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20 (2004) el escéptico
Q
uerida Juliet:
Ahora que ya tienes diez años, quiero escribir-
te sobre algo que es importante para mí. ¿No te
has preguntado nunca cómo sabemos lo que
sabemos? ¿Cómo sabemos, por ejemplo, que las
estrellas, que parecen minúsculos pinchazos en el
cielo, son en realidad enormes bolas de fuego
como el Sol y que están muy lejos? ¿Y cómo
sabemos que la Tierra es una bola más pequeña,
que gira alrededor de una de esas estrellas, el Sol?
La respuesta a esta pregunta es “evidencia”. A
veces, “evidencia” significa literalmente ver (u oír,
tocar, oler...) que una cosa es cierta. Los astronau-
tas se han alejado de la Tierra lo suficiente para
ver con sus propios ojos que es redonda. Otras
veces, nuestros ojos necesitan ayuda. El “lucero
del alba” parece un brillante centelleo en el cielo,
pero con un telescopio, tu puedes ver que se trat
a
de una hermosa
pelota: el planeta que llamamos
Venus. Algo que tu aprendes viéndolo directa-
mente (u oyéndolo, tocándolo,...) se llama una
observación.
A menudo, la evidencia no es sólo pura obser-
vación, pero ésta última siempre está tras ella.
Cuando se comete un asesinato, normalmente
nadie (¡excepto el asesino y la víctima!) lo observa
.
Pero los investigadores pueden reunir otras
muchas observaciones, que en conjunto señalen a
un sospechoso concreto. Si las huellas dactilares
de una persona coinciden con las encontradas en
el puñal, eso demuestra que dicha persona lo
tocó. No demuestra que cometiera el asesinato,
pero puede ayudar a demostrarlo si existen otras
muchas evidencias que apunten a la misma per-
sona. A veces, un detective se pone a pensar en un
montón de observaciones y de repente se da
cuenta de que todas encajan en su sitio y cobran
sentido si suponemos que fue
fulano el que
cometió el asesinato.
Los científicos —especialistas en descubrir lo
que es cierto en el mundo y en el Universo— tra-
bajan muchas veces como detectives. Hacen una
suposición (ellos la llaman hipótesis) de lo que
podría ser cierto. Y a continuación se dicen: si
esto fuera verdaderamente así, deberíamos obser-
var tal y cual cosa.
Buenas y malas razones
para creer
RICHARD DAWKINS
Imagen de la Vía Láctea, en rayos X. La posibilidad de observar en diferentes longitudes de onda, permite descubrir nuevos datos
acerca de la realidad del Universo que nos rodea. (D. Wang —Umass—
et al., CXC, NASA)
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Los científicos
—especialistas en descubrir lo
que es cierto en el mundo y en
el Universo—
trabajan muchas veces como
detectives. Hacen una
suposición (llamada hipótesis)
de lo que podría ser cierto.
Y a continuación se dicen: si
esto fuera verdaderamente así,
deberíamos observar tal y cual
cosa.
A esto se le llama predicción. Por ejemplo, si
el mundo fuera verdaderamente redondo, podría-
mos predecir que un viajero que avance siempre
en la misma dirección acabará por llegar al punto
del que partió. Cuando el médico dice que tienes
sarampión, no es que te haya mirado y haya visto
el sarampión. Su primera mirada le proporciona
una hipótesis:
podrías tener sarampión. Entonces,
va y se dice: “Si de verdad tiene el sarampión,
debería ver...” Y empieza a repasar toda su lista de
predicciones, comprobándolas con los ojos (¿tie-
nes manchas?), con las manos (¿tienes caliente la
frente?) y con los oídos (¿te suena el pecho como
suena cuando se tiene sarampión?). Sólo enton-
ces se decide a declarar “Diagnostico que la niña
tiene sarampión”. A veces, los médicos necesitan
realizar otras pruebas, como análisis de sangre o
rayos X, para completar las observaciones hechas
con sus ojos, manos y oídos. La manera en que
los científicos usan la evidencia para aprender
cosas acerca del mundo es tan ingeniosa y tan
complicada que no te la puedo explicar en una
carta tan breve.
Quiero advertirte
en contra
de tres malas razones para
creer en cualquier cosa: se
llaman “tradición”,
“autoridad” y
“revelación”.
Pero dejemos por ahora la evidencia, que es
una buena razón para creer en algo, porque quie-
ro advertirte en contra de tres malas razones para
creer en cualquier cosa: se llaman “tradición”,
“autoridad” y “revelación”. Empecemos por la tra-
dición. Hace unos meses estuve en televisión,
charlando con cincuenta niños. Estos niños habí-
an sido educados en diferentes religiones: había
cristianos, judíos, musulmanes, hindúes, sijs... El
presentador iba con el micrófono de niño en
niño, preguntándoles lo que creían. Lo que los
niños decían demuestra exactamente lo que yo
entiendo por “tradición”. Sus creencias no tenían
nada que ver con la evidencia. Se limitaban a
repetir las creencias de sus padres y sus abuelos,
que tampoco estaban basadas en ninguna ev
i-
dencia. Decían cosas como “los hindúes creemos
tal y cual cosa”, “los musulmanes creemos esto y
lo otro”, “los cristianos creemos otra cosa diferen-
te”. Como es lógico, dado que cada uno creía
cosas diferentes, era imposible que todos tuvieran
razón. Por lo visto, al hombre del micrófono esto
le parecía muy bien, y ni siquiera los animó a dis-
cutir entre ellos sus diferencias.
Pero no es esto lo que me interesa en este
momento. Lo que quiero preguntar es de dónde
habían salido sus creencias. Habían salido de la
tradición. La tradición es la transmisión de creen-
cias de los abuelos a los padres, de los padres a
los hijos, y así sucesivamente. O mediante libros
que se siguen leyendo durante siglos. Muchas
veces las creencias tradicionales se originan casi
de la nada: es posible que alguien las inventara en
el escéptico (2004) 21
(Corel)
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algún momento, como tuvo que ocurrir con las
historias de Thor y Zeus; pero cuando se han
transmitido durante unos cuantos siglos, el hecho
mismo de que sean tan antiguas las convierte en
especiales. La gente cree ciertas cosas sólo porque
otra gente ha creído lo mismo durante siglos. Eso
es la tradición.
El problema de la tradición
es que, por muy antigua que
sea una historia, es igual
de cierta o de falsa que
cuando se inventó la historia
original. Si te inventas una
historia que no es verdad, no
se hará más verdadera
porque se transmita durante
siglos, por muchos siglos que
sean.
El problema de la tradición es que, por muy
antigua que sea una historia, es igual de cierta o
de falsa que cuando se inventó la historia original.
Si te inventas una historia que no es verdad, no se
hará más verdadera porque se transmita durante
siglos, por muchos siglos que sean. En Inglaterra,
gran parte de la población ha sido bautizada en la
Iglesia anglicana, que no es más que una de la
muchas ramas de la religión cristiana. Existen
otras ramas, como la ortodoxa rusa, la católica
romana o la metodista. Cada una cree cosas dife-
rentes. La religión judía y la musulmana son un
poco más diferentes, y también existen varias cla-
ses distintas de judíos y de musulmanes. La gente
que cree una cosa está dispuesta a hacer la guerra
contra los que creen otra ligeramente distinta, de
manera que se podría pensar que tienen muy
buenas razones —evidencias— para creer lo que
creen. Pero lo cierto es que sus diferentes creen-
cias se deben únicamente a diferentes tradiciones.
Vamos a hablar de una tradición concreta. Los
católicos creen que María, la madre de Jesús, era
tan especial que no murió, sino que fue elevada al
cielo con su cuerpo físico. Otras tradiciones cris-
tianas discrepan, diciendo que María murió como
cualquier otra persona. Estas otras religiones no
hablan mucho de María ni la llaman “Reina del
Cielo”, como hacen los católicos. La tradición que
afirma que el cuerpo de María fue elevado al cielo
no es demasiado antigua. La Biblia no dice nada
de cómo o cuándo murió: de hecho, a la pobre
apenas se la menciona en la Biblia. Lo de que su
cuerpo fue elevado a los cielos no se inventó
hasta unos seis siglos después de Cristo. Al prin-
cipio, no era más que un cuento inventado, como
Blancanieves o cualquier otro. Pero con el paso
de los siglos se fue convirtiendo en una tradición
y la gente comenzó a tomárselo en serio, sólo por-
que se había ido transmitiendo a lo largo de
muchas generaciones. Cuanto más antigua es una
tradición, más en serio se la toma la gente. Y por
fin, en tiempos muy recientes, se declaró que era
una creencia oficial de la Iglesia católica: esto
ocurrió en 1950, cuando yo tenía la edad que tú
tienes ahora. Pero la historia no es más verídica
en 1950 que cuando se inventó por primera vez,
seiscientos años después de la muerte de María.
Al final de esta carta volveré a hablar de la tra-
dición, para considerarla de una manera diferen-
te, pero antes tengo que hablarte de las otras dos
malas razones para creer una cosa: la autoridad y
la revelación.
La autoridad, como razón para creer en algo,
significa que hay que creer en ello porque alguien
importante te dice que lo creas. En la Iglesia cató-
lica, por ejemplo, la persona más importante es el
Papa. En una de las ramas de la religión musul-
mana, las personas más importantes son unos
ancianos de barba llamados ayatolás. En nuestro
país hay muchos musulmanes dispuestos a come-
ter asesinatos sólo porque los ayatolás de un país
lejano les dicen que lo hagan.
22 (2004) el escéptico
(Corel)
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Cuando te decía que en 1950 se dijo por fin
a los católicos que tenían que creer en la asun-
ción a los cielos del cuerpo de María, lo que que-
ría decir es que en 1950 el Papa les dijo que tení-
an que creer en ello. Con eso bastaba. ¡El Papa
decía que era verdad, luego tenía que ser verdad!
Ahora bien, lo más probable es que, de todo lo
que dijo el Papa a lo largo de su vida, algunas
cosas fueran ciertas y otras no fueran ciertas. No
existe ninguna razón válida para creer todo lo que
diga sólo porque es el Papa, del mismo modo que
no tienes porqué creerte todo lo que diga cual-
quier otra persona. El Papa actual ha ordenado a
sus seguidores que no limiten el número de hijos.
Si la gente sigue su autoridad tan ciegamente
como a él le gustaría, el resultado sería terrible:
hambre, enfermedades y guerras provocadas por
la superpoblación. Por supuesto, también en la
ciencia ocurre a veces que no hemos visto perso-
nalmente la evidencia, y tenemos que aceptar la
palabra de alguien. Por ejemplo, yo no he visto
con mis propios ojos ninguna prueba de que la
luz avance a una velocidad de 300.000 km por
segundo; sin embargo, creo en los libros que me
dicen la velocidad de la luz. Esto podría parecer
“autoridad”, pero en realidad es mucho mejor que
la autoridad, porque la gente que escribió esos
libros sí que había observado la evidencia, y cual-
quiera puede comprobar esa evidencia siempre
que lo desee. Esto resulta muy reconfortante. Pero
ni siquiera los sacerdotes se atreven a decir que
exista alguna evidencia de su historia acerca de la
subida a los cielos del cuerpo de María.
La tercera mala razón para creer en cosas se
llama “revelación”. Si en 1950 le hubieras podi-
do preguntar al Papa cómo sabía que el cuerpo
de María había ascendido al cielo, lo más proba-
ble es que te hubiera respondido que “se le había
revelado”. Lo que hizo fue encerrarse en su habi-
t
ación y rezar pidiendo orientación. Había pensa-
do y pensado, siempre solo, y cada vez se sentía
más convencido. Cuando las personas religiosas
tienen una sensación interior de que una cosa es
cierta, aunque no exista ninguna evidencia de que
sea así, llaman a esa sensación “revelación”. No
sólo los papas aseguran tener revelaciones. Las
tienen montones de personas de todas las religio-
nes, y es una de las principales razones por las
que creen las cosas que se creen. Pero ¿es una
buena razón? Supón que te digo que tu perro ha
muerto. Te pondrías muy triste y probablemente
me preguntarías: “¿Estás seguro? ¿Cómo lo
sabes? ¿Cómo ha sucedido?” Y supón que yo te
respondo: “En realidad, no sé que Pepe ha muer-
to. No tengo ninguna evidencia. Pero siento en mi
interior la curiosa sensación de que ha muerto.”
Te enfadarías mucho conmigo por haberte asus-
t
ado, porque sabes que una “sensación” interior
no es razón suficiente para creer que un lebrel ha
muerto. Hacen falta pruebas. Todos tenemos sen-
saciones interiores de vez en cuando, y a veces
resulta que son acertadas y otras veces que no lo
son. Está claro que dos personas distintas pueden
tener sensaciones contrarias, de modo que
¿cómo vamos a decidir cuál de las dos acierta? La
única manera de asegurarse de que un perro está
muerto es verlo muerto, oír que su
corazón se ha parado, o que nos lo
cuente alguien que haya visto u oído
alguna evidencia real de que a muerto.
A veces, la gente dice que hay que creer
en las sensaciones internas, porque si
no, nunca podrás confiar en cosas
como “mi mujer me ama”. Pero éste es
un mal argumento. Puedes encontrar
abundantes pruebas de que alguien te
ama. Si estás con alguien que te quiere,
durante todo el día estarás viendo y
oyendo pequeños fragmentos de ev
i-
dencia, que se van sumando. No se
trata de una pura sensación interior,
como la sensación que los sacerdotes
llaman revelación. Hay datos exteriores
que confirman la sensación interior:
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Yo no he visto con mis propios ojos
ninguna prueba de que
la luz avance a una velocidad
de 300.000 km por segundo;
sin embargo, creo en los libros que me
lo dicen. Esto podría parecer
“autoridad”, pero en
realidad es mucho mejor que la
autoridad, porque la gente que escribió
esos libros sí que había observado la
evidencia, y
cualquiera puede comprobar
esa evidencia siempre que lo desee.
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miradas a los ojos, entonaciones cariñosas en la
voz, pequeños favores y amabilidades; todo eso es
auténtica evidencia. A veces, una persona siente
una fuerte sensación interior de que alguien la
ama sin basarse en ninguna evidencia, y en estos
casos lo más probable es que esté completamen-
te equivocada. Existen personas con una fuerte
convicción interior de que una famosa estrella de
cine las ama, aunque en realidad la estrella ni
siquiera las conoce. Esta clase de personas tienen
la mente enferma. Las sensaciones internas tie-
nen que estar respaldadas por evidencias; si no,
no podemos fiarnos de ellas. Las intuiciones
resultan muy útiles en la ciencia, pero sólo para
darte ideas que luego hay que poner a prueba
buscando evidencias. Un científico puede tener
una “corazonada” acerca de una idea que, de
momento, sólo “le parece” acertada. En sí misma,
esta no es una buena razón para creer nada; pero
sí que puede ser razón suficiente para dedicar
algún tiempo a realizar un experimento concreto
o buscar pruebas de una manera concreta. Los
científicos usan constantemente sus sensaciones
interiores para sacar ideas; pero estas ideas no
valen nada si no se apoyan con evidencias.
Las intuiciones resultan
muy útiles en la ciencia,
pero sólo para darte ideas
que luego hay que poner a
prueba buscando evidencias.
Te prometí que volveríamos a lo de la tradi-
ción, para considerarlo de una manera distinta.
M e gustaría intentar explicar por qué la tradición
es importante para nosotros. Todos los animales
están construidos (por el proceso que llamamos
evolución) para sobrevivir en el lugar donde su
especie vive habitualmente. Los leones están equi-
pados para vivir en las llanuras de África. Los can-
grejos de río están construidos para sobrevivir en
agua dulce, y los bogavantes para sobrevivir en
agua salada. También las personas somos anima-
les, y estamos construidos para sobrevivir en un
mundo lleno de... otras personas. La mayoría de
nosotros no tiene que cazar su comida, como los
leones y los bogavantes: se la compramos a otras
personas, que a su vez se la compraron a otras.
N adamos en un “mar de gente”. Lo mismo que el
pez necesita branquias para sobrevivir en el agua,
la gente necesita cerebros para poder tratar con
otra gente. El mar está lleno de agua salada, pero
el mar de gente está lleno de cosas difíciles que
hay que aprender. Como el idioma. Tú hablas
inglés, pero tu amiga Ann-Kathrin habla alemán.
Cada una de vosotras habla el idioma que le per-
mite “nadar” en su propio “mar de gente”.
El idioma se transmite por tradición. No exis-
te otra manera. En Inglaterra, tu perro Pepe es
a
dog. En Alemania, es ein Hund. Ninguna de estas
palabras es más correcta o verdadera que la otra.
Las dos se transmiten de manera muy simple.
Para poder nadar bien en su propio “mar de
gente”, los niños tienen que aprender el idioma
de su país y otras muchas cosas acerca de su pue-
blo; y esto significa que tienen que absorber,
como si fueran papel secante, una enorme canti-
dad de información tradicional (recuerda que
información tradicional significa, simplemente,
cosas que se transmiten de abuelos a padres y de
padres a hijos). El cerebro del niño tiene que
absorber toda esa información tradicional, y no se
puede esperar que el niño seleccione la informa-
ción buena y útil, como las palabras del idioma,
descartando la información falsa o estúpida,
como creer en brujas, en diablos y en vírgenes
inmortales. Es una pena, pero no se puede evitar
que las cosas sean así. Como los niños tienen que
absorber tanta información, es probable que tien-
dan a creer todo lo que los adultos les dicen, sea
cierto o falso, tengan razón o no. Muchas cosas
que los adultos les dicen son ciertas y se basan en
evidencias, o, por lo menos, en el sentido común.
Pero si les dicen algo que sea falso, estúpido o
incluso maligno, ¿cómo se puede evitar que el
niño se lo crea también? ¿Y qué harán esos niños
cuando lleguen a adultos? Pues seguro que con-
társelo a los niños de la siguiente generación. Y
así, en cuanto la gente a empezado a creerse una
cosa —aunque sea completamente falsa y nunca
existieran razones para creérsela—, se puede seguir
creyendo para siempre. ¿Podría ser esto lo que ha
ocurrido con las religiones? Creer en uno o varios
dioses, en el cielo, en la inmortalidad de María,
en que Jesús no tuvo un padre humano, en que
las oraciones son atendidas, en que el vino se
transforma en sangre... ninguna de estas creencias
está respaldada por pruebas auténticas. Sin
embargo, millones de personas las creen, posible-
mente porque se les dijo que las creyesen cuando
24 (2004) el escéptico
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todavía eran suficientemente pequeñas como
para creerse cualquier cosa.
Otros millones de personas
creen en cosas distintas, porque se
les dijo que creyeran cuando eran
niños. A los niños musulmanes se
les dicen cosas diferentes a las que
se les dicen a los niños cristianos, y
ambos grupos crecen absolutamen-
te convencidos de que ellos tienen
razón y los otros se equivocan.
Incluso entre los cristianos, los cató-
licos creen cosas diferentes de las
que creen los anglicanos, los episco-
palianos, los
shakers, los cúaqueros,
los mormones o los
holly rollers,
y
todos están absolutamente conven-
cidos de que ellos tienen la razón y
los otros están equivocados. Creen
cosas diferentes por la mismas razo-
nes por las que tú hablas inglés y tu
amiga Ann-Kathrinn alemán. Cada
uno de los idiomas es el idioma
correcto en su país. Pero de las reli-
giones no se puede decir que cada
una sea la correcta en su propio
país, porque cada religión afirma
cosas diferentes y contradice a las
demás. María no puede estar viva en la católica
Irlanda del Sur y muerta en la protestante Irlanda
del Norte.
¿Qué se puede hacer con esto? A ti no te va a
resultar fácil hacer nada, porque sólo tienes diez
años. Pero podrías probar una cosa: la próxima
vez que algo que parezca importante, piensa para
tus adentros: “¿Es esta una de esas cosas que la
gente suele creer basándose en evidencias? ¿O es
una de esas cosas que la gente cree por tradición,
autoridad o revelación?”. Y la próxima vez que
alguien te diga que una cosa es verdad, prueba a
preguntarle: “¿Qué pruebas existen de ello?” Y si
no pueden darte una buena respuesta, espero que
lo pienses muy bien antes de creer una sola pala-
bra de lo que te digan. ■
Te quiere, papá.
Traducido del original en inglés
Good and
bad reasons for believing de R. Dawkins, ensa-
yo incluido en el volumen
How Things Are: A
Science Tool-kit for the Mind, editado por
John Brockman y Katinka Matson.
el escéptico (2004) 25
Portada del libro How Things Are: A Science Tool-kit for the Mind,
editado por John Brockman y Katinka Matson. (Quill)
La próxima vez
que algo que parezca
importante,
piensa para tus adentros:
“¿Es esta una de esas
cosas que la gente suele
creer basándose en
evidencias?
¿O es una de esas cosas
que la gente cree por
tradición,
autoridad o revelación?”