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tra, un botón; que la única educa-
ción sexual que tengan los jóvenes
en las escuelas sea la prevención
de enfermedades es como si en un
curso de gastronomía sólo se
enseñara cómo no intoxicarse.
Ahora bien ¿a quién le correspon-
dería educar lúdicamente en el
sexo?
Es de agradecer que el autor, a lo
largo de todo su discurso, mantie-
ne un continuo balance entre lo
que puede aportar la biología y lo
que queda como construcción cul-
tural humana. El hecho de que sea-
mos conscientes del valor repro-
ductivo del sexo, aunque casi
siempre lo practiquemos sin pre-
tender precisamente expresar ese
valor, le lleva también a especular
sobre las razones de la libertad
sexual y cómo en la sociedad
actual hemos trastocado, posible-
mente por entender mal el equili-
brio entre ambas, una conducta
que llega a mercantilizarse, a pro-
vocar obsesiones “antisexuales”, o
a justificar lo políticamente
correcto donde no hacía falta. En
ningún lugar está escrito que por
ser diferentes unos y otras tenga-
mos diferentes derechos en una
sociedad libre.
Como valoración, concluimos que
es uno de los mejores libros publi-
cados sobre este tema y, por des-
contado, el más actual y documen-
tado. Gustará por igual al experto
que quiera saber el estado de las
últimas investigaciones, y al lector
curioso que esté dispuesto a apren-
der con un libro bien escrito,
ameno, y totalmente exento de
especulaciones gratuitas. Impres-
cindible.
Juan Pablo Fuentes
Javier Armentia
ATAPUERCA, PERDIDOS
EN LA COLINA.
LA HISTORIA HUMANA Y
CIENTÍFICA DEL EQUIPO
INVESTIGADOR
Eudald Carbonell y José María
Bermúdez de Castro,
Editorial Destino, 446 páginas.
Barcelona, 2004.
E
L ARTE DEL TITIRITERO
1
Escribía Imre Lakatos que el resul-
tado de la moralidad hipócrita de
la época victoriana, era doble. Por
un lado la creencia de mucha gente
en un ideal de decencia burguesa
que era completamente imposible
de cumplir por nadie, y por otro
lado la que consideraba al ser
humano como la más depravada
de las bestias, que también era sos-
tenida por otro sector amplio de la
población. Lo correcto, posible-
mente, no era ni lo uno ni lo otro o,
al menos, no lo era la mayor parte
de las veces.
Ese ejemplo le servía para criticar
negativamente algunas de las ideas
de Karl Popper, basadas más en
modelos mentales teóricos y no en
lo que se podía ver que pasaba en
los centros de investigación, y así
continuaba escribiendo que “los
criterios científicos utópicos, o
bien crean exposiciones falsas e
hipócritas de la perfección científi-
ca o alimentan el punto de vista de
que las teorías científicas no son
sino meras creencias enraizadas en
intereses inconfesables”. Esto últi-
mo le servía también para atacar,
de paso, el aire revolucionario que
ha rodeado desde siempre a algu-
nas de las ideas más radicales
(Lakatos las llama absurdas) de
algunos sociólogos del conoci-
miento, que han pretendido “haber
desenmascarado la ficticia racio-
nalidad de la ciencia cuando, como
máximo, están explotando la debi-
lidad de algunas teorías caducas de
la racionalidad científica”
2
.
Partiendo de un punto de vista
nada utópico ni ingenuo y, al
mismo tiempo, muy alejado del
relativismo sobre la posibilidad de
llegar a conocer el pasado, Eudald
Carbonell (admirador confeso del
autor húngaro) y José Mª Bermú-
dez tratan de hablarnos en esta
obra de lectura sencilla y cómoda
acerca de lo que han sido sus expe-
riencias personales y científicas
durante más de veinte años (casi
treinta en el caso del catalán) de
excavaciones arqueológicas y
paleontológicas en la sierra de
Atapuerca (Burgos), sin falsas
hipocresías acerca de la perfección
de la investigación científica en
general, pero mostrando el respeto
profundo del equipo que lidera el
trabajo de este proyecto por la
correcta documentación de los
pasos dados y resultados obteni-
dos
3
, así como por la mejor expli-
cación posible de la base sobre la
que se asientan sus construcciones
teóricas, con la finalidad de que el
lector pueda llegar a conocer (casi
desde dentro) cuál ha sido el con-
texto externo (social) e interno
(del mundo de la arqueología y
paleontología) en el que ha ido
Editorial Destino
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desarrollándose su trabajo todos
estos años.
Y creemos que ello es un procedi-
miento correcto, ya que si bien en
el acto de divulgar se requiere
todo un proceso complejo de
adaptación de los contenidos por
parte del comunicador para hacer-
los accesibles al receptor, en el
acto de conocer el ‘esfuerzo’ resi-
de en quien recibe la información,
el cual debe adoptar una actitud
crítica frente a ella. El conoci-
miento no se implanta desde
fuera, sino que en la tarea de
conocer hay siempre implícita una
elaboración y un esfuerzo intelec-
tual discriminatorio por parte del
receptor, lo que es una cuestión
relevante en una época en que el
exceso de información (que no de
conocimiento) hace que la gente
precise, más que nunca, elementos
que le ayuden a separar el grano
de la paja, lo relevante de lo que
no lo es.
Evidentemente, ello complica la
vida a los que quieren dar a cono-
cer lo que saben, ya que precisan o
bien que el receptor esté formado
previamente (lo que no se suele
dar en todos los casos) o le deben
ir formando mientras lee, para que
pueda evaluar y diferenciar —en
ese momento y en adelante— lo
que es significativo de lo que no,
entre la maraña de información
que le llega.
Por ese motivo es necesario que
en cualquier comunicación cientí-
fica (cuando lo que se pretende es
hablar de la ciencia real que men-
ciona Lakatos) se proporcione,
conjuntamente con las conclusio-
nes, datos claros acerca de cómo y
porqué se ha llegado a ellas, ya
que la verdadera ciencia está más
en el método que no en lo que se
dice acerca de los descubrimien-
tos (al fin y al cabo, meras verda-
des provisionales, con una fecha
de caducidad indeterminada). Al
contrario que en el mundo del
arte, en el que la experiencia del
que goza la obra artística quizás
sea lo fundamental, en el mundo
de la investigación lo que se
requiere no es ver cómo se mue-
ven los muñecos —lo cual puede
ser un mero espejismo—, sino
cuál es la trabazón interna que
permite al titiritero hacernos ver
que dichos muñecos se mueven.
Intuimos que el proyecto de socia-
lizar el conocimiento —indicado
en el epílogo— que anima desde
hace años al equipo de Atapuerca
va en esa dirección, en la de for-
mar lectores críticos, más que en
el de meramente informar de lo
que se hace.
Y a eso es a lo que parecen lanzar-
se Carbonell y Bermúdez de Cas-
tro en esta obra, estructurada como
un falso diálogo entre ambos, en el
que las preguntas que se intercam-
bian dan pie al interpelado para
iniciar una explicación muy perso-
nal sobre su experiencia concreta
de trabajo en Atapuerca, desde
todas las perspectivas posibles
(científica, humana —con sus
amistades con los dueños y dueñas
de bares, con la gente de los pue-
blos cercanos, etc.—, administrati-
va, política, etc.), lo que además
les sirve para agradecer las colabo-
raciones de diferentes niveles que
han tenido. También hay alguna
reprimenda, pero por lo general en
tono amable, excepto en el caso de
algún compañero de profesión.
Incluso se atreven a medio brome-
ar, gracias a una muy acertada cita
de Balmes, con algunas de sus
hipótesis más aventuradas, como
cuando hablan del proceso de des-
cubrimiento y publicación del
conocido bifaz votivo (pp. 290-
293) encontrado junto a los restos
de la maravillosa treintena de
Homo heidelbergensis descubier-
tos en la Sima de los Huesos.
Problemas y dudas se suscitan
como es lógico con la lectura de
este libro. Como siempre, la defini-
ción de especie en paleontología se
nos manifiesta como un problema
clave en todas las discusiones sobre
el proceso de hominización. Ante
las dificultades en hallar una válida,
continúa siendo cierto lo que escri-
bía Darwin en 1859 sobre que
‘cada naturalista sabe más o menos
qué quiere decir cuando habla de
especie’
3
, siempre que no se le pida
a nadie el precisar mucho más.
Para Ernest Mayr las especies eran
el resultado de un proceso, y las
describía como ‘grupos de pobla-
ciones naturales que se entrecru-
zan y que se encuentran reproduc-
tivamente aislados de otros grupos
parecidos’
3
. Una población, en
este caso, se definiría en términos
de su distribución geográfica con-
creta, su continuidad ecológica y
la posibilidad de su intercambio
genético. Sin embargo, y pese a
ser la definición más usada en bio-
logía, ha sido muy criticada por
ser inútil para el estudio de fósiles
(dada la imposibilidad de probar si
se entrecruzaban y si su descen-
dencia era viable), así como de
especies asexuadas o partenogé-
neticas
3
. Y eso es una lástima, ya
que es sumamente importante
contar con un concepto claro, y
con una definición que goce de un
amplio consenso, cuando se habla
de lo que son las especies y de lo
que es cada especie en concreto,
para poder entender en su justa
medida las discusiones sobre la
posición de cada resto de homíni-
do hallado en el árbol de la evolu-
ción humana. ¿De qué hablamos
cuando hablamos de especies en
paleontología?
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Bermúdez de Castro, que conoce
el problema, trata de explicar bien
toda esta cuestión —central para la
resolución de muchos debates—
desde la perspectiva paleontológi-
ca (pp. 319 y ss), en una de las par-
tes más interesantes del libro.
Comenta varias definiciones,
como la de G. G. Simpson, pero
debe reconocer justamente las difi-
cultades que siempre surgen en
paleontología, especialmente
cuando nos encontramos con res-
tos fragmentarios y únicos. Es por
ello que nos acerca a los modos
actuales de superar los problemas,
pero no puede negar que continúa
existiendo la influencia de concep-
ciones no estrictamente científicas
en la identificación de los restos y
sobre la real importancia de los
mismos, pese al fuerte deseo de
objetivizar cada descripción. Y así
vemos coexistir entre los especia-
listas el deseo ‘obsesivo’ de algu-
nos por encontrar el homínido más
viejo del continente —p. 426—,
mientras que otros muchos aspiran
a poder simplificar el registro de
homínidos.
Como parece claro, esas dificulta-
des y esos distintos criterios entre
los propios especialistas no facili-
tan nada la comprensión y el estu-
dio de la evolución humana, así
como el poder establecer de forma
correcta nuestro linaje. Pero en el
fondo, la materia con la que se tra-
baja a veces es tan escasa que poco
más se puede hacer en muchos
casos. Así, siguen persistiendo
dudas en algunos autores acerca de
si se podían cruzar los neanderta-
les con nuestros antepasados o no
(las investigaciones sobre su ADN
los separan mucho de nosotros,
pero no de forma concluyente,
aunque ya se descarta que haya
restos neandertales en nuestra
estructura genética fruto de un
cruce), así como su relación con
los Homo heidelbergensis, que,
como los de Atapuerca, les prece-
dieron en el tiempo (¿eran todos
ellos sólo una especie? ¿en qué
sentido de la expresión?).
Como en otras obras sobre la pre-
historia, el peso del discurso suele
recaer más en los restos paleonto-
lógicos (restos fósiles de homíni-
dos) que en los arqueológicos (tra-
zas de la actividad de dichos homí-
nidos en un medio dado). Y ello es
algo injusto, dado el enorme inte-
rés de los hallazgos de industria
lítica de hace bastante más de un
millón de años en la propia Ata-
puerca (o incluso algo más anti-
guos en otras partes de la penínsu-
la Ibérica como los de la región de
Orce —Granada—, excavada por
el equipo de Josep Gibert
4
) y dada
la profunda especialización en ello
de alguien como Eudald Carbo-
nell, dedicándosele —creemos—
poco espacio en el libro, pese a su
evidente interés para los propios
autores
5
.
Que la importancia de un yaci-
miento para los medios de comu-
nicación (y aun para los estudio-
sos) se base en la fortuna de que
un resto de homínido se haya pre-
servado en él, sin dar valor a los
restos líticos trabajados, cuando
éstos están bien datados estratigrá-
ficamente, siempre me ha sorpren-
dido, sobre todo cuando los mis-
mos documentan un par de pobla-
mientos en nuestra península tal
vez medio millón de años antes
que el del Homo antecessor. Pero
lo que parece encantar al gran
público (y quizás a algún que otro
erudito) no son los restos trabaja-
dos por homínidos, sino los esla-
bones perdidos.
En el caso del Homo antecessor,
se argumenta —con todas las cau-
telas— que quizás esa especie en
general (y no los de Atapuerca en
particular) sea el ancestro común
de neandertales y humanos moder-
nos, y que su origen debió estar en
África o bien en un Próximo
Oriente entendido en su sentido
más amplio (desde Georgia al
norte de África), lo cual no es
posible demostrarlo aún con prue-
bas concluyentes (pp. 325 y ss.).
Afirmar que el antecessor está en
el origen de nuestra propia especie
es aún un gran salto con los datos
disponibles, al no haberse hallado
sus restos en ningún lugar fuera de
la península Ibérica. Pero es evi-
dente que para avanzar, hay que
asumir algunos riesgos. Por des-
gracia, no sólo no se puede probar
eso, sino que por los escasos restos
publicados ni siquiera se sabe su
ligazón con las supuestas especies
posteriores halladas de forma muy
abundante en el mismo yacimiento
(es decir, si éstas procedían del
antecessor o bien lo sustituyeron,
de alguna manera).
Un problema menor, que es fre-
cuente en la literatura científica en
español, es el uso incorrecto de la
palabra evidencia, que se toma
directamente del inglés, cuando lo
mejor sería usar el término prueba.
Como señala Carlos Chordá
6
, una
evidencia es una certidumbre que
salta a la vista (algo evidente), de
manera que no se puede dudar de
ella, mientras que una prueba es un
indicio con el que se pretende
demostrar algo, que es lo que
generalmente se pretende en el
mundo científico.
Tal vez algún lector pueda llegar a
considerar que a la presente obra
le sobran algunas páginas, espe-
cialmente al principio, con anéc-
dotas que quizás en el fondo sólo
sean relevantes para el grupo de
gente que ha colaborado en el pro-
yecto, sobre todo cuando se habla
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de las partes más costumbristas
del mundo que rodeaba a la exca-
vación. Sin embargo, creemos que
es muy de agradecer el esfuerzo de
los dos autores, raro en el panora-
ma en lengua castellana, por tratar
de explicar desde dentro todas las
circunstancias que han rodeado su
trabajo de investigación científica,
desde el cortado que tomaban por
las mañanas hasta el proceso de
investigación más avanzado.
Alfonso López Borgoñoz
Notas
1. El presente texto es una versión
ampliada del texto titulado El Taller
del Demiurgo
, amablemente publi-
cado en la revista Archipiélago nº
66, 2005 págs. 137 y 138.
2. Lakatos, Imre (1989): La meto-
dología de los Programas de inves-
tigación científica
. Nota 125 (pág.
175). Alianza Universidad núm.
349. Alianza Editorial. Madrid.
3. Ver Domínguez, Martí (1992):
“El concepte d’espècie: una anàlisi
des de la zoologia’. Treballs de la
Societat Catalan de Biologia
. Vol.
43, pp. 109-116.
4. Gibert, J.; Gibert, Ll.; Iglesias, A.
y Maestro, E. (1998): “Two ‘oldo-
wan’ assemblages in the Plio-
Pleistocene deposits of the Orce
region, southeast Spain”. Antiquity,
72, nº 275 Marzo, pp. 17-25.
5. Los autores señalan en el epílo-
go que reconocen el interés de
estos hallazgos, ya que aceptan a
nivel de hipótesis ‘la presencia de
Homo en un tiempo y lugar concre-
tos si encontramos útiles de piedra,
aunque no aparezcan sus restos
fósiles’ (p. 424).
6. Chordà, Carlos (2005): Cien-
cia para Nicolás
. Colección
‘Las dos culturas’. Editorial
Laetoli. Pamplona.