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Invierno 2002 y Primavera 2003
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TRAGEDIA EN LOS CIELOS
El accidente del Columbia, sucedido el pasado 1 de fe-
brero, y la muerte de sus siete tripulantes, ha supuesto
una conmoción a nivel mundial. Ensalzados por el cine
(Elegidos para la Gloria, Apolo XIII, Space Cowboys...)
los astronautas suponen la plasmación contemporánea
del héroe, del hombre y la mujer que arriesgan su vida
en pos de un noble ideal, el avance de la Ciencia.
Es obvio que el riesgo cero (la seguridad absoluta) no
existe. Incluso la actividad más aparentemente inocua
no lo es completamente. Si bajamos una escalera pode-
mos resbalar y fallecer como consecuencia del accidente,
si nos duchamos entra dentro de lo posible que suframos
un patinazo y nos desnuquemos, si bebemos un vaso de
agua ésta puede estar contaminada química o bacterio-
lógicamente... si dejáramos que ese riesgo posible (aun-
que improbable) nos condicionara en nuestra actividad
cotidiana, el resultado sería la paralización, el sumirnos
en un marasmo de terrores en el que nunca haríamos
nada.
No obstante, junto a esos sucesos de probabilidad muy
cercana a cero, existen otros que nadie (o casi) están dis-
puestos a asumir, son riesgos que la mayoría de nosotros
considera inaceptables. No conozco a nadie que en sus
ratos de ocio se dedique a jugar a la ruleta rusa ya que
la elevada probabilidad de levantarse la tapa de los se-
sos (16,66% para un revólver de seis balas) garantiza-
ría un final desgraciado a la persona que practicara con
asiduidad esa “diversión”. Aunque la probabilidad de
cada nueva “jugada” sea independiente (es decir, que si
tiramos una moneda al aire y sale cara, la probabilidad
de que en el siguiente lanzamiento salga otra vez cara si-
gue siendo exactamente igual a la de que salga cruz, el
50%) no es más que cuestión de tiempo el que nuestro
hipotético “jugador” compulsivo terminase teniendo un
percance. Podemos comprobarlo con un simple dado. La
probabilidad de obtener un número concreto en una ti-
rada es exactamente igual a la de morir en la ruleta rusa,
el 16,66%. Aunque cuando empezamos una partida de
parchís, el cinco parezca tener cierta renuencia a apa-
recer, siempre acaba por salir. Es más, con unas condi-
ciones que no influyan en el resultado, en una serie lar-
ga de tiradas, cada número habrá aparecido más o menos
de acuerdo a su probabilidad de 1/6.
Así las cosas, ¿la probabilidad de falle-
cer en un accidente de un trasbordador
espacial se aproxima a un riesgo cero o es,
por el contrario, un riesgo inasumible? Han
pasado muchos años desde el accidente del
Challenger (28-I-1986), lo que puede hacer
creer que es lo primero. A fin de cuentas, en
estos diecisiete años y cuatro días han falle-
cido más personas en accidentes de coches,
de trenes, de aviación... que en los de trans-
bordadores espaciales ¿no? Sí, pero la pro-
PRIMER CONTACTO
NASA
Un gran número de firmas, banderas y flores
se depositaron cerca de las vallas de la
entrada principal de Centro Espacial Johnson
en los días inmediatamente posteriores
al accidente de lanzadera espacial Columbia,
en memoria de su tripulación.
Esta imagen es una vista de la parte inferior de la
lanzadera Columbia durante su re-entrada, tras finalizar
su misión en el espacio el pasado 1 de febrero.
Se tomó aproximadamente a las 13,57 h (Tiempo
Universal) y se ve una pequeña muesca en el ala
izquierda, que está siendo investigada.
NASA
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babilidad no se puede separar del número de casos.
Diariamente, millones de automóviles inician su reco-
rrido de los que sólo un pequeñísimo porcentaje se
verán implicados en accidentes mortales. Sin embargo,
desde el comienzo del uso de transbordadores para
misiones reales sólo se han efectuado 113 viajes de los
que dos han acabado en desastre total, así que el cál-
culo de probabilidades da un resultado de casi 1,77%
para un final fatal. Puede argüirse que el número de
casos es bastante reducido como para pensar que esa
probabilidad refleje la realidad, y será cierto. Puede
que el azar haya acumulado al principio de la serie los
únicos dos casos que se darían en mucho tiempo, pero
también es posible lo contrario, que los haya espaciado
y la probabilidad real sea más alta.
También puede considerarse que la de astronauta es
una profesión de alto riesgo, que los que la ejercen son
voluntarios y conocen el peligro. Es nuevamente cierto,
pero las personas a las que casi le cayeron encima los
restos del Columbia no eran voluntarios de nada. El pe-
ligro de la contaminación química que afectó a varias per-
sonas que tuvieron que ser hospitalizadas, tampoco debe
ser olvidado.
Así las cosas, ¿debe mantenerse
el programa de vuelos tripulados
de los transbordadores? ¿El avance
científico puede justificar la pérdida de
vidas humanas? Ya antes de este
trágico accidente, se habían alzado
voces discrepantes con algunos
aspectos de la investigación espacial.
Así las cosas, ¿debe mantenerse el programa de vue-
los tripulados de los transbordadores? ¿El avance cien-
tífico puede justificar la pérdida de vidas humanas? Ya
antes de este trágico accidente, se habían alzado voces
discrepantes con algunos aspectos de la investigación es-
pacial. Por citar sólo a uno de los más conocidos, el fí-
sico Robert L. Park en Ciencia o vudú asegura que el pro-
yecto de la Estación Orbital Permanente no iba a dar los
resultados científicos que serían de desear pese a su ele-
vado coste. También denunciaba que, lejos de progresar,
la exploración del espacio estaba en plena regresión.
Desde que finalizó el programa Apolo, el ser humano per-
manece cada vez más cerca de la Tierra. No sólo no ha
llegado (ni en un futuro cercano lo hará) a Marte sino que,
ni siquiera, se ha vuelto a la Luna.
Los problemas derivados de un viaje tripulado a lar-
gas distancias son tales (oxígeno, alimentos, reciclado de
residuos, la propia fisiología humana...) que, hoy por hoy,
no tienen respuestas. Por el contrario, los viajes no tri-
pulados sí están aportando avances como los datos trans-
mitidos por las sondas “marcianas”.
Así las cosas, el olvidarse de momento de los vuelos
tripulados puede ser la opción más segura y la que arro-
je mejores resultados científicos. Los motivos para su
mantenimiento parecen tener más que ver con cuestio-
nes de imagen y de captación de fondos (el factor humano
facilita la siempre ardua concesión de subvenciones) que
con otra cosa.
é
José Luis Calvo
¿ARQUEOLOGÍA
PATOLÓGICA
EN
ATAPUERCA?
El pasado 8 de enero, el Museo de Historia Natural de
Nueva York (EEUU) abría sus puertas para inaugurar una
exposición dedicada a los hallazgos arqueológicos y pa-
leontológicos de la sierra de Atapuerca. Siendo Juan Luis
Arsuaga, Eudald Carbonell y José María Bermúdez de
Castro sus comisarios, la muestra agrupa noventa de las
piezas más destacadas obtenidas en los yacimientos bur-
galeses a lo largo de los últimos años. El acontecimien-
to sirvió para presentar ante los medios de comunicación
una de estas piezas: un bifaz bautizado con el sugeren-
te nombre de Excalibur.
Los bifaces, también denominados hachas de mano,
son útiles líticos cuya característica principal es que es-
tán trabajados por sus dos caras. Son unas herramien-
tas muy abundantes y típicas del Paleolítico Inferior, cuyo
uso se extendió hasta el Paleolítico Medio. Excalibur es
un bifaz como cualquier otro: mide 135 milímetros de lon-
gitud, por 98 de anchura y 49 de grosor. Fue hallado en
la célebre Sima de los Huesos en 1998, y se puede afir-
mar que fue la obra de un Homo heidelbergensis. Su fa-
bricante lo trabajó en un bloque de cuarcita para darle
filo y convertirlo en una herramienta de corte hace unos
400.000 años.
Sin embargo, para los excavadores de Atapuerca este
bifaz es mucho más que una simple herramienta. Como
el mismo Arsuaga afirmaba en un artículo de su autoría,
publicado en el periódico El País el mismo día 8 de ene-
ro, Excalibur fue una especie de elemento votivo fune-
rario, un objeto simbólico arrojado a la Sima para acom-
pañar a los difuntos. Este hecho lo convertiría en la
evidencia más antigua de comportamiento simbólico y
en la prueba que confirma la naturaleza de enterramiento
de la Sima, en la que se ha encontrado una acumulación
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