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el esc
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V
V
ivimos en un época extraña e insegura, que
refleja profundamente la histeria y el fervor
supersticiosos de los juicios de brujas de los si-
glos XVI y XVII. Se acusa, juzga y condena a hom-
bres y mujeres con no más prueba de culpabilidad
que la palabra del acusador. Incluso cuando las acu-
saciones apuntan a varios autores y heridas dolorosas
infligidas durante años, hasta décadas, es suficiente
que el acusador señale con el dedo para que jueces y
jurados lo crean todo. Se encarcela a individuos a
partir de
pruebas suministradas por recuerdos que sa-
len a la luz en sueños y regresiones; recuerdos que no
existían hasta que alguien empezó una terapia y le
preguntaron a bocajarro: “¿Alguna vez abusaron se-
xualmente de ti cuando eras niño?”. Y entonces co-
mienza el proceso de desenterramiento de los re-
cuerdos
reprimidos por medio de técnicas terapéuti-
cas invasivas, como la regresión, la visualización di-
rigida, la escritura en trance, el trabajo con los
sueños, las actividades corporales y la hipnosis.
Un caso que parece encajar en este patrón, y que
dio lugar a recuerdos de abuso satánico sumamente
extraños, ha sido relatado con detalle por uno de los
peritos [Rogers, 1992] y analizado por Loftus y
Ketchmam [1994]. Una mujer de más de 60 años y
su marido, recientemente fallecido, fueron acusados
por sus dos hijas adultas de violación, sodomía, obli-
garlas a practicar sexo oral, torturas con descargas
eléctricas y asesinato ritual de bebés. La hija mayor,
de 48 años cuando tuvo lugar el proceso, testificó
que había sufrido abusos desde la infancia hasta los
veinticinco años. La menor declaró que abusaron de
ella desde la niñez hasta los quince. Y una nieta tam-
bién afirmó que su abuela abusó de ella hasta los
ocho años.
Todos estos recuerdos salieron a relucir cuando
las hijas adultas se sometieron a una terapia en 1987
y 1988. Tras la ruptura de su tercer matrimonio, la
mayor empezó a recibir psicoterapia, diagnosticán-
dose a sí misma como una víctima de trastornos de
personalidad múltiple y de abusos en rituales satáni-
cos. Convenció a su hermana y a su sobrina para que
comenzaran la terapia y se sumaran a sus sesiones du-
rante el primer año. Las dos hermanas también asis-
tieron a un grupo de terapia con otros pacientes con
trastornos de personalidad múltiple que afirmaban
haber sido víctimas de abusos rituales satánicos.
ELIZABETH LOFTUS
Recordando peligrosamente
Al igual que los juicios de brujas de antaño, se está acusando a personas e incluso
se las mete en prisión a partir de ‘pruebas’ suministradas por sueños y regresiones;
recuerdos que no existían antes de empezar la terapia. ¿Qué está sucediendo?
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(Verano 2000)
Durante la terapia, la hermana mayor recordó un
incidente terrorífico que ocurrió cuando tenía cua-
tro o cinco años. Su madre cogió un conejo, le cortó
una oreja, embadurnó el cuerpo de la niña con la
sangre y, entonces, le dio el cuchillo para que matara
al animal. Cuando se negó, su madre le echó agua
hirviendo sobre los brazos. Cuando tenía trece años,
y su hermana todavía andaba en pañales, un grupo
de satanistas exigió que ambas niñas destriparan un
perro con un cuchillo. Ella recordaba cómo se la
obligó a mirar mientras se quemaba con una antor-
cha a un hombre que había amenazado con divulgar
los secretos de la secta. A otros miembros del culto,
se les sometió a descargas eléctricas durante rituales
celebrados en una cueva. La secta la obligó poste-
riormente incluso a asesinar a su bebé recién nacido.
Al pedirle más detalles de estos horripilantes suce-
sos, declaró al tribunal que tenía la memoria dañada,
ya que los miembros del culto la drogaban con fre-
cuencia.
La hermana menor recordaba que su padre había
abusado de ella en un banco de piano mientras sus
amigos miraban. Recordaba también haber sido fe-
cundada por miembros de la secta a los catorce y die-
ciséis años, y cómo le habían practicado sendos
abortos rituales. Rememoraba un incidente en la bi-
blioteca, en el que tuvo que comer una jarra de pus
y de costra. Su hija, por su parte, recordaba haber
visto a su abuela vestida con una túnica negra y con
una vela, y haber sido drogada dos veces y obligada
a ir en una limusina con varias prostitutas.
El jurado declaró a la acusada culpable de negli-
gencia. No se halló ningún propósito de hacer daño,
por lo que rehusó conceder una indemnización mo-
netaria. Los intentos de apelación han fracasado.
¿Son los recuerdos de las mujeres auténticos? Los
recuerdos de la infancia son, casi con toda seguridad,
recuerdos falsos, según la literatura científica sobre
amnesia en la niñez. Además, no se presentó nin-
guna prueba en forma, por ejemplo, de huesos de ca-
dáveres que pudieran corroborar los recuerdos de sa-
crificios humanos. Si esos recuerdos son en realidad
falsos, como parece, ¿de dónde podrían venir?
George Ganaway, profesor clínico adjunto de Psi-
quiatría en la Escuela Universitaria de Medicina
Emory, ha propuesto que sugerencias involuntarias
durante la terapia juegan un papel importante en el
desarrollo de recuerdos satánicos falsos.
¿Q
UÉ SUCEDE DURANTE LA TERAPIA
?
Puesto que la terapia se hace en privado, no es tan
fácil saber lo que sucede tras la puerta. Pero hay pis-
tas que se pueden extraer de varias fuentes. Relatos
de terapeutas y de pacientes, y declaraciones juradas
en pleitos, han revelado que en algunas consultas de
terapeutas se emplean técnicas muy sugestivas
[Lindsay y Read, 1994; Loftus, 1993; Yapko, 1994].
Otras pruebas de creencias y prácticas equivoca-
das, por no decir irresponsables, vienen de varios ca-
sos en los que investigadores privados, haciéndose
pasar por pacientes, han ido de incógnito a consul-
tas de terapeutas. En uno de ellos, la pseudopaciente
acudió al terapeuta quejándose de tener pesadillas y
problemas para dormir. En su tercera sesión de tera-
pia, le dijeron que había sobrevivido a un incesto
[Loftus, 1993]. En otro, la Cable News Network
[CNN, 1993] envió a una empleada de incógnito a
la consulta de un psicoterapeuta de Ohio al cual su-
pervisaba un psicólogo
, con una vídeocámara
oculta. La pseudopaciente se quejó de sentirse depri-
mida y de haber tenido recientemente problemas en
la relación con su marido. En la primera sesión, el te-
rapeuta le diagnosticó que había pasado por una
ex-
periencia incestuosa, diciendo a la pseudopaciente que
era un
caso clásico. Cuando regresó para su segunda
sesión desconcertada por la ausencia de recuerdos, el
terapeuta le dijo que su reacción era típica y que los
había reprimido a lo horrible del trauma. Un tercer
caso, basado en grabaciones hechas subrepticia-
mente a un terapeuta del Sudoeste de Estados Uni-
dos, tuvo su inspiración en estos intentos previos.
D
ENTRODE LA CO
NSULTA
En el verano de 1993, una mujer
la llamaremos
Willa
tuvo un problema grave. Su hermana mayor,
una artista que luchaba por abrirse camino, tuvo un
sueño que contó a su terapeuta, quien lo interpretó
como prueba de una historia de abuso sexual. Al fi-
nal, se enfrentó a sus padres en una sesión que se
grabó en vídeo en la consulta de la terapeuta. Los pa-
dres se sintieron humillados; la familia terminó des-
integrándose de modo irreparable.
Willa trató urgentemente de informarse más so-
bre la terapia de su hermana. Por iniciativa propia,
contrató a una investigadora privada para que se hi-
ciera pasar por una paciente y acudiera a la misma
terapeuta en busca de tratamiento. La detective de
incógnito se hizo llamar Ruth. Fue dos veces a la
consulta de la terapeuta, que tenía un ‘master’ en
Psicopedagogía y Orientación y estaba asesorada por
un doctor, grabando secretamente ambas sesiones.
En la primera, Ruth narró a la terapeuta que, ha-
cía meses, había sido golpeada por detrás en un acci-
dente de tráfico y tenía problemas para superarlo.
Dijo que se sentaba y se echaba a llorar sin razón
aparente. La terapeuta parecía no tener ningún inte-
rés en saber más sobre el accidente, pero, sin em-
bargo, quería hablar sobre la infancia de Ruth.
Mientras discutían sobre su niñez, Ruth le contó un
sueño recurrente que había tenido durante la infan-
cia, diciendo que ahora el sueño había vuelto. En él,
tenía cuatro o cinco años y había un enorme toro
blanco que le perseguía, le cogía y le corneaba por la
parte superior del muslo, dejándola cubierta de san-
gre.
La terapeuta determinó que el estrés y la tristeza
que Ruth experimentaba de modo recurrente esta-
ban ligados a su infancia, ya que, cuando era niña,
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había tenido el mismo sueño. Estableció que los
te-
rrores nocturnos –como ella los llamóeran la prueba
de que Ruth sufría de un trastorno de estrés postrau-
mático. Tendrían que recurrir a ejercicios de visuali-
zación controlados para dar con la causa del trauma
infantil. Antes de comenzar, la terapeuta informó a
su paciente de que ella misma había pasado por una
experiencia incestuosa: “Mi abuelo cometió incesto
conmigo”.
Durante el ejercicio de visualización controlada,
pidió a Ruth que se imaginara a sí misma como una
niña pequeña. Ella habló entonces del trauma que
supuso el divorcio de sus padres y del nuevo matri-
monio de su padre con una mujer más joven, que se
parecía a la propia Ruth. La terapeuta quiso saber si
el padre de Ruth había tenido aventuras amorosas,
diciéndole que el suyo las había tenido y que esto era
un asunto generacional que venía desde los abuelos.
Llevó a Ruth a través de un ejercicio de visualiza-
ción confuso/sugestivo/manipulativo que implicaba
a un hombre sujetando a una niña pequeña en una
habitación. Y determinó que Ruth sufría un
profundo
problema de aflicción, al que achacaba un origen se-
xual: “No creo que, tras los ejercicios de visualiza-
ción y el matrimonio con alguien que se asemejaba
a ti, pueda tratarse de otra cosa”.
Dos días después, la segunda sesión comenzó:
Pseudopaciente (P.):
¿Crees que, posiblemente, soy
una víctima de abuso sexual?
Terapeuta (T.): Hum... Muy posiblemente. Así
es como lo diría. Bien, no tenemos la información
real y definitiva que nos diga eso, pero, bueno, la pri-
mera cosa que me hizo pensar en ello fue la sangre
en tus muslos. Me pregunto de dónde si no podría
aparecer eso en la realidad de un niño. Y, bueno, el
hecho de que en los ejercicios de visualización la
niña te llevara o te mostrara la habitación y a tu pa-
dre sujetándote en ella… Sería muy difícil poder
pensar otra cosa… Algo tendría que haber surgido
en estos ejercicios que probara realmente que no se
trataba de abuso sexual.
Ruth dijo que no tenía ningún recuerdo de tal
abuso, pero eso no disuadió a la terapeuta ni por un
minuto.
P.: … Puedo recordar rabia y miedo asociado con mi
padre, pero no puedo recordar abuso sexual físico. ¿Re-
cuerda siempre la gente?
T.: No… Casi nunca… Te sucedió hace mucho
tiempo y tu cuerpo rechaza esos recuerdos, y por eso
algo como un accidente de tráfico puede desencade-
narlos…
La terapeuta compartió sus propias experiencias
de abuso por parte de su padre, que supuestamente le
llevaron a la anorexia, a la bulimia, a gastar más de
la cuenta, a beber en exceso y a otros comporta-
mientos destructivos de los que, al parecer, ya se ha-
bía recuperado. En amplios tramos de la cinta, resul-
taba difícil distinguir quién era la paciente y quién la
terapeuta.
Más adelante, la terapeuta dio estas muestras de
su saber:
T.: No sé cuánta gente hay de verdad en los hospita-
les psiquiátricos que ha pasado realmente por experien-
cias incestuosas o… tiene memorias reprimidas.
T.:
Resultará penoso para ti saber que tu padre abusó
sexualmente de ti y no fue un buen padre.
T.:
Tienes que ver y conservar esa imagen de ti
misma de cuando eras niña, siendo sometida, con al-
guien tratando de ahogar tus gritos y causándote dolor.
La terapeuta animó a Ruth a que leyera dos li-
bros:
The courage to heal, el cual calificó de biblia de la
curación de abusos sexuales durante la niñez, y el cua-
derno de ejercicios que lo acompañaba. Hizo espe-
cial énfasis en el apartado que trataba sobre enfren-
tarse al autor de los hechos. Dijo que la confronta-
ción no era obligatoria. Algunos no desean realizarla
si eso va a poner en peligro su herencia, en cuyo
caso, dijo, lo puedes hacer una vez que la persona ha
muerto… Pero la confrontación es fortalecedora,
aseguró a Ruth.
Entonces, para sorpresa de Ruth, la terapeuta des-
cribió la confrontación reciente de la hermana de
Willa
dando tantos detalles sobre el paciente no
nombrado que apenas podía haber dudas acerca de
su identidad
.
T.:
Recientemente, trabajé con alguien que lo hizo
con sus padres. Reunió a ambos y lo hicimos aquí… Re-
sulta fortalecedor porque estás comenzando a andar por
ti misma. Ella me dijo que se sintió como si tuviera vein-
tiún años y fuera por primera vez responsable de sí
misma, ¿entiendes? Así es como se sintió…
P.: ¿Y sus padres lo negaron o…?
T.:
Oh, por supuesto que lo hicieron…
P.: ¿Recordaba ella que...?, ¿no iba dando palos de
ciego como yo?
T.:
Al principio, estuvo dando palos de ciego durante
bastante tiempo. Pero, de repente, ¿sabes?, fue como las
piezas de un rompecabezas: empiezas a encajarlas y lle-
gas a hacer una imagen con ellas. Y ella fue capaz de ha-
cerlo. La memoria es una cosa curiosa. No siempre es
exacta en lo que se refiere a edades, fechas, lugares y
todo ese tipo de cosas. Es como si pudieras superponer
una variable sobre otra. Es como tener una amiga que
hubiera sufrido abusos sexuales continuos y recordara,
por ejemplo, estar en este diván cuando tenía siete años
sufriendo esos abusos, pero el caso es que este diván no
estaba cuando tenía siete años, estaba cuando tenía
cinco… Eso no descarta los recuerdos, tan sólo significa
que sucedió más de una vez, por lo que esos recuerdos se
están solapando…
s
Para disfrutar de los beneficios
de la víctima no es necesario
tener ningún recuerdo de que
ese abuso existió
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P.: ¿Esa mujer que realizó la confrontación es
ahora libre? ¿Se siente liberada de ello?
T.:
Bueno, no se siente liberada de su historia...,
pero ahora siente que la posee y no al revés… Además,
ha tenido otro recuerdo desde la confrontación…
La terapeuta le contó a Ruth todo sobre el
nuevo
recuerdo de esa paciente, la hermana de Willa:
T.:
Fue durante las primeras horas de la mañana, es-
tando despierta en la cama, cuando empezó a tener la
sensación de no poder controlar sus manos y de que és-
tas empezaban a masturbar a alguien. Empezó a ir más
de prisa de lo que hubiera podido ir incluso en la realidad,
por lo que se dio cuenta de lo que era, resultándole tan
familiar como también lo será para ti, y la realidad es que
no se asustó en absoluto… Vio que era otro recuerdo que
estaba reprimido.
Antes de que la segunda sesión de terapia con
Ruth hubiera terminado, se sacó a escena a la madre
de Ruth... culpable, al menos, de traición por negli-
gencia:
T.:
Bueno, tampoco tienes que tener motivos racio-
nales para sentirte traicionada. La única cosa que una
niña tiene que sentir es que probablemente hubo una
parte de ella que anhelaba a su madre y ésta no estaba
allí. Y no importa que fuese porque no lo sabía o porque
estaba fuera haciendo otra cosa, o bien porque estaba, lo
sabía y no hizo nada al respecto. No importa. Todo lo
que sabía la niña era que mamá no se encontraba allí.
Así es como te traicionó ¿entiendes?, sin importar si fue
por fallo de tu madre o no; y tienes que permitirte la li-
bertad de sentirte así sin tener que justificarlo o tener que
racionalizarlo porque sí.
Ruth trató, una vez más, de sacar el tema de la
imaginación frente a los recuerdos:
P.: Cuando vienen estos recuerdos, ¿cómo sabe-
mos qué no son símbolos, que no es nuestra imagi-
nación o algo parecido?
T.:
¿Por qué, entre todas las cosas, imaginarías eso?
Si fuera tu imaginación, entonces imaginarías cuán cari-
ñoso y amoroso era… Tengo una amiga terapeuta que
dice que la única prueba que ella necesita para saber si
algo sucedió es si tú piensas que podría haber sucedido.
En la puerta, cuando Ruth se iba, la terapeuta
preguntó si podía abrazarla, haciéndolo así mientras
comentaba lo valiente que era Ruth. Pocas semanas
después, Ruth recibió una factura: le cobró 65 dóla-
res por cada sesión.
Rabinowitz [1993] lo expresó bien: “El atractivo
de la explicación del incesto reprimido es que, para
disfrutar de los beneficios de la víctima y del honor
de estar asociado a un grupo de personas que ha so-
brevivido a tal experiencia, no es ni siquiera necesa-
rio tener ningún recuerdo de que ese abuso existió”.
En realidad, ser una víctima de abusos sin ningún re-
cuerdo no encaja bien, particularmente, cuando la
terapia en grupo entra en juego y mujeres sin re-
cuerdos se relacionan con aquéllas que sí los tienen.
La presión para hallar recuerdos puede ser muy
grande.
Chu [1992] señaló uno de los peligros de conti-
nuar con una búsqueda infructuosa de recuerdos:
ocultar al análisis terapéutico las verdaderas razones.
Algunas veces los pacientes presentan “historias
cada vez más grotescas e increíbles en un esfuerzo de
desacreditar el material y romper el ciclo. ¡Desgra-
ciadamente, algunos terapeutas no pillan la indi-
recta!”.
La terapeuta del Sudoeste que trató a Ruth diag-
nosticó trauma sexual en la primera sesión. Y siguió
con la línea del abuso sexual en las preguntas que
hizo, en la interpretación de las respuestas, en el
modo en el que se discutieron los sueños, en los li-
bros que recomendó. La pregunta importante que
surge es con cuánta frecuencia pueden darse este
tipo de casos. A algunos profesionales les gustaría
creer que el problema de los psicoterapeutas dema-
siado apasionados sucede a escala “muy pequeña”
[Cronin, 1994]. Un estudio reciente entre psicólogos
con grado de doctorado indica que al menos la
cuarta parte pudiera tanto albergar como estar invo-
lucrado en ideas y prácticas cuestionables [Poole y
Lindsay, 1994]. Que esta clase de actividad pueda y
de hecho dé lugar a falsos recuerdos parece que es ya
algo indiscutible [Goldstein y Farmer, 1993]. Que
esta clase de actividad pueda crear falsas víctimas, así
como dañar a las verdaderas, parece ser también in-
discutible.
L
OS RECUERDOS REPRIMIDOS
EN LA SOCIEDAD MODERNA
¿Por qué en este momento está la sociedad norte-
americana tan interesada en la
represión y en sacar a
la luz
recuerdos reprimidos? ¿Por qué casi todo el
mundo con el que se habla o bien sabe de alguien
con recuerdos reprimidos o de alguien a quien se
acusa, o bien está muy interesado en el tema? ¿Por
qué tantas personas se creen esas historias, incluso
las más extrañas, descabelladas e indignantes? ¿Por
qué se oye tanto la expresión
caza de brujas [Baker,
1992; Gardner, 1991]? Por supuesto,
caza de brujas es
una expresión que emplean montones de personas
que se han visto frente a un grupo de acusadores
[Watson, 1992].
Caza de brujas surge de la analogía entre las afir-
maciones actuales y la fiebre de brujas de los siglos
XVI y XVII, una analogía que varios analistas han
destacado [McHugh, 1992; Trott, 1991; Victor,
1991]. Como ha observado el prestigioso historiador
británico Hugh Trevor-Roper [1967], la fiebre euro-
s
Que esta clase de actividad
pueda y de hecho dé lugar a
falsos recuerdos parece que
ya es algo indiscutible
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el esc
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pea de las brujas fue un fenómeno desconcertante.
Según algunas estimaciones, entre los siglos XV y
XVII, tan sólo en Europa se condenó y quemó por
brujería a medio millón de personas [Harris, 1974].
¿Cómo sucedió eso?
Es una experiencia apasionante retroceder en el
tiempo, guiados por Trevor-Roper, primero al siglo
VIII, cuando la creencia en brujas se consideraba
anticristiana y en algunos lugares se decretó la pena
de muerte para cualquiera que quemase a supuestas
brujas. En el siglo IX, prácticamente nadie creía
que las brujas pudieran causar mal tiempo y casi
todo el mundo creía que lo de volar por la noche
era una alucinación. Pero, hacia el comienzo del si-
glo XVI, hubo un giro radical. “Los monjes de fina-
les de la Edad Media sembraron; los abogados del
siglo XVI segaron, y ¡menuda cosecha de brujas
juntaron!” [Trevor-Roper, 1967]. Países donde
nunca se habían conocido brujas, estaban plagados
de ellas. Miles de mujeres mayores
y algunas jóve-
nes
empezaron a confesar que eran brujas, que ha-
bían hecho un pacto secreto con el Diablo. Según
decían, por la noche se ungían con
grasa del Diablo
hecha de la grasa de niños asesinadosy, así lu-
bricadas, salían deslizándose por sus chimeneas,
montaban en escobas y volaban grandes distancias
para reunirse en lo que se llamaba el aquelarre. Una
vez que llegaban hasta el aquelarre, veían a sus ami-
gos y vecinos adorando al mismísimo Diablo. Al-
gunas veces, éste se aparecía como un hombre bar-
budo, negro y grande; otras, como una cabra apes-
tosa, y otras, como un gran sapo. Sin importar
como apareciese, las brujas se envolvían en orgías
sexuales promiscuas con él. Aunque la historia po-
día variar de bruja a bruja, la parte esencial era el
Diablo y que las brujas eran sus agentes terrestres
en la lucha por controlar el mundo espiritual.
Durante todo el siglo XVI, la gente creyó en esa
teoría, incluso aunque no aceptara todos los detalles
esotéricos. A lo largo de dos siglos, el clero predicó
contra las brujas. Los abogados las sentenciaron. Los
libros y los sermones advirtieron de su peligro. Se usó
la tortura para extraer confesiones. En seguida, se
hallaron agentes de Satanás por todas las esquinas.
Los escépticos, bien fuera en las universidades, en las
sillas de los jueces o en el trono real, fueron denun-
ciados como si fueran ellos mismos brujas, llevándo-
seles a la hoguera junto con esas mujeres mayores.
Ante la ausencia de pruebas físicas tales como un
puchero lleno de miembros humanos o un pacto es-
crito con el Diablo
, fue suficiente la prueba cir-
cunstancial. Dicha prueba no tenía que ser muy só-
lida: una verruga, un lunar insensible que no san-
grara cuando se pinchaba, ser capaz de flotar cuando
se le arrojaba al agua, no derramar lágrimas, tener
tendencia a mirar hacia abajo al ser acusado. Cual-
quiera de estos
indicios podía justificar el uso de la
tortura a fin de lograr una confesión
lo cual era
prueba
o la negativa a confesar lo cual también
era prueba
, y justificaba incluso la torturas más
crueles y, por último, la muerte.
¿Cuándo terminó todo esto? A mediados del siglo
XVIII, las bases para la locura empezaron a desapa-
recer. Como Trevor-Roper [1967] expresó: “La ba-
sura de la mente humana que, por medio de algún
proceso de alquimia intelectual y presión social, se
había fusionado durante dos siglos en un sistema
congruente y explosivo se desintegró. Era otra vez
basura”.
Se pueden hacer varias interpretaciones de este
periodo social de la historia. Trevor-Roper razonó
que, durante las épocas de intolerancia, cualquier
sociedad busca chivos expiatorios. Para la Iglesia ca-
tólica de aquel periodo, y en particular para sus
miembros más activos, los dominicos, las brujas fue-
ron los chivos expiatorios perfectos; así que, con una
propaganda implacable, sembraron el odio contra
ellas. Los primeros colectivos a los que se etiquetó
fueron los inocentes grupos sociales inconformistas.
Algunas veces, se les obligó a confesar mediante tor-
turas insoportables por ejemplo: el torno estrujaba
la pantorrilla y partía en trozos la espinilla; la
viga al-
zaba violentamente los brazos por la espalda; el
ariete, o silla de la bruja, suministraba un asiento de
púas calientes para que se sentara la bruja
. Pero, al-
gunas veces, las confesiones surgieron espontánea-
mente, haciendo que su verdad pareciera incluso
más convincente a otros. Gradualmente, las leyes
cambiaron para hacer frente al aumento de brujas,
incluyendo leyes que permitían la tortura judicial.
Hubo escépticos, pero muchos de ellos no sobre-
vivieron. Por lo general, trataron de cuestionar la
verosimilitud de las confesiones, la eficacia de la tor-
tura o la identificación de ciertas brujas. Tuvieron
escaso impacto, según afirma Trevor-Roper, porque
se centraban en lo periférico en vez de abordar lo
esencial: el concepto de Satanás. Si la mitología está
intacta, origina sus propias pruebas, que son difícil-
mente refutables. Entonces, ¿cómo perdió fuerza esa
mitología que había perdurado dos siglos? Al final, se
cuestionó la idea del reino de Satanás. El estereotipo
de la bruja pronto empezó a desaparecer, pero no an-
tes de que se hubiera quemado o colgado, o ambas
cosas, a decenas de miles de brujas [Watson, 1992].
Trevor-Roper ve esa fiebre de brujas como un
movimiento social, pero con extensiones individua-
les. Se podían usar las acusaciones de brujería para
destruir enemigos poderosos o personas peligrosas.
s
Cualquiera de estos indicios
podía justificar el uso de la
tortura a fin de lograr una
confesión –lo cual era prueba–
o la negativa a confesar –lo cual
también era prueba–
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(Verano 2000)
Cuando un
gran miedo se apodera de la sociedad, ésta
busca el estereotipo del enemigo en su seno y le-
vanta el dedo acusador. Argumenta el historiador
que, en tiempos de pánico, la persecución se ex-
tiende desde el débil
mujeres mayores que por lo
general eran víctimas del odio popular
hasta el
fuerte
jueces cultos o quien fuera que se resistiese a
la locura
. Un indicio del gran miedo es la acusación
a la elite de la sociedad de estar confabulada con el
enemigo.
¿Es justo comparar los casos modernos de
recuer-
dos reprimidos de abuso sexual en la niñez con la fie-
bre de brujas de hace varios siglos? Existen algunos
paralelismos, pero las diferencias son igualmente sor-
prendentes. Desde el punto de vista de las similitu-
des, algunas de las historias modernas se parecen re-
almente a las de tiempos pasados
por ejemplo, bru-
jas que se meten volando en las habitaciones
. Al-
gunas veces las historias incluyen recuerdos de vidas
pasadas [Stevenson, 1994] o adoptan un giro aún
más extraño, el extraterrestre [Mack, 1994]
1
. Desde
el punto de vista de las diferencias, fíjense en los acu-
sados y los acusadores. En la más vergonzosa caza de
brujas de EE UU, hace trescientos años en Salem,
Massachusetts, tres cuartas partes de los acusados
fueron mujeres [Watson, 1992]. Hoy, predominan-
temente
aunque no siempreson hombres. La ma-
yoría de las brujas en Nueva Inglaterra eran mujeres
pobres de más de cuarenta años e inadaptadas so-
cialmente, aunque más tarde se incluyeron hombres
con frecuencia los maridos de las brujas o sus hijos
y, después, se extendió hasta clérigos, comerciantes
prominentes y cualquiera que tuviera un enemigo.
Hoy, los acusados son, por lo general, hombres de
poder y éxito. La mayoría de las acusaciones de tiem-
pos pasados era hecha por hombres, pero hoy la ma-
yoría de las acusaciones procede de mujeres. El fenó-
meno actual es más bien un movimiento del débil
contra el fuerte. Hoy, existe un
gran miedo que ate-
naza a nuestra sociedad y es el del abuso infantil. Ló-
gicamente, deseamos descubrir a estos
enemigos au-
ténticos y levantar cada uno de nuestros dedos para
acusarles. Pero eso no significa, por supuesto, que
todo el que nos parezca un enemigo, toda persona
con la que nos hayamos enemistado, deba ser eti-
quetada así.
Trevor-Roper argumentó de modo convincente
que, durante la fiebre de brujas, los escépticos no
consiguieron hacer mucha mella en la frecuencia de
las hogueras y quemas hasta que cuestionaron la cre-
encia central en Satanás. ¿Cuál es la analogía de
nuestros días? Pudiera estar en alguna de las creen-
cias más extendidas y apreciadas por los psicotera-
peutas, como la creencia en todo el folklore de los
recuerdos reprimidos. La teoría de la represión ha
sido bien explicada por Steele [1994]. Es la teoría
que mantiene “que olvidamos sucesos porque son
demasiado terribles de contemplar. Que no podemos
recordar esos sucesos pasados por los procesos nor-
males de hacer memoria, pero que los podemos re-
cuperar con confianza con técnicas especiales. Que
esos sucesos olvidados, desaparecidos de nuestra
consciencia, luchan por entrar de modo disimulado.
Que los sucesos olvidados tienen la capacidad de
causarnos problemas, aparentemente no relaciona-
dos entre sí, en nuestras vidas, y que éstos se pueden
curar al desenterrar y revivir el suceso recordado”.
¿Es ya hora de admitir que el folklore de la repre-
sión es simplemente un cuento de hadas? La historia
puede ser atrayente, pero ¿qué hay de su relación con
la ciencia? Por desgracia, está parcialmente refutada,
parcialmente no verificada y es parcialmente inveri-
ficable. Esto no quiere decir que todos los recuerdos
recobrados sean, por lo tanto, falsos. El escepticismo
responsable es el escepticismo sobre algunas afirma-
ciones de recuerdos recobrados. No es el de un re-
chazo indiscriminado de todas las afirmaciones. Al-
gunas veces, las personas recuerdan algo que fue ol-
vidado; tales olvidos y recuerdos no significan una
represión y contrarrepresión, más bien significan que
algo de lo últimamente recordado pudiera reflejar
memorias auténticas. Se debe examinar cada caso
individualmente a fin de sondear la credibilidad,
tiempo, motivos, sugestión potencial, pruebas y
otros rasgos, para poder hacer una valoración inteli-
gente de lo que significa cualquier producto de la
mente.
E
L CASODE
J
ENNIFER
H.
Algunos autores han presentado casos individuales
como prueba de que un torrente de traumas puede
ser reprimido en masa. Los lectores deben tener pre-
[1] Jonh Mack detalla el rapto, por parte de extraterrestres, de trece
individuos con los que se experimentó sexualmente. Mack
cree sus historias y ha causado impresión en algunos periodis-
tas con su sinceridad y profundo interés por los raptores [Nei-
mark 1994]. Sobre recuerdos de ovnis, Carl Sagan [1993] co-
menta: “Hay un auténtico filón científico en las abducciones
por ovnis y extraterrestres, pero me parece que es claramente
de origen terrestre”.
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el esc
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sente que estas
pruebas pudieran omitir información
crucial. Consideremos el caso, supuestamente
blin-
dado, de Jennifer H. que Kandel y Kandel (1994)
presentaron a los lectores de la revista
Discover como
ejemplo de un recuerdo reprimido corroborado. Se-
gún el relato de
Discover, Jennifer era una música de
veintitrés años que, durante la terapia, empezó a re-
cordar que su padre le había estado violando desde
los cuatro hasta los diecisiete. A medida que emer-
gían sus recuerdos, desaparecían sus ataques de pá-
nico y otros síntomas. Su padre, un profesor de In-
geniería Mecánica, negó cualquier abuso. Según
Dis-
cover, Jennifer le demandó, presentando en el juicio
una
corroboración: la madre de Jennifer testificó que
había visto al padre encima de la hermana de ca-
torce años de Jennifer y que, una vez, había acari-
ciado a una adolescente que cuidaba a los niños. La
hermana del acusado recordó que éste se había insi-
nuado a chicas jóvenes. Antes de que este caso se
convierta en una leyenda urbana y se use como
prueba de algo de lo que podría no serlo, los lectores
tienen derecho a saber más.
En junio de 1993, el caso de Jennifer contra su
padre fue juzgado en el Tribunal de Distrito de Mas-
sachusetts [Hoult v. Hoult, 1993]. Recibió amplia
atención por parte de los medios de comunicación
[Kessler, 1993]. La transcripción del tribunal revela
que Jennifer, la mayor de cuatro hijos, empezó la te-
rapia en el otoño de 1984 con un psicoterapeuta sin
licencia de Nueva York, por problemas con su novio
y por un conflicto de lealtades desatado a causa del
divorcio de sus padres. Durante el año siguiente,
aproximadamente, experimentó pesadillas recurren-
tes de temas violentos, así como terrores que la man-
tenían en vela. Su terapeuta practicó un método de
terapia Gestalt, del que Jennifer describió una se-
sión: “Empecé la misma cosa de cerrar los ojos y sen-
tir tan sólo las sensaciones, sin dejarlas que pasaran
deprisa. Y mi terapeuta tan sólo dijo: ‘¿Puedes ver
algo?’… No podía ver nada… Y, entonces, de re-
pente, vi el pilar tallado de la cama de mi habitación
cuando era niña… Y, entonces, vi a mi padre, le
pude sentir sentándose cerca de mí en la cama, opri-
miéndome mientras yo decía: ‘No’. Y él empezó a su-
birme el camisón y… me tocaba los pechos con sus
manos, luego entre las piernas, luego me tocaba con
su boca… y, entonces, se fue todo. Fue como…
cuando todo se queda estático en la televisión… De
repente, ¡puuuf!, se paró todo. Entonces, durante la
sesión, abrí los ojos lentamente y dije: ‘Nunca supe
que me pasó’”.
Más tarde, Jennifer tuvo recuerdos tan vívidos
que incluso pudo sentir las sábanas arrugadas de la
cama de su niñez. Recordó a su padre ahogándola y
violándola en el dormitorio conyugal cuando tenía
unos doce o trece años. Recordó que su padre le
amenazó con pegarle con la caña de pescar en el
cuarto de estar a los seis o siete años. Que la había
violado en el sótano cuando estudiaba en el insti-
tuto. La violación acabó cuando su madre les llamó
para que fueran a comer. Recordó que su padre la ha-
bía violado en casa de sus abuelos también cuando
estudiaba en el instituto, mientras toda la familia es-
taba cocinando y los niños estaban jugando. Que su
padre le amenazó con rajarle con un abrecartas, po-
niéndole un cuchillo de cocina en el cuello. Recordó
que, cuando tenía unos trece años, la persiguió por
toda la casa con cuchillos, tratando de matarla.
Jennifer también recordó un par de sucesos que
involucraban a su madre. Recordó una ocasión en la
que había sido violada en el cuarto de baño y había
ido sangrando a donde su madre envuelta en una to-
alla. Recordó otro incidente en el que su padre la es-
taba violando en el dormitorio conyugal y su madre
se acercó a la puerta y dijo: “David”. Entonces, él
paró de violarla y salió para hablar con su madre. La
madre de Jennifer dijo que no recordaba ninguno de
esos sucesos o abuso sexual alguno. Un perito que
testificó a favor de Jennifer dijo que era común en
los casos de incesto que las madres ignoraran las se-
ñales del abuso.
En el transcurso de su recuperación de recuerdos,
Jennifer se unió a numerosos grupos de personas que
habían sufrido experiencias de abusos sexuales. Leyó
libros sobre abuso sexual. Leyó artículos periodísti-
cos. Se puso en contacto con legisladores. Pasó años
haciendo terapia. Escribió cartas sobre su abuso. En
una de ellas, escrita al presidente de la Escuela Su-
perior Barnard el 7 de febrero de 1987, dijo: “Soy
una víctima de abusos incestuosos por parte de mi
padre y de abusos físicos por parte de mi madre”. En
otra carta a su amiga Jane, escrita en enero de 1988,
habló acerca de su terapia: “Bueno, mis recuerdos sa-
lían… cuando me sentaba y concentraba en mis sen-
saciones en lo que llamaba ejercicios de visualiza-
ción, ya que intentaba visualizar lo que sentía o ser
capaz de meter en mis ojos lo que podía ver”. Le ha-
bló a Jane sobre su terapia Gestalt: “En la terapia
Gestalt, se permite que las subpersonalidades tomen
control, conversen entre ellas y resuelvan felizmente
sus conflictos. Cada personalidad tiene una silla di-
ferente y, cuando una nueva empieza a hablar, el in-
dividuo se convierte en la personalidad de ese
asiento. Suena extraño y lo es. Pero también es un
viaje increíble por uno mismo. He llegado a recono-
cer universos indecibles dentro de mí misma. Mu-
chas veces, cuando se están peleando unos contra
otros, se parece a una batalla cósmica”.
En una misiva escrita el 11 de enero de 1989 a
otra víctima de violación, dijo que su padre la había
s
El escepticismo responsable
no es el de un rechazo
indiscriminado de todas las
afirmaciones
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(Verano 2000)
violado unas tres mil veces. En otra, fechada el 30 de
enero de 1989, escribió: “Por debajo de todo ese
adorno brillante, estaba mi padre, quien me violaba
cada dos días. Mi madre sonreía y fingía no saber qué
demonios estaba pasando y, probablemente, mi papá
abusaba también de mis hermanos”. En otra, escrita
el 24 de Abril de 1989 a la revista
Mother Jones, dijo
que había sobrevivido a cientos de violaciones por su
padre.
Antes de octubre de 1985, Jennifer testificó que
no
sabía que su padre le hubiera introducido alguna
vez su pene en la vagina o que le hubiera metido su
pene en la boca, o bien que él pusiera la boca en su
vagina. Pagó a su terapeuta 19.239,59 dólares para
adquirir dicho conocimiento.
Resumiendo, Jennifer informó de que había su-
frido abusos por parte de su padre desde los cuatro
hasta los diecisiete años, quien había abusado de ella
cientos, si no miles de veces, incluso aunque no pu-
diera recordar todos los casos. Que esto sucedió, en
algunas ocasiones, con muchos familiares en las cer-
canías y, en otras, con la
implicación de su madre; y
que enterró dichos recuerdos hasta que tuvo veinti-
cuatro años, cuando supuestamente empezaron a
emerger. Nadie había visto nada.
Éstos son algunos de los hechos que los Kandel
omitieron en su artículo. Jennifer estuvo en el es-
trado durante casi tres días. Tuvo a
expertos que di-
jeron que creían que sus recuerdos eran reales. Apa-
rentemente, estos expertos no estaban al tanto o no
estaban dispuestos a hacer caso de las advertencias
de Yapko [1994] sobre la imposibilidad, sin corrobo-
raciones independientes, de distinguir la realidad de
lo inventado y que los síntomas, por sí mismos, no
pueden establecer la existencia de abusos pasados.
En el juicio, el padre de Jennifer testificó durante
una media hora [Kessler 1993b]. ¿Cuánto tiempo se
necesita para decir: “Yo no lo hice”? Curiosamente,
sus abogados no presentaron ningún testigo repu-
tado o testimonio experto, al parecer creyendo
erróneamenteque la inverosimilitud de los recuer-
dos
sería suficiente. Un jurado de Massachusetts
concedió a Jennifer el derecho a una indemnización
de 500.000 dólares
C
ONSEJO BUENO Y MALO
Muchos de nosotros tendríamos serias reservas sobre
la clase de actividades terapéuticas en las que se vio
envuelta Jennifer H. y la clase de terapia practicada
por la terapeuta del sudoeste que trató a la pseudo-
paciente Ruth. Incluso personas a favor de las me-
morias recobradas, como Briere [1992], estarían de
acuerdo. Después de todo, Briere ha dicho clara-
mente que, “por desgracia, parece que un número de
clientes y terapeutas se sienten impulsados a sacar a
la luz y confrontar todo posible recuerdo traumá-
tico”. Briere advierte que un esfuerzo prolongado e
intenso por hacer que el cliente saque todo el mate-
rial traumático no es una buena idea, ya que, con fre-
cuencia, va en detrimento de otras tareas terapéuti-
cas como el apoyo, la reafirmación, la ayuda a olvi-
dar y la comprensión emocional.
Algunos argumentarán que la exploración enér-
gica de recuerdos de abusos sexuales enterrados es
aceptable, puesto que se ha estado haciendo desde
hace mucho tiempo. En realidad, pensar que hacer
las cosas del modo que siempre se han hecho es algo
excelente, es tener una mente tan cerrada y peli-
grosa como un paracaídas que funciona mal. Ya es
hora de que se reconozca que los peligros de la crea-
ción de recuerdos falsos son endémicos para la psi-
coterapia [Lynn y Nash 1994]. Campbell [1994]
hace referencia a Thomas Kuhn cuando argumenta
que el paradigma existente -las teorías, los métodos,
los procedimientos- de la psicoterapia pudiera no ser
por más tiempo viable. Cuando esto sucede en otras
profesiones, se impone una crisis y la profesión debe
emprender un cambio de paradigma.
Pudiera haber llegado la hora de ese cambio de
paradigma y de una exploración de técnicas nuevas.
Como poco, los terapeutas no deberían permitir que
el trauma sexual eclipsara otros sucesos importantes
en la vida del paciente [Campbell 1994]. Quizás
haya otras explicaciones para los síntomas y proble-
mas que el paciente tenga. Los buenos terapeutas
permanecen abiertos a hipótesis alternativas. Por
ejemplo, Andreasen [1998] insta a los médicos a que
estén abiertos a las hipótesis de anomalías neuroquí-
micas como causa de un amplio abanico de desórde-
nes mentales. Incluso psiquiatras expertos en el uso
de fármacos envían a veces a sus pacientes a los neu-
rólogos, endocrinólogos y urólogos. Para problemas
mentales no tan graves, podríamos hallar, tal como
lo hicieron los médicos antes de la aparición de an-
tibióticos potentes, que éstos son como muchas in-
fecciones: autolimitantes, siguen su curso y entonces
terminan por sí mismos.
Cuando se trata de enfermedades graves, una pre-
gunta que mucha gente hace a su médico es:
“¿Cuánto tiempo me queda?”. Tal como Buckman y
Sabbagh [1993] han señalado acertadamente, ésta es
una pregunta difícil de contestar. Los pacientes que
reciben una respuesta estadística se sienten con fre-
cuencia enfadados y frustrados. Sin embargo, una
respuesta no concreta es, con frecuencia, la verda-
dera. Cuando un paciente de psicoterapia pregunta
por qué está deprimido, el terapeuta que se abstiene
de dar una respuesta errónea, por frustrante que el si-
lencio pueda ser, está probablemente actuando más
cerca de los mejores intereses para el paciente. Igual-
s
Ya es hora de que se reconozca
que los peligros de la creación
de recuerdos falsos son
endémicos para la psicoterapia
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el esc
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mente,
sanadores no tradicionales que, en compara-
ción con los médicos tradicionales, dan a sus pa-
cientes una seguridad injustificada y un exceso de
atención pueden hacer que el paciente se sienta mo-
mentáneamente mejor, pero al final pueden no estar
ayudándole en absoluto.
La mala terapia que se basa en la mala teoría es
como un aceite muy espeso que, en vez de lubricar,
puede fastidiar los engranajes, ralentizándolos y ca-
lentándolos. Cuando lo que se ralentiza y calienta
son los engranajes mentales, partículas perdidas de
recuerdos falsos pueden, por desgracia, quedarse
atascadas dentro.
Para que no se estropeen los engranajes, Byrd
[1994), y Gold, Hughes y Hohnecker [1994] han
ofrecido un consejo constructivo: céntrate en mejo-
rar el funcionamiento en vez de en descubrir recuer-
dos enterrados. Si es necesario recuperar recuerdos,
no contamines el proceso con sugerencias. Evita los
prejuicios personales. Ten cuidado con el uso de la
hipnosis en la recuperación de recuerdos. No pro-
muevas una terapia por libros ni en grupo hasta que
el paciente tenga una seguridad razonable de que el
abuso sexual sucedió realmente. Se debería fomentar
el desarrollo y la valoración de otras terapias de con-
ducta y farmacológicas que minimicen la posibilidad
de falsos recuerdos y falsos diagnósticos.
En vez de detenerse demasiado en los sufrimien-
tos de la niñez y buscar un trauma sexual durante la
misma como causa, ¿por qué no emplear algún
tiempo en hacer algo totalmente diferente? To-
mando prestado el excelente consejo de John Gott-
man [1994] sobre cómo hacer que tu matrimonio
tenga éxito, se podría recordar a los pacientes que los
sucesos negativos en sus vidas no anulan totalmente
a los positivos. Anima al paciente a que piense sobre
los aspectos positivos de la vida, aunque sea hoje-
ando un álbum de fotos de vacaciones y cumpleaños.
Imagínate a los pacientes como arquitectos de sus
pensamientos y ayúdales a construir unas habitacio-
nes felices. El vaso medio vacío también está medio
lleno. Gottman reconoce que se necesita cierta base
real para los pensamientos positivos, pero en muchas
familias, como en muchos matrimonios, tal base
existe. Campbell [1994] ofrece un consejo parecido.
Cree que los terapeutas deberían animar a sus clien-
tes a recordar algunos aspectos positivos de sus fami-
lias. Un terapeuta competente contribuirá a que
otras personas apoyen y ayuden al cliente, ayudando
a éste a que dirija sus sentimientos de gratitud hacia
esas personas importantes.
C
OMENTARIOS FINALES
Vivimos en una cultura de acusación. Cuando se
trata de abusos deshonestos, casi siempre se consi-
dera al acusado culpable nada más ser acusado. Al-
gunas afirmaciones de abuso sexual son tan creíbles
como cualquier otro informe basado en recuerdos,
pero otras quizá no. Por lo tanto, no todas las afir-
maciones son verdaderas. Tal como expresó Reich
[1994]: “Cuando aceptamos informes de memorias
recuperadas sin cuestionarlos nada y cuando, con
toda tranquilidad, decidimos que son tan buenos
como nuestros recuerdos comunes, alteramos total-
mente el significado de la palabra memoria”. El
aceptar sin crítica alguna cada una de las afirmacio-
nes de recuerdos recuperados de abuso sexual, sin
importar cuán extrañas sean, no es bueno para na-
die; ni para el cliente, ni para la familia, ni para la
profesión de la salud mental, ni para la preciosa fa-
cultad humana de la memoria. Y no olvidemos una
consecuencia trágica final de aceptar con exagerado
entusiasmo cualquier supuesto recuerdo recuperado:
estas actividades con toda seguridad restan impor-
tancia a los recuerdos genuinos de abuso y aumentan
el sufrimiento de las víctimas reales que desean y
merecen, más que cualquier otra cosa, tan sólo que
se las crea.
Necesitamos hallar modos de educar a la gente
que presupone saber la verdad. En especial, necesi-
tamos llegar a esos individuos que, por alguna razón,
se sienten mejor después de haber llevado a sus
clientes probablemente sin darse cuentaa creer
falsamente que miembros de su familia cometieron
alguna maldad terrible. Si la
verdad es nuestra meta,
entonces la búsqueda del mal debe ir más allá de
sen-
tirse bien, e incluir normas de imparcialidad, la carga
de la prueba y la presunción de inocencia. Cuando
relajamos nuestra postura sobre estos ideales, corre-
mos el riesgo de regresar a los tiempos en los que se-
res humanos buenos y morales llegaron a conven-
cerse de que creer en el Diablo era la prueba de su
existencia. En vez de eso, deberíamos armarnos de
toda la ciencia que podamos hallar a fin de detener
a un reverendo Hale
de la película The crucible–
que, si viviera ahora, todavía estaría diciendo a todo
aquél que le quisiera escuchar que había visto “prue-
bas espantosas” de que el Diablo estaba vivo. ¡Insis-
tiría todavía que siguiéramos adonde fuera que “el
dedo acusador apuntara”!
ELIZABETH LOFTUS
es profesora de Psicología de la Uni-
versidad de Washington y preside actualmente la Sociedad
Americana de Psicología. Autora de dieciocho libros y más de
trescientos artículos científicos, este texto está basado en la po-
nencia que presentó en la Conferencia del CSICOP de 1994,
se publicó originalmente en
The Skeptical Inquirer y se reproduce
con autorización.
Versión española IÑAKI CAMIRUAGA.
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