background image
Pitágoras
y las
entrevistas
a
poetas
Pitágoras adoraba los nú-
meros. Consideraba que
todo lo que nos envuelve puede traducirse a ellos, que el
Universo entero, con sus estrellas, insectos y montañas
puede cuantificarse. Tras el aparente caos que gobierna
el mundo, el número reina en silencio, mostrando rela-
ciones ocultas y ordenando las cosas.
Hoy, dos mil quinientos años después, estamos rodeados
de cifras. Los números están presentes en casi todo lo
que hacemos. Nuestro turno para comprar filetes en un
supermercado queda simbolizado por un número impre-
so en un papel. Tenemos teléfonos, documentos de
identidad, diales de emisoras de radio, direcciones pos-
tales y tarjetas de crédito. Y todo ello con el número como
rey indiscutible. El mundo civilizado parece estar perfec-
tamente cuantificado.
Sin embargo, es un tópico de nuestro tiempo despre-
ciar la supuesta tiranía del número, la aparente frialdad de
las cifras. En una torpe defensa de la poesía de la vida,
ciertos intelectuales consideran inhumano todo proceso
de cuantificación. Odiar al número está de moda.
Es de noche y no sabemos qué hacer. Encendemos la
tele y aparece en pantalla un presentador impecable-
mente peinado. A su lado, un joven poeta que parece lle-
var escrito en la frente con tinta fluorescente “soy mega
sensible”.
Critica al “poder” utilizando una retahíla de tópicos
gastados un cuarto de hora después de haberse inventa-
do. Sin embargo, su aspecto, su pose y su mirada nos
revelan que él considera su discurso absolutamente no-
vedoso. Después de soltarnos por quinta vez en siete mi-
nutos que lo importante es “ser” y no “tener”, pasa rápi-
damente a pronunciar otro bonito tópico ante las cámaras:
“El poder nos desprecia. Nos trata como si sólo fuéramos
números
, pero somos mucho más: somos personas”.
Acabada la frase, ameniza la entrevista leyendo uno de
sus horrendos poemas.
El público del plató aplaude. El joven mega sensible ha
dado en el blanco. Los espectadores se dicen a sí mismos
en silencio: “Claro, yo soy Pedro, no 4.326”. El presenta-
dor despide a su invitado. Otro aplauso del público asis-
tente. Cambian de tema. Ahora un experto en medicina
preventiva nos amarga la noche diciéndonos que, casi
con toda seguridad, el Sol que hemos tomado esta tarde
nos ha provocado un cáncer en la piel.
Apagamos la tele y vamos a buscar algo para comer a
la nevera.
el esc
é
ptico
primavera 2002
58
JUAN CARLOS ORTEGA
background image
¿Qué pasa con los números? ¿Por qué tienen tan mala
fama entre los tipos aparentemente sensibles? La res-
puesta tiene que ver, curiosamente, con lo mucho que
nos valoramos.
El joven poeta de la tele, como la mayoría de nosotros,
se considera absoluta y rematadamente distinto a todos
los demás. Su vida, como la nuestra, no puede ser una de
tantas. Debido a la proximidad que tenemos con nosotros
mismos (todos vivimos justo debajo de nuestra piel) he-
mos desarrollado el poderoso instinto de adorarnos en ex-
ceso. Si acabamos cogiendo cariño a un horrible jarrón de
porcelana después de muchos años de convivencia, se
entiende que algo similar, aunque infinitamente más po-
tenciado, ocurra con nuestra adorable persona. Nos
amamos, y todo amante considera a su objeto amado me-
jor que los demás.
El odio a las cifras se entiende si pensamos en lo si-
guiente: el número 5 es superior al número 3, pero no es
mejor. El número 2 es inferior al 7, pero no es peor. Todos
los números son exactamente iguales si los juzgamos ba-
sándonos en criterios morales.
Por tanto, ser tratado como un número implicaría que-
darse fuera de la rifa moral, impidiéndonos disfrutar de la
supuesta ventaja de sentirnos mejores que los otros. Po-
demos inventar mil argumentos absurdos para defender
que Juan es mejor que Pedro, pero es absolutamente im-
posible demostrar que el número 27 es mejor que el nú-
mero 98. El poeta de la tele, como la mayoría de las per-
sonas de tendencia vanidosa, no quiere verse a sí mismo
como un número, porque le aterra la imposibilidad de
considerarse mejor que los demás.
No reclama una mayor sensibilidad hacia lo que
somos, hacia nuestro inmenso valor como seres huma-
nos. Todo lo contrario: Él, como muchos de nosotros, exi-
ge una excusa para justificar objetivamente el exagerado
amor que siente por su persona. No pide la certeza de ser
mejor que otros, pero sí, al menos, la posibilidad de llegar
a serlo. El sistema lógico de la numeración se lo impide.
El número 8 no podrá nunca ser mejor que el 15. Par-
tiendo de la condición de igualdad que supone afirmar
que todos somos personas (y no números), sienta las ba-
ses para iniciar la competición. “Tú y yo somos iguales,
querido espectador. Empecemos la carrera y que gane el
mejor”.
Lo que el joven poeta ignora es que, si bien es cierto
que no somos números, tampoco somos nombres pro-
pios. La pareja de contrarios “número/persona” que uti-
liza en su argumentación es errónea. En realidad debería
haber utilizado la pareja “número/nombre propio”, ya que
su frase: “no somos números, somos personas” compa-
ra dos elementos que pertenecen a órdenes distintos. An-
tes de la implantación masiva del número en nuestro
modo de vida, a todos se nos trataba como si sólo fuéra-
mos nombres, sin que ningún ser aparentemente sensi-
ble hubiera criticado por ello los índices onomásticos.
El número nos ofrece la posibilidad de agilizar los trá-
mites. La organización social es muy complicada, y el sis-
tema de numeración puede simplificar un poco las cosas.
Eso es todo. No hay malas intenciones en el empleo de
las cifras como método organizativo, ni deseos de rebajar
nuestra condición como personas. Si llamar a alguien “Pa-
blo” no lo deshumaniza, tampoco lo hará llamarle
“32.411”.
Además, haríamos bien en aprender a valorar las ven-
tajas de los números. Tienen mucho que ver con nosotros,
comparten nuestra esencia como seres humanos de
una forma infinitamente más rica que los nombres pro-
pios. Los números, como las personas, son distintos en-
tre sí, pero ninguno es mejor que otro.
Si queremos defender nuestra unicidad, si queremos
seguir considerándonos especiales y únicos sin necesidad
de pisar a nadie, no tengamos miedo a los números. Hay
muchos “Juanes” y “Pedros” en el mundo, pero sola-
mente un 46.987.234.
Es una pena que ningún programa de televisión pue-
da realizar esta noche una entrevista a Pitágoras de Sa-
mos. Sería interesante oír lo que tiene que decirnos. Y es-
toy seguro que, a su modo, también conseguiría arrancar
un aplauso al público asistente.
é
primavera 2002
el esc
é
ptico
59