuché alucinado un
murmullo de aprobación de gran parte del público que
asistía a la proyección. Esto contuvo mis ganas de reír-
me ante las barbaridades que escuchaba, ya que por
respeto a la mayoría me contuve y me dediqué a anali-
zar el asunto en silencio.
Así, si me encuentro contemplando el mar y en el hori-
zonte aparece una cosa que no se corresponde con nada
de lo que haya visto hasta ahora, es sensato pensar que la
vería igualmente aunque el concepto de esa cosa no exis-
tiera en mi mente. Siempre, claro está, que fuese corpó-
rea como lo eran las naves de Colón, pues mis ojos, al
igual que una simple máquina fotográfica, enviarían
automáticamente y sin capacidad de elección, la imagen
de esa cosa incomprensible a mi cerebro nada más verla.
Por lo tanto el chamán de la película, si no era miope,
o estaba deslumbrado por el Sol, o tenía un colocón
de peyote o cualquier otro alucinógeno, tenía que
haber visto algo. Naves como tales quizás no, pues
ese concepto no existía tal vez en su mente, pero —al
menos— éstas las debería haber interpretado, por
ejemplo, como islas flotantes, o icebergs a la deriva,
o monstruos marinos, o mágicas aves de múltiples
alas blancas desplegadas al viento, o encontrado
alguna similitud con cualquier criatura de la rica
mitología de sus ancestros, o cualquier otra cosa,
siempre que ese indio perteneciese a nuestra especie,
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Joan Gómez
Entrada en castellano a la web de la película ¿¡Y tú qué sabes!? (What
the bleep do we know!?)
, interpretada por Marlee Matlin y dirigida por M.
Vicente, B. Chasse y W. Arntz, en el año 2004. (Captured Lihgt & Lord of
the Wind Films)
Igual que quien imaginó esa historia fan-
tástica, yo también escribo cuentos,
pero sin esperar que nadie se los crea.
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pues de lo que no carece precisamente el ser humano
es de imaginación.
No tenemos más que recurrir a las miríadas de objetos
extraños y multicolores que son y han sido avistados en
nuestros cielos, pues aunque el concepto de esas formas
no existan en nuestras mentes, pues no parecen aviones,
ni pájaros, ni nubes, nuestra mente los interpreta para
poder asimilarlos, como otros objetos que conoce: plati-
llos, puros habanos, u óvalos, y siempre los ve en el
mismo instante en que se cruzan en el plano de su visión
sin tener que esperar varios días para enfocarlos, como
esa “psicóloga” intenta hacernos creer que le sucedió al
indio de pacotilla.
Pobre de Colón y sus marineros si hubiesen tenido que
esperar tres días más dentro de sus barcos después de su
larga y dura travesía, a que el chamán corto de vista se
decidiese a enfocarlos. Imagino a la tripulación hacién-
dole señales y gritando: “¡Eh, que estamos aquí, hidepu-
ta
! ¡Pardiez, se está haciendo el loco! ¡Vive Dios que
ahora mismo desciendo de la carabela y le asesto dos
hostias que van a hacer que su testa asimile el barco de
una vez y hasta la jodida madre que me parió en un solo
fotograma!” (no creo que utilizasen un lenguaje más
comedido, unos rústicos marineros que hubiesen tenido
que soportar una situación tan surrealista como esa).
A todo esto, ¿Por qué tenía que ser únicamente un cha-
mán cegatón el que les descubriese? ¿Durante esos tres
días no pasó por esa playa ningún indio que no fuese
miope a pescar o a refocilarse con su india? ¿Cómo no
pudieron ver los indígenas precolombinos aquellos
objetos materiales, que por más extraños que fuesen
estaban construidos con madera y lona, hasta que el
señor chamán no se decidió a darles un toque, tipo ET
sobre sus frentes? ¿Es que el chamán tenía derechos de
autor sobre todo lo raro que apareciese por sus mares?
La conclusión que saco del cuento y de los comentarios
de esa parapsicóloga iluminada es que piensa que la
gente (así como esos pobres indios) no es capaz de ver
nada sin su imprescindible ayuda “espiritual”, pues
sólo ella y los de su casta (chamanes miopes incluidos)
son capaces de llegar a comprender y transmitir lo
incognoscible. Que somos como la india zombi de la
película, vaya, que permanece en la inopia hasta que el
Maestro de turno no le “abre los ojos”.
Si mantuviese “mi mente abierta” aceptaría sin escrú-
pulos cualquier idea que me echasen, pero le tengo
demasiado respeto a mi pobre pero apreciada materia
gris, como para desorientarla con tantos despropósitos,
sin pasarlos antes por el cedazo del pensamiento crítico.
Quien quiera que mi mente acepte sus ideas, que se lo
curre.
De niño, ya creí en todo lo que se me ponía por delante
por fantástico que fuese, y me siento satisfecho de haber-
lo disfrutado, pero a medida que fui creciendo (en todos
los sentidos), a la fantasía le dejé un respetable lugar en
mi mesa de trabajo para ofrecérsela a los niños, que es a
quien les corresponde.
Ahora disfruto aprendiendo de nuestro maravilloso uni-
verso del que tanto nos falta por aprender y comprender.
Pero no tengamos prisa. Paso a paso se hace camino. Si
nos precipitamos en sacar conclusiones porque sus res-
puestas no nos satisfacen, sólo confundiremos la realidad
con nuestros anhelos, y caeremos en una búsqueda des-
esperada de soluciones mágicas e imaginarias, que a la
larga no nos llevarán más que de una frustración a otra;
de una psicóloga-parapsicóloga, a un chamán de cuentos
de hada.
¿Y tú qué sabes?...¡Pues anda que tú...!
La conclusión que saco de esa parapsi-
cóloga iluminada es que piensa que la
gente no es capaz de ver nada sin su
ayuda "espiritual", pues sólo ella y los
de su casta son capaces de llegar a
comprender lo incognoscible.
Hadas soñando. Se precisa bastante más que una
mera creencia para considerar cualquier afirmación
como científica. (J. Gómez)