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I

maginemos a un joven filósofo sudamericano que viaja 

a París creyendo que todavía es la Ciudad Luz que fue 

desde el Siglo de las Luces hasta la Segunda Guerra 

Mundial.

El joven se aloja en una modesta pensión en la Rive Gau-

che (5º piso sin ascensor). Visita la Sorbona, las grandes 

librerías y los cafés famosos esperando toparse con los dig-

nos descendientes de Descartes y Pascal, Voltaire y Dide-

rot, Holbach y Condorcet, Lavoisier y Buffon, Laplace y 

Lagrange, Bernard y Pasteur, Poincaré y Hadamard, Perrin 

y los Curie o, al menos, con los filósofos Bergson, Meyer-

son y Lalande, que escribían bien porque pensaban honesta 

y claramente.  

Le extrañan a nuestro joven los títulos de los cursos que 

se anuncian en las calles: Astrología psicoanalítica, Psicoa-

nálisis astrológico, Símbolo y destino, Eidética y dietética, 

Homeopatía existencial, Existencialismo comunitario. Le 

disgusta recorrer esas calles que evocan tantos disparates. 

Siente nostalgia de su ciudad natal, que no tiene ni el 

Louvre ni la torre Eiffel, pero donde no se huele la podre-

dumbre intelectual.

También le asombran al joven latinoamericano los títulos 

de los libros que mejor se venden: La nada de todo, Teoría 

egológica de la comunicación, Dialéctica de la ebriedad, 

Marx precursor de Heidegger, Ciencia femenina, Sintaxis 

del ser, Estructura estructurante, Falocracia matemática, 

El placer del suicidio, Semiótica del orgasmo, Orgasmo 

del signo.

El  joven  filósofo  está  aturdido.  ¿Para  esto  vino  de  tan 

lejos y después de sufrir tantas privaciones para reunir el 

dinero necesario? No sabe si reír o llorar.

Se pregunta qué pasó con Francia en los últimos dece-

nios. ¿Cómo fue posible que la ocupación alemana atibo-

rrrase con irracionalismo alemán a tantos cerebros que se 

habían preciado de deslumbrar con luz cartesiana? ¿Qué 

se había hecho de la honestidad intelectual? ¿Por qué los 

parisinos se dejaron encandilar por las locuras y sinsentidos 

de Husserl, el abuelo del posmodernismo, y sus discípulos? 

No sé si Gabriel Andrade, el autor de esta obra, tuvo esa 

experiencia desalentadora. Pero la tuvimos muchos que 

habíamos admirado y amado la Ciudad Luz, donde ahora 

prosperan  los  falsificadores  de  moneda  cultural.  Lo  peor 

es que esta moneda falsa circula ahora por todo el mun-

do. Estudiantes chinos, canadienses o argentinos que nunca 

oyeron hablar de Voltaire ni de Diderot ni de Holbach, leen 

ahora con unción de novicios los disparates de Foucault, 

Derrida, Deleuze y otros macaneadores orgullosos de ha-

berse librado de “la tiranía de la coherencia y la verdad”.

Gabriel Andrade se ha propuesto la ingrata tarea de ad-

vertir a los incautos: “No os juntéis con los clochards dis-

frazados de intelectuales, esos alquimistas que transmutan 

la mierda en palabra. Continuad disfrutando de la luz e in-

tentando hacer algo honesto en lugar de embaucar a jóve-

nes que no han tenido la fortuna de recibir una formación 

rigurosa”.

Prólogo a El posmodernismo ¡vaya timo!

Un sudamericano

 en

 

París

Mario Bunge

Department of Philosophy, McGill University, Montreal, Canadá

Estudiantes chinos, canadien-

ses o argentinos que nunca 

oyeron hablar de Voltaire ni 

de Diderot, leen ahora los dis-

parates de Foucault, Derrida, 

Deleuze y otros macaneado-

res orgullosos de haberse li-

brado de “la tiranía de la co-

herencia y la verdad”.

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He admirado la capacidad de Andrade para examinar 

con su lupa una montaña de basura. En particular, me ha 

alegrado que haya sabido distinguir el feminismo político, 

noble lucha contra la discriminación sexual, del feminis-

mo académico, que no es sino un fraude escandaloso y 

que, lejos de enriquecer el estudio de la condición de la 

mujer, ha desacreditado al movimiento feminista. 

También he admirado el coraje de Andrade al admitir 

que no basta ser políticamente zurdo para estar al abrigo 

del vendaval posmoderno. Al contrario, la izquierda tiene 

su parte de responsabilidad en ese retroceso. En particu-

lar, quien (como yo en mi años mozos) haya admirado a 

Hegel sin advertir que inventó el truco de hacer pasar lo 

oscuro por profundo, ha sido sin quererlo un idiota útil a 

la idiotez posmoderna. ¿Por qué no bajó decenios antes el 

arcángel Gabriel Andrade para anunciarnos la mala nue-

va, que el niño nació muerto?

En resumen, ésta es una excelente exposición crítica de 

uno de los peores fraudes intelectuales de todos los siglos. 

Su autor expone con admirable claridad las oscuridades 

de escritores que no han descubierto sino esto: que cuando 

no se tiene nada nuevo ni interesante que decir, basta de-

cirlo en forma enrevesada para ser tomado por genio por 

gente ingenua y de buena fe. 

Solo me queda una duda: de tanto leer tanta sandez y 

tanta simulación, ¿no se le habrá aflojado algún tornillo a 

nuestro autor? Los lectores atentos dirán.