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EN BUSCA DE
LA ATLÁNTIDA
MITOS Y REALIDAD
DEL CONTINENTE PERDIDO
RICHARD ELLIS
Traducción de Jordi Beltran
Colección revelaciones - Huellas perdidas
Editorial Grijalbo. Barcelona, 2000
Aunque por la colección en que se publica este libro (la
misma en que han aparecido obras de Bruno Cardeñosa
o Graham Hancock entre otros), por la portada —que re-
produce un tema muy querido por los escritores pseudo-
históricos (el célebre mapa del almirante Piri)— y por
el hecho de que el autor carece de titulaciones acadé-
micas pudiéramos prejuzgar que estamos ante el enési-
mo libro que trata de la Atlántida desde un punto de vis-
ta crédulo, nada más alejado de la realidad. Por supuesto
todo ello viene a demostrar, una vez más, que lo único
importante es el contenido de una obra. Lo restante es
puramente accesorio.
Richard Ellis, escritor, pintor y viajero, ha realizado
una labor de documentación exhaustiva que se plasma
en una completa bibliografía y en un texto repleto de ci-
tas de autores tanto crédulos como escépticos, no como
justificación de un supuesto “término medio” tan queri-
do para el relativismo cultural, sino para estudiar el na-
cimiento y evolución del mito desde la objetividad im-
prescindible en cualquier estudio serio.
Así, comienza por el principio, por los diálogos pla-
tónicos de Timeo y Critias, su relación con el resto de la
obra del filósofo ateniense y la cuestión fundamental de
si son veraces o una simple ficción. Entre los partidarios
de la fabulación cita a J. R. Fears y a sir Desmond Lee
y entre los que aceptan, en mayor o menor grado, que se
basan en hechos reales a J. V. Luce. Sin embargo, la cita
no significa aceptación y, por ello, Ellis asegura: “Una
lectura atenta del libro de Luce –que se titula Lost
Atlantis: New Light on a Old Legend
- no prueba sus ar-
gumentos. Abundan en él las conjeturas y tergiversa-
ciones de los hechos cuyo objetivo es el mismo que el de
las fábulas de Ignatius Donnelly y Charles Berlitz, a sa-
ber: validar las hipótesis que el autor se propuso probar
desde un principio.” (Pág. 39)
A continuación repasa los autores clásicos que, si-
guiendo a Platón, mencionan la Atlántida tanto los que
creyeron en su existencia (Crantor, Diodoro...) como los
que la negaron (Aristóteles, Eliano...) para después sal-
tar hasta el siglo XVII y la publicación de La Nueva
Atlántida
de Francis Bacon que supone una revitaliza-
ción del tema y un auge de los textos dedicados a plan-
tear hipotéticos enclaves para su ubicación. En 1938,
Bramwell redujo a ocho las teorías principales, la
Atlántida es América, la Atlántida es el norte de Áfri-
ca, la Atlántida estaba en Nigeria, la Atlántida era una
isla en el Atlántico de la que son restos las Azores,
Madeira y las Canarias, la Atlántida era Tartessos, había
dos Atlántidas: una en el mar Arábigo y otra en el norte
de África, la Atlántida estaba entre Irlanda y Bretaña,
y la Atlántida estaba en terrenos hoy inundados por el
Mediterráneo. Sin embargo, la persona más influyente en
el éxito contemporáneo del mito platónico fue Ignatius
Donnelly (1831-1901) [ver El Escéptico núm. 11 Págs.
58 y 59] gracias a su obra Atlantis: The Antediluvian World
(1882) que fue reeditada hasta el año 1976 en los EEUU
pese a que en palabras de Edwin Ramaje, que cita Ellis,
En casi todas las páginas hay algún ejemplo de supo-
sición temeraria, conclusión precipitada, razonamiento
viciado o argumento basado puramente en la retórica.
Gran número de los hechos que se exponen no tienen
nada de hechos, y en el esfuerzo entusiasta por crear su
Atlántida se advierte una ingenuidad sorprendente.” (Pág.
59-60)
Continuó con sus esfuerzos el escocés Lewis Spence
del que basta una cita para hacerse a la idea de su obra:
[los atlantes eran] “auriñacienses u hombres de Cro-
Magnon... excepcionalmente altos, en verdad hijos de los
dioses, con una estatura media de entre 1,84 y 1,99 me-
tros en el caso de los varones, aunque las mujeres eran
pequeñas, lo cual prueba que se trataba de una raza
mixta.” (Pág. 63-64) A comienzos del S XX otros auto-
res como el francés Termier y Paul Schliemann (sedicente
nieto del descubridor de Troya) realizaron aportaciones
que todavía hoy son citadas por los atlantófilos más en-
tusiastas pese a que el primero se basó en suposiciones
sobre el fondo del Atlántico que fueron demostradas como
erróneas por las investigaciones realizadas a partir de
1950 y a que el segundo fuera un farsante que no sólo
no era nieto del descubridor de Troya, sino que ni siquiera
sabía nada de su trabajo. Llegó a asegurar que su abue-
lo había “excavado en la Puerta de los Leones de Mice-
nas, en Creta” (Pág. 71) disparate digno de figurar en una
antología de “burradas” arqueológicas.
En época contemporánea, el autor más conocido es
Charles Berlitz que se ocupó tangencialmente del mito
en su libro El Triángulo de las Bermudas (1974) y ya de
forma monotemática en Atlantis: The Eighth Continent
en el que hace gala de su peculiar forma de entender una
investigación: “...Berlitz se supera a sí mismo en lo que
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se refiere a afirmaciones no atribuidas o atribuidas in-
correctamente. Todo el libro está lleno de esta clase de
datos inútiles, pero un par de ejemplos será suficiente.
Para explicar la presencia de ‘restos arquitectónicos’ en
el fondo del mar, Berlitz habla de unas ‘fotografías de los
peces del fondo de la Fosa de Nazca, frente a Perú, que
se tomaron en 1965 desde el barco oceanográfico Anton
Bruñí’, y dice que ‘en una de las fotografías se veían co-
lumnas y muros de piedra...’ De hecho, no existe ninguna
‘Fosa de Nazca’...” (Pág. 74) Tampoco en el aspecto zoo-
lógico se muestra especialmente acertado: “Por ejemplo,
escribió que hay ‘dos clases de focas, la fraile y la sire-
na, que se encuentran ante la costa de las Azores’... en
realidad, hay focas fraile en varias islas del Mediterráneo
y de la parte oriental del Atlántico Norte... No existe aho-
ra, ni ha existido jamás, una foca llamada ‘sirena’; el úni-
co ser que lleva ese nombre (porque pertenece a la fa-
milia de los sirenios) es el manatí, mamífero que no está
emparentado con las focas y que ciertamente no se en-
cuentran en las Azores.” (Pág. 75-76)
Sin embargo, estos “investigadores” no son los úni-
cos que se han ocupado de la Atlántida. Aunque dis-
torsionadas, mal interpretadas o directamente inventa-
das, ellos al menos recurrían a la presentación de
pruebas. Otros, directamente, conocen su existencia (o
al menos, eso pretenden) sin necesidad de aportar nin-
guna evidencia. Desde los teósofos y antropósofos
seguidores de madame Blavatski y las cartas que reci-
bía de su maestro Koot Hoomi hasta Murry Hope, la
Atlántida se ha demostrado como un filón para videntes,
viajeros astrales... el más conocido de los cuales es, sin
duda, Edgar Cayce (1877-1945) que dejó más de
14.000 escritos relacionados tanto con el pasado como
con el porvenir. Entre ellos, no podían faltar las visiones
sobre el mito platónico incluyendo un resurgimiento de
la Atlántida en 1968 o 1969 en las cercanías del Mar de
los Sargazos o en las Bahamas. La Atlántida no se levantó
de los fondos marinos, pero en 1968 Ferro y Grumley rea-
lizaron una expedición a las Bimini en Bahamas (bajo pa-
trocinio de la Fundación Cayce) en las que encontraron
restos de lo que creyeron ser construcciones, aunque, en
el libro correspondiente, reconocieron que su búsque-
da de la Atlántida era fundamentalmente psíquica y la
habían realizado bajo la influencia del Tarot y la ma-
rihuana. Idéntica tesis de la Atlántida en Bimini la de-
fendió David Zink también citando a Cayce. En realidad,
las “construcciones” de Bimini han resultado ser una for-
mación natural.
No obstante lo antedicho, si quisiéramos reducir la
atlantofilia a estos “investigadores” y videntes, estaría-
mos presentando sólo una cara de la moneda, la más ri-
sible por ridícula. Por ello, y pese al evidente interés de
la obra de Ellis hasta este mo-
mento, la mayor parte del li-
bro se dedica a la atlantofilia
científica, la realizada por
arqueólogos e investigado-
res. Desde Carson que pro-
puso que la Atlántida era un
recuerdo distorsionado de las
tierras inundadas por la su-
bida del Atlántico al fin de la
última glaciación, hasta
Mavor y Galanopoulos que
identificaron la Atlántida con
la isla de Santorín-Tera, des-
truida en gran parte por una
erupción volcánica, pero también Zangger (la Atlántida
es la versión egipcia de la guerra de Troya) o Peter James
(la Atlántida era la ciudad de Sípilo, en Anatolia).
Sin embargo, la única teoría que hoy en día recibe una
cierta credibilidad es la de Santorín-Tera. No obstante,
para aceptarla hay que hacer tales cambios en cuanto a
su ubicación, extensión y cronología que puede ser dese-
chada. En palabras de Moses I. Finley, que cita Ellis,
“Todo este juguetear con los datos no es nada en com-
paración con el juego de manos que se ejecuta para sa-
car la Atlántida del mito platónico e introducirla en la
historia, para sacarla del océano Atlántico y llevarla a
una pequeña isla del Egeo. La fecha de 1450 a. C. se an-
ticipa a Solón en unos 900 y no 9.000 años. Muy fácil,
dice Galanopoulos: al interpretar los guarismos jeroglí-
ficos, Solón (o sus informadores egipcios) se equivocó en
un múltiple de diez (y lo mismo ocurre en el caso de los
otros números elevados del relato de Platón). Las
Columnas de Heracles no son el Estrecho de Gibraltar,
sino los dos promontorios situados en el extremo meri-
dional de la península griega. No importa que para to-
dos los griegos las columnas de Heracles significaran
Gibraltar y nada más, ni que Galanopoulos no pueda adu-
cir ni un solo texto a favor de su opción.” (Pág. 127)
Tampoco la sincronía entre la erupción en Tera y el
declive de la civilización minoica es el que pretende
Galanopoulos y parece más que probable que entre uno
y otro hecho transcurrieran unos 150-200 años. Por otra
parte, la ausencia de pruebas sobre los daños causados
por los tsunamis que una explosión tan extraordinaria tuvo
que ocasionar hace que se plantee, incluso, si la erup-
ción fue tan catastrófica como afirma dicho autor. El des-
conocimiento del perfil de la isla de Tera antes de la
explosión hace que no se pueda calcular la energía li-
berada por ésta. Así, la hipótesis egea se demuestra, pese
a que sus defensores sí sean científicos, tan especulati-
va como las demás teorías al respecto.
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Después de repasar las distintas teorías al respecto,
tanto serias como disparatadas, Ellis realiza una visita
a la Atlántida en la ficción, tal como ha sido reflejada en
la literatura y la cinematografía. Julio Verne y la Atlán-
tida en Veinte mil leguas de viaje submarino situada en
las cercanías de Madeira o Arthur Conan Doyle en The
Maracot Deep
que la sitúa al suroeste de las Canarias,
son una buena muestra de la fascinación que siempre ha
ejercido el mito platónico. La cinematografía la ha re-
flejado en películas como Siren of Atlantis o Viaje al cen-
tro de la Tierra
, eso sin contar las adaptaciones de no-
velas en las que sí aparecía como La Atlántida, película
francesa sobre la obra homónima de Pierre Benoît o la
ya citada de Julio Verne. El serial cinematográfico (de
serie B) Undersea Kingdom fue el precedente de obras
televisivas como The man from Atlantis en la década de
los setenta. También sigue vivo el mito en el ciberespa-
cio, los tebeos...
Para terminar la obra, nada mejor que la conclusión.
Si bien puede que Platón incluyese en su obra elemen-
tos reales como la destrucción de la ciudad de Hélice o
la descripción del templo de Artemisa en Éfeso, al final:
“En la Atlántida, que nosotros sepamos, hay mitología,
pero ni un ápice de historia a menos que pensemos que
las experiencias y los recuerdos personales de Platón pue-
den considerarse ‘historia’. Es el relato de Platón, y sólo
de Platón, y por más que se recurra al misticismo, la rein-
terpretación, el submarinismo o la arqueología, eso no
cambiará nunca.” (Pág. 327)
En definitiva, una obra extraordinaria, amena y muy
documentada que, pese a algunos errores como la ex-
cesiva brevedad del apartado dedicado a los autores clá-
sicos o la poca atención prestada a algunas teorías como
la tartésica, resulta el mejor texto que puede encontrar-
se hoy en día en nuestro idioma sobre la Atlántida, aun-
que, por desgracia, se centra en la atlantofilia anglosa-
jona obviando, por ejemplo, a los autores hispanos y casi
a los franceses. Además no se limita a la refutación de
hipótesis, sino que también incluye capítulos interesan-
tes sobre la civilización minoica en general, el yacimiento
de Akrotiri en Tera y los terremotos, erupciones volcá-
nicas y tsumanis que son ejemplos de buena divulgación.
Por añadidura, el texto se ve complementado por unas
breves fichas biográficas de los principales personajes
de la atlantofilia y por un útil índice alfabético que fa-
cilita la búsqueda de datos concretos. Por desgracia la
calidad de las reproducciones fotográficas deja mucho
que desear, el único borrón en un libro que, además, está
muy bien editado.
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José Luis Calvo
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