background image
el escéptico (Primavera 1999)
61
U
n Nobel de Física, falleci-
do hace ya más de un
decenio, explica en Qué
significa todo eso las relaciones
que hay, que debería haber y
que sin duda jamás debió haber,
entre ciencia y religión, y políti-
ca, y creencias irracionales, y
miedos de la sociedad, y... El li-
bro recoge, por primera vez en
una publicación, las tres famo-
sas conferencias que dio Richard
P. Feynman en la Universidad de
Washington
Ciencia y futuro de
la humanidad, Ciencia y valores
humanos y Esta era acientífica
,
tituladas en la edición española
las dos primeras La incertidum-
bre de la ciencia y la incertidum-
bre de los valores, seguramente
de manera bastante acertada.
Que la ciencia se enfrenta a
notables
y notorias
incerti-
dumbres no tiene discusión. “La
duda
dice Feynman
es clara-
mente un valor de las ciencias".
Por eso, el capítulo introducto-
rio, La incertidumbre de la cien-
cia, es el más breve, aunque no
necesariamente el menos enjun-
dioso. Las frases, si no todas sí
al menos muchas de ellas, valen
su peso en oro. Y recuerda, en
otro tono y con otro discurso
más directo y escueto, al siem-
pre recomendable El mundo y
sus demonios, de Carl Sagan.
Lo curioso es que las otras
dos partes del libro, que se rela-
cionan muy directamente con
aspectos menos científicos, al
menos en apariencia, son bas-
tante más extensas. Y, en algu-
nos casos, iconoclastas. Los
valores, la era acientífica que
todo lo invade
Sagan despotri-
caba contra el espíritu de la
Nueva Era, Era de Acuario y de-
más, ¿les suena?
... Feynman
no se pronuncia en exceso; más
bien emite pensamientos de ob-
servador externo, pinceladas no
siempre críticas
o no tan críti-
cas como algunos quizás hubié-
ramos esperado
. En torno al
mundo de las creencias, las reli-
giosas y las otras, la fascinación
por los ovnis, la astrología, las
pseudociencias psi, las bobadas
del mundo de la publicidad. En
suma, “todo eso...”; el título del
libro se explica, y suena incluso
algo despectivo. Aunque el físico
no deja traslucir desprecio algu-
no, al menos no de manera pa-
tente. Y señala, con humildad
real, la deshonestidad del mun-
do en que vivimos; la de los polí-
ticos, la de la gente en general.
Y, por supuesto, la de los cientí-
ficos: “Nadie es honesto. Los
científicos no son honestos. Y la
gente cree que normalmente lo
son, lo que empeora las cosas”. Y
aclara inmediatamente que la
honestidad abyecta que él recla-
ma no es sólo que se diga lo que
es verdad, sino que se ponga en
claro toda la situación, absoluta-
mente toda la información que
necesite otro individuo inteligen-
te para, por ejemplo, tomar deci-
siones.
Un ejemplo, que haría tem-
plar de horror a los ecologistas
más fundamentalistas
y los hay
en cantidad notable
es el de las
pruebas nucleares con fines bé-
licos (ni siquiera se trata de la
energía nuclear con fines pacífi-
cos, por ejemplo energéticos o
médicos). Un científico honesto,
cualquier científico en realidad,
estaría en contra de ellas por
muchas razones: son peligrosas,
antes, durante y después. Ade-
más producen radiactividad en
el ambiente. Y propician la posi-
bilidad de una guerra nuclear
aniquiladora de buena parte de
la biosfera. “Pero
dice Feyn-
man
yo mismo no sé si estoy a
favor o en contra. Hay razones
en contra, muchas. Pero que va-
ya a ser más probable una gue-
rra debido a que se haga esas
pruebas, yo no lo sé. Que la pre-
paración vaya a detener esa gue-
rra, o la falta de preparación, yo
no lo sé. Así que yo no estoy tra-
tando de decir que estoy a favor
o en contra; no lo sé. Y por eso
puedo ser abyectamente honesto
sobre esa cuestión”.
Inmediatamente, aborda el
tema de la radiactividad. Si si-
guen las pruebas, en el futuro
habrá cada vez más radiactivi-
dad, aunque no haya guerra nu-
clear. Pero esa radiactividad am-
biental sería siempre casi infini-
tamente menor que la de la gue-
rra. ¿Hasta qué punto es infini-
tesimal esa cantidad? Si aumen-
ta, y es mala en sí, el científico
tiene el derecho y la obligación
de señalar esa circunstancia. Pe-
ro también es cierto que hay una
cuestión cuantitativa, no sólo
cualitativa. ¿Cuánto de malo es
ese aumento? Supongamos que
ese incremento acabe matando a
equis millones de personas en
los próximos dos siglos. Pero si
uno se tira bajo las ruedas de un
coche, también mataría a millo-
nes de personas en los próximos
dos siglos: los hijos, y los hijos
de los hijos, y los hijos de los
hijos de los hijos, etcétera, que
ya nunca tendrá el suicida. Y
añade Feynman: “¿Cuánto es el
incremento de la radiactividad
de fondo comparado con las
fluctuaciones normales de la
desde el sillón
Qué significa todo eso
Feynman, Richard P. [1998]: Qué
significa todo eso. Reflexiones de
un científico-ciudadano. [The
meaning of it all]. Trad. de Javier
García Sanz. Editorial Crítica
(Col. “Drakontos”). Barcelona
1999. 149 páginas.
background image
A
lgunos periodistas se pi-
rran por un titular que
genere expectación, aun-
que sólo sea para encabezar la
noticia del nuevo hijo de la prin-
cesa y su reciente guardaespal-
das. Y no digamos cuando lo que
viene a continuación es la confu-
sa crónica del descubrimiento
del vigesimosegundo gen apa-
rentemente responsable de la
inapetencia sexual o el de las
tendencias lesbianas. Se ha ge-
nerado así la que se puede deno-
minar como cultura de titulares
periodísticos, que poco tiene que
envidiar de la llamada pseudo-
cultura del Reader's Digest. Tal
vez por ello, el conocido periodis-
ta científico John Horgan haya
elegido un título provocativo, El
fin de la ciencia, y un subtítulo
aún más, Los límites del conoci-
miento en el declive de la era
científica, para su recopilación
de fragmentos de entrevistas a
científicos y filósofos de la cien-
cia, varias de las cuales se publi-
caron en su día en la prestigiosa
revista Scientific American, de
cuya redacción es miembro. Co-
mo leitmotiv de estos fragmen-
tos, el inminente final de la cien-
cia. ¿Pero qué entiende el entre-
vistador por final de la ciencia?
Para Horgan, la gran ciencia,
la de los descubrimientos
¿ o
sería mejor decir las formulacio-
nes?
de las leyes básicas de los
fenómenos naturales, es una
empresa acabada, consumada o
muy próxima a serlo. La ciencia
que practicaron Newton, Max-
well y Darwin; o Einstein, Hei-
senberg y Dirac, o Crick y Wat-
62
(Primavera 1999)
el escéptico
La ciencia ha muerto: ¡viva la ciencia!
cantidad de radiactividad según
un lugar u otro?”. Y explica que
una casa de piedra es más ra-
diactiva que una de madera, una
ciudad a gran altitud es más ra-
diactiva que una al borde del
mar... Vivir a 2.000 metros de al-
titud, en lugar de en la costa, su-
pone un incremento de radiacio-
nes cien veces mayor que la ex-
tra producida por los ensayos de
las bombas atómicas. Con todo,
es tan pequeña la cantidad de
radiación que se recibe en las
montañas que no vale la pena
preocuparse; pero, entonces,
¿aún menos por la radiactividad
de las bombas atómicas? Dice el
físico: “El efecto de las pruebas
atómicas, creo yo, es menor que
la diferencia entre estar a poca o
a mucha altitud. No estoy abso-
lutamente seguro. Sólo pido que
se planteen si debieran tener
mucho cuidado al entrar en un
edificio de ladrillo en lugar de
madera, tanto cuidado como
cuando tratan de detener los en-
sayos nucleares por su añadido
de radiactividad”.
Semejantes reflexiones, apli-
cadas al mundo de lo cotidiano,
de lo establecido como verdad
inexpugnable
en este caso, de
las ciencias ambientales, pero
hay muchos otros ejemplos de
las ciencias del espacio y otras
,
hacen pensar, y seguramente
eso es lo que quiere el autor que
pensemos, que la idolatría y los
dogmas no son sólo cosa de las
religiones o las pseudociencias.
En realidad, son cosa de huma-
nos; científicos, o no.
Termina el libro con una re-
flexión, cuando menos sorpren-
dente, acerca de la encíclica pa-
pal Pacem in Terris, de Juan
XXIII. Afirma Feynman que se
trata de “...uno de los aconteci-
mientos más notables de nues-
tra época y un gran paso para el
futuro: no puedo encontrar me-
jor expresión de mis creencias
sobre moralidad, deberes y res-
ponsabilidades de la humani-
dad...”. Luego añade, con caute-
la
conviene recordar que esta-
mos en Estados Unidos, ¡y en
1963!
, que no está de acuerdo
con parte de la maquinaria que
apoya algunas de las ideas, “que
broten de Dios personalmente
no lo creo”. Pero, sin querer ridi-
culizar ni discutir eso
¿por qué
no?, podríamos preguntarnos
ahora, a finales del siglo veinte
,
Feynman afirma que esa encícli-
ca “podría ser el comienzo de un
nuevo futuro donde quizá nos ol-
videmos de las teorías de por qué
creemos cuando en definitiva, y
por lo que respecta a la acción,
creemos lo mismo”.
Discutible, ¿no? O quizá no
tanto. Al margen de la idea de
trascendencia, de espíritus o al-
mas que vagan por el Más Allá
cuando nos morimos, de dioses
infinitamente todo que pueblan
los cielos más allá del Big Bang y
los confines del Universo..., lo
cierto es que los conceptos de
honestidad abyecta que recla-
maba Feynman hace más de un
tercio de siglo podrían ser com-
partidos
más bien deberían ser
compartidos- por todos los hom-
bres de buena voluntad. Creyen-
tes o no en esa vida después de
la vida con la que tantos han he-
cho, y siguien haciendo, su
agosto.
Pero subyace el engaño de los
que intentan demostrar que eso,
el todo eso de Feynman, es de-
mostrable científicamente. Claro
que tales engañabobos no son
honestos, sea cual sea el sig-
nificado que le demos al adjetivo;
lástima que todavía queden tan-
tos bobos por engañar... Leer li-
bros como éste, y como muchos
otros, puede contribuir a que ese
lamentable censo vaya disminu-
yendo. Aunque sólo fuera por
eso, merece la pena leer a Feyn-
man.
Y, además, todo hay que de-
cirlo, el libro está bien editado,
con letra grande y clara; y se lee
de corrido, porque no es muy
denso ni muy largo.
MANUEL TOHARIA
Director del Museo de la Ciencia de
Madrid de la Fundación La Caixa.
desde el sillón
La idolatría y los
dogmas no son sólo
cosa de las religiones
o las pseudociencias.
En realidad, son cosa
de humanos;
científicos, o no