A
brazar la religión de los hechos. Ésta
fue la política científica de Santiago
Ramón y Cajal, su sistema para
acercarse al conocimiento. Con frecuencia,
decía que había que doblar las ideas ante
los hechos y no al revés. Esto le permitió
cambiar el paradigma científico existente
hasta el momento sobre la estructura del
cerebro. Y, para cambiar un paradigma es-
tablecido, hay que demostrar los hechos
con mucha claridad, mucha más que para
aportar doctrina al conocimiento estableci-
do. De esto se habla, por cierto, en el muy
recomendable libro El golem, de Trevor
Pinch y Harry Collins [Collins y Pinch,
1996].
Las células fueron descritas por primera
vez en 1665 por el científico inglés Robert
Hooke (1635-1703), quien estudió las de
corcho con un microscopio muy rudimen-
tario. El científico holandés Anton van
Leeuwenhoek (1632-1723) fue el primero
en describir bacterias y protozoos
−
los
llamó animálculos
−
, entre otras cosas, y cé-
lulas de glóbulos rojos en el decenio de
1670. Estas descripciones tempranas no
fueron superadas hasta comienzos del siglo
XIX, cuando mejoró la calidad de las lentes
de los microscopios. En 1839, el botánico
Matthias Schleiden (1804-1881) y el zoólo-
go Theodor Schwann (1810-1882), ambos
alemanes, formularon la teoría celular. En
1858, el patólogo alemán Rudolf Virchow
expuso su teoría, según la cual todas las
células proceden de otras células, en con-
tra de la doctrina vitalista. Su frase sola-
mente hay vida por sucesión directa su-
pone una importante ruptura con el pasa-
do [Terrado y López Piñero, 1974]. Hasta
ese momento, la vida era un ánima que se
insuflaba en los seres de alguna rara
manera.
La vida celular llamó entonces poderosa-
mente la atención de Cajal, que se hace eco
de ello en sus escritos de divulgación cien-
tífica firmados como El Doctor Bacteria, por
la similitud subyacente entre las células
botánicas y las animales. Así, un organis-
mo entero podría entenderse mediante el
estudio de sus partes celulares. Cajal, por
cierto, se convierte de esta manera en uno
de los primeros periodistas científicos espa-
ñoles de los que tenemos noticia, o, al me-
nos, en divulgador. Se llamaba a sí mismo
publicista científico por dar a la imprenta
estos artículos que publicó primero en Za-
ragoza y después en La Crónica de las
Ciencias Médicas de Valencia, en 1885.
Desde mediados el siglo XIX, pues, la cé-
lula era una entidad independiente, un al-
go que existía por sí mismo, relacionado
con sus equivalentes, pero único, indepen-
diente. Sin embargo, esta regla tenía una
excepción: el cerebro. Las células nerviosas
estaban, aparentemente, unidas en una
red, y eso dio origen a la teoría reticular,
defendida por todos los investigadores del
momento, especialmente por Camilo Golgi.
Cajal supo ver que las neuronas, como las
bautizó posteriormente Waldayer, eran
también células independientes y, final-
mente, la teoría neuronal se impuso. A este
empeño, demostrar la verdad científica
frente a la apariencia sólidamente estable-
cida, dedicó el histólogo español sus mayo-
res esfuerzos durante toda su vida, dado
que, por muchas demostraciones que se
hicieran, no había manera de apear de su
burro a algunos de quienes seguían soste-
niendo que las neuronas formaban una
red.
Si, según una definición especialmente
atractiva, el trabajo de los científicos con-
siste en dejar atrasado su propio trabajo,
Cajal supo dar un paso importante. Pero no
fue un milagro, maravilloso e irrepetible, si-
no un científico, un trabajador incansable,
un escrutador atento a lo que veía. El méri-
to de Cajal fue ver lo que otros no veían. Pa-
ra ello, tuvo que ser capaz de pensar fuera
del paradigma, lo que siempre es difícil. Y,
desde luego, no inventar nada, seguir con
fidelidad el dictado de su mirada.
(De tomas formas, sería muy interesan-
te un estudio del caso. Desde Heisenberg,
sabemos que no vemos las cosas tal y como
son, sino que las vemos después de haber
actuado sobre ellas para verlas. Esto es es-
pecialmente cierto en el caso de la histolo-
gía, donde es necesario teñir y manipular
las células para poder verlas. ¿Hasta qué
punto las reacciones de oxidación-reduc-
ción introducen cambios que alteran lo que
se ve?)
42
(Verano 1999)
el escéptico
Cajal y la ciencia
(verdadera y falsa)
El Nobel español, cuya figura ha sido objeto de una mistificación
que lo ha presentado como un sabio que luchó contra el mundo,
se acercó a las falsas ciencias. Y, como en todo lo que hacía,
se aproximó a ellas con el método científico en la mano
ANTONIO CALVO ROY
En todo caso, Cajal consigue su éxito
apoyándose en varias columnas. Por su-
puesto, su inteligencia y su tesón. Pero
también sus maestros, quienes le enseña-
ron a usar el microscopio, como Aureliano
Maestre de San Juan, o las técnicas para
teñir tejidos, como Luis Simarro. Y, desde
luego, en las ayudas oficiales, como el mi-
croscopio que le regaló la Diputación de Za-
ragoza y que me equiparó técnicamente
con los micrógrafos extranjeros mejor ins-
talados [Ramón y Cajal, 1905]. Pero, por
otra parte, Cajal se sirvió de sus destrezas,
adquiridas a lo largo de su vida, para llegar
a ser lo que fue: en primer lugar, su habili-
dad para pintar; en segundo, su afición a la
fotografía, que le proporcionó conocimien-
tos de química que le fueron de gran utili-
dad para hacer sus tinciones.
La primera cátedra que Cajal consiguió
fue en la Universidad de Valencia en 1883,
a los 31 años. Allí, montó un laboratorio de
investigación, dio clases a alumnos parti-
culares, además de a los de la universidad,
hizo tertulia, como siempre, y practicó el
turismo gastronómico, para lo que organizó
y redactó los estatutos del Gaster-Club,
una reunión de señores con chistera que
iban los domingos a preparar paellas a la
albufera. Pero, además de todo ello, se
acercó a las falsas ciencias. Y, como en to-
do lo que hacía, se aproximó a ellas con el
método científico en la mano.
La hipnosis y los espíritus
La hipnosis fue una de sus primeros cam-
pos de experimentación, en el que, por cier-
to, cosechó notables éxitos. Llegó a montar
un gabinete, para curar enfermedades
mediante la hipnosis, que tuvo tanto éxito
que se le amontonaban los pacientes en las
escaleras de su casa. Sus reflexiones fina-
les, en sus propias palabras, aseguran que:
Preciso es convenir que, a despecho de
tres siglos de ciencia positiva, la afición a lo
maravilloso posee todavía honda raigambre
en el espíritu humano. Somos aún dema-
siado supersticiosos. Miles de años de fe
ciega en lo sobrenatural parecen haber
creado en el cerebro algo así como un gan-
glio religioso. Desaparecido casi entera-
mente en algunas personas, y caído en la
atrofia en otras, persiste pujante en las
más [Ramón y Cajal, 1905].
Por su casa, el centro de experimenta-
ción, desfilaron especies notabilísimas de
histéricas, neurasténicos, maníacos y
hasta acreditados mediums espiritistas. Si
bien mediante hipnosis consiguió algunos
resultados llamativos, nunca logró entrar
en el mundo de los espíritus, dado que,
bastaba que yo asistiera a una sesión de
adivinación, de sugestión mental, doble
vista, comunicación con los espíritus, pose-
sión demoníaca, etcétera, para que, a la luz
de la más sencilla crítica, se disiparan cual
humo todas las propiedades maravillosas
de los mediums o de las histéricas zahoríes.
Lo admirable de aquellas sesiones no eran
los sujetos, sino la increíble ingenuidad de
los asistentes [Ramón y cajal, 1934].
Cuando nos acercamos al final del siglo
XX, Cajal se sorprendería del auge que hoy
tienen todo tipo de supercherías del mundo
−
submundo
−
de las falsas ciencias. Parece
que ese ganglio religioso sigue presente en
los más. Sus reflexiones sobre éstas cues-
tiones, escritas al final de su vida, tienen,
lamentablemente, plena actualidad: En el
el escéptico (Verano 1999) 43
Santiago Ramón y Cajal trabajando en su laboratorio.
Santuario de Epidauro, no había sacerdo-
tes ni médicos. El enfermo se dormía y es-
peraba confiado durante el sueño el mila-
gro de Dios. Los curados debieron ser nu-
merosos, como lo persuaden los exvotos de
los enfermos salvados. ¿No curan lo mismo
hoy los homeópatas, la Ciencia Cristiana de
Baker-Eddy y el psicoanálisis de Freud? El
hombre dispone de reservas inagotables de
fe en lo sobrenatural, o simplemente en el
absurdo, al cual se aviene, reverente y su-
miso, con tal que lo defiendan elocuente-
mente personas prestigiosas, radiantes de
voluntad dominadora y nada negligentes de
la escenografía. Recuérdense los casos re-
presentativos de Meismer [por Mesmer
]
y
de la señora Baker, la de la Ciencia Cris-
tiana [Cannon, 1951].
Ya en Barcelona, en 1889, publicó Cajal
un trabajo sobre la atenuación de los dolo-
res del parto, investigación hecha con Sil-
veria Fañanás, su mujer, durante el alum-
bramiento de su quinta hija, Enriqueta, na-
cida dos años antes.
Cajal, pues, se dio cuenta de cómo fun-
cionaban estas experiencias. Se trata de la
sugestión, del efecto placebo, que, por otra
parte, está suficientemente acreditado en la
ciencia. Lo llamativo, como deja claro, es la
ingenuidad de los asistentes, la capacidad
de creer.
En este momento de su vida, se produjo
en España una epidemia de cólera que
afectó de manera especialmente cruel a Va-
lencia. Cajal, aunque no tomó parte direc-
tamente en el equipo que trató de atajar la
enfermedad, se vio inmerso, como todos los
médicos y como cualquier habitante de Va-
lencia, en ella. Como otros en su tiempo,
comprendió que el bacilo del cólera, recién
descubierto por Robert Koch (1843-1910),
era el agente causal de la enfermedad. Tra-
tó, de hecho, de investigar en esta cuestión
y fue el primero en descubrir que la inocu-
lación de Bacillus comma muertos prevenía
la enfermedad, en contra de la opinión es-
tablecida hasta la fecha. Aunque este des-
cubrimiento se atribuye generalmente a los
bacteriólogos estadounidenses D.E. Sal-
mon y T. Smith, que lo publicaron en 1886
[López Piñero, 1985], el haber descubierto
que bacilos muertos estimulan la produc-
ción de anticuerpos corresponde, sin duda,
a Cajal.
En este escenario, hace su aparición
una importante personalidad científica,
Jaime Ferrán y Clúa (1852-1929), bacte-
riólogo experto en cólera que el año ante-
rior había trabajado en Marsella, donde se
había desatado otra epidemia. Ferrán y
Cajal, primero amigos cercanos, chocaron
más tarde hasta el punto de que Cajal, en
posteriores trabajos, no citaba las impor-
tantes investigaciones de Ferrán, aunque
sí lo hiciera con los trabajos de otros cien-
tíficos sobre la misma cuestión, pese a ser
menos importantes. En las últimas edicio-
nes de sus libros, sin embargo, reconoció
la importancia de Ferrán, aunque nunca
completamente [Ramón y Cajal, 1905].
Ferrán, por su parte, vetó a Cajal en su
laboratorio cuando, pocos años después,
los dos coincidieron en la Universidad de
Barcelona.
Ferrán realizó, por primera vez en el
mundo, una vacunación masiva contra la
epidemia. Cajal, sin embargo, no confiaba
en el sistema, por considerar que no ofrecía
los resultados necesarios. Una vez más, la
religión de los hechos se impuso, aunque
en esta ocasión la intuición acertada co-
rrespondió a Ferrán. La idea era buena,
pero la práctica aún no lo demostraba con
claridad.
Santiago Ramón y Cajal, por cierto, deci-
dió entonces no dedicarse a la bacteriolo-
gía, y las razones que da son, básicamente,
económicas, ya que adquirido el microsco-
pio, redúcese el gasto [para un histólogo] a
reponer algunos reactivos poco dispendio-
sos, y a procurarse, de vez en cuando, tal
cual rana, salamandra o conejo. Pero la
bacteriología es ciencia de lujo, porque
exige muchos animales de laboratorio y
todo tipo de conejillos de indias a los que ir
sacrificando y, sobre todo, alimentando
hasta que les llegue su hora. Tal fue la
consideración, harto prosaica y terrena,
que me obligó a guardar fidelidad a la reli-
gión de la célula y a despedirme con pena
del microbio [Ramón y Cajal, 1905].
De aquel episodio, obtuvo Cajal un be-
neficio muy considerable que ayuda, por
cierto, a desmentir la imagen del sabio que
lucha contra el mundo, despreciado por to-
dos, sin ayudas ni estímulos. La Diputa-
ción de Zaragoza le había encargado una
investigación sobre la epidemia, que fue
publicada con ocho grabados en septiem-
bre de 1885. Como agradecimiento a su
celo y desinterés, regaló a Cajal un mi-
croscopio de la marca Zeiss dotado de los
objetivos más modernos del mercado mun-
dial y que, como señala él mismo y he rese-
44
(Verano 1999)
el escéptico
Autorretrato del científico español.
ñado antes, me equiparó técnicamente con
los micrógrafos extranjeros mejor instala-
dos [Ramón y Cajal, 1905]. Lo que no
queda claro es cómo supo la Diputación
aragonesa que ése era el mejor regalo posi-
ble para Cajal, llegado muy a tiempo y, en
buena medida, responsable de sus hallaz-
gos. En todo caso, es evidente que contaba
con muy buen material para sus investiga-
ciones.
Y es que, como decía, la leyenda de Ca-
jal, como las falsas ciencias, ha tomado
cuerpo en la sociedad y ha hecho que la
imagen que se tiene de este científico sea la
de una estatua de mármol. Todo lo apren-
dió solo, nadie le apoyó, le enseñó, le ayu-
dó. En buena medida, debe de ser, como
explica Laín Entralgo, para no padecer la
vergüenza de que haya habido un solo Ca-
jal. En la medida en que se trata de un mi-
lagro, es irrepetible. Y, sin embargo, Cajal
tuvo maestros y tuvo ayudas. Y, para com-
probarlo, basta con leer la autobiografía,
donde lo cuenta con bastante detalle. Claro
que esto tampoco es tarea sencilla, ya que
están agotados los dos tomos, prueba, qui-
zá, de que el mármol está bien para tenerlo
colgado en la esquina de una calle o ador-
nando una plaza, pero no para acercarse de
verdad a su pensamiento, a su trabajo. Y
las personas que se han convertido en már-
mol es mejor verlas allí colgadas y evitar
profundizar y ver qué hay debajo del már-
mol, no vaya a ser que nos salgan los colo-
res al descubrir que, después de todo, son
de carne y hueso.
Cajal practicó la ciencia con el convenci-
miento de estar buscando la verdad. Con
intuición y tesón, dejando que las teorías
fueran siempre después de los descubri-
mientos, abrió el mundo del cerebro, una
de las últimas fronteras del conocimiento, a
la ciencia.
Referencias
Cannon Dorothy F. [1951]: Vida de Santiago
Ramón y Cajal, explorador del cerebro huma-
no. Prólogo de Charles Sherrington. Gan-
desa. México.
Collins, Harry; y Pinch, Trevor [1996]: El golem.
Editorial Crítica. Barcelona.
López Piñero, José María [1985]: Cajal. Editorial
Salvat. Barcelona
Ramón y Cajal, Santiago [1905]: Historia de mi
labor científica. Prólogo de Alberto Sols. In-
troducción de Fernando Reinoso Suárez.
Alianza Editorial. Madrid 1984. P.59
Ramón y Cajal, Santiago [1934]: El mundo visto
a los ochenta años. Impresiones de un arterio-
esclerótico. Tipografía Artística. Madrid.
Terrada y López Piñero [1974]: La citología y la
historia. En Laín Entralgo, Pedro: Historia
universal de la medicina. Tomo 6. Editorial
Salvat. Barcelona.
Antonio Calvo Roy
es periodista científico y
autor del libro Cajal. Triunfar a toda costa
(Alianza Editorial, 1999).
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