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E
JAVIER ARMENTIA
el escéptico (Junio 1998)
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l salón de actos del instituto de en-
señanza secundaria está realmente
abarrotado: son los alumnos que
cursan 3º de Bachillerato, que asis-
ten a una clase de Filosofía un tanto espe-
cial. Por varias razones. Para empezar por-
que el ponente
el que suscribe
no es filó-
sofo ni nada que se le parezca, y también
porque estamos allí reunidos para hablar
de ciencia y pseudociencia.
Para ellos, para algunos de ellos, este en-
cuentro va a suponer quizá la primera y
única ocasión en que van a escuchar que
la ciencia, los científicos, no siempre está
en una torre de marfil, sumergida en sus
papeles llenos de signos incomprensibles,
ajena al mundo que le rodea. Que, a veces,
a los científicos les encanta contar lo que
hacen, lo que saben y lo que ignoran. Que
también, como todos, ven la tele, leen la
prensa o escuchan la radio. Y, evidentemen-
te, que también tienen que soportar a la
corte de los milagros que día a día puebla
los medios de comunicación. Esos que unas
veces dicen haber sido secuestrados por
extraterrestres, y otras afirman ser capa-
ces de ver el futuro en los sitios más insos-
pechados o poseer la panacea que solucio-
na todas las enfermedades, las del cuerpo
y las del alma. No sigo: cualquier enumera-
ción sería demasiado larga, porque la fe-
nomenología del disparate pseudocientífico
es extensa, y se quedaría también corta,
porque parece inacabable la capacidad hu-
mana para seguir inventando estupideces.
Los alumnos no saben que la ciencia tie-
ne mucho que decir sobre estos temas, que
un método de conocimiento como el cientí-
fico es la única herramienta válida que nos
puede arrojar alguna luz sobre esa temáti-
ca que algunos prefieren mantener como
coto donde ejercer su negocio
próspero, eso
con escasa ética. Posiblemente, y la cul-
pa también es de todos los que nos hemos
dedicado a la enseñanza, nunca se les ha
explicado lo que pretende la ciencia. Dema-
siado preocupados con rellenar de conteni-
dos los currículos, ocupamos demasiado
tiempo en transmitir los conceptos y muy
poco en cultivar las actitudes.
A lo largo de la charla, les intento contar
cómo la ciencia intenta obtener conocimien-
tos objetivos del mundo. Cómo en esa bús-
queda nos hemos autoimpuesto una serie de normas que
nos permita llegar a nuestro fin, o al menos avanzar... Los
asistentes no son tontos, y saben que ese método de inda-
gación da buenos resultados. Saben también que no es
ajeno a las mismas debilidades y fortalezas de las perso-
nas que lo usan, a los intereses y a las pasiones, a las
preconcepciones y a los corporativismos. Lo saben; pero
quizá todavía nadie se lo había hecho notar.
Como era de esperar, cuando entramos con las pseu-
dociencia, el público se va animando... Ahora parece que
entramos en acción, en esos lugares donde, están casi
todos convencidos, la ciencia no puede adentrarse o ha de
reconocer su ignorancia. Porque ellos mismos han expe-
rimentado la extraña sensación de vivir dos sucesos cuya
conexión parece mágica. Alguien me cuenta cómo soñó
que su abuela le saludaba y se despedía, para saber al día
siguiente que esa mujer, que vivía en otro país, había muer-
to. Y esa joven que confiesa estar apasionada con la ouija,
en la que ella y sus amigos han encontrado respuestas
que sólo un espíritu podía conocer. Con ellos, voy anali-
zando esos sucesos y otros, desde los horóscopos hasta
las invasiones extraterrestres. ¿Qué nos va quedando? Muy
poco, muy poco fiable. Entre los mismos chavales, surgen
voces discordantes, posturas críticas, adhesiones firmes
a lo que han leído, oído o visto.
Evidentemente, dos horas no dan para hablar de todo,
y tampoco creo que, aunque pudiera, les habría convenci-
do de lo sana que es una visión escéptica. Como mucho,
espero, han tenido la oportunidad de oír una opinión ra-
cional sobre esos fenómenos. Supongo que algunos segui-
rán leyendo el horóscopo, echándose las cartas, jugando
a la ouija o contemplando a esa corte de los milagros que
desde los medios de comunicación vende lo paranormal
con cierta benevolencia. Algún otro, ojalá, podrá tener aho-
ra un argumento diferente a los que, a modo de pensa-
miento único, se encuentran normalmente.
Cuando estoy recogiendo los papeles, se me acerca un
chaval, más alto que yo
como casi todos
, y me dice, casi
susurrando, que en su familia tienen un enfermo terminal,
de cáncer, que están probando todo, que han encontrado
un sanador que les asegura que puede salvarlo porque
todo es una cuestión de energías que emanan de nuestro
cerebro. ¿Qué debe hacer? Yo, que no soy ni filósofo, ni
médico, ni confesor, dudo antes de encontrar palabras que
puedan acaso aliviarle. Y comprendo que es esa desespe-
ración humana ante lo inevitable o lo incontrolado la que
nos permite caer una y mil veces en las manos de aprove-
chados.
Veo alejarse al joven. Quizás intente convencer a su
madre de que no deje el tratamiento paliativo, de que no
gaste el dinero que les queda en vanas esperanzas. Pero
esta caída sin red de la teoría a la práctica, qué le vamos a
hacer, me ha dejado un sabor un tanto agridulce.
cuaderno de bitácora
Teoría y práctica