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Los patriarcas bíblicos como Abraham, Noé o Jacob
nunca existieron; los israelitas no estuvieron esclaviza-
dos en Egipto; jamás deambularon por el desierto; nun-
ca realizaron la conquista militar de la tierra de Cana-
án y el rico y poderoso “reino unificado” de David y
Salomón fue, a lo sumo, un pequeño cacicazgo margi-
nal. Éstas son las conclusiones que los últimos decenios
de excavaciones arqueológicas e investigaciones histó-
ricas independientes han puesto al descubierto. Si Je-
hová es el autor e inspirador de la Biblia como creen ju-
díos y cristianos, entonces jugaba a contar mentiras.
El arzobispo anglicano y primado de Irlanda, James
Ussher, tras realizar un minucioso estudio de las cro-
nologías de la Biblia en 1650 precisó que el Universo
había sido creado por Dios el 22 de octubre de 4004
a.C. por la tarde, es decir, hacía entonces 5.654 años
(6.006 en 2002).
Hoy sabemos que Su Ilustrísima se equivocó en unos
14.000 millones de años. Pero en su tiempo el trabajo
del arzobispo Ussher fue estimado como una valiosa
aportación al conocimiento del libro sagrado de judíos
y cristianos, así como también un dato fundamental
para poder conocer la historia del mundo. La cronología
del arzobispo recibió amplia aceptación en Occidente
hasta bien entrado el siglo XIX.
A lo largo de varios milenios, para los hebreos pri-
mero y luego para todo el orbe cristiano, el texto bíbli-
co constituyó el más fidedigno documento histórico del
pasado de la humanidad, donde se narraba lo ocurrido
desde la Creación ex nihilo del Universo por el Dios de
los judíos y posteriormente, el origen del hombre, crea-
do “a imagen y semejanza” de su Creador seguido de la
posterior aventura de los seres humanos centrada en la
historia del pueblo hebreo, el “elegido de Dios”.
La Biblia en su conjunto se presenta, en buena par-
te, como una obra de narración histórica verídica o al
menos verosímil con cronologías puntuales, reinados, re-
ferencias geográficas precisas, relatos de grandes mi-
graciones, batallas, conquistas, nombres propios de per-
sonajes relevantes y marginales, etc., además de los
avatares privados de numerosos individuos.
Las historias de la pareja primigenia, Adán y Eva, de
sus descendientes Abel y Caín, Matusalén y su nieto
Noé, protagonista del Diluvio Universal, la frustración de
la torre de Babel y, por fin, el largo peregrinaje de Abram
(Abraham se llamará sólo más tarde), el gran patriarca
de las religiones judía, cristianas e islámica hasta Ca-
naán, fueron asumidos como jalones ciertos de la his-
toria del hombre sobre la Tierra.
Que Matusalén viviera hasta los
969 años, por ejemplo, y que en-
gendrara a su hijo cuando tenia
187 —entre otras muchas rare-
zas— no quitaba verosimilitud a
los textos del Génesis.
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Las
fabulaciones
de
Jehová
RICARDO HERREN
ARCHIVO
Noé en su arca, pintura paleocristiana ubicada en las
catacumbas de San Marcelino y San Pedro, en Roma.
A lo largo de varios milenios, para los hebreos
primero y luego para todo el orbe cristiano,
el texto bíblico constituyó el más fidedigno
documento histórico del pasado de la humanidad.
Los patriarcas bíblicos como Abraham, Noé o Jacob nunca
existieron; los israelitas no estuvieron esclavizados en Egip-
to; jamás deambularon por el desierto; nunca realizaron la
conquista militar de la tierra de Canaán y el rico y podero-
so “reino unificado” de David y Salomón fue, a lo sumo, un
pequeño cacicazgo marginal. Éstas son las conclusiones que
los últimos decenios de excavaciones arqueológicas e inves-
tigaciones históricas independientes han puesto al descu-
bierto. Si Jehová es el autor e inspirador de la Biblia como
creen judíos y cristianos, entonces jugaba a contar mentiras.
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Fueron tomados por básica-
mente ciertos el período de la “es-
clavitud” de los judíos en Egipto,
su liberación liderada por Moisés y,
después de cuarenta años de vagar
por el desierto, la conquista san-
grienta de Canaán por un feroz ejército israelita al man-
do de Josué, tras la donación que Jehová les hizo de esa
tierra “que mana leche y miel”. Todas estas narraciones
marcaron y explicaron el nacimiento de Judá-Israel y el
inicio del desarrollo de la identidad judía.
Pero el último siglo de intensas investigaciones ar-
queológicas en la región, sumadas a los estudios histó-
ricos y de crítica textual han dado al final una versión
muy distinta de los hechos: “Los actos de los patriarcas
son pura leyenda, los israelitas nunca estuvieron en
Egipto, no vagaron por el desierto, no conquistaron la
tierra en una campaña militar y no la legaron a las doce
tribus de Israel”, afirma enfáticamente el prestigioso ar-
queólogo israelí de la Universidad de Tel Aviv, Ze’ev Her-
zog. “Aunque lo más difícil de tragar —añade— sea el
hecho de que ‘la monarquía unida’ de David y Salomón,
descrita en la Biblia como un poder regional fue, a lo
sumo, un cacicazgo”.
IR POR LANA...
Paradójicamente, las excavaciones arqueológicas en Pa-
lestina fueron impulsadas por cristianos y judíos mili-
tantes que querían demostrar con pruebas materiales la
veracidad de los relatos bíblicos, amenazada por las teo-
rías científicas sobre el origen del Universo, la evolución
de las especies y los hallazgos de la crítica literaria de
la Biblia a fines del siglo XIX.
Su método era muy cuestionable desde el punto de
vista científico: partían de su convicción de que todo en
la Biblia era sustancialmente cierto, de manera que tra-
taban de hacer encajar los hallazgos arqueológicos con
las narraciones del Antiguo Testamento. Liderados por
el norteamericano William F. Albright y el rabino Nelson
Glueck, esta rama de la arqueología, la arqueología bí-
blica, se dedicó sobre todo a excavar ruinas de grandes
ciudades y a estudiar la cultura hebrea desgajada de la
de otros pueblos de la región. Pese a los esfuerzos de
estos investigadores, pronto empezaron a surgir contra-
dicciones entre los relatos bíblicos y los hallazgos ma-
teriales.
En los años setenta del pasado siglo XX apareció una
nueva generación de arqueólogos, que con una meto-
dología opuesta empezaron a socavar la construcción al-
brighteana sobre la historicidad de los patriarcas: par-
tieron de los datos científicos, es decir, de los resultados
de las excavaciones realizadas con métodos más mo-
dernos, de las correlaciones históricas con otros pueblos
de la región, de las críticas literarias y sólo entonces fue-
ron a mirar y a cotejar lo que decía la Biblia.
De ahí en adelante, se desarrolló toda una oleada de
nuevas investigaciones de mayor rigor científico a la que
Herzog llama “una revolución arqueológica”. Sus con-
clusiones se resisten todavía a ser aceptadas por la con-
ciencia pública, “pero no pueden ser ignoradas”. Los
profetas y escribas que compusieron los textos bíblicos
eran mejores teólogos, literatos y propagandistas que
historiadores.
CUÁNTOS Y CUÁNDO
Una de las primeras dificultades y a la vez contradic-
ciones del relato bíblico inicial es en qué época se pro-
dujeron los hechos narrados, esa cuestión que el arzo-
bispo anglicano creía haber resuelto. Según la
cronología del texto sagrado, Salomón erigió el Templo
480 años después del Éxodo de Egipto. En la cuenta
atrás hay que sumar unos 439 años de estancia en el
país del Nilo y las vidas extraordinariamente largas de
los patriarcas, con todo lo cual Abram/Abraham habría
emigrado de “Ur de los Caldeos” a Canaán en el siglo
XXI a.C. (antes de la Era Común).
Pero la arqueología no ha encontrado ninguna evi-
dencia que pudiera sustentar tal afirmación ni en el XXI
ni en los siglos sucesivos. Benjamín Mazar, uno de los
arqueólogos que defienden todavía la historicidad (par-
cial) de la Biblia, ha propuesto trasladar la época de la
migración de Abraham un milenio más tarde, al siglo XI,
pero eso la situaría en la época en que los israelitas se
instalaron en la Tierra Prometida. Los intentos del do-
minico Roland de Vaux de situar las narrativas de los pa-
triarcas entre los años 2000 y 1500 a.C. tampoco me-
joraron las cosas.
El Génesis contiene no pocos anacronismos que,
además, chocan con sus propias cronologías, lo que su-
giere que fueron escritos en épocas muy posteriores. Se
afirma que Abram/Abraham era originario de “Ur de los
caldeos”, pero los caldeos (como llamaban los hebreos
a los neobabilónicos) no aparecen en la Historia antes
del siglo VIII a.C., más de un milenio después de las fe-
chas bíblicas.
Isaac, hijo de Abraham se encuentra con “Abime-
lech, rey de los Filisteos” en la ciudad de Gerar (Gen
26:1) a la que consideran implícitamente una gran urbe.
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Los profetas y escribas que compusieron los textos
bíblicos eran mejores teólogos, literatos y
propagandistas que historiadores.
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Los filisteos no emigraron a Canaán antes de 1200 a.C.,
alrededor de un milenio después de los años en que vi-
vió Isaac, según la Biblia. Las excavaciones en las rui-
nas de la “ciudad” de Gerar muestran que en el siglo
XIII y XII a.C. era todavía una aldea minúscula.
Las historias de los patriarcas van asociadas con el
uso de camellos en gran escala tanto para usos tanto ci-
viles como militares, lo que también es anacrónico. “En
ninguna de las fuentes arqueológicas del Cercano
Oriente los camellos son mencionados en esta época ya
que fueron domesticados en un proceso largo y gradual
que llevó cientos de años”, explica Nadav Na’aman, pro-
fesor de Historia Judía en la Universidad de Tel Aviv. No
se encuentran abundantes huesos de camellos hasta los
estratos correspondientes al siglo VII a.C., añade el ca-
tedrático. Por lo que el autor que escribió estas refe-
rencias muchos siglos después de los supuestos hechos
narrados reflejaba la situación de su propia época y no
la de los protagonistas de sus historias.
Éstos son apenas algunos ejemplos de las contra-
dicciones entre las evidencias arqueológicas y las na-
rraciones bíblicas que han llevado a buena parte de los
expertos a admitir que la etapa de los Patriarcas perte-
nece al mundo de las tradiciones o leyendas en las que
puede haber nada o muy poco de historia. Incluso mu-
chos de los relatos del Génesis como el del Diluvio Uni-
versal y Noé están copiados de tradiciones me-
sopotámicas, mucho más antiguas, que los he-
breos probablemente conocieron durante su
exilio en Babilonia; el lenguaje de la Creación
al comienzo del Génesis está inspirado por mi-
tos similares de Babilonia.
Dice Philip Davies, profesor de Estudios Bí-
blicos de la Universidad británica de Sheffield:
“En la última gran conferencia académica de
la Northwestern University en Chicago sobre
Los Orígenes del Pueblo Judío ya no hubo ni
un solo ponente que defendiera la historicidad
de las narraciones de los patriarcas en el Gé-
nesis”, pese a que allí estaba reunido lo más
granado de los especialistas en Historia Bíbli-
ca de distintas escuelas e interpretaciones.
AQUÍ NO ESTUVO ISRAEL
A lo largo de milenios en la Edad Antigua, Egipto fue
una tierra de refugio de los nómadas o desplazados del
Medio Oriente. La razón principal es que éstos estaban
sometidos a los cambiantes regímenes de lluvias para
recoger sus cosechas o alimentar sus rebaños, mientras
que las crecidas puntuales del Nilo y sus fértiles orillas
aseguraban a los egipcios una agricultura sin demasia-
dos contratiempos todos los años.
Jacob con sus hijos, en el relato bíblico, van a com-
prar trigo a Egipto en un año de estrecheces en Cana-
án y allí encuentran encumbrado a su hijo José a quien
sus hermanos habían vendido como esclavo a unos mer-
caderes. La historia es conocida y marca el comienzo de
un período de más de cuatro siglos durante el cual los
israelitas permanecen en Egipto, según el Génesis. Fi-
nalmente el caudillo hebreo Moisés huye con su pueblo,
y atraviesa milagrosamente el Mar Rojo, cuyas aguas se
abren a su paso y se cierra cuando el ejército egipcio
que los persigue intenta atravesarlo con el faraón a la
cabeza. Luego, durante cuarenta años, vagan por el de-
sierto. Allí Moisés recibirá en lo alto del monte Sinaí las
Tablas de la Ley que sellan la Alianza entre Yavé e Is-
rael, su pueblo elegido, ini-
cio del culto monoteísta en-
tre los judíos.
Pero los egipcios, minu-
ciosos cronistas de los he-
chos trascendentes de su
historia, no mencionan en
absoluto esta prolongada
presencia de los israelitas
en su país, ni ninguno de los hechos extraordinarios na-
rrados en la Biblia como las plagas, la matanza de los
primogénitos, la fuga de cientos de miles de personas o
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Según Philip Davies, en la última gran conferencia
académica de la Northwestern University en Chicago
sobre Los Orígenes del Pueblo Judío ya no hubo ni
un solo ponente que defendiera la historicidad
de las narraciones de los patriarcas en el Génesis.
Jonás, surgiendo de las fauces del monstruo marino, pintura paleocristiana
hallada en las catacumbas de San Marcelino y San Pedro, en Roma.
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el aniquilamiento del ejér-
cito egipcio, tragado por
las aguas. Todos los farao-
nes que reinaron en la
época se encuentran mo-
mificados y enterrados en
sus tumbas (o en los mu-
seos) y no en el fondo del mar. Y lo que es más llama-
tivo: la ignorancia es mutua, porque los cronistas bíbli-
cos no mencionan siquiera el nombre del faraón con
quien Moisés intenta negociar el Éxodo de su pueblo, un
encuentro cara a cara, por cierto, harto improbable dado
el carácter sagrado de los monarcas egipcios y su dis-
tanciamiento total de sus súbditos, los simples mortales.
Los intentos de encontrar alguna huella arqueológi-
ca de los 40 años de vagabundeo en los sitios mencio-
nados en el relato bíblico, tampoco han arrojado ni la más
pequeña evidencia de la presencia de muchos centena-
res de miles de personas habitando durante largos años
en campamentos. Ni siquiera el monte Sinaí donde Moi-
sés recibió el Decálogo ha sido localizado con certeza.
Incluso William G. Dever, ferviente defensor de la
historicidad de la Biblia, reconoce que el monoteísmo
de Israel no comenzó en el desierto como dice el Éxo-
do, sino algunos siglos más tarde. “No tenemos evi-
dencias arqueológicas claras de religión y cultos israe-
litas antes de la monarquía en los siglos X y IX a.C. La
ausencia de datos más visibles sugiere un culto extre-
madamente simple, sin iconos, no institucionalizado,
probablemente basado en la familia y todavía en la tra-
dición de las religiones de la fertilidad más antiguas de
Canaán”, dice este profesor de Arqueología y Antropo-
logía del Cercano Oriente en la Universidad de Arizona,
recientemente convertido al judaísmo.
“Los israelitas nunca vivieron en Egipto”, subraya
Niels Peter Lemche, profesor de estudios del Viejo Tes-
tamento en el Departamento de Estudios Bíblicos de la
Universidad de Copenhague. “Los autores de las narra-
ciones bíblicas deben de haber tomado la historia de los
recuerdos de algún grupo pequeño de personas que al-
guna vez estuvieron en Egipto y, eventualmente, este
grupo podría haber pasado a formar parte de la heren-
cia nacional de los hebreos”, especula.
La única mención de Israel que se encuentra en los
anales egipcios de la época es una estela erigida por el
faraón Merneptá en el quinto año de su reinado (1209
a.C.) en la que canta las glorias de sus victorias contra
los libios y los cananeos: “Canaán ha sido limpiada de
enemigos”, afirma en la parte pertinente. “Ashkelon ha
sido tomada, Gezer ha sido capturada, Yenoam ya no
existe, Israel está devastado, sin descendencia posible”.
La significación exacta de esta aislada mención sigue
siendo materia de discusión entre los especialistas.
Lo cierto es que por el modo en que está escrita la
frase en la lengua original debe entenderse que Israel
es un pueblo nómada y no un topónimo como los otros
nombres cananeos mencionados. Pero es imposible cono-
cer a quiénes se refieren los egipcios exactamente. “Nada
sabemos de un grupo humano llamado ‘Israel’ 200 años
antes de la fundación de la monarquía y el comienzo de
la protohistoria de Israel”, dice Na’aman. De hecho, “el
texto egipcio está abierto a numerosas interpretaciones,
ninguna de las cuales puede ser verificada con ningún
grado de certidumbre”, agrega. El nombre de Israel no
aparece en la extensa colección de correspondencia entre
el faraón y los reyes y reyezuelos de Canaán y Siria, cono-
cida como las cartas de Al Amarna (1348-1332 a.C.)
un siglo antes de la estela de Merneptá.
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La única mención de Israel que se encuentra en
los anales egipcios de la época es una estela erigida por
el faraón Merneptá en el quinto año de su reinado
(1209 a.C.) en la que canta las glorias de sus victorias
contra los libios y los cananeos: “Canaán ha sido
limpiada de enemigos”, afirma en la parte pertinente.
C.
LÓPEZ
Antiguas murallas de Jericó. Mucho más antiguas que lo
que permite la cronología bíblica del arzobispo Ussher, la
torre de piedra semicircular que se observa, de unos 9
metros de altura, se remonta al neolítico precerámico,
hace más de 9.000 años (desde el presente) y fue
descubierta en el año 1956 por la arqueóloga K. Kenyon.
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¿A SANGRE Y FUEGO?
En la Biblia, tras cuatro de-
cenios de vagar por el de-
sierto, los israelitas llegan a
Transjordania y se disponen
a atravesar el río Jordán para
iniciar la conquista de Ca-
naán al mando del líder que reemplaza a Moisés: Josué.
Yavé le confirma que les da “todo lugar que sea hollado
por la planta de vuestros pies”, “desde el desierto y el
Líbano hasta el río Grande, el Éufrates (toda la tierra de
los hititas) y hasta el mar”. Pero tendrán que conquis-
tarla a sangre y fuego y perpetrar el genocidio de todos
sus habitantes.
Cuarenta mil hombres de guerra, los sacerdotes y el
resto del pueblo atraviesan el río Jordán que detiene el
curso de sus aguas por orden de Yavé para que los judí-
os pasen por el cauce seco. El primer objetivo es Jericó,
una antiquísima ciudad erigida en un oasis. Al sonido de
las trompetas de los sacerdotes hebreos sus murallas caen
y los israelitas toman la ciudad, degüellan a casi todos
sus habitantes y a sus ganados, se apoderan de sus ri-
quezas en oro para el altar de Yavé y la incendian.
Luego vendrá la vecina ciudad de Ay que sigue una
suerte parecida. Así sucesivamente los ejércitos victo-
riosos de los hebreos conquistan el norte y el sur de
Canaán, matan a todos sus habitantes y reparten las ciu-
dades entre las tribus. Hasta 31 reyes de ciudades-es-
tado fueron derrotados por las fuerzas israelitas, según
la narración del Antiguo Testamento.
La realidad que delatan las investigaciones arqueo-
lógicas, empero, exhibe un panorama bien diferente. En
la última parte del siglo XIII a.C. cuando según la Biblia
se produjo la conquista de Canaán muchas ciudades
como Jericó o Ay no sólo no tenían murallas sino que no
existían como centros poblados, de modo que mal po-
dían ser conquistadas.
“A medida que más y más ciudades fueron desen-
terradas y quedó en evidencia que esos centros pobla-
dos murieron o simplemente fueron abandonados y se
despoblaron en distintas épocas, la conclusión fue ine-
vitable: no existen bases fácticas que respalden la ver-
sión de una conquista militar de Canaán”, dice Herzog.
Todas las ciudades exploradas arqueológicamente es-
taban muy lejos de las exageradas descripciones de la Bi-
blia según las cuales eran grandes centros urbanos con
murallas y edificios que llegaban al cielo. “Se trataba de
asentamientos no fortificados que en el mejor de los ca-
sos consistían en unas pocas estructuras o en el palacio
del gobernante, más que en una verdadera ciudad”, aña-
de el arqueólogo israelí. “La cultura urbana de Palesti-
na se desintegró en un largo proceso que duró siglos y
no fue consecuencia de una conquista militar”.
Más aún: la descripción de la Biblia ignora algunos
aspectos fundamentales como que Canaán en esos tiem-
pos estaba ocupada militarmente por Egipto, poder al
que el relato del libro sagrado no menciona en ningún
momento. “Hasta mediados del siglo siguiente, el XII,
Egipto mantuvo el dominio con centros administrativos
situados en Gaza, Yafo y Beit Shean. Se han descu-
biertos restos de la presencia egipcia incluso en ambas
orillas del Jordán”, señala Herzog, hasta que a fines del
siglo XII el ejército de los faraones se retiró definitiva-
mente de Canaán.
“Resulta evidente que la mayoría de las narraciones
de conquistas carecen de fundamentación histórica”,
subraya Na’aman. “A fin de darle verosimilitud a su his-
toria, el autor copió las grandes líneas del relato de otros
acontecimientos concretos tomados de la historia de Is-
rael”, que han sido identificados por los estudiosos e in-
ventariados por Na’aman en su obra The “Conquest of
Canaan” in the Book of Joshua and in History” (
Jeru-
salén, 1994).
EL MESTIZAJE CANANEO
Si los hebreos no provinieron
de Egipto, ni conquistaron la
tierra de Canaán, ¿cómo se for-
mó el pueblo de Israel o, al me-
nos, la identidad judía?
Hacia 1250 a.C. se desen-
cadena en Micenas, al sur de
Grecia la llamada hambruna mi-
cénica que se irá extendiendo a Anatolia y a todo el Cer-
cano Oriente. Hay sobradas pruebas de que se registra
un severo cambio climático que trae persistentes se-
quías que durarán hasta mediados del siglo XI a.C.
El hambre provoca el abandono de pueblos y ciuda-
des y el desplazamiento de grandes masas humanas, par-
te de las cuales, forzadas a sobrevivir, forman partidas
de bandidos o grupos de soldados de fortuna. A los des-
plazados de la región se suman otros como los llamados
Pueblos del Mar, a parte de los cuales la Biblia identifi-
ca como los filisteos. Las culturas urbanas de Canaán-
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La descripción de la Biblia ignora algunos
aspectos fundamentales como que Canaán hasta
mediados del siglo XII estaba ocupada militarmente
por Egipto, poder al que el relato del libro sagrado
no menciona en ningún momento.
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Siria y Anatolia entran en colapso y muchas son aniqui-
ladas por los errantes fuera de ley. En el siglo XII a.C. to-
dos los reinos de la región, a excepción de Carchemish
y Melid, son saqueados, destruidos y ya no se recuperan.
A comienzos de esa centuria los Pueblos del Mar
provocan la caída de uno de los grandes imperios de la
región, el Hitita, situado en lo que hoy es Turquía. Ole-
adas sucesivas de hititas y pueblos vecinos llegan a Ca-
naán desde el norte y se suman a los grupos nómadas
o nomadizados por las carestías y el arrasamiento de la
cultura urbana. Algunos intentan penetrar en Egipto a la
busca de alimentos.
Poco a poco estos grupos heterogéneos en cuanto a
origen se van asentando, fundan o refundan poblaciones
y se mezclan con los cananeos nativos. La tradición bí-
blica conserva el recuerdo de este mestizaje, en una ver-
sión que la arqueología confirma como mucho más ve-
rosímil que la de la conquista militar de Canaán y el
aniquilamiento de la población nativa: “Y los israelitas
habitaron en medio de los cananeos, hititas, amorreos,
perizitas, jivitas y jebuseos; se casaron con sus hijas,
dieron sus propias hijas a los hijos de aquellos y ado-
raron a sus dioses” (Jueces, 3:5-6).
“Sólo dos de estas siete naciones pre-israelitas re-
presentan a la población autóctona del país; los cananeos
y los amorreos. El resto lleva nombres de grupos escin-
didos de otros mayores que emigraron a Canaán en el si-
glo XII y se asentaron allí junto a grupos semíticos occi-
dentales (los llamados ‘israelitas’)”, explica Na’aman.
A partir de estas circunstancias, “los diferentes gru-
pos cristalizaron en un largo y gradual proceso. Las afi-
liaciones étnicas y las identidades nacionales emergie-
ron en una fase posterior del proceso, con el surgimiento
de nuevos marcos políticos”, dice Israel
Finkelstein, director del Departamento
de Arqueología de la Universidad de Tel
Aviv y una de las figuras más prominen-
tes de la investigación arqueológica ac-
tual en Oriente Medio. “Israel no existió
hasta el siglo XI a.C.”, añade, cuando a
ambos lados del Jordán se fundaron
también nuevas monarquías (Moab,
Amón, Filistia).
“Es, por tanto, evidente que la emergencia de Isra-
el no fue un episodio único, metahistórico en la histo-
ria del pueblo elegido, sino más bien parte de un pro-
ceso mucho más amplio que tuvo lugar en el Antiguo
Medio Oriente, un proceso que llevó a la destrucción del
ancien régime y el surgimiento de un nuevo orden de es-
tados territoriales y nacionales”, subraya Finkelstein.
“Los judíos no vinieron de fuera de Canaán, según
afirma la Biblia: ni desde Egipto ni desde ninguna otra
parte. Como lo demues-
tran los hallazgos de las
poblaciones excavadas, fue-
ron cananeos aborígenes”, se-
ñala Davies. “Su cultura mate-
rial es generalmente imposible de
distinguir de la de otras poblaciones
vecinas. Estas gentes no descendían
de un antecesor común que vino desde
fuera, no escaparon desde Egipto ni entraron en la tie-
rra con una religión que recibieron durante un vaga-
bundeo por el desierto. No exterminaron a los habitan-
tes locales, ni siquiera lo intentaron. Se establecieron,
por la razón que fuere, en las tierras altas centrales de
Palestina. La proximidad entre sí de estas aldeas, la for-
mación progresiva de vínculos familiares, la necesidad
de cooperación y el estilo de vida no urbano muy pro-
bablemente impulsaron un sentimiento de identidad ét-
nica. No tengo idea de si esta gente se llamaba ya ‘Is-
rael’. Si fuera así, sin duda, es un Israel que nosotros no
reconoceríamos en el Pentateuco”, explica Davies.
Lo curioso es que un pueblo que reclama derechos
legítimos sobre una tierra disputada se identifique a sí
mismo como foráneo, cuando lo más lógico sería pro-
clamar y mitificar una presencia inmemorial en el te-
rritorio para respaldar sus derechos.
La respuesta a esta peculiaridad de los israelitas es
que probablemente deseaban diferenciarse claramente
de los otros cananeos a quienes la clase sacerdotal, que
compuso los mitos probablemente en el siglo VI a.C.,
despreciaba por el politeísmo común a todos los pueblos
de Canaán al que también eran muy proclives los isra-
elitas.
¿MONARQUIA UNIDA O CACICAZGO?
Para los narradores bíblicos la etapa de esplendor del
pueblo de Israel no tardó en llegar, tras la “conquista”.
La división inicial entre el reino del norte, Israel con ca-
pital en Samaria y el del Sur, con sede en Jerusalén ter-
minó dando nacimiento al período de mayor esplendor
de los hebreos: la Monarquía Unida bajo David y Salo-
món, creadores de un gran imperio-puente entre el Nilo
y el Éufrates. Esto habría ocurrido en los últimos años
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“Los judíos no vinieron de fuera de Canaán,
según afirma la Biblia: ni desde Egipto ni desde
ninguna otra parte. Como lo demuestran
los hallazgos de las poblaciones excavadas,
fueron cananeos aborígenes”, señala Davies.
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del segundo milenio y los iniciales del primero, según la
Biblia.
Pero “no existe evidencia alguna de una Monarquía
Unida, ni de una capital en Jerusalén, ni de ninguna
fuerza política unificada coherente que dominara la Pa-
lestina occidental”, dice Thomas F. Thompson, cate-
drático de Estudios Bíblicos en la Universidad de Co-
penhague y uno de los mayores exponentes de la nueva
visión de la Biblia.
“No tenemos evidencias de la existencia real de reyes
llamados Saúl, David o Salomón ni de ningún templo en
Jerusalén en este periodo. Y lo que sabemos de Israel y
Judá del siglo X a.C. no nos permite interpretar esta fal-
ta de evidencia como un vacío en nuestro conocimien-
to e información sobre el pasado, un mero resultado de
la naturaleza accidental de la arqueología. No hay espa-
cio ni contexto, artefacto o archivo que apunte a las rea-
lidades descritas en la Biblia en la Palestina del siglo X
a.C. Uno no puede hablar históricamente de un estado
sin una población, ni puede hablar de una capital sin
una ciudad. Las historias solas no son suficientes”.
A Thompson le sorprende, igual que a cualquiera,
que haya existido un “imperio” rodeado de vecinos y
vasallos y que ninguno de ellos hiciera la más mínima
referencia a él en testimonios duraderos. Un supuesto
“imperio” que hasta carecía de nombre propio porque
nadie, en la Biblia o fuera de ella, dice cómo se llama-
ba. O un emperador, Salomón, que se casa con la hija
de un faraón (otra vez de nombre desconocido para los
autores de la Biblia) y no queda en Egipto registro algu-
no del hecho. Y un “imperio” con una capital, Jerusalén,
que en el siglo X a.C. era sólo una pequeña y aislada
aldea que servía de mercado a los cultivadores de olivos
y que no crecerá hasta después de la caída de Samaria
en 722 (su rival del Norte) y de Lakish en 701 (su rival
del Oeste), como pusieron en evidencia las excavacio-
nes en el Monte Ofel jerosolimitano llevadas a cabo por
Kathleen Kenyon antes de la guerra árabe-israelí de 1967.
De haber habido un reino davídico-salomónico éste
habría sido más bien un pequeño cacicazgo de escaso
territorio e influencia, creen buena parte de los exper-
tos, incluídos aquellos que conservan su fe en la histo-
ricidad del texto bíblico como el prominente arqueólo-
go Amihai Mazar.
Una inscripción que
data de la última mitad
del siglo IX a.C. hallada
en Tel Dan en el verano
de 1993 es la única men-
ción extrabíblica que exis-
te de la “Casa de David”,
que permitiría confirmar
la existencia histórica del fundador de la dinastía judaita
si se probara su, por ahora discutida, autenticidad.
¿DE QUÉ BIBLIA HABLAMOS?
Durante milenios se dio por cierto que los autores de los
textos bíblicos eran una especie de cronistas que na-
rraban los hechos poco después de que ocurrían.
A finales del siglo XIX el catedrático alemán Julius
Wellhausen echó por tierra esta visión cuando a través
del análisis literario crítico consiguió diferenciar cuatro
fuentes distintas en estilo, vocabulario y contenido para
los cuatro primeros libros de la Biblia. Algunas de ellas,
las más antiguas, fueron fechadas por Wellhausen y su
Hipótesis Documental en el siglo X a.C., mientras que
otras las situó en el siglo V a.C. Así el Génesis, Éxodo y
Números, por ejemplo, serían mezclas de compilaciones
antiguas y más recientes.
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“No tenemos evidencias de la existencia real de reyes
llamados Saúl, David o Salomón ni de ningún templo en
Jerusalén en este periodo”, según Th. F. Thompson.
ARCHIVO
David y Goliat, óleo de Edgar Degas ubicado actualmente
en el Museo Fitzwilliam, en Cambridge (Reino Unido).
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Los estudios sobre la
introducción de la escri-
tura obligaron a datar
con posterioridad los
textos reputados como
más antiguos. Aunque la
escritura alfabética “ma-
duró y cristalizó en Feni-
cia a finales del siglo XI
y principios del X a.C. y
desde esta región se difundió a Siria y Palestina durante
el siglo IX”, “ninguna inscripción alfabética ha sido des-
cubierta en los territorios de Israel o Judá anterior al si-
glo VIII”, explica Na’aman.
Es en el siglo VII cuando la escritura alfabética se di-
funde, por lo que no resultaría plausible suponer que se
compusieran textos con anterioridad. Esto coloca a los
autores a muchos siglos de las fechas en que, supues-
tamente, acontecieron los hechos que narran, con el agra-
vante de que como fuentes sólo pudieron haber tenido
tradiciones orales.
Pero, ¿tenemos esos textos originales en alguna par-
te? Nada de eso. Los textos bíblicos fueron escritos y re-
escritos infinidad de veces, censurados, copiados y edi-
tados por decenas de generaciones. De las copias de la
Antigüedad no quedan más testimonios que las versio-
nes parciales encontradas en los Rollos del Mar Muerto
(del 200 a.C. al 100 EC) y en los Papiros Nash del 150
a.C. Fuera de esto, los textos bíblicos completos (los lla-
mados “estándar”) más antiguos que existen son una ver-
sión masorética del siglo XI de nuestra era (1088) que
se conserva en la Biblioteca Pública de San Petersbur-
go y el Códice de Alepo, una copia anterior, de la primera
mitad del siglo X que se encuentra en Jerusalén.
Los textos parciales de los primeros siglos de la era
cristiana demuestran que, en varias épocas, coexistieron
distintas versiones de los mismos libros hasta que sólo
sobrevivió uno de ellos y los demás fueron eliminados en
un largo proceso de criba llevado a cabo por sucesivas
generaciones.
Entre los Rollos de Qumran, pertenecientes a una co-
munidad de disidentes esenios a orillas del Mar Muer-
to, “hay al menos cuatro ediciones de los libros de Éxo-
do y Números y gran variedad de volúmenes del
Deuteronomio y dos o más versiones de los Salmos”,
dice Eugene Ulrich, profesor de escritura hebrea de la
Universidad de Notre Dame y editor de los 127 rollos de
las comunidades esenias.
Los Rollos mostraron, además, que a lo largo de si-
glos prácticamente todos los libros de la Biblia fueron
intencionadamente cambiados. “Los escribas —explica
Ulrich— expandieron creativamente la Biblia y la rehi-
cieron para ajustarla a las nuevas necesidades que las
sucesivas comunidades experimentaron a través de las
vicisitudes de la historia. Incorporaron materiales que,
creyeron, podían aclarar o aguzar algunos puntos a los
lectores. Los elementos de la actualidad —políticos,
económicos o sociales— proveyeron los catalizadores
para cada nueva versión”.
Hoy se tiende a creer que la mayoría de los textos
bíblicos fueron escritos originariamente en la llamada
época persa, tras el regreso de los israelitas del exilio en
Babilonia (538-332 a.C.). Otros estudiosos datan hi-
potéticamente los textos originarios en épocas aún
posteriores, hacia la época helenística (siglos III y II
a.C.), cuando el concepto de Israel con una identidad
étnica y religiosa definida emergió finalmente bajo los
Macabeos, como sostiene Davies.
Finkelstein tiene una explicación que parece más
ajustada. Hasta el 720 a.C. el reino norteño de Israel
con capital en Sama-
ria era un Estado po-
deroso y rico, a dife-
rencia del de Judá, al
sur, con capital en Je-
rusalén, muy pobre y
aislado, que ni siquie-
ra había desarrollado
las características de
un Estado con su or-
ganización adminis-
trativa. En esa fecha
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Los textos bíblicos completos (los llamados “estándar”)
más antiguos que existen son una versión masorética
del siglo XI de nuestra era que se conserva en
la Biblioteca Pública de San Petersburgo y el Códice
de Alepo, una copia anterior, de la primera mitad
del siglo X que se encuentra en Jerusalén.
Hoy se tiende a creer que la mayoría de
los textos bíblicos fueron escritos originariamente
en la llamada época persa, tras el regreso de
los israelitas del exilio en Babilonia (538-332 a.C.).
Otros estudiosos datan hipotéticamente los textos
originarios en épocas aún posteriores,
hacia la época helenística (siglos III y II a.C.).
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Israel desaparece arrasado por los asirios y gran parte de
sus habitantes son desterrados a la Mesopotamia,
mientras que otros pueblos del imperio son obligados a
asentarse en Samaria. Judá recibe súbitamente gran
cantidad de refugiados del norte, de manera que en po-
cos años creció demográficamente unas quince veces.
El rey Ezequías (716-687 a.C.) realiza una primera
reforma religiosa respaldado por miembros del movi-
miento que los historiadores actuales han bautizado
“Sólo Yavé”, en contra de los cultos ancestrales politeís-
tas de los judaítas. Su prédica no era únicamente reli-
giosa: la desaparición de Israel permite a Ezequías ama-
sar sueños de crear un reino que abarcase a todos los
israelitas con capital en Jerusalén, con su templo y con
la dinastía judaíta del linaje de David al frente de todo.
Los sacerdotes y profetas de “Sólo Yavé” predicaban
que las desgracias de los hebreos eran debidas exclu-
sivamente a su infidelidad a Yavé y a su debilidad por
postrarse ante otros dioses y hacerles sacrificios, como
machaconamente se insiste en la Biblia. De manera que
las severas reformas de Ezequías auguran un futuro ven-
turoso para Judá.
Pero el rey se equivoca políticamente: intenta aliar-
se con los egipcios para sacudirse el yugo del imperio
mesopotámico, ante lo cual el rey asirio Senaquerib re-
aliza una campaña brutal de aniquilación de las zonas
rurales de Judá, arrasa la próspera ciudad de Lakish —
la segunda en importancia— y la incendia hasta los ci-
mientos, mete en una jaula a Ezequías y le obliga a
pagar fuertes tributos al tiempo que despoja
a Judá de importantes tierras agrícolas.
Una de las consecuencias de esta
catástrofe fue el descrédito de los
profetas monoteístas. Los he-
breos regresaron ostensi-
blemente a sus cultos
ancestrales politeístas
bajo el reinado de
Manasé, el hijo de
Ezequías, que le
sucede.
El nuevo monarca aprende la dura lección y consigue
insertar a Judá en el esquema económico del imperio
asirio, al tiempo que practica una pragmática obedien-
cia a sus amos de Nínive. Esto le asegurará no sólo un
reinado en paz sino que brindará a Judá una época de
inédita prosperidad gracias, sobre todo, a su cotizada
producción de aceite de oliva y de vino.
Pero tres años después de la muerte de Manasé, la
clase sacerdotal vuelve a las andadas: consigue coro-
nar a su hijo Josías, un niño de ocho años de edad,
destinado a cumplir un papel mesiánico como “restau-
rador” (en realidad, instaurador) de un nuevo enfoque
religioso.
En el año 18º del reinado de Josías, dice la Biblia,
se encontró “casualmente” un libro desconocido en el
Templo. Hoy se cree
que era el Deutero-
nomio, un minucio-
so conjunto de nor-
mas de vida y de
creencias, “La Ley”
para los judíos, que
Josías hace leer en
voz alta a todo el
pueblo de Judá.
El Deuteronomio
probablemente fue escrito en tiempos de Josías: las for-
mas literarias de la Alianza entre Yavé y el pueblo de Is-
rael son sorprendentemente similares a los tratados con
sus vasallos firmados por los asirios en el siglo VII, es
decir en tiempos de Josías. El rey y el clero establecen
férreamente la nueva ortodoxia monoteísta y combaten
con ferocidad los cultos que compiten con el de Yavé,
exterminando a sus sacerdotes, nigromantes y adivinos
y destruyendo sus imágenes y objetos sagrados.
En los útimos años del siglo VII los asirios entran en
una rápida decadencia y se ven obligados a abandonar
Egipto y Canaán con lo que dejan esta tierra a merced
de los egipcios.
La operación aparece como un milagro para los is-
raelitas, siempre prestos a interpretaciones sobrenatu-
rales de los hechos más lógicos. Los ejércitos de los fa-
raones están interesados sólo en la costa de Canaán, el
otrora poderoso reino de Israel al norte no existe, de ma-
nera que parece abierto el camino para la realización de
las ambiciones judaítas: expandirse hacia el norte, con-
quistar los territorios del antiguo reino norteño, centra-
lizar el culto y establecer un gran Estado panisraelita.
“Este ambicioso plan requería una propaganda po-
derosa y activa. El libro del Deuteronomio establecía la
unidad del pueblo de Israel y la centralidad de su lugar
de culto nacional. Pero fue la Historia Deuteronomísti-
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La arqueología ha arrojado suficientes evidencias de
que en el siglo VII se produjo una espectacular difusión del
alfabetismo en Judá, lo que respalda la hipótesis
de que fue ésta la época más indicada para poner
por escrito la mítica historia del pueblo de Israel.
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ca (Josué, Jueces, Samuel y Reyes) y partes del Penta-
teuco
las que crearían una saga épica para expresar el
poder y la pasión de los sueños de un Judá resurgente.
Ésta es la presumible razón por la cual los autores de la
Historia Deuteronómica y partes del Pentateuco reu-
nieron y reelaboraron las más preciosas tradiciones del
pueblo de Israel: reforzar la nación para gran lucha na-
cional que tenían por delante”, dice Finkelstein.
La arqueología ha arrojado suficientes evidencias de
que en el siglo VII se produjo una espectacular difusión
del alfabetismo en Judá, lo que respalda la hipótesis de
que fue ésta la época más indicada para poner por es-
crito la mítica historia del pueblo de Israel.
LA TEOLOGÍA Y LA HISTORIA
Recientemente, durante una conferencia de la Univer-
sidad Ben Gurion de Beersheva, Israel, titulada El Pe-
ríodo Bíblico, ¿ha desaparecido?
se escuchó la voz an-
gustiada de un oyente que dijo: “Si la existencia de
Abraham, Isaac, Jacob, Moisés y David no está proba-
da, ¿cómo se supone que podré yo vivir con eso?”.
Muchos creyentes ven en el trabajo de los arqueólo-
gos un atentado contra las bases mismas de su propia
identidad. “Parte de la sociedad israelí está lista para re-
conocer la injusticia cometida con los habitantes del
país y está dispuesta a aceptar el principio de igualdad
de derechos para las mujeres, pero se niega a asumir
unos hechos de la arqueología que echan por tierra el
mito bíblico”, dice Herzog.
Los científicos revisionistas están muy lejos de for-
mar una conspiración demoníaca o de intentar resque-
brajar las bases y fundamentos de la condición judía o
de la cristiana. Buscan como cualquier científico des-
cubrir la verdad de la Biblia como documento histórico,
sin cuestionar para nada sus valores teológicos, filosó-
ficos, morales, literarios, étnicos ni negar la enorme im-
portancia que ha tenido el Libro de los Libros en la for-
mación de la identidad judía y de las tres grandes
religiones monoteístas de los últimos 2.500 años, sean
sus narraciones preponderantemente verídicas o fan-
tásticas.
“Los escritores de la Biblia no fueron historiadores
fracasados sino que no estaban en absoluto interesados
en ofrecernos nada que se pareciese a un informe his-
tórico del pasado. Escribieron por otras razones y usa-
ron la historia como vehículo para su mensaje”, dice
Lemche. Y añade que los hombres del siglo XXI deberí-
an recordar que los escribas de la Antigüedad no escri-
bieron para ellos sino para su audiencia contemporánea.
“Siguieron las expectativas morales y estéticas de su
tiempo: seguramente no tenían idea de las reglas que
gobiernan los estudios e intereses históricos modernos”.
“La palabra historia —subraya Thompson— ni si-
quiera existe en hebreo”.
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