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Crítica metodológica a la homeopatía

Enfermedad: concepto y diagnóstico homeopático

Para los homeópatas la enfermedad y los síntomas constituyen una misma entidad. Este es el punto de partida básico para el tratamiento homeopático -sin él la ley de la analogía se vendría abajo- y es la consecuencia lógica de la existencia de la fuerza vital con la que se eliminan de un plumazo los mecanismos causantes de la enfermedad. Es más; para Hahnemann intentar conocer cómo la fuerza vital provoca una enfermedad es una empresa inútil.

Ahora bien, esta postura no puede achacarse al desconocimiento: en tiempos de Hahnemann ya se había establecido la distinción entre síntomas y enfermedad: “Hahnemann es en todo superficial... ¿Qué relación puede haber entre una peritonitis general sobreaguda y cierto grupo de accidentes histéricos, que bajo el punto de vista de los síntomas, considerados en sí mismos y como fenómenos particulares, hecha abstracción de su elemento general, simula bastante bien aquella grave enfermedad? ¿Qué relación hay entre las úlceras mercuriales y las sifilíticas, entre la angina y erupción escarlatinosas y la sequedad faríngea, y las eflorescencias de la piel que en ocasiones produce la belladona...?” (A. Trousseau y H. Pidoux, 1863) ¿Qué hacer en enfermedades que presentan diferentes síntomas?

El diagnóstico homeopático se basa en la ley de la Individualización. Los homeópatas hacen suyo el viejo aforismo de ‘no hay enfermedades sino enfermos’. Pero lo que quieren decir es que los síntomas de una enfermedad son propios de cada persona. No existen cuadros específicos y universales de una enfermedad, sino que los síntomas son únicos en cada enfermo, y por tanto la aplicación del tratamiento es único e intransferible. Esta individualización extrema tiene varias consecuencias: la primera es que los síntomas comunes a muchas enfermedades carecen de importancia: “los síntomas generales y vagos, como la falta de apetito, el dolor de cabeza, la languidez, el sueño agitado, el malestar general,... merecen poca atención porque casi todas las enfermedades y medicamentos producen algo análogo” (Organon, nº 153). Así, a un infarto de miocardio que provoque dolor de estómago y sudoración, o a una tuberculosis con fiebre y anorexia no hay que hacerles ni caso. Para realizar un diagnóstico correcto homeopáticamente hay que realizar una lista exhaustiva de la sintomatología pero, debido a la ley de la Individualización, fijándose en aquellos que sean los más sorprendentes, originales, inusitados y personales: en la homeopatía hay que considerar muy especialmente cosas tales como el gusto por la música sacra o el comer cebollas. La segunda consecuencia es que no se puede desarrollar un estudio científico de la enfermedad, no es posible la patología. Si el tratamiento de la enfermedad es exclusivo para cada enfermo no se puede ni clasificar las enfermedades, ni administrar medicamentos universales, ni realizar ensayos clínicos. Entonces, ¿por qué funciona la farmacopea? Es en este punto donde la homeopatía es contradictoria consigo misma. Si el tratamiento es específico para el enfermo, ¿cómo es que hay laboratorios que producen masivos tratamientos homeopáticos? ¿Cómo pueden realizarse experimentos clínicos si, en virtud de la ley de la individualización, es imposible obtener grupos homogéneos de enfermos?

A pesar de ser inconsistentes con sus postulados, los homeópatas dividen las enfermedades en dos grupos: agudas y crónicas. Las enfermedades agudas son ocasionadas “por operaciones rápidas de la fuerza vital salida de su ritmo normal, que terminan en un tiempo más o menos largo” (Organon, nº 72) y las crónicas son “poco marcadas, y aun muchas veces imperceptibles en su principio, se apoderan del organismo cada una a su modo, lo desarmonizan dinámicamente, y poco a poco lo alejan de tal modo del estado de salud, que la automática energía vital destinada al mantenimiento de éste, que se llama fuerza vital, no puede oponerse a ellas sin una resistencia incompleta, mal dirigida e inútil, y que no pudiendo extinguirlas por sí misma, tiene que dejarlas aumentar hasta que por fin ocasionan la destrucción del organismo” (Organon, nº 72) Y añade que estas enfermedades “deben su origen a un miasma crónico”. Dentro de las enfermedades crónicas están las artificiales, ocasionadas por la medicinal tradicional, y las naturales que son tres: la lúes (sífilis), la sicosis (gonococia) y la psora (sarna). Esta última es la única causa de la debilidad nerviosa, el histerismo, la hipocondría, la manía, la melancolía, la demencia, el furor, la epilepsia, los espasmos, el raquitismo, la escoliosis, la cifosis, la caries, el cáncer, el fungus hematodes... En suma, la mayoría de las enfermedades tienen su origen en este tipo de proceso infeccioso. “Me han sido necesarios doce años de investigaciones para encontrar el origen de este increíble número de afecciones crónicas, para descubrir esta gran verdad desconocida de todos mis predecesores y contemporáneos...” (Organon, nº 80, nota 1). Aún hay más. James Tyler Kent, uno de los homeópatas más influyentes a finales del siglo pasado y que estableció la llamada homeopatía clásica -la más extendida en Gran Bretaña hoy- identificó la psora con el pecado original. Es la evidente culminación a un planteamiento moral del origen de la enfermedad -no es casualidad que sean tres enfermedades venéreas el fundamento último de las enfermedades crónicas-.

El meollo del problema es que los homeópatas no pueden eliminar estos conceptos tan ridículos y falsos; deben conservarlos pues son la base de la ley de la Similitud y la de los Infinitésimos. Por eso modifican los conceptos de forma ad hoc: los miasmas dejan de ser efluvios nocivos procedentes de la tierra o el aire para convertirse en una alteración dinámica o cualquier predisposición constitucional a la enfermedad. De esta forma salvan el problema y de paso evitan que sea irrefutable por lo vago y general del término. Así, con la psora se puede “referir actualmente tanto a la inmunodepresión como a enfermedades autoinmunes y a la alergia” (T. Pascual, T. Ballester y R. Ancarola).

La ley de similitudes

Durante siglos, las doctrinas terapéuticas se basaron en las obras de Hipócrates y Galeno, que establecieron sus conceptos en función de los conocimientos de la época. Una de las ideas más aceptadas en el saber antiguo era la “teoría de los cuatro elementos”, atribuida a Empédocles de Agrigento. Así, la materia (tierra, agua, aire, fuego) tenía cuatro cualidades primigenias (húmedo, seco, caliente, frío) que se relacionaban entre sí por los principios de Amistad y Discordia. Los cuatro elementos tenían en el ser vivo su representación en los humores (sangre, flema, bilis negra y bilis amarilla). La medicina de la época utilizaba los principios de amistad y discordia, así como el estudio de los humores para establecer sus doctrinas terapéuticas, denominadas ía” (contraria contrariis curantur) y “simpatía” (similia similibus curantur).

Tanto Hipócrates como Galeno señalan que, por norma general, el sistema más idóneo es el de los contrarios. Así, por ejemplo, Galeno dice: “esfuérzate por oponer siempre remedios contrarios al mal”, y hablando del estómago explica: “si está demasiado caliente es necesario enfriarlo; si frío, será necesario calentarlo. Igualmente, si está seco hay que humedecerlo, y si excesivamente húmedo, secarlo”. No quiere decir esto que rechazaran la otra doctrina. Por ejemplo, en el uso de purgantes la aconsejaban debido a que, según Galeno “se ha demostrado que cada remedio atrae a su propio humor”.

Realmente, la ley de similitud planteada por Hahnemann no dista mucho de la ley de las “signaturas” planteada en su día por Paracelso, quien aplicaba remedios obtenidos a partir de elementos que tenían semejanza física con el órgano afectado o con la afección. En el caso de Hahnemann, la semejanza de forma pasa a ser una semejanza de síntomas, pero carece de cualquier otra justificación.

Además, existe otro problema en el planteamiento que hizo Hahnemann para elaborar su teoría. En el siglo XIX la fiebre no era, tal como hoy se sabe, un síntoma común a muchas afecciones distintas, y directamente conectado con el sistema inmunológico. Para Hahnemann y sus coetáneos la fiebre estaba caracterizada como una única enfermedad, de la que la elevación de temperatura corporal era su síntoma directo. Cuando, al administrarse dosis de quinina, Hahnemann experimentó un aumento de su temperatura corporal, interpretó que estaba padeciendo los síntomas propios de la fiebre, como enfermedad; no que dicho síntoma, asociado a otros muchos, puede ser indicativo de múltiples y muy distintas enfermedades.

Durante el siglo XIX, los avances científicos en química o fisiología fueron demostrando cómo funcionan las interacciones en la naturaleza. Como consecuencia de ello, la medicina optó por una doctrina que recogía con mucha más lógica los nuevos conocimientos: “diversa diversis curantur”, es decir, los efectos no tienen nada que ver con la similitud o disimilitud entre fármaco y enfermedad. La investigación médica en el siglo XIX adopta una actitud claramente científica, y se orienta al estudio de la etiología de las enfermedades (sus causas determinantes), el estudio de los fármacos, la búsqueda de principios activos y la posibilidad de sintetizarlos, la farmacodinamia (parte de la farmacología que estudia los efectos bioquímicos y fisiológicos de los fármacos sobre el organismo, así como sus mecanismos de acción, principalmente sus reacciones con los receptores) o la toxicología (efectos directos o secundarios no deseados de los principios activos en función de las dosis).

Tal como recoge Luis Angulo (El agua bendita de la homeopatía, LAR n. 15), a la luz de la farmacología moderna surgen una serie de objeciones claras y concretas a la homeopatía.

1.- La ley de similitud rescata los viejos conceptos de Amistad y Discordia que ya no tienen sentido en la química moderna. La modificación que hace Hahnemann no es más que una burda actualización sin base alguna.

2.- La ley de similitud hace que el médico homeópata vea la enfermedad como un simple cuadro sintomatológico y no atiende a la naturaleza etiológica de la misma, debido a la falta de recursos científicos de la ley.

3.- No existe una farmacodinamia homeopática que explique cómo actúa la ley de similitud, no se explica de qué forma actúan, ni cómo lo hacen, ni cómo son eliminados por el organismo los medicamentos homeopáticos.

4.- La homeopatía no explica cuales son las formas farmacéuticas indicadas para cada caso, ni explica por qué. Además no existen estudios sobre las vías de administración recomendables.

5.- Todas las investigaciones sobre la ley de similitud se limitan a señalar estadísticamente los efectos positivos de los fármacos y no su modo de acción. Estos efectos están en el umbral de percepción del investigador.

6.- La ley de similitud es más certera en las enfermedades de tipo psicosomático y es ineficaz en trastornos de carácter muy concreto, traumatismos, infecciones...

7.- La homeopatía tiene una visión muy parcial de la terapéutica, olvidándose de las acciones profilácticas, paliativas, consecutivas, fortificantes, etc...

En resumen, la ley de similitud no deja de ser una hipótesis no demostrada por ninguna investigación fiable, que no es explicada a la luz de la ciencia, y contra la que se pueden presentar muy sólidos argumentos.

El experimento crucial para el desarrollo de la homeopatía fue el de la quinina. En él, Hahnemann y todos los homeópatas que le siguen caen en la falacia lógica de ‘post hoc ergo propter hoc’ . Hay dos hechos bien observados, la curación de la malaria por la quinina y la aparición de síntomas similares a la malaria si se toman grandes dosis de quinina. El error aparece cuando se infiere que entre ambos existe conexión causal cuando sólo hay coincidencia relacional entre dos hechos independientes. Fijémonos en lo absurdo del planteamiento homeopático. Como la penicilina produce una reacción alérgica, entonces cura la urticaria. Como puede curar una neumonía, también puede provocarla. Como cura la gonorrea, la debería causar a los sanos. Como la estreptomicina puede curar la tuberculosis pulmonar, puede hacer enfermar de tuberculosis a los sanos. De igual forma, los antihipertensivos deben ser igualmente capaces de producir un aumento de la tensión arterial. Es más, como el monóxido de carbono provoca la asfixia a un hombre sano, ¿por qué no curar la disnea dándoselo a respirar? Al diabético se le curaría dándole glucosa y al hipertenso, sal. O curar una hemorragia digestiva produciendo erosiones en zonas gástricas indemnes.

Que haya médicos convencidos de la validez de la ley de la similitud es preocupante. No sólo no son capaces de descubrir una falacia lógica sino que, además, confunden la enfermedad con sus síntomas -para Hahnemann esta ecuación es directa, ya que toda enfermedad es un desequilibrio de la fuerza vital-, y el mecanismo de acción de los medicamentos con sus efectos secundarios -un fármaco no tiene por qué producir síntomas y mucho menos similares a la enfermedad que va a curar-.

La forma de determinar que una cierta sustancia puede ser válida homeopáticamente también es curiosa. El medicamento debe administrarse en estado puro a un individuo sano para observar claramente los síntomas que produce. Así, los medicamentos fuertes -o sea, los que matan, como el arsénico- deben administrarse en dosis poco elevadas; los menos fuertes, en dosis más elevadas; y los débiles, a personas sanas de constitución delicada, irritable y sensible. Sólo puede utilizarse medicamentos que se conozcan bien y se sepa que son puros, tomándose sin ser disueltos en nada. El sujeto objeto de estudio debe llevar un régimen moderado, ausente de comidas especiadas y sin legumbres verdes, raíces y sopas de hierbas pues, aunque cocinadas, conservan su poder medicinal. Debe evitar trabajos penosos de cuerpo y espíritu, así como los excesos y las pasiones desordenadas que pueden nublarle a la hora de describir claramente las sensaciones que experimenta. No se experimentará con animales -a pesar de tales recomendaciones, han aparecido veterinarios homeopáticos-.

La ley de la similitud utiliza el bien conocido razonamiento por analogía, común en el pensamiento mágico. Que el preparado homeopático produzca síntomas similares a la enfermedad que cura es en todo punto idéntico al pensamiento del hechicero de que una planta en forma de corazón debe utilizarse para problemas cardíacos; o comer el corazón de un león para obtener su arrojo y bravura.

Las vacunas

Uno de los argumentos utilizados con frecuencia por los defensores de la homeopatía es que la medicina científica utiliza una técnica conceptualmente similar a la homeopatía: la vacunación. En efecto, en una vacunación se inocula a un paciente un germen debilitado, buscando la reacción natural del organismo. Además, al igual que ocurría en los tratamientos homeopáticos de sus creadores, a la vacunación sucede en ocasiones un inicial empeoramiento del paciente.

Pero, obviamente, la comparación es absolutamente inadecuada, y los defensores de la homeopatía no conocen -o no quieren conocer- la diferencia existente. Se trata simplemente de un sofisma por falsa analogía.

En primer lugar, la vacunación no es nunca un método curativo, sino meramente preventivo. No se trata de que un organismo reaccione a determinado estímulo sintomatológico, reajustando sus parámetros vitales. El sistema inmunológico se conoce casi a la perfección, y éste no responde a síntomas fisiológicos, sino a la presencia física y real de un antígeno específico. Lo que se busca en una vacunación es forzar la presencia del antígeno, pero con su capacidad patógena reducida. El sistema inmunitario es incapaz de distinguir si la capacidad patógena del antígeno es alta o baja, pero sí detecta su presencia, normalmente en base a una especificidad protéica, disparando los mecanismos que conducen a la producción del anticuerpo específico adecuado para combatir la presencia del antígeno. De esta forma, el organismo estará perfectamente preparado ante la posible llegada futura de un antígeno idéntico, éste sí, con su capacidad patógena intacta.

Hay que tener en cuenta que en el proceso inmunológico subyacente a la vacunación, los anticuerpos generados por el organismo son específicos del antígeno inoculado (un microorganismo o una toxina generada por el mismo). Esta especificidad exige que, a diferencia de la homeopatía, el antígeno se inocule en cantidades suficientes para ser detectado por el sistema inmunológico, disparando de esa forma la producción del anticuerpo. A pesar de los esfuerzos de Jacques Benveniste, de quien hablaremos más adelante, no se ha podido comprobar una respuesta inmunológica cuando el antígeno se encuentra altamente diluido.

Evidentemente, el antígeno debe administrarse en una forma tal que no sea nociva para el organismo. Pero el bloqueo de su cualidad nociva no puede realizarse por simple disolución, ya que perderíamos la capacidad de detectarlo. Este doble compromiso se puede soslayar gracias a que, por lo general, no coincide en el antígeno su factor específico -aquel factor por el que es reconocido por el sistema inmunitario- y su factor tóxico o infeccioso. Esto permite obtener en laboratorio cantidades suficientes de antígeno, limitando su nocividad, pero manteniendo su especificidad. En el caso de bacterias, por ejemplo, su especificidad suele estar asociada a las lipoproteínas o polisacáridos que forman parte de su membrana celular, mientras que la toxicidad responde a una proteína producida por algún gen de la bacteria. Mediante ingeniería genética es posible conseguir cepas bacterianas idénticas a las originales, pero con el gen productor de la toxina bloqueado o eliminado, lo que las hace incapaces de producir enfermedad alguna. Mantienen sin embargo su especificidad, por lo que serán reconocidas por el sistema inmunológico como agentes invasores nocivos. Esta es una de las técnicas utilizadas en la obtención de vacunas, aunque no es evidentemente la única.

Este mecanismo implica que:

1.- Las altas diluciones no tienen sentido en vacunación.

2.- La vacunación es muy eficaz como terapia preventiva, pero normalmente no tiene sentido una vez infectado el individuo -es decir, como terapia curativa-. En el mejor de los casos, no sirve para nada. Tan sólo tiene sentido, raras veces, en enfermedades causadas por microorganismos de desarrollo lento.

3.- Lejos de responder al equilibrio de una supuesta ‘fuerza vital’ la vacunación está basada en un mecanismo perfectamente conocido y estudiado.

Este proceso desencadenado por la vacunación supone además una diferencia notable entre la vacunación y un tratamiento homeopático. Tanto en el caso de haber contraído una enfermedad infecciosa, como en el caso de una vacunación, es posible detectar la presencia del antícuerpo específico en el suero sanguíneo. Éste es un método muy frecuente para diagnosticar algunas enfermedades, como el SIDA o la brucelosis. Sin embargo, tras un tratamiento homeopático, no se puede detectar la presencia de ningún anticuerpo ni sustancia alguna que pueda tener una función inmunitaria, y cuya presencia pueda achacarse directamente al tratamiento. La comparación entre ambas técnicas, y mucho más su asimilación, carece absolutamente de sentido.

En el caso de la homeopatía, se pretende extender el método de vacunación a síntomas -no a gérmenes específicos-, suministrando principios activos no necesariamente biológicos -los elementos químicos y las moléculas inorgánicas no son antígenos, y no disparan ningún tipo de mecanismo inmunológico-, como terapia curativa no preventiva, y suponiendo procesos fisiológicos totalmente desconocidos. Huelga añadir cualquier comentario.

La ley de infinitésimos

Los homeópatas resumen esta ley de la siguiente manera: “para tener una mejoría rápida, suave y duradera es necesario utilizar dosis infinitesimales”.
Esto lo explican diciendo que con dosis infinitesimales disminuye la toxicidad del preparado -algo que resulta obvio-, pero simultáneamente aumenta su efectividad y rapidez curativa. Y lo dicen sin que esto les parezca una contradicción. Realmente se está confundiendo “menos perjudicial” con “más beneficioso”.

Es evidente que Hahnemann no es tonto. Si según su inspirada ley el arsénico puede curar, también es claro que mata, por lo que debe ser diluido a cantidades que no provoquen la muerte. A este proceso de dilución extrema se le llama potenciación para conseguir que aparezcan en las diferentes sustancias sus “poderes espirituales e inmateriales”. Este proceso se realiza mediante la llamada sucusión, donde las diluciones deben agitarse al menos 40 veces y seguir un procedimiento de sucesivas divisiones que para cualquier antropólogo tiene el mismo aspecto que los rituales mágicos de los hechiceros y chamanes. No se dan razones objetivas para fundamentar este mecanismo; simplemente es una nueva inspiración divina del gurú. Y la iluminación divina no necesita ser probada. Lo cierto es que se violan las leyes más elementales y básicas de la física y la química. Que preparados homeopáticos no contengan ni una sola partícula de principio activo y sean los más ‘potentes’ es, cuando menos, chocante.

Parece como si las moléculas de una sustancia activa tuvieran personalidad propia y muy mala avenencia. Así, cuando éstas se encuentran en gran número, prevalecen los efectos perjudiciales que provocan, mientras que en pequeño número se incrementa considerablemente su capacidad benefactora. Se debe deducir por tanto que la reactividad química de estas sustancias no responde en absoluto a las leyes de la química universalmente aceptadas.

Se conocen sustancias que tienen distinta reactividad en función de su concentración, tanto en relación directa (la inmensa mayoría), como con relaciones no lineales (aumenta la reactividad al aumentar la concentración sólo hasta cierto punto, a partir del cual se satura o incluso disminuye algo). Lo que no conoce la química es ninguna sustancia cuya reactividad guarde una relación puramente inversa con la concentración (más activa cuanto más diluida), y menos aún una que posea doble reactividad. Si además se da el caso de que la reactividad directa sobre un organismo vivo sea siempre tóxica, y la inversa siempre curativa, las sospechas de que nos encontramos ante un producto milagroso o mágico surgen inmediatamente.

Aún más absurdo que el argumento anterior es la interpretación que hacen los homeópatas del concepto “infinitésimo”.

Para realizar un preparado homeopático se comienza por preparar una dilución de la sustancia en cuestión. Es lo que se llama Tintura Madre. A continuación se toma una gota de la misma y se disuelve en 99 gotas de disolvente -agua, alcohol o lactosa-, y se mezcla bien (dinamización). Tenemos ya una disolución 1CH (Centesimal Hahnemanniano). Si repitiéramos el proceso, tomando una gota de disolución 1CH para mezclarla con 99 de disolvente, tendríamos una disolución 2CH. Se realizan también disoluciones 1 a 10 (decimales hahnemannianos) o por el método Korsakov, que utiliza en cada proceso la fracción de disolución que queda adherida a las paredes del vaso. Algunas diluciones típicas de la farmacopea homeopática son 3DH, 6DH, 4CH, 7CH, o 30CH, pero llegan en ocasiones a valores mucho más elevados.

Realmente, los valores a los que se llega son totalmente astronómicos y desorbitados. Para conseguir una dilución 30CH no es preciso un gran volumen de disolvente. Con un centímetro cúbico de tintura madre, disuelto en 99 de agua podríamos obtener 100 centímetros cúbicos de preparado homeopático 30CH utilizando apenas tres litros de disolvente. Sin embargo, la relación de concentraciones entre la tintura madre y el preparado final es aproximadamente el mismo que si arrojamos una pequeña gota de tintura madre en un depósito de agua tan grande como ¡todo el sistema solar!

Es decir, en este tipo de diluciones, la probabilidad de encontrar una sola molécula del principio activo es absolutamente despreciable. En una dilución 30CH esta probabilidad es aproximadamente de una molécula en cada 1037 vasos (un uno y treinta y siete ceros) de preparado homeopático, o lo que es igual, una molécula en un volumen miles de veces superior al de la tierra. ¿Qué es lo que actúa?

Evidentemente, si tomamos valores de dilución menores, las comparaciones no son tan exageradas, pero hemos querido mostrar con esto el límite -o la ausencia del mismo, más bien- de lo absurda que resulta la ley de infinitésimos. Tan sólo la más baja de las diluciones utilizadas en homeopatía (3DH equivalente a 1/1000) se acerca remotamente a las cantidades de principio activo que podemos encontrar en cualquier fármaco comercial.
Para entender lo que significa, por ejemplo, una dilución 12C es ilustrativo recurrir al llamado ‘teorema del último suspiro de Julio Cesar’.

Si el último suspiro de César se encontrase hoy día distribuido de manera uniforme en toda la atmósfera terrestre -y suponiendo que el volumen de la atmósfera es unas 1024 veces la capacidad de nuestros pulmones- con cada inhalación de aire que tomásemos respiraríamos una molécula del aire de ese último suspiro. sin embargo [esta] dilución 12C sólo es el comienzo, pues la dilución homeopática más habitual es del orden 30C... una potencia de 30C. Esta cifra equivale a un grano de sal disuelto en un volumen de disolvente que llenaría diez mil millones de esferas, cada una de ellas lo bastante grande como para abarcar todo el sistema solar. Según una publicación de la OMS, se han utilizado ‘con éxito’ potencias de cerca de 100000C, es decir, diluciones de 10-200000 (recordemos que el número de partículas subatómicas del universo es sólo de 1080). El hecho de que estos engaños puedan prender en la fantasía de miles de hombres y mujeres con cualificación médica -sobre todo en Francia, Alemania y Gran Bretaña- o bien debe considerarse una acusación directa a la educación impartida en las facultades de medicina, o bien pone en evidencia que algunas mentes presentan una incapacidad congénita para desarrollar un pensamiento crítico” (Skrabanek y McCormick).

Podemos ensayar una serie de hipótesis para tratar de justificar esta ley.
La primera sería suponer que el número de Avogadro, que permite calcular cuántas moléculas -parte indivisible de una sustancia como tal- se encuentran en una cierta cantidad de determinada sustancia, está equivocado. Si ello fuera cierto, evidentemente, estaría también equivocada la práctica totalidad de la química moderna.

Una segunda hipótesis sería aquélla según la cual el principio activo modifica no se sabe qué característica del disolvente, que conservaría así las cualidades de aquél. Al margen de cuál sea esa característica, nos encontramos aquí con los mismos problemas que antes. ¿Por qué el soluto transmite al disolvente sus cualidades curativas y no su toxicidad? Además, todas los conocimientos de la reactividad química estarían equivocados. De acuerdo con la química y física oficiales, una sustancia o cuerpo puede producir algún efecto sobre otra sustancia o cuerpo, siempre que entre ellos tenga lugar algún tipo de reacción físico-química. La capacidad de una sustancia o cuerpo para producir este tipo de reacciones, su reactividad, se ha considerado una consecuencia de la estructura propia del cuerpo o sustancia, y por tanto una característica intrínseca de la misma. Sin embargo, de acuerdo con la hipótesis homeopática, una molécula no reaccionaría químicamente con otra (o determinado átomo con otro) por intercambio electrónico o solapamiento de sus orbitales, tal como creen la química y física modernas, sino que la reacción se realiza en base a no se sabe qué fenómeno físico que, al ser transmisible del soluto al disolvente, no es propio de la sustancia. Si el agua se puede comportar como si fuera no sé qué sustancia que ha estado disuelta en ella en cierto momento, tal cualidad de comportamiento, ¿es propia del agua, de la sustancia disuelta o de ninguna de ellas? ¿Qué sentido tiene entonces la química?

De acuerdo con esta hipótesis, si nosotros diluimos sucesivamente polvo de carbón en agua, la sustancia que obtenemos al final -básicamente agua- debería ser combustible.

Para algunos, la acción del soluto sobre el disolvente consiste en modificar su estructura molecular, de forma que el disolvente mantiene las propiedades del soluto incluso en ausencia de molécula alguna. Ésa es en cierto modo la hipótesis que intentó demostrar Jacques Benveniste, de quien hablaremos más adelante. Según esta teoría, la reactividad de una molécula depende de su estructura interna, y es modificable.

Para otros, el soluto transmite al disolvente determinadas energías vitales u ondas desconocidas, con idéntico efecto. Unos y otros inventan la llamada memoria del agua, e incluso llegan a invocar a la mecánica cuántica o a la reciente teoría del caos para justificar lo injustificable.

Tal como comenta Angulo en el artículo citado,

los homeópatas hablan, como los parapsicólogos, de energías desconocidas para la física, estructuras moleculares desconocidas para la química, ondas de frecuencia desconocida para la ondulatoria, fuerzas vitales desconocidas para la fisiología, y sistemas de defensa desconocidos para la inmunología. Como debería ser bien sabido, cuanto más descabellada es una idea, más argumentos necesita para su demostración, y lo que deberían hacer los homeópatas es dejar de hablar de supuestos y demostrar la existencia de estas energías, ondas y fuerzas vitales hasta ahora imaginarias”.