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D
e vez en cuando hay quien me su-
giere que los científicos deberían
prestar mayor consideración a los
problemas sociales; en especial, que ten-
drían que ser más responsables al con-
siderar el impacto de la ciencia en la socie-
dad” [Feynman, 1988]. Con estas palabras
comienza una reflexión sobre la ciencia, su
valor y su influencia en la sociedad, reali-
zada por Richard P. Feynman como conse-
cuencia de su participación en el proyecto
Manhattan. Feynman trabajó, recién gra-
duado, en el diseño y desarrollo de la
bomba atómica durante la Segunda Guerra
Mundial, y, como a muchos de los científi-
cos que intervinieron en aquel proyecto, le
marcó profundamente la consecuencia di-
recta de su investigación. Ellos se plantea-
ron, como se ha planteado mucha gente
desde entonces, si la ciencia era realmente
útil para la sociedad. Pero para Feynman, y
quizá para algunos otros, el problema de la
ciencia no era sólo su utilidad. Él estaba
realmente enamorado de la ciencia; era
pura pasión.
Como comenta más adelante en la mis-
ma reflexión, “El valor de la ciencia”, con la
que hemos comenzado estas líneas, du-
rante un viaje a Honolulú oyó de un budis-
ta el siguiente proverbio: “A cada hombre
se le da la llave de las puertas del cielo; esa
misma llave abre las puertas del infierno”.
No había mejor forma de expresarlo.
Un pequeño chapucillas
Dick Feynman nació en 1918 en Far Rock-
away, cerca de Nueva York, y fue sin duda
lo que llamaríamos un niño travieso. Quizá,
cuando uno se imagina la infancia de quien
luego ha sido premio Nobel de Física, pien-
sa en cualquier cosa menos en una infan-
cia normal; piensa en un pequeño cerebri-
to, ensimismado en sus precoces estu-
dios... casi en un autista. Lo cierto es que,
al leer con detenimiento la vida de los gran-
des hombres de ciencia, se descubre que la
mayoría de ellos rezumaba humanidad por
todos los poros. En el caso de Feynman,
esta apreciación debe elevarse a una poten-
cia bastante alta. Dick Feynman fue un
niño travieso toda su vida, y, cuando rela-
tan sus recuerdos quienes le conocieron de
cerca y compartieron experiencias con él,
sus logros científicos
quedan siempre en se-
gundo plano. Lo que
todos recuerdan es su
sencillez, su honesti-
dad, su sentido del hu-
mor y su ingenio. Pocas
personas en la historia
han sido premio Nobel
por sus impresionantes
logros en física teórica,
han pintado por encar-
go un cuadro de una
mujer torero desnuda,
han reventado cajas
fuertes con documentos
secretos del Ejército,
han explicado física a
Einstein, han tocado la
frigideira en una escue-
la de samba en Brasil y
han sido declarados no
útiles para el servicio
militar por incapacidad
mental. (¿Conocen us-
tedes a algún otro?)
Dick Feynman fue
uno de esos genios que
lo son porque son capaces de ver la simpli-
cidad de las cosas aparentemente compli-
cadas, porque son capaces de apreciar lo
evidente, como poca gente hace. Era inca-
paz de resolver nada mientras no lo en-
tendía hasta sus más mínimos detalles,
pero, sobre todo, era incapaz de quedarse
quieto si descubría que no entendía algo.
Ya, desde pequeño, necesitaba desmon-
tarlo todo para descubrir su funcionamien-
to. Necesitaba conocer cómo funcionaban
la electricidad, las bombillas, las baterías,
los motores... y se montó un laboratorio en
casa para experimentar. Sentía especial
debilidad por las radios
las de válvulas,
que eran las que había entonces
y, en
cuanto alguna se estropeaba, la desmonta-
ba inmediatamente. Hasta aquí uno puede
pensar: “Bueno, eso lo hemos hecho
muchos de pequeños...”. La diferencia
al
menos conmigo
es que, cuando Feynman
entendió bien su arquitectura, conseguía
que le funcionasen al volver a montarlas.
Durante su estancia en el laboratorio de
Los Alamos utilizó esa misma técnica con
las cajas fuertes y los archivadores donde
Richard. P Feynman
o el valor de la ciencia
CARLOS TELLERÍA
Afable, sencillo, un verdadero poeta de la naturaleza, se ganó el afecto
de cuantos vivieron con él, y la admiración de toda la comunidad
científica y de cuantos hoy se sigen acercando a su figura
Feynman en una de sus poses.
el escéptico (Primavera 1999) 25
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se guardaban los documentos más o menos
secretos. Su primera pasión consistió en
averiguar cómo funcionaban las cerraduras
de numeración de las cajas; la segunda,
encontrar un método para abrirlas en un
tiempo razonable. Una vez logrado esto,
cada vez que necesitaba un documento y
no encontraba a su dueño, iba a su despa-
cho, abría la caja, retiraba el documento y
dejaba una nota en el mismo sitio diciendo:
“He cogido prestado el documento ... Ri-
chard”. En cierta ocasión, se dirigió al des-
pacho de uno de los oficiales y le demostró
lo fácil que era abrir su caja fuerte, sin otra
intención que explicarle que si querían te-
ner los documentos realmente a buen re-
caudo, debían aumentar sus medidas de
seguridad. Todo lo que consiguió fue una
circular en la que se recomendaba encare-
cidamente que no dejasen a Feymnan acer-
carse a los archivadores y cajas fuertes.
Un amante del saber
Aficionado como era a dar paseos con su
padre, vendedor en una sastrería especiali-
zada en uniformes, aprendió de él valores y
actitudes que le marcaron profundamente.
Una de ellas fue que las personas son per-
sonas con y sin uniforme, y de eso su padre
sabía bastante. Nadie es más ni menos por
que se disfrace de lo que sea, ni siquiera
cuando el disfraz son sus méritos. Por
importante que sea una persona, por gran-
des que sean sus méritos, sigue siendo un
ser humano, sujeto a las mismas limitacio-
nes que los demás. Tal era la forma de pen-
sar de Feynman que el mismísimo Niels
Bohr gustaba de discutir con él sobre cues-
tiones teóricas, convencido de que sería el
único que no se andaría con miramientos a
la hora de sacar pegas a sus teorías.
Obviamente, tales miramientos no los
tuvo tampoco consigo mismo. Le gustaba
mezclarse con la gente, hospedarse en ho-
teles de poca categoría, que era donde me-
jor entraba en contacto con la gente nor-
mal, tomar copas en tugurios... En las
varias veces que visitó Japón invitado a
congresos y conferencias, pidió siempre
alojarse en hoteles japoneses, propios de
japoneses, y no en los de estilo occidental.
Si estaba en Japón, quería comer comida
japonesa sentado en el suelo, y visitar en
cuanto tenía una tarde libre algún templo
budista. Sin duda, la concesión del premio
Nobel fue uno de los peores tragos que le
hicieron pasar. Cuando le dieron la noticia,
lo hicieron por teléfono y de madrugada.
Agradeció la llamada y colgó el teléfono. Su
mujer, Gweneth, le preguntó quién había
llamado a esas horas. “Nada
contestó él
,
que me han dado el premio Nobel”, y se dio
media vuelta. Gweneth, por supuesto, pen-
só que le estaba tomando el pelo, como de
costubre.
La otra actitud que el joven Richard
aprendió de su padre fue la de buscar
siempre la esencia de las cosas, y no que-
darse en el escaparate. Saber zoología no
consiste en conocer los nombres de todos
los animales, como saber geografía no es
conocer por su nombre decenas de países y
ciudades. Lo importante es comprender los
ciclos vitales, el comportamiento de los ani-
males, lo que nos pueden enseñar. Lo im-
portante es conocer las gentes, las cultu-
ras, mezclarse con ellas e intentar entender
su forma de pensar y de vivir, y aprender a
respetarlas.
Richard Feynman aprendió a experi-
mentar todo por sí mismo, y a jugar con lo
que aprendía. Se dedicaba a investigar el
comportamiento de las hormigas, y lo hacía
dejando rastros de azúcar por su habita-
ción para comprobar los caminos que se-
guían los inocentes insectos en la búsque-
da del alimento. Se dedicaba a subir y bajar
repetidamente las escaleras para acelerar
el ritmo cardiaco y comprobar si dicho rit-
mo influía en la percepción del tiempo.
Quienes convivieron con él a lo largo de su
vida se iban acostumbrando a sus extrava-
gancias, que no eran sino su forma de ave-
riguar cómo y por qué ocurren las cosas.
Estudió biología, experimentó con la en-
tonces incipiente genética, trabajó en un
laboratorio de química... No es que supiera
de todo, es que se entusiasmaba con la sola
idea de que había algo que no conocía y que
podía aprender. Y jugaba. Jugaba con todo
lo que aprendía. Sus grandes logros en físi-
ca los consiguió por su costumbre de jugar
con las mátemáticas y buscar nuevos mé-
todos para resolver de forma más sencilla
problemas tradicionalmente complicados, y
por su empeño en ver las cosas de la forma
más sencilla posible, aunque nadie lo hu-
biera visto antes de esa manera.
Su reformulación de la electrodinámica
cuántica (QED), de la interacción entre la
materia y las ondas electromagnéticas, y
sus famosos diagramas son en definitiva el
fruto de esta actitud. Feynman fue capaz
de entender mejor que nadie el problema
que existía en la formulación de la QED,
jugó con sus matemáticas para resolver
unas ecuaciones imposibles hasta enton-
ces, e interpretó los resultados. Esa inter-
pretación la plasmó gráficamente en sus
diagramas, y le gustó. Podía seguir jugando
con ellos. Ahora, la interacción entre dos
partículas cargadas ya no es debida a un
mágico campo invisible que llena el espa-
cio. Se limita al intercambio de fotones vir-
tuales entre ambas partículas, fotones que
tienen su expresión matemática en las fór-
mulas y que simplifican enormemente su
resolución. Fue un nuevo triunfo de la sim-
plicidad
relativa, claro
.
26
(Primavera 1999)
el escéptico
Feynman fue un niño travieso toda su
vida, y, cuando relatan sus recuerdos
quienes le conocieron de cerca y
compartieron experiencias con él, sus
logros científicos quedan siempre en
segundo plano
background image
Además, de acuerdo con las nuevas ex-
presiones matemáticas y los diagramas,
una partícula moviéndose hacia adelante
en el tiempo tenía la misma expresión
era
matemáticamente equivalente
a su anti-
partícula moviéndose hacia atrás en el
tiempo. Y eso también era precioso para
Feynman porque, al margen de la posibili-
dad de moverse o no hacia atrás en el tiem-
po, suponía una nueva simetría, y las sime-
trías siempre son hermosas. Claro que si
esta posibilidad de viajar en el tiempo fuera
cierta, al final podría resultar, como co-
menta John Gribbin, que todo el universo
fueran unas pocas particulas elementales
moviéndose incesantemente hacia adelante
y hacia atrás en el tiempo. Podría resultar
que, en realidad, sólo existiese un electrón
en el universo.
El profesor chiflado
Aunque la paradoja del electrón evidente-
mente no es cierta
¿o sí?
, lo que sí es
cierto es que la mente de Richard Feynman
era sencillamente genial, con esa geniali-
dad que normalmente sólo tienen los niños,
y que luego, con los años, se nos va atro-
fiando al resto de los mortales. Al igual que
los niños, Feynman no se callaba si no
entendía algo
¿y por
qué? ¿y por qué?...
y
huía de las teorías abs-
tractas. Más de una vez
confesó que, cuando
alguien le proponía que
analizase alguna teoría
más o menos complicada,
él siempre pedía un ejem-
plo concreto de algún sis-
tema que se ajustase a
esa teoría y, mientras le
explicaban los entresijos
de la misma, iba repre-
sentándose mentalmente
el comportamiento de su
ejemplo para ver si era
razonable o no lo que le
contaban.
Por eso, entre otras ra-
zones, amaba la ense-
ñanza. Estaba convencido
de que los alumnos eran
capaces de preguntar y
proponer cuestiones que a
un investigador expe-
rimentado no se le ocurrirían nunca.
Defendía que muchas de las líneas de in-
vestigación llevadas a cabo en los laborato-
rios tenían su origen en las aulas.
Consideraba, también, que la enseñanza
era un buen agarradero cuando las musas
de la ciencia se mostraban remisas. Si un
investigador a tiempo completo no tiene
ideas durante una temporada, puede sen-
tirse frustrado. Si está dando clases, siem-
pre le queda el recurso de decir: “Al menos,
estoy haciendo algo. Al menos, transmito
mis conocimientos”. Eso le ocurrió al mis-
mo Feynman poco después de su llegada a
la Universidad de Cornell. Durante unos
meses, la enseñanza fue su refugio ante la
escasez de ideas y de motivación investiga-
dora, hasta que un día se descubrió a sí
mismo intentando analizar el bamboleo de
una bandeja lanzada por el camarero de la
cafetería de Cornell, mientras tomaba un
café. Volvía a jugar con la física, ¡estaba
salvado!
Sin duda. fue un gran profesor y un
gran orador, ofreciendo un gran legado con
los textos de muchas de sus charlas. Pero
su huella en el mundo educativo no se limi-
tó a sus clases de física, o al menos no a la
física de sus clases. Le gustaba que los
alumnos disfrutasen de los conocimientos,
gozasen con ellos tanto como gozaba él, y
no que se limitasen a memorizarlos. Quería
que sus alumnos aprendiesen a buscar por
sí mismos los encantos del saber, que expe-
rimentasen por su cuenta, que las clases
fueran básicamente un estímulo que picase
la curiosidad de los estudiantes.
Durante un par de años, participó en
una comisión de selección de libros de tex-
to para los colegios. Intervino activamente
en el análisis de los textos, y en sacar de
ellos cuantos errores contuvieran, tanto de
contenido como de metodología. Tenía cla-
ro, si no cual era el libro perfecto, sí al me-
nos cómo no debía ser un texto destinado a
la enseñanza de los ado-
lescentes. Al final, acabó
renunciando de dicha
comisión, casi desespera-
do por la poca importan-
cia que se daba a una
buena evaluación de los
textos, que en ocasiones
llegaban a elegirse sólo
por su cubierta.
A lo largo de sus años
como profesor en Caltech,
y a modo de descanso sa-
bático, impartió un par de
cursos de física como pro-
fesor invitado en Río de
Janeiro. Durante aquellos
meses, conoció la forma
de ser de los brasileños,
su forma de entender la
vida, su universidad y la
samba. De todos estos co-
nocimientos, participó y
disfrutó sobradamente.
En Brasil, encontró un
sistema educativo viciado,
en el que una sociedad con verdaderas
ganas de progresar había creído que ense-
ñar ciencia era transmitir a los estudiantes
cuantos más conceptos mejor. El sistema
se limitaba a hacer que los conocimientos
se memorizasen, pero no hacía especial
énfasis en la experimentación ni en su apli-
cación práctica. Los estudiantes de cursos
superiores eran capaces de transmitir, casi
textualmente, la definición de cualquier
fenómeno físico, pero eran incapaces de ver
lo que tenían delante de sus narices, de
entenderlo, de saborearlo. Su paso por
Brasil supuso, sin duda, una referencia
importante para el mundo académico bra-
el escéptico (Primavera 1999) 27
Feynman, en la película ‘El cacique
de Bali Hai’.
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sileño, más aún que para las escuelas de
samba con las que pasaba los ratos libres.
Les enseñó que lo importante no es ense-
ñar ciencia porque los países avanzados lo
hagan, sino porque el conocimiento cientí-
fico es importante para la sociedad, y que lo
esencial no es saber, sino comprender.
Quince días antes de fallecer, seguía
dando conferencias en Caltech.
Feynman enamorado
Si hubo algo en la vida de Dick Feynman
que no fue capaz de entender, fue la
enfermedad y muerte de su primera espo-
sa, Arlene. A pesar de sus esfuerzos por
racionalizar la naturaleza, los misterios de
la vida y la muerte estaban fuera del alcan-
ce de la ciencia. Con Arlene, protagonizó
una de las historias de amor más intensas
que se puedan contar, y que acabó llevan-
do a la pantalla Mathew Broderick en su
película Infinity.
Habiéndose conocido cuando contaban
dieciséis años, su historia duró poco más
de diez. Inteligente y sensible, Arlene fue
una mujer que marcó profundamente la
vida de Dick. Sensible, amante del arte y la
música, le enseñó el valor de la sensibili-
dad, la importancia de la honestidad, y la
satisfacción de ser uno mismo. A ella debe
la frase, repetida hasta la saciedad, “qué
importa lo que piensen los demás”, que da-
ría título a uno de los libros autobiográficos
de Richard Feynman transcritos por Ralph
Leighton. A los pocos años de conocerse,
ella cayó enferma de tuberculosis, en una
época en la que esta enfermedad era incu-
rable. Pero ni la enfermedad ni la oposición
inicial de ambas familias fueron capaces de
intimidar a Feynman, a pesar de tratarse
de una patología contagiosa. Ambos apren-
dieron a convivir con ella, sabían lo que po-
dían y lo que no podían hacer, y, sobre to-
do, no estaban dispuestos a renunciar el
uno al otro.
Cuando Richard fue destinado al labora-
torio de Los Alamos para trabajar en el pro-
yecto Manhatan, buscó un hospital cercano
a la base y fue inmediatamente en busca de
Arlene. Se casaron por el camino, y Richard
viajaba semanalmente desde Los Alamos
hasta el hospital de Alburquerque. Durante
su estancia allí, la esperanza la tenían per-
dida, pero no la ilusión. La vida de ambos
fue todo lo normal que puede ser una vida
en un hospital. Aunque, teniendo en cuen-
ta que Arlene no era muy dada a mira-
mientos con la opinión del resto de la gente,
llegó incluso a convencer a Richard para
que, en más de una ocasión, hiciera una
barbacoa delante del centro sanitario,
como si estuvieran realmente en su casa de
campo. Uno de sus juegos favoritos duran-
te esta época consistía en enviarse cartas
codificadas con claves inventadas por uno
de ellos, que el otro debía descifrar. Te-
niendo en cuenta las características del
centro donde trabajaba Richard, es fácil
comprender que los responsables de segu-
ridad de Los Alamos estuvieran un tanto
desesperados con los jueguecitos secretos
de la pareja.
Arlene falleció en 1945, poco antes de
que Feynman terminase su trabajo en Los
Alamos. Él tardó muchos años en superar-
lo, y toda una vida en olvidarla, a pesar de
sus otros dos matrimonios.
Escéptico empedernido
Feynman era fundamentalmente un ena-
morado de la naturaleza. Le gustaba saber
cómo y por qué ocurrían las cosas, y encon-
traba en la esencia de la naturaleza una
belleza y un placer que, según comentaba
repetidas veces, estaba reservado a quienes
hacían el esfuerzo por entender los meca-
nismos de la naturaleza. El científico, decía
a menudo, tiene en esto mucha más suerte
que el artista, el pintor o el poeta. Porque el
científico puede entender el arte, su estéti-
ca, los colores, las metáforas. Un científico,
por el hecho de ser científico, no es capaz
sólo de analizar y desmenuzar las cosas y
formularlas matemáticamente. Un físico
puede disfrutar de la belleza de un cuadro,
de un poema, de una pieza musical o de
estar sencillamente una noche de primave-
ra contemplando el brillo de la luna.
Pero un artista que no conozca mínima-
mente los fundamentos de la física no es
capaz de sentir la belleza de la naturaleza,
de sus simetrías, de sus curiosidades. No
es capaz de sorprenderse a sí mismo pen-
sando por qué unas sustancias son opacas
y otras transparentes, por qué brillan las
estrellas que tanto inspiran a los poetas, o
por qué nos encontramos todos pegados a
este planeta, unos cabeza arriba y otros
cabeza abajo. La comprensión de todas es-
tas cosas es inmensamente bella en sí mis-
ma, mucho más que la clásica metáfora
que interpretaba el mundo como un elefan-
te a lomos de una tortuga navegando en un
mar sin fondo. Contemplar la sutil perfec-
ción del mundo subatómico, cuyo compor-
28
(Primavera 1999)
el escéptico
Feynman bromea durante el banquete de entrega del premio
Nobel.
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tamiento determina el del Universo comple-
to, saber que todo ocurre por algo, y descu-
brir poco a poco ese algo, apreciar las com-
plejísimas y precisas estructuras que sub-
sisten hasta en lo más cotidiano, son goces
reservados, casi sagrados, que sólo puede
apreciar quien se aventura en el mundo de
la ciencia.
En sus conversaciones con Ralph Leigh-
ton recogidas en el libro Qué te importa que
piensen los demás, comenta su experiencia
cuando acudía de niño a la escuela domi-
nical judía y descubrió que las historias,
los milagros que le contaban para explicar-
le la grandeza de Yahvé, no eran sino pará-
bolas. Para una mentalidad como la suya,
suponía un conflicto serio. Si los datos no
eran ciertos, ¿cómo podría confiar en el
resto de la historia? La naturalera es por sí
misma demasiado interesante y atractiva
como para desvirtuarla con semejantes his-
torias. Por eso, comenta también, no sintió
ningún disgusto cuando descubrió que Pa-
pá Noel no era real. Por el contrario, se sin-
tió muy aliviado, ya que la explicación real
era mucho más sencilla de entender a la
hora de explicar por qué tantos niños reci-
bían regalos en tan poco intervalo de tiem-
po. “El cuento se estaba haciendo franca-
mente complicado, se les estaba yendo de
las manos”.
Disfrutando tanto de la naturaleza, y
necesitando comprenderla paso a paso, no
había lugar en su mente para especulacio-
nes gratuitas. La magia es magia, y la cien-
cia es ciencia. El gran logro de los últimos
siglos ha sido precisamente encontrar un
método que per-
mite conocer el
funcionamiento
de las cosas,
que permite dis-
cernir, que per-
mite dudar. Los
hechos tienen
que tener todos
una explicación,
la conozcamos o
no. Y los conoci-
mientos son in-
teresantes por sí mismos, indepen-
dientemente de su utilidad. La ciencia nos
ha permitido eso, y no sólo el avance tec-
nológico de la sociedad. Con la ciencia,
sabemos que hay mucho por descubrir.
Sabemos que hay cosas posibles, que hay
cosas aproximadamente ciertas, y cosas
que no son ciertas. Pero sabemos, sobre
todo, que nada es absolutamente cierto. La
ciencia no es sino un esfuerzo continuo de
sistematización y modelización de nuestra
experiencia.
La gran conquista de la ciencia es que
ahora se nos permite dudar, mientras que
en el dogma no está permitido. Por eso si
algún día un científico dice “ya lo sabemos
todo”, habrá matado a la ciencia.
En ocasiones se ha acusado a los escép-
ticos de afirmar que la ciencia no es demo-
crática, y en cierto sentido no lo es. No lo es
en el sentido de que una ley física no se
puede aprobar por mayoría en un parla-
mento de físicos, ni se pueden plantear re-
cursos a la ley de la gravedad. Pero la cien-
cia sí es democrática en el mismo sentido
que inspiró a los primeros demócratas de
nuestra historia, intentando acabar con la
infalibilidad de
los gobernan-
tes. La demo-
cracia no es el
sistema en el
que el pueblo
tiene razón o en
el que tiene ra-
zón la mayoría,
sino el sistema
que permite du-
dar, que permi-
te equivocarse,
desechar las ideas erróneas, proponer otras
nuevas y echar a andar. Y la ciencia permi-
te precisamente eso.
Lo que para Richard Feynman era real-
mente hermoso sigue siéndolo para noso-
tros. Si escuchamos los sueños que tuvie-
ron algunos de los grandes hombres de
ciencia a lo largo de la historia, vemos que
muchos de ellos se han cumplido, con fre-
cuencia mucho más de lo que soñaron sus
mentores. Pero otros muchos siguen sien-
do, todavía hoy, nuestros propios sueños.
Referencias
Feynman, R.P. [1988]: ¿Qué te importa lo que
piensen los demás? [What do you care what
other people think? Further adventures of a
curious character]. Con la colaboración de R.
Leighton. Alianza Editorial. Madrid 1990.
el escéptico (Primavera 1999) 29
Feynman fue uno de los protagonistas de la campaña ‘Think diffe-
rent’, de Apple, en noviembre de 1998, diez años después de su
muerte.
Feynman quería que sus alumnos
aprendiesen a buscar por sí
mismos los encantos del saber, que
las clases fueran básicamente un
estímulo que picase la curiosidad
de los estudiantes