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El Origen de las Especies es una de las obras más in-
fluyentes en el desarrollo de la sociedad del siglo XX y
probablemente, buena parte de lo que pensamos y lo
que somos es fruto de la nueva visión del mundo que tal
obra aportó. El impacto social es evidente y no hace fal-
ta profundizar demasiado en las entrañas de la historia
para detectar la influencia esencial que supuso para el
nacimiento de nuevos conceptos e ideologías, uno de
cuyos peores exponentes es lo que denominamos la “so-
ciobiología”.
El post-darwinismo, que no Darwin (a pesar de que Dar-
win no ignoró la influencia de su doctrina sobre la nue-
va filosofía, rechazó involucrarse directamente en el de-
bate social que su teoría introdujo), constituye uno de
los ejes centrales de la que ha venido a denominarse “la
filosofía de la sospecha”, que a principios del siglo pa-
sado rompió con los conceptos clásicos de lo que la Ver-
dad
significaba, introduciendo nuevos aires relativistas,
antiesencialistas, materialistas y pragmáticos.
Ciñéndonos a lo que es el objetivo de la presente re-
flexión, queremos resaltar que las principales aporta-
ciones del darwinismo al pensamiento crítico han sido
de carácter social; mejor dicho, la lectura post-darwi-
nista
de la teoría de la evolución de las especies por me-
canismos de selección natural ha sido realizada desde
el campo de las ciencias humanas, meramente desde un
punto de vista sociológico, enfatizando las posibles y ge-
neralmente indeseables consecuencias en la aparición
de nuevas formas de convivencia.
Un punto de vista muy alejado, sin duda, de la in-
tención del mismo Darwin quien, como hemos dicho,
rehuyó el debate social como un componente no básico,
más bien alejado de la esencia de su pensamiento, es-
trictamente ceñido a las ciencias naturales.
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CARLOS LÓPEZ BORGOÑOZ
El mundo
después de
Darwin
ARCHIVO
Retrato de Charles Darwin,
en 1874, con su firma.
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Es habitual encontrar en los manuales de filosofía
universitarios la influencia del darwinismo sobre ideo-
logías de carácter social (Darwin fue invitado a escribir
el prólogo de El Capital) o totalitario, por no hablar del
racismo que pretende encontrar justificación en esta
teoría. El post-darwinismo ha dado pie a “falsas medi-
das del hombre” que han tratado, lejos de la intención
del naturalista, de dar explicaciones sociales apoyándose
en lo que resultó una mala herramienta para ello.
De acuerdo con el momento histórico, a principios
del pasado siglo se atendió en gran manera a la tras-
cendencia social de términos como “selección natural”,
“lucha por la vida”, etc. Es, evidentemente, un enfoque
de extraordinaria importancia con relación al desarrollo
de los movimientos totalitarios que pudieron deformar El
Origen de las Especies
, con fines sociobiológicos abe-
rrantes. Es ése un planteamiento coherente con la “sos-
pecha” y el carácter “aplicado” que se percibe en la fi-
losofía a partir de las primeras décadas del siglo XX.
Así, no nos cabe duda de que el darwinismo ha ejer-
cido una poderosa influencia en nuestra forma de ver la
sociedad, a pesar de no estar concebido ni ser una te-
oría esencialmente relevante para ello. Si se nos permite
la expresión, es un enfoque excesivamente “de letras”
para analizar del trabajo de Darwin, siquiera bajo el pa-
raguas de las ciencias humanas.
Sin embargo, el motivo del presente trabajo consis-
te (con el único objetivo de plantear un debate) en po-
ner de manifiesto la escasa influencia del darwinismo
sobre la epistemología, o Teoría del Conocimiento, que
no ha visto esencialmente alterado su desarrollo entre
antes y después de Darwin, contrariamente a lo que ca-
bría suponer.
Pero si esto es así, la filosofía ha dejado de lado lo
más importante para sí misma, que es, ni más ni me-
nos... ¡que el hombre haya aparecido como una simple
evolución de seres no inteligentes! Dejando de lado el
mecanismo para ello (lo que supone probablemente la
principal aportación del naturalista del Beagle), quere-
mos centrarnos sencillamente en esta
realidad, no cuestionada en nuestros
días.
A pesar de imponerse ya casi cual
dogma, hemos digerido esta nueva al-
ternativa a los planteamientos bíblicos
pasando de puntillas sobre sus implica-
ciones más espectaculares, al menos
para las ciencias humanas: las rela-
cionadas con la teoría del conocimiento.
A pesar de la aplicación de la epis-
temología darwinista al pragmatismo, un
tanto falsabilista (es verdad “todo aque-
llo que supera las pruebas en contra”) y de la obra de
William James, tal vez el primero en adoptar una visión
adaptativa de la verdad (“¿no puede adoptar uno un
compromiso y pedir prestadas diferentes ideas de filo-
sofías diferentes de acuerdo con las necesidades del
momento?”), no hemos conocido una revolución epis-
temológica post-darwiniana.
Y se diría que toda racionalización acerca de la na-
turaleza del conocimiento, y de la razón misma, nece-
sariamente realizada “desde dentro”, tiene nuevos —y
darwinistas— motivos para llevar a cabo importantes re-
flexiones tras saber que, ni más ni menos, la Razón pro-
cede de la no-Razón
, como consecuencia de una afor-
tunada (o no) mutación genética.
Es, si se nos permite la expresión, un enfoque del
problema, un tanto más desde las ciencias, especial-
mente desde la biología, puesta al servicio del conoci-
miento de la esencia del ser humano.
Así como podemos encontrar información acerca de
la influencia social de Darwin en los textos de filosofía,
podemos encontrar textos de epistemología en los que
ni se menciona el darwinismo.
FUNDAMENTISMO DEL CONOCIMIENTO
Y GRADACIÓN DE LA RACIONALIDAD:
¿EL FIN DEL MUNDO?
El fundamentismo epistemológico constituye esencial-
mente una respuesta al desafío escéptico clásico (ver re-
cuadro página siguiente). Frente a la “agresión” al ca-
rácter absoluto del conocimiento, el fundamentista
acepta el reto, aportando raíces sólidas de conocimien-
tos absolutos a partir de los cuales, en definitiva, llegar
a saberlo todo.
El primer intento ilustre de fundamentismo lo en-
contramos en Descartes, quien en definitiva tuvo que re-
currir a la existencia de Dios para deshacer su artificiosa
“duda metódica”: evidentemente, nadie dijo que la lu-
cha contra el gigante escéptico fuera a tener un desen-
lace rápido y favorable para la razón humana.
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Hay una escasa influencia del
darwinismo sobre la Teoría del
Conocimiento, que no ha visto
esencialmente alterado su desarrollo
entre antes y después de Darwin,
contrariamente a lo que cabría suponer,
tras saber que la razón humana
procede de la no-razón animal
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Así, el fundamentismo cartesiano, referente esencial
en la historia del pensamiento como anclaje teórico de
la revolución científica anterior, no tendría una lectura
postdarwinista lícita. Pero no sería más fácil la lectura
actual del fundamentismo kantiano o el idealismo ab-
soluto hegeliano.
Cualquier planteamiento epistemológico anterior a
Darwin, fue concebido en un escenario tan diferente al
actual, que de ninguna forma puede valorarse en
nuestros días, especialmente los que suponen un
referente fundamentado y absoluto. ¿Cómo hu-
biera sido la obra de Descartes si este autor hu-
biera conocido el hecho de la evolución de las
especies y la procedencia del ser humano? ¿Sus
planteamientos hubieran sido idénticos ante la
realidad de que no cabe evaluar la razón huma-
na más que como una característica animal más?
¿Cómo hubiera sido la obra de Kant? ¿Y la de
los idealistas? ¿No es esto una pregunta esen-
cial?
Hoy sabemos que la inteligencia humana no
supone más que una variación cuantitativa de las
cualidades de un mono, lo que limita y obliga a
reformular de forma esencial la Teoría del Cono-
cimiento. Parece evidente que no tiene sentido
una epistemología de los seres anteriores a la
aparición del Homo Sapiens... ¿Tiene sentido la
posterior?
Parece raro que la variación de un porcenta-
je —más bien escaso— de los genes del chim-
pancé haya supuesto justamente un salto cuali-
tativo
que pueda justificar ningún conocimiento
absoluto del mundo. En cambio, de lo que sí po-
demos estar cada vez más seguros, es del ca-
rácter gradual de las características que definen
a los seres racionales. La moderna etología pa-
rece confirmar que los seres vivos no se dividen
en dos categorías, los racionales y los no racionales, sino
que podemos encontrar una clara distribución continua
entre una esponja y un ser humano, pasando por los co-
codrilos, los gatos, los delfines, los monos...
A pesar de que como es sabido, no cabe atribuir un
carácter finalista a la evolución, que no anda precisa-
mente siguiendo el rastro de la racionalidad, ni ningún
otro, parece claro que este planteamiento es coherente
con el evolucionismo: al-
gunos animales corren
más y algunos, en cambio,
tienen más características
coherentes con lo que de-
nominamos “racionali-
dad”.
Si bien la existencia
de una consciencia —de-
finida como la propia con-
ciencia de individualidad
y, en definitiva, el miedo a
la propia muerte—, parece
marcar un límite nítido
entre los seres vivos, de-
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¿Cómo hubiera sido la obra de Descartes
si este autor hubiera conocido el hecho de
la evolución de las especies y la procedencia
del ser humano? ¿Sus planteamientos
hubieran sido idénticos ante la realidad de
que no cabe evaluar la razón humana más que
como una característica animal más?
FUNDAMENTISMO
El fundamentismo es la respuesta epistemológica al reto escéptico
clásico, que basado en las enseñanzas de Pirrón de Alejandría, tiene
un resurgimiento en el siglo XVII (su relación con nuestra manera de
entender el escepticismo es algo lejana). Este escepticismo clásico
defendía que el conocimiento del mundo estaba fuera del alcance de
los seres humanos, por motivos epistemológicos. Por su parte, el fun-
damentismo trataba de combatir esta creencia, buscando un cono-
cimiento seguro, irrefutable... Un fundamento que permitiera edificar
el edificio del conocimiento a partir de él, rebatiendo la posición es-
céptica clásica (pero aceptando el reto...).
Así, Descartes fundamentó el conocimiento en su demostración
de la existencia de un Dios bondadoso. Hume, a pesar de su empi-
rismo, puede ser catalogado como fundamentista, pues creía en la ad-
quisición de conocimientos a partir de la experiencia sensible.
Un enfoque no fundamentista y no completamente escéptico se-
ría el defendido por Wittgenstein (“holismo” o “escepticismo agnós-
tico”), quien defendió en su segunda etapa que ningún conocimien-
to podía ser considerado sólido e imperecedero. A pesar de ello
consideraba insensato pensar que ningún conocimiento era posible.
Esta última sería una forma “contemporánea” de pensar: puede
que el ser humano tenga algún acceso al conocimiento, pero es im-
probable que se pueda aceptar ninguna idea acerca del mundo como
absoluta e irrefutable. Parece claro que aunque no seamos escépti-
cos “globales” (postura que es legítima, aunque radical), el “funda-
mentismo” epistemológico parece estar hoy superado (aunque natu-
ralmente que seguirá teniendo defensores).
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jando únicamente al ser humano al otro lado de la línea,
incluso ese aspecto parece ser un artificio a nuestra me-
dida.
Se diría, “se diría”, que no cabe atribuir al escaso
porcentaje de cambio en nuestros genes respecto al de
los gorilas la extraña cualidad de haber supuesto el sal-
to a “la primera división”, la de los seres conscientes,
a pesar de que este ámbito parece ser de mayor com-
plicación que el relacionado con los aspectos de la ra-
cionalidad más ligados a la “inteligencia”. Así como po-
demos ofrecer menos resistencia a apreciar un cierto
grado de capacidad cognitiva a otros seres no-humanos,
cualquier otro ser vivo que conocemos se muestra muy
alejado de lo que podemos denominar consciencia.
En fin, no parece que la facultad de la racionalidad
sea una característica que se posea o no se posea, sino
que puede poseerse en mayor o menor grado. No pare-
ce que la racionalidad sea ‘uno’
y la no-racionalidad sea ‘cero’.
No parece que el Mundo se di-
vida entre los que son capaces
de entenderlo y los que no. No
parece que el Homo Sapiens
haya logrado “saltar el umbral”
de la racionalidad: más bien
parece poseer unas cualidades
en un grado superior a otros se-
res vivos próximos en el árbol
genealógico, sin menoscabo de
que pueda existir la posibilidad
de superar, quien sabe si inde-
finidamente, dicho grado por
nuevos seres que aparezcan en
el futuro.
Resulta, llegados a este punto, un tanto inquietan-
te preguntarse si, al igual que los gorilas son incapaces
de reconocernos como “más racionales”, seríamos no-
sotros capaces de reconocer un nivel diferente (no nos
atrevemos a proponer el término “superior” o “más
avanzado”) de racionalidad.
Tal vez sólo seamos capaces de reconocer una ra-
cionalidad equiparable con la nuestra. De hecho, el
Homo Sapiens sólo ha reconocido la suya a lo largo de
la historia sobre el planeta. A modo de ejemplo, podrí-
amos decir que si eso fuera así, las posibilidades de
contacto con otras posibles civilizaciones extraterrestres
sería aún más remoto de lo que el sentido común (sea
lo que sea que ello signifique) ya supone; a las múltiples
barreras tecnológicas y de todo tipo que la comunicación
interestelar encuentra, habría que sumar una nueva exi-
gencia: la de la “interracionalidad”. Porque lo que es
irrenunciablemente cierto, es que la superstición po-
pular no espera encon-
trar seres más o menos
“inteligentes” en otros
planetas, sino seres más
o menos evolucionados
tecnológicamente, pero
que viven y viajan como
lo hizo el ser humano
en el pasado o como lo
haría en el futuro. Seres
interracionales con noso-
tros, en cualquier caso.
La verdad es que, al igual que al gorila no le preo-
cupa lo que pueda significar el término racionalidad ni
cual pueda ser su soporte en el Universo, a nosotros nos
resulta muy difícil entender qué podría ser la “superra-
cionalidad”, sea lo que fuere lo que ello significa. Tam-
poco está claro que nos preocupe en absoluto.
En definitiva, es inverosímil que un pequeño cambio
en la dotación genética de un ser irracional sea justa-
mente aquello que hacía falta para dotar a la nueva es-
pecie de la necesidad de una Teoría del conocimiento,
del poder para conocer el mundo; es el fin del funda-
mentismo
y... ¿el triunfo de un escepticismo radical so-
bre la posibilidad de conocer?
Todo ello podría significar, ni más ni menos, El Fin-
del-Mundo, y el nacimiento del nuevo Mundo-Para-No-
sotros: el mundo cognoscible.
No seremos nosotros los primeros en proponer una
teoría fenomenológica del mundo. Lo único que pre-
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Es inverosímil que un pequeño cambio
en la dotación genética de un ser irracional
sea justamente aquello que hacía falta
para dotar a la nueva especie de
la necesidad de una Teoría del conocimiento,
del poder para conocer el mundo;
es el fin del fundamentismo y...
¿el triunfo de un escepticismo radical?
Caricatura, hecha en
el siglo XIX, de Charles
Darwin (1809-1882).
ARCHIVO
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tendemos es plantear la incorporación de realidades bio-
lógicas incontestables, como la evidencia de la evolu-
ción biológica, a los supuestos epistemológicos. Una ta-
rea que no tenemos más remedio que asumir, aunque
por motivos poco claros no haya sido una constante del
pensamiento por lo menos desde la publicación de la Te-
oría Darwiniana.
EL SOPORTE MATERIAL DE
LA RACIONALIDAD Y EL RETO A LA
INDIVIDUALIDAD
El análisis racional de la racionalidad se enfrenta a una
primera crisis, ni más ni menos que la de estudiar el
“bosque desde dentro”.
Estudiar la racionalidad a partir del producto cog-
noscitivo del cerebro no deja de causar perplejidad por
mucho que lo hayamos hecho con asiduidad a lo largo
de al menos cinco siglos de modernidad.
Ante este problema, el darwinismo aporta mucho
más que el evolucionismo; el darwinismo supone la evi-
dencia del soporte material de la racionalidad. El cere-
bro es el soporte del conocimiento al igual que el cora-
zón bombea sangre y los pulmones incorporan el
oxígeno al torrente sanguíneo. Esta evidencia, que aun-
que asumida no ha sido lo suficientemente trabajada,
supone, por lo tanto, la radicalización del problema.
Por primera vez, el pensamiento se enfrenta al reto
de analizar su propio soporte, desde un punto de vista
estrictamente biológico. Tal como decíamos, se impone
el estudio del pensamiento “desde dentro”, sin sopor-
te externo alguno. Un planteamiento inexistente antes
de Darwin (y tal vez después).
Aparece la neurología como ciencia y desaparece el
alma. ¿Cómo no va eso a alterar los más íntimos prin-
cipios de la epistemología? La propia repugnancia que
tal evidencia supone, incluso para el pensamiento más
crítico, nos ha hecho pasar de puntillas al lado de una
nueva pregunta, que no ha sido respondida: ¿Puede un
simple cerebro ser el soporte del conocimiento?
Curiosamente, no fascina tanto el propio fenómeno
de la vida como el fenómeno de la racionalidad. La di-
ferencia entre la materia viva y la inerte es a veces di-
fusa, borrosa. Los seres unicelulares son esencialmen-
te inmortales; sin embargo, su “vida” puede ser un fe-
nómeno asimilable a fenómenos oxidativos o de
transformación típicos de la materia inerte. Tal y como
Jacques Monod nos presentó en su Azar y Necesidad no
es sencillo encontrar una propiedad inequívocamente or-
gánica. A pesar de que la organización viva es típica-
mente más compleja que la inerte, ni siquiera la canti-
dad de información diferencia claramente sistemas
que denominamos vivos de sistemas que denominamos
inertes, y mucho menos a principios del siglo XXI.
Al igual que una proteína (inerte) es esencialmente
igual a un conjunto de proteínas (vivas), un cerebro vivo
es esencialmente igual a un cerebro humano muerto; si
se quiere, recién muerto. Al menos, desde un punto de
vista morfológico. Es evidente que uno de ellos alberga
vida, el otro no. Sin embargo, la muerte de un ser hu-
mano, en su consciencia, no es la vida lo más relevan-
te que se lleva, sino el individuo, la racionalidad y la
consciencia.
Darwin, y por supuesto muchos otros tras él, nos
aportó el cerebro, biológico, como soporte material de la
racionalidad, humana (si no “divina”).
Ello plantea obstáculos probablemente insalvables
para su estudio “desde dentro”, pero el cerebro plantea
aún obstáculos superiores como soporte de la indivi-
dualidad, la cual, según se experimenta, desaparece evi-
dentemente con la pérdida de unas pocas funciones quí-
micas.
Podemos plantearnos serias dudas acerca de la exis-
tencia de los objetos inertes, tal y como se ha hecho du-
rante los últimos dos mil años; ¿es una mesa algo más
que un montón de la sustancia en la que se fabrica? Un
puñado de barro moldeado en forma de bola, no es más
que barro en forma de bola. Insistimos, podríamos dis-
cutir si al moldear un poco de barro “se crea” una bola.
Esta discusión es más problemática al hablar de se-
res vivos: ¿Existen los animales? Probablemente un ani-
mal no sea más que una acumulación de materia orgá-
nica, con unas determinadas reacciones oxidativas en su
interior que permiten que se mueva. Efecti-
vamente, podríamos discutir si los animales
existen. Una determinada cantidad de mate-
ria no-consciente, que no teme a la propia
muerte... ¿desaparece como individuo al mo-
rir? ¿Es un animal un individuo diferenciado
del continuo material que le rodea, o no es
más que una curiosa acumulación coyuntural
en el espacio y el tiempo? Tal vez podemos
afirmar que los seres no-conscientes, no exis-
ten como individuos, es decir, no existen.
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Los seres humanos no tenemos más que
diferencias cuantitativas respecto a la
racionalidad con el resto de seres vivos.
Eso nos enseñó Darwin
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Los seres humanos no
tenemos más que diferen-
cias cuantitativas respecto
a la racionalidad con el
resto de seres vivos. Eso
nos enseñó Darwin. No po-
demos establecer diferen-
cias cualitativas respecto a
ese punto.
Tal vez las diferencias
más importantes no sean
tanto cognitivas como refe-
ridas a la consciencia: por
una parte, ella (definida
de alguna forma como el
temor a la propia muerte)
podría marcar una diferen-
cia cualitativa y desmarcar
al ser humano del resto de seres vivos. Una vez más,
Darwin nos muestra que eso es improbable, pues la evo-
lución es continua, no da saltos cualitativos. La cons-
ciencia debe pues ser también un artificio que, desde
dentro, nos hace sentirnos diferentes: un producto de
ese escaso porcentaje de cambio respecto a los gorilas
y chimpancés.
Siendo la consciencia la razón de ser de nuestra pro-
pia individualidad, la que nos hace a cada uno de no-
sotros marcar una barrera indisoluble incluso con cada
uno de los otros individuos humanos, es también la ra-
zón de nuestra propia existencia, en la acepción más ra-
dical del término. El esclarecimiento de la consciencia
como particularidad estrictamente humana supone por
lo tanto un ambicioso objetivo.
Si la respuesta es negativa, nuestra existencia indi-
vidual plantea las mismas dudas que la existencia de
cualquier objeto inanimado, pues en esencia nada nos
diferenciará de ellos. Sin duda ello supone un valladar
a nuestro entendimiento, pero en definitiva no será im-
portante, pues nos deberemos resignar a no ser más que
lo que somos.
Mucho más trascendente sería la constatación de
que la consciencia es realmente una cualidad única: el
salto a la categoría de los privilegiados que sí existen
como individuos; compatibilizar esa realidad con el evo-
lucionismo será un reto para las próximas generaciones.
No podemos menos que plantearnos, pues, la indivi-
dualidad y la propia existencia también desde el punto
de vista estrictamente escéptico. No en vano definió
Hume al individuo como “un haz de percepciones”, su-
perando el yo como unidad cognitiva cartesiana. Darwin
le aporta tal vez algún apoyo.
El cerebro como soporte material de la cognición y la
consciencia desde un punto de vista estrictamente bio-
lógico, plantea serias dificultades a lo que entendemos
como introspección, que pierde así su posible carácter
fundamentista, pero no sólo desde un punto de vista in-
tuitivo, como en definitiva ya se trabajó en estos as-
pectos desde los albores de la era moderna; el evolu-
cionismo nos aporta un nuevo marco empírico de
pensamiento acerca del conocimiento humano.
Pensemos que si el análisis de la propia existencia
individual nos plantea serios problemas racionales, no
nos ocurre lo mismo con los ordenadores o los progra-
mas que soportan su software: una sucesión de ceros y
unos no puede ser considerada un individuo. Una copia
de un programa no supone la creación de un nuevo in-
dividuo, por mucho que la nueva copia nunca es exac-
ta a la “progenitora”.
Si un conjunto de ceros y unos que almacenan in-
formación envueltos en una carcasa que la protege de
las agresiones ambientales (un sistema operativo) no
puede ser considerado como un individuo, pudiendo po-
nerse en duda por lo tanto su “existencia”, igualmente
podemos poner en duda que un conjunto de pares de
bases envueltos en una carcasa protectora (un ser hu-
mano) suponga la existencia de un individuo.
No sabemos qué posibilidad plantea más dificulta-
des intelectuales, si la existencia de una consciencia di-
ferencial con el resto de animales o la no-existencia de
dicha cualidad. Lo que sí es seguro es que debemos se-
guir afrontando dichas dificultades con el espíritu de
muchos de nuestros antepasados, incorporando a nues-
tra concepción del mundo las aportaciones técnicas y
científicas de cada época, pues si algo es seguro que
nos caracteriza como especie, es nuestra constante in-
quietud.
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No podemos menos que plantearnos,
pues, la individualidad y
la propia existencia también
desde el punto de vista
estrictamente escéptico.
No en vano definió Hume al individuo
como “un haz de percepciones”,
superando el yo como unidad
cognitiva cartesiana.
Darwin le aporta tal vez algún apoyo