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U

n hecho alentador para los escépticos de habla his-

pana es que, en España (y en menor medida, en 

Hispanoamérica), las iglesias católicas se están va-

ciando. Pero, al mismo tiempo, los templos de nuevas sectas 

se están llenando. Una de las que más crece en el mundo his-

pano es la secta de los mormones, originaria de EE.UU. En 

sus inicios como movimiento a mediados del siglo XIX, los 

mormones fueron uno de los grupos más odiados en EE.UU. 

No obstante, a principios del siglo XX, supieron ajustarse a 

las exigencias de la vida cultural americana: abandonaron la 

poligamia, y alcanzaron posiciones de poder. Con todo, es 

muy difícil que un mormón llegue a la Casa Blanca, pues 

aun si el pueblo norteamericano tolera a los mormones 

como movimiento, no está preparado para aceptar a un pre-

sidente que no sea un cristiano convencional. 

El mismo Joseph Smith, el fundador de los mormones, 

tuvo las aspiraciones de ser presidente de EE.UU. en 1844. 

Joseph Smith fue un personaje fascinante. Su habilidad 

para la manipulación y el fraude fue suprema, al punto de 

que cualquier historiador de la religión debe quedar estu-

pefacto ante su historia: ¿cómo un hombre aparentemente 

simple pudo engañar a tanta gente, y ejercer tal influencia 

que, hasta el día de hoy, sus seguidores (inteligentísimos 

en muchos aspectos) sostienen creencias sumamente absur-

das? Hoy, los mormones se extienden por el mundo entero. 

Con frecuencia, en Maracaibo veo a parejitas de misione-

ros con sus camisas blancas y sus corbatas, predicando una 

montaña de estupideces. 

Desde hace varios siglos, los historiadores y filósofos se 

han preguntado cuál fue el origen de la religión. Unos opi-

nan que la religión surgió para explicar el mundo natural, 

otros opinan que surgió para asegurar la cohesión social. 

En el siglo XVIII, los ilustrados opinaban que la religión 

surgió como parte de una conspiración de sacerdotes para 

aprovecharse y explotar al vulgo. Esta teoría siempre ha 

parecido un poco tosca y simplista, pero en el caso de los 

mormones, parece ajustarse perfectamente: la Iglesia de los 

Santos de los Últimos Días surgió como un masivo fraude 

para complacencia mundana de su fundador.

Joseph Smith nació en Vermont, EE.UU., en 1805. En 

1817, su familia se mudó al estado de Nueva York, al pue-

blo de Palmyra. Por aquella época, había una gran excita-

ción religiosa en la región: reinaba una insatisfacción con 

las religiones instituidas, pero había el intenso deseo de una 

reforma religiosa, de forma tal que había cierta facilidad 

para que surgieran nuevos líderes religiosos cismáticos.

También había en aquella época sumo interés por la caza 

de tesoros escondidos. Se rumoreaba que los indígenas, 

españoles e ingleses habían enterrado tesoros. Smith ganó 

la reputación de ubicar tesoros con métodos adivinatorios. 

Tenía una piedra vidente que, supuestamente, al observarla, 

detectaba la ubicación de tesoros. Smith colocaba la piedra 

en un sombrero, y colocaba su cabeza dentro del sombre-

ro, de forma tal que no entrara la luz. Según parece, Smith 

sometió al engaño a mucha gente con sus supuestas habili-

dades, pero finalmente fue llevado a un tribunal por fraude, 

aunque no fue condenado.

A partir de la década de 1820, Smith empezó a alegar 

que, en 1820, recibió la visita de dos seres celestiales. És-

tos le dijeron que no se adhiriera a ninguna religión de ese 

momento, pues todas eran corruptas. Luego, en 1823, ale-

gó que recibió la visita de un ángel llamado Moroni. Este 

ángel, supuestamente, le informó sobre la existencia de un 

libro escrito sobre unas planchas doradas. Según Smith, 

Moroni lo visitó en varias ocasiones hasta que, en 1827, le 

señaló la ubicación exacta de las planchas, junto a unos es-

péculos con dos piedras que Smith llamó ‘Urim y Tumim’ 

(una frase bíblica que hace referencia a parte del atuendo 

ritual de los sacerdotes en el Antiguo Israel), y una espada 

de un supuesto patriarca. Con los espéculos, Smith podría 

leer las planchas, y así traducirlas. Supuestamente, Smith 

encontró las planchas, y obedeciendo el mandato del ángel, 

se propuso traducirlas.

Smith empezó a divulgar esta historia, y se corrió la voz 

Joseph Smith:

 

genio de la estafa religiosa

Gabriel Andrade

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de que el buscador de tesoros había encontrado unas plan-

chas doradas. Un granjero próspero, Martin Harris, se ofre-

ció a financiar la publicación del libro, y ayudó económica-

mente a Smith. Éste aprovechó para casarse, y se mudó con 

su esposa, Emma, al pueblo de Harmony, en Pensilvania, 

a vivir cerca de los parientes de Emma. Harris acompañó 

frecuentemente a Smith, y empezaron la ‘traducción’ de las 

supuestas planchas doradas.

Harris se ofreció como secretario para la traducción de 

las planchas, pues Smith no sabía escribir bien. Harris pidió 

varias veces ver las planchas doradas, pero Smith se negaba 

a mostrárselas. No sabemos bien cómo Smith dictaba a Ha-

rris, pero parecía seguir dos métodos. A veces, como había 

hecho en sus búsquedas de tesoros, colocaba una piedra en 

el sombrero, impedía la entrada de la luz, y observaba la 

piedra, a medida que iba dictando. En otras ocasiones, divi-

día la habitación en dos con una sábana: Harris de un lado 

y Smith del otro, y así empezaba a dictar. Sea como fuera, 

el hecho es que, durante este proceso de traducción, Harris 

nunca vio ni las planchas, ni la espada, ni los espéculos.

Harris tenía fama de ser un hombre sumamente suges-

tionable y supersticioso: había cambiado de religión seis 

veces antes de encontrarse con Smith. Con todo, según 

parece, quería asegurarse de la veracidad del alegato de 

Smith, y pidió a éste que trascribiera parte del contenido de 

las planchas. Supuestamente, las planchas estaban escritas 

en la lengua ‘egipcia reformada’, y Smith las traducía al 

inglés en su dictado. Smith accedió a transcribir parte de 

los supuestos caracteres de las planchas, y Harris llevó la 

transcripción a un profesor de filología en la Universidad 

de Columbia, Charles Anthon.

Según Harris, Anthon validó que, en efecto, la transcrip-

ción estaba en ‘egipcio reformado’. Anthon iba a firmar una 

certificación académica que validaba la transcripción, pero 

cuando Harris le informó que esos caracteres procedían de 

unas planchas otorgadas por un ángel, Anthon rompió la 

certificación.

La versión de Anthon, no obstante, fue muy distinta. 

Él alegó que, desde el principio, advirtió a Harris que era 

víctima de un fraude. Hoy sabemos, por supuesto, que la 

lengua ‘reformada egipcia’ nunca ha existido. Sobrevive la 

transcripción hecha por Smith (ver foto), y los filólogos que 

la han estudiado convienen en que se trata de caracteres 

ininteligibles que no guardan ninguna relación con ninguna 

lengua. 

La esposa de Harris, no obstante, era más perspicaz, y te-

mía que Smith estuviese estafando a su marido. Así, Harris 

empezó a sentirse presionado, y pidió a Smith que, si no lo 

dejaba ver las planchas, al menos le permitiera llevar parte 

del manuscrito a su esposa, como prueba de que el proyecto 

avanzaba.

Al principio, Smith era renuente, pero finalmente, aceptó 

que Harris llevase el manuscrito de más de cien páginas a 

su esposa en Palmyra. Estando allá, Harris perdió el ma-

nuscrito. Cuando se enteró, Smith naturalmente se enfure-

ció, pues tendría que empezar de nuevo la traducción de las 

planchas. Pero además, se le presentó un dilema: si el ma-

nuscrito aparecía después, habría oportunidad para compa-

rar el manuscrito nuevo con el manuscrito viejo, y así, sería 

evidente que todo procedía de la imaginación de Smith, y 

no existían ningunas planchas. Previendo esto, hábilmente 

Smith convenció a Harris de que el manuscrito perdido no 

era propiamente una traducción, sino apenas un resumen. 

Smith difundió la historia de 

que el ángel Moroni le indicó 

dónde se encontraba un libro 

sagrado del pueblo de Israel y 

le mandó traducirlo.

Joseph Smith, retrato anónimo de 1842 (foto: Wikimedia Commons)

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En cambio, a partir de ahora, dictaría una traducción literal. 

El pobre diablo Harris aceptó esta explicación, y así, empe-

zaron nuevamente la traducción.

Después de cierto tiempo, apareció un tal Oliver Cow-

dery, y se ofreció como secretario, e incorporó a un amigo, 

David Whitmer, quien era pariente lejano de Smith. El pro-

ceso de dictado fue el mismo, y ni Cowdery ni Whitmer 

vieron las planchas doradas o los espéculos. No obstante, 

Cowdery era mucho más eficiente como secretario, y ya en 

1829, habían escrito el libro.

La ‘traducción’ de las planchas vino a ser el Libro de 

Mormón. Este libro presenta la crónica de antiguos habi-

tantes del continente americano. Primero, los jareditas, 

procedentes de la Torre de Babel, llegaron a América, un 

continente despoblado, pero por guerras intestinas, se ex-

tinguieron. Luego, durante la época del exilio babilónico, 

un patriarca judío llamado Nefí salió de Jerusalén y llegó 

a América (un continente despoblado). Sus descendientes 

formaron civilizaciones, y se dividieron en dos grupos: los 

perversos lamanitas, y los virtuosos nefitas. A los lamani-

tas, por su perversidad, se les oscureció la piel, y termina-

ron por ejecutar a los nefitas. Los indígenas de América son 

descendientes de los lamanitas.

Pero Smith seguía sin mostrar las planchas. Entonces, en 

1830 Smith llevó a Harris, Whitmer y Cowdery a una coli-

na. Ahí, rezaron intensamente por algunas horas. Harris se 

separó del grupo, pero en medio de la excitación religiosa, 

supuestamente se les apareció un ángel con las planchas 

doradas. El ángel pasaba las planchas, de forma tal que los 

tres las pudieron observar. Luego, Smith fue a buscar a Ha-

rris, y éste también pudo ver al ángel y las planchas.

Estos  tres  testigos  firmaron  una  declaración  de  testi-

monio de haber visto las planchas, la cual se incluye en 

el  Libro  de  Mormón. Años más tarde, estos tres testigos 

rompieron con Smith, pero no se retractaron de su testimo-

nio sobre el encuentro con el ángel. Luego, ese mismo año 

de 1830, Smith convocó a ocho personas más, familiares 

suyos y de Whitmer, para mostrarles las planchas. A és-

tos no se les apareció ningún ángel, pero Smith les mostró 

una caja. Al principio, esta caja estaba vacía, pero luego 

de oraciones intensas, estas ocho personas alegaron haber 

visto las planchas, y también firmaron una declaración tes-

timonial. Así, el Libro de Mormón contaba con el respal-

do de once testigos que alegaban haber visto las planchas 

doradas. Convenientemente, Smith alegó que, después de 

mostrar las planchas a estos testigos, el ángel Moroni se las 

llevó para siempre; de forma tal que la única evidencia a 

favor de la existencia de esas planchas es el testimonio de 

esas once personas.

A partir de entonces, Smith fue acumulando seguidores, 

y organizó una comunidad religiosa que devotamente se-

guía sus directrices. Si bien había completado el Libro de 

Mormón, alegaba seguir recibiendo revelaciones, lo cual le 

permitía ejercer gran autoridad sobre sus seguidores. 

En aquella época de excitación religiosa, había grandes 

expectativas apocalípticas. El movimiento de Smith no fue 

excepción, y como muchas otras sectas, tuvo la intención 

de crear una nueva Jerusalén. Smith tenía la idea de cons-

truir esta nueva Jerusalén en el estado de Missouri (Smith 

tenía la curiosa enseñanza de que el jardín del Edén había 

estado ubicado ahí). Smith envió una comisión a Missouri, 

pero ésta se detuvo en el pueblo de Kirtland, en Ohio, y 

logró convertir a centenares de miembros pertenecientes a 

otras sectas apocalípticas. En vista de este éxito, Smith de-

cidió más bien asentarse en Kirtland en 1831.

La comunidad asentada por Smith fue cosechando éxi-

tos. Sus miembros eran disciplinados y emprendedores. 

Pero, como consecuencia de esos éxitos, fue creciendo la 

envidia en torno a ellos, y así aparecieron las semillas del 

sentimiento de odiosidad hacia los mormones, el cual se 

prolongaría por varias décadas. Smith quería construir un 

templo para su nueva religión, y organizó un banco que re-

cogía fondos de contribuyentes locales. El banco colapsó, e 

inmerso en las deudas, Smith tuvo que abandonar Kirtland 

en 1838. Una vez más, este hombre era acusado por estafa.

Smith decidió mudarse a Missouri, en 1838. Desde hacía 

algunos años, algunos misioneros mormones habían inten-

tado establecerse ahí, pero habían enfrentado suplicios por 

parte de la población local. Para proteger a sus seguidores, 

Smith organizó unos comandos paramilitares. Después de 

algunos enfrentamientos, Smith logró establecerse, e im-

puso una mano de hierro sobre su comunidad, valiéndose 

de sus comandos paramilitares. Desde ese momento, Smith 

aplastó toda disidencia interna en su comunidad. Y, los en-

frentamientos entre los comandos paramilitares mormones 

y los opositores a los mormones continuaron, dejando va-

rios muertos.

En vista del caos generado por estos enfrentamientos, el 

gobernador de Missouri decidió encarcelar a Smith, y orde-

nó la expulsión de los mormones en 1839. Sus seguidores 

tuvieron que emigrar nuevamente, esta vez se dirigieron al 

estado de Illinois. Pero, Smith eventualmente logró escapar 

de la cárcel, y se reunió con sus seguidores en Illinois, para 

fundar una nueva comunidad.

Así, cerca de doce mil mormones fundaron la ciudad de 

Nauvoo, cuyo nombre fue seleccionado por Smith, pues es 

la palabra hebrea para ‘bello’. En Nauvoo, la comunidad 

prosperó nuevamente. Smith envió misioneros a Inglaterra, 

y recibió un considerable contingente de ingleses converti-

dos al mormonismo.

Pero siguieron las disputas internas. Ya la oposición 

a Smith no se debía tanto a su autoritarismo y el uso de 

La ‘traducción’ de las planchas 

vino a ser el Libro de Mormón. 

Este libro presenta la crónica de 

antiguos habitantes del conti-

nente americano que, supues-

tamente, provenían de Israel.

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grupos paramilitares para aplastar la disidencia interna; 

ahora el principal motivo de oposición era la práctica de la 

poligamia. Incluso desde su estadía en Ohio, Smith tenía 

relaciones sexuales extramaritales. La conducta de Smith 

resultó incómoda a muchas personas, no solo porque con-

sideraban inmoral la promiscuidad, sino porque muchas de 

las mujeres con las que Smith tenía relaciones sexuales es-

taban casadas.

Para acallar las críticas, Smith recurrió al viejo truco: en 

1843, alegó recibir revelaciones divinas que hacían lícita la 

poligamia. Sostenía que, así como los patriarcas del Anti-

guo Testamento tenían varias esposas, Dios le había comu-

nicado que los hombres mormones podían ser polígamos. 

Desde el principio, Smith había alegado que la religión que 

él estaba fundando en realidad era una restauración del cris-

tianismo original que había sido abandonado durante los 

primeros siglos de la Iglesia; naturalmente, se valió de esta 

excusa para defender la poligamia como una restauración 

del cristianismo original. Al final, según se estima, Smith 

llegó a acumular veintisiete esposas.

Al principio, el asunto de la poligamia trató de mante-

nerse en secreto. Pero, pronto, se corrió la voz. Varios de 

los colaboradores más cercanos de Smith rompieron con 

él (entre ésos, los tres primeros testigos de las planchas do-

radas). Pero, además, las comunidades vecinas a Nauvoo 

también se enteraron, y una vez más, se abrió espacio a un 

profundo sentimiento de antipatía hacia los mormones.

Surgió así una campaña mediática en contra de los mor-

mones, con periódicos que incitaban al odio en contra de 

Smith y su comunidad. Pero, en la misma Nauvoo, algunos 

disidentes que rompieron con el mormonismo crearon un 

periódico que criticaba duramente a Smith y su movimien-

to. Smith y el cuerpo de gobierno de Nauvoo movilizaron a 

la comunidad para destruir las instalaciones del periódico, 

y lo lograron. Era el año de 1844.

Pero las comunidades vecinas estaban enardecidas, y el 

gobernador de Illinois persuadió a Smith para que se en-

tregara a la justicia, pues bajo su custodia, podría ofrecerle 

mejor protección. No obstante, una muchedumbre enarde-

cida atacó la cárcel donde Smith estaba recluido, y fue lan-

zado por una ventana. A los ojos de sus seguidores, murió 

como un mártir.

Smith merece un lugar destacado como genio de la ma-

nipulación religiosa. Muchas de las características psico-

lógicas de Smith han estado presentes en otros personajes 

históricos, pero Smith es singular en la combinación de es-

tas características.

En primer lugar, el despliegue de la imaginación de 

Smith es asombroso. El mito de las tribus perdidas de Israel 

es muy antiguo, y ya en el siglo XVI, autores como Barto-

lomé de las Casas defendían la idea de que los indígenas 

de América eran una de esas tribus perdidas. Pero Smith le 

dio mucho más colorido a este: el Libro de Mormón tiene 

narrativas muy entretenidas, en clara imitación del estilo 

bíblico. Pero aunado a eso, Smith se valió de este mito para 

afirmar sus prejuicios raciales y colonialistas: la gente de 

piel oscura (los lamanitas) son perversos, y son los ances-

tros de los indígenas contemporáneos.

Las suposiciones históricas de Smith, obviamente, no 

tienen la menor correspondencia con la realidad. Se sabe 

que América fue poblada muchísimo antes del exilio babi-

lónico en el siglo VI a.C., y los estudios genéticos no arro-

jan parentesco entre los indígenas y las poblaciones judías. 

Además, el Libro  de  Mormón  hace mención de detalles 

incompatibles con hechos muy conocidos en la historia 

precolombina de América (por ejemplo, la mención de he-

rramientas de metales).

Smith merece reconocimiento como un hombre con un 

don para la narrativa, a pesar de su pobre educación. Pero, 

insólitamente, hoy sus narrativas son asumidas como histó-

ricas, incluso por profesores universitarios que se empeñan 

en querer desvirtuar la evidencia arqueológica, lingüística 

y genética, para forzar una verificación de unas historias 

procedentes de la imaginación de un estafador del siglo 

XIX.

Desde el principio, Smith dio muestras de ser un estafa-

dor. En aquel ambiente lleno de gente crédula, resultó fácil 

para este hombre dar rienda suelta a su imaginación. En 

Smith logró establecerse, e im-

puso una mano de hierro sobre 

su comunidad, valiéndose de 

sus comandos paramilitares, 

aplastando toda disidencia in-

terna en su comunidad.

Facsímiles del anverso y el reverso de cuatro de las seis placas de Kinderhook 

(foto: Wikimedia Commons)

Fotografía de un documento de 1830 actualmente en poder de la Comunidad de Cristo. 

(foto: Wikimedia Commons)

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vista de que lograba ver que cautivaba a las audiencias con 

sus historias fascinantes y con su innegable carisma, supo 

aprovecharse de eso para su satisfacción personal.

Ha habido, por supuesto, plenitud de personajes en la his-

toria de las religiones, que han alegado recibir comunica-

ciones directas de Dios. La gran pregunta acá es: ¿son estos 

personajes estafadores cínicos, o más bien psicóticos? En el 

caso de Smith, pareciera que, al principio, empezó siendo 

un estafador cínico, pero al final, creyó en su propia estafa, 

y perdió parcialmente contacto con la realidad.

En sus primeras fases como líder religioso, es evidente 

que Smith era un hombre hábil para engañar. Decía que te-

nía unas planchas, pero no se las mostraba a nadie. Cuando 

sus secretarios pedían ver las planchas, los acusaba de ser 

malvados y reprochados por Dios. Ideó la colocación de 

una sábana para dividir la habitación mientras dictaba, de 

forma tal que los secretarios creyeran que Smith leía direc-

tamente de las planchas, pero sin verlas.

Cuando Harris perdió el manuscrito, Smith hábilmente 

previó el riesgo que suponía que apareciera el manuscrito 

antiguo y éste fuera contrastado con el nuevo; de forma tal 

que advirtió que el antiguo manuscrito era apenas un resu-

men, pero que el nuevo sería una traducción literal. Tenía 

talento para manipular a sus primeros seguidores y ejercer 

poderes sugestivos sobre ellos, al punto de inducir en ellos 

visiones del ángel Moroni y las planchas doradas. Todo 

esto presupone una habilidad para engañar y manipular, un 

rasgo más común a un estafador que a un psicótico.

El genio manipulador de Smith quedó más en evidencia 

cuando invocaba convenientemente las revelaciones para 

satisfacer sus propias ansias de poder y sus deseos carnales. 

En esto, Smith es nítidamente comparable con Mahoma. 

El profeta del Islam tuvo lujuria por Zaynab, la esposa de 

Zayd, un cercano colaborador de Mahoma. Mahoma con-

venientemente alegó que recibió una revelación divina que 

autorizaba que Zaynab se divorciase de Zayd, y Mahoma la 

tomara como esposa.

Tanto en el caso de Mahoma como en el de Smith, es 

evidente que, frente a una comunidad de devotos seguido-

res, se les hizo fácil acudir al viejo truco de invocar reve-

laciones para satisfacer deseos mundanos. Es claro que, en 

esto, estos profetas tenían los pies sobre la tierra y sabían 

muy bien la naturaleza de su engaño. Muy distintos son los 

casos de profetas que, más cercanos a los brotes psicóticos 

que a las estafas, alegan recibir revelaciones pero que, en 

realidad, no se usan en beneficio propio.

No obstante, es creíble que, a medida que Smith iba cose-

chando seguidores, y crecía en poder y satisfacción lujurio-

sa con sus revelaciones convenientes, terminara por creer 

genuinamente en ellas. Pues, así como al principio de su 

carrera, se aprecia a un Smith como un hábil manipulador, 

al final, tuvo episodios más afines a un psicótico que a un 

estafador.

Por ejemplo, en 1835, Smith compró unos papiros egip-

cios. Lo mismo que con las supuestas planchas doradas, 

La historia de Smith es fasci-

nante porque, a diferencia de 

Jesús, Pablo o Mahoma, ocurrió 

apenas hace ciento cincuenta 

años y está ampliamente do-

cumentada.

“Exterior of Carthage Jail” de C.C.A. Christensen, que ilustra el acoso y muerte de José Smith en la cárcel de Carthage,  (foto: Wikimedia Commons)

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‘tradujo’ estos papiros, y escribió así el Libro de Abraham

Este libro es particularmente racista, pues degrada a la 

gente de piel oscura, repitiendo el tema de la maldición a 

Cam en la Biblia. Pues bien, en el siglo XX, estos papiros 

originalmente en posesión de Smith aparecieron, y fueron 

traducidos por egiptólogos profesionales. La traducción de 

estos especialistas no era ni remotamente cercana al Libro 

de Abraham.

En 1835, Smith compró unos papiros egipcios, que ‘tra-

dujo’ como el Libro de Abraham. Un libro particularmente 

racista que degrada a la gente de piel oscura, repitiendo el 

tema de la maldición a Cam en la Biblia.

Si Smith hubiese sido más cuidadoso en su estafa, no se 

habría lanzado a ‘traducir’ un texto para el cual se corría 

el riesgo de que algún egiptólogo profesional ofreciese 

una traducción muy distinta. Quizás, Smith sí creía genui-

namente en su habilidad para traducir textos egipcios an-

tiguos. Pero, en aquella época, la egiptología aún estaba 

en una fase embrionaria, y es plausible pensar que Smith 

sabía que su ‘traducción’ era fraudulenta, pero no veía gran 

riesgo en ella, pues pensaba que sencillamente nadie sabía 

cómo traducir jeroglíficos.

Con todo, hubo otro episodio que sí permite pensar que 

llegó un punto en el cual Smith perdió parcialmente con-

tacto con la realidad, y creyó sus propias mentiras. Duran-

te la estadía de Smith en Illinois, en 1843, se encontraron 

enterradas en la localidad de Kinderhook, unas planchas 

metálicas con unos caracteres extraños. Se las llevaron a 

Smith, y éste, nuevamente, procedió a ‘traducirlas’ usan-

do su piedra visionaria. Muchos años después, en 1879, un 

hombre llamado Wilbur Fugate alegó que todo aquello ha-

bía sido un truco, y él mismo había fabricado y enterrado 

esas planchas, para poner a prueba la fiabilidad de Smith.

Este episodio hace pensar que Smith empezaba a creer en 

sus propias dotes visionarias. Pues, contrario a la historia 

de las planchas doradas, estas planchas no fueron enterra-

das por él mismo. Un estafador se hubiese percatado de que 

alguien trataba de someterlo a prueba, y habría renunciado 

a intentar traducirlas. Pero, con todo, Smith se lanzó a tra-

ducirlas. Esto abre el compás de sospecha de que Smith 

finalmente sí creía sus propias mentiras.

La historia de Smith es fascinante porque, a diferencia 

de Jesús, Pablo o Mahoma, ocurrió apenas hace ciento cin-

cuenta años. La distancia entre los profetas y adivinos de 

la antigüedad y nosotros es demasiado amplia como para 

saber qué realmente ocurría. Pero, la historia de Smith está 

ampliamente documentada. Y, su análisis nos ilustra bien 

sobre cómo operan las mentes de los profetas. La histo-

ria de las planchas doradas resulta absurda a mucha gente. 

Pero, precisamente, su carácter absurdo debería colocarnos 

en alerta, y obligarnos a considerar si los mismos meca-

nismos de los cuales se valió Smith, han sido también em-

pleados por otros profetas. La historia de Smith presta un 

servicio al historiador de las religiones, pues ilustra cómo 

puede surgir una religión. Pues bien, la misma suspicacia 

e incredulidad que aplicamos al origen del mormonismo, 

deberíamos también aplicarla al origen de todas las otras 

religiones que se han fundado sobre las experiencias de 

personajes que alegan recibir revelaciones divinas.