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Hace años, muchos años, en 1974, cuando yo me
dedicaba a eso de la informática y ya tenía la respon-
sabilidad de un equipo que costaba algo más de 4.000
millones de pesetas de aquella época, estaba con dos
colaboradores generando un nuevo sistema operativo.
Concretamente estaba tratando de hacer funcionar
tres DOS de IBM –que no tiene nada que ver con el
DOS de Microsoft– en tres máquinas virtuales tra-
bajando en VM/CMS. Cuando ya llevábamos más de
50 horas de trabajo, casi sin dormir, quise borrar un
archivo que nos molestaba y nos daba errores; pero, al
dar la orden de borrado, se me fue una coma y, en
vez de eliminar únicamente el archivo problemático,
borré todo; es decir me cargué el trabajo de 50 horas.
Me tiré de los pelos y dije algo así como que yo no
servía para eso, que qué burro era, etc. Entonces, el
colaborador mayor que estaba con nosotros, me dijo:
“Félix, no te preocupes, ¿sabes a quién no le pasa
esto?” Me quedé mirándole sin saber que decir. “Al
Obispo de Calahorra”, me contestó. Seguí mirándole
sin entender demasiado: ¿Al Obispo de Calahorra?
“Sí, claro; él no generará nunca varios DOS bajo
VM/CMS así que él, nunca borrará el sistema. A los
demás nos pasa.”
¿También te ha pasado a ti? “Por supuesto. A
todos nos ha pasado alguna vez”. Para hacer cosas
nuevas hay que arriesgarse a cometer un error. Si lo
tuviéramos que tener todo claro desde el primer
momento, nunca haríamos nada. Todo avance signifi-
ca un riesgo. Hay que admitir el riesgo y, por tanto, el
error.
Más tarde, en 1978, era director del equipo de
sistemas –32 personas– con obligación de tener una
red de teleproceso con más de 2.000 puestos de tra-
bajo funcionando las veinticuatro horas del día, los
365 días del año; tarea nada fácil en aquella época y,
por lo que veo de Internet, hoy tampoco. A la hora de
reclutar nuevos miembros para el equipo de trabajo,
en la entrevista personal, les pedía que me dijeran
qué grandes errores habían cometido en su trabajo.
Que me los contaran con detalle. A los que me decían
que no habían cometido ninguno, los eliminaba de la
selección. No me servían. Si no habían cometido nin-
gún error es que no arriesgaban nada y, sin asumir
riesgos, no se puede avanzar. Yo quería ser el prime-
ro del mundo en muchas cosas (y dicho sea de paso,
lo logramos en infinidad de aspectos que ahora no
vienen a cuento).
Por supuesto que la siguiente pregunta era cómo
evitarían ellos el impacto de esos riesgos... y si su res-
puesta era razonable (hay muchas respuestas válidas)
pasaban a formar parte de mi equipo. Incluso si eran
muy lanzados y sus respuestas irrazonables, a veces
también formaban parte de mi equipo si yo intuía que
tras un periodo de adaptación a la realidad y de
moderar los ímpetus juveniles podían convertirse en
excelentes profesionales. Sólo una vez me equivoqué.
Ni que decir tiene que los trabajos delicados se
hacían en equipo, con lo que los ímpetus juveniles
–las buenas ideas, pero arriesgadas– se moderaban
por los veteranos. Un buen equipo, en mi opinión,
debe estar formado por personalidades diversas que
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EL
DEBER
DE EQUIVOCARSE
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se complementen. Debe haber creativos desordena-
dos –mucho me temo que pedir creativos ordenados
es una utopía–, abogados del diablo que todo lo ven
negro, y también debe haber alguien que cuente un
chiste en un momento de tensión. Lo peor para que un
equipo funcione adecuadamente es que todos sean de
la misma forma. Si todos son creativos y optimistas, se
cometerán un número excesivo de errores. Si todos
son abogados del diablo, no se hará nada. Si todos
cuentan chistes a todas horas, la empresa nos despe-
dirá por baja productividad. La mezcla equilibrada es
lo que da fuerza al conjunto.
Asumíamos riesgos. Riesgos medidos. Riesgos
calculados.
Triunfamos totalmente. Nuestro número y tiempo
de caídas era el menor del mundo para equipos IBM
similares. En aquellos años decir IBM era decir com-
putadores. Por ejemplo, creo recordar que fue en el
año 1979 cuando conseguimos una única falta de ser-
vicio, controlada, que hicimos a las tres de la maña-
na, en dos años de funcionamiento.
Mi equipo arriesgaba. Se equivocaba.
Cuando había un fallo, los responsables me tenían
que decir por qué y cómo creían que habría que
actuar en el futuro para evitar el error. Si alguien, tra-
tando de solucionar una emergencia, metía la pata,
recibía mi felicitación. Si alguien, tratando de solu-
cionar una emergencia, lo único que hacía era decir
que no estaba en el manual, y llamar a su superior a
las cuatro de la mañana a la cama, se iba de mi equi-
po. Una cosa que he aprendido en mis años de profe-
sión es que el que no arriesga no hace nada.
En informática no todo está en los manuales. Es
más, estoy por ver un manual en el que siguiendo los
pasos algo funcione. Así nunca funciona nada. Siempre
pasa algo. Siempre hay algo en lo que hay que impro-
visar. Y hay que hacerlo bien. Pero nadie es capaz de
hacerlo si no se admite un cierto grado de error.
Recuerdo que estuve en un curso de Seguridad en
los Sistemas de Información, impartida por los dise-
ñadores de la seguridad del FBI y del Pentágono, en
el que el mensaje más claro que se me quedó graba-
do era: la seguridad infinita tiene un costo infinito. O,
dicho de otro modo, la seguridad infinita no existe.
Hay que sopesar el nivel de seguridad deseado con-
tra el costo, y tomar una decisión.
Por eso, cuando me entero por los medios, de que
la gente quiere seguridad absoluta en los transgéni-
cos, seguridad absoluta en los xenotransplantes,
seguridad absoluta en las centrales nucleares, seguri-
dad absoluta en los nuevos fármacos... se me ponen
los pelos de punta. Eso sólo significa una cosa: pará-
lisis total. La seguridad absoluta sólo la da la religión.
También entre algunos lectores de El Escéptico
se dan situaciones de pedir lo equivalente a la segu-
ridad absoluta, que es el error cero. Hay lectores que
se ofenden enormemente porque en nuestra revista se
deslizan errores. Nadie los quiere. Nadie los desea...
pero ocurren. Suceden por miles de motivos; uno de
ellos porque toda la labor de la revista se hace con
un gran esfuerzo y entrega personal de un grupo de
personas que nada cobran por su labor. Lo hacen en
los ratos libres, robando tiempo a su descanso y vaca-
ciones.
En mi opinión, lo más grave del afán de perfeccio-
nismo es que inhibe la capacidad que tienen muchos
lectores para hacer interesantes aportaciones. Les da
miedo cometer un error. A ellos les quiero decir que
cometer errores es necesario para hacer algo. El único
que no comete errores en esta revista, por ahora, es el
Obispo de Calahorra.
En ciencia, una parte importantísima del método
es publicar los resultados. Una de las razones funda-
mentales para ello, es para que el trabajo sea someti-
do a la crítica de los pares. Los errores y las críticas
toman forma de otros artículos, o de fe de erratas.
Nada más; ahí acaba todo.
Si a los científicos se les obligase a publicar con
cero errores, la ciencia se paralizaría.
Animo a todos los lectores y simpatizantes a que
nos manden sus artículos. Que se animen a escribir
sobre aquello que echan en falta. Que no queden
paralizados por miedo a cometer errores o a que el
tema no interese. Para decirle si el tema interesa o no
está nuestro equipo de redacción. Una consulta antes
de empezar el artículo puede evitar hacer un trabajo
que después no será publicado. El mismo equipo de
redacción insinúa correcciones al autor si ha detecta-
do errores. Y, por fin, si sale publicado con algún
error, los lectores nos hacen llegar las rectificaciones
que se publican como fe de erratas.
Os animo a escribir. Quiero ampliar el equipo de
colaboradores. Me gustaría que hubiera muchos que
asumieran riesgos y que se equivocaran. En mi equi-
po exijo la equivocación.
En mi equipo quiero que la gente trabaje con rigor
y que verifique los datos hasta donde sea razonable.
Quiero ideas nuevas. Quiero artículos que hagan de
abogado del diablo. Quiero chistes... Pero no quiero
que todos sean clónicos. Quiero diversidad de opinio-
nes... y exijo el derecho y el deber de equivocarse.
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Félix Ares
Presidente de ARP-SAPC
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