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jando a un lado los testimonios fantasiosos, como el de
una señora que aseguraba que el mothman la perseguía
a todas partes y se sentaba a observarla enfrente de su
casa, parece ser que los demás avistamientos se debie-
ron a un tipo de lechuza común, denominada Tyto alba.
Parece increíble que una lechuza revoloteante pue-
da convertirse en un libro superventas y una película de
temática sobrenatural. ¿Y los hombres de negro? ¿Y las
llamadas telefónicas? Si tenemos en cuenta que el su-
puesto fenómeno mothman fue popularizado por John
Keel la cosa tiene fácil explicación. Keel además de
ufólogo, cree en la existencia de las hadas, los ovnis
como proyecciones psíquicas y de las ‘realidades para-
lelas’. Es la clase de investigador que siempre opta por
la explicación más rocambolesca. Si además descubri-
mos que en la creación del mito del hombre polilla tam-
bién anduvo de por medio Gray Barker, el embrollo se
aclara aún más. Barker era un individuo que editaba li-
teratura ufológica sensacionalista. Él solito inventó, a
partir de una broma, el mito de los Men in Black. Pu-
blicaba relatos de ciencia ficción haciéndolos pasar por
hechos reales y animaba a sus colaboradores a que
“adornasen” sus investigaciones sobre los ovnis.
Barker también publicó un libro sobre el mothman
en el que enriqueció el folklore del hombre polilla con
sus pintorescos embustes. Él y Keel convirtieron una
serie de sustos causados probablemente por una le-
chuza en un mito paranormal que ahora llega a las pan-
tallas de cine.
¿Se encontrará Richard Gere con la rapaz a lo largo
de sus pesquisas? No, los guionistas han optado por la
versión sensacionalista de la historia, desechando la ex-
plicación ornitológica. ¿Basada en hechos reales?
J.A.
FÁTIMA CON
PAÑOLETA
,
LA
MONJA
Y EL
SARGENTO
ARENSIBIA
Hay quien afirma que la realidad supera muchas veces
y con creces a la ficción. La verdad es que últimamen-
te estoy por darle la razón a quien quiera que fuese el
fulano paridor del mencionado aserto.
Acabo de leer en el periódico de la taberna, mano-
seado y a estas horas francamente grasiento, una noti-
cia que no me atrevo mas que a definir cuanto menos de
caprichosa. Me explico.
Resulta que hoy mismo, por fin, accedía al colegio
público Juan de Herrera, en San Lorenzo del Escorial
(Madrid), esa niña marroquí de 13 años, llamada Fáti-
ma Elidrisi, a quien se le venía desde hace cinco me-
ses negando caprichosamente, por un quítame allá ese
hiyab (el pañolón de toda la vida con el que en los años
sesenta aquellas mujeres que iban a la moda salían pe-
ripuestas a la calle), el fundamental derecho a la ense-
ñanza.
Estos días atrás, habíamos podido asistir boquia-
biertos a las increíbles declaraciones de ciertos perso-
najes públicos a los que decididamente la situación y el
cargo les venía grande.
De un lado, la Ministra de Educación Pilar Castillo
quien, sintiéndose un tanto Don Rodrigo ante los al-
morávide, decidió pasarse tres pueblos y pontificar
sobre el correcto comportamiento que todo inmigrante
debería seguir en España –por un momento, a un ser-
vidor le pareció oír aquel grito de ¡Santiago y cierra Es-
paña! tan en boga en tiempos de la “Una, Grande y Li-
bre”, regentada por Paco “el de las medallas”– “Deben
hacer todo lo posible por integrarse y por seguir nues-
tras normas. ¡Que se adapten a las costumbres españo-
las, coñe!”
Del otro, Fátima, una niña de 13 años diciendo:
“Quiero ir a clase y llevar pañuelo. Me gusta, mis ami-
gas lo llevan”.
De una parte, Delia Duró, la directora del colegio a
quien tocó en suerte lidiar este becerro ensogado, pre-
juzgó la utilización del pañuelito en la cabeza de la niña
como una imposición, llegando a afirmar que “llevarlo
era inconstitucional y que atentaba contra los derechos
de las mujeres”. ¡Ay, ay, ay doña Delia… lo que hace
ver tanto la televisión! Tantos meses con el rollo del
burka, con el del chador y el del fundamentalismo is-
lámico y la opresión de las mujeres musulmanas, y aho-
ra resulta que también hay niñas a las que les apetece
llevar no sólo gorritos de colorines al cole sino también
pañuelitos.
Del otro, Fátima, esa niña morena de 13 años repe-
tía: “Quiero ir a clase y llevar pañuelo. Me gusta, mis
amigas lo llevan”.
De esa misma parte, tan garante de las inamovibles
esencias de la hispanidad, pudimos escuchar como un
inefable Ministro de Trabajo, el señor Juan Carlos
Aparicio, era capaz de confundir impune e impúdica-
mente el uso del chador (aún no debe saber que sola-
mente se trataba de un pañuelo) con esa salvaje prác-
tica de la ablación genital femenina.
Del otro, Fátima, la niña marroquí de 13 años man-
tenía: “Quiero ir a clase y llevar pañuelo. Me gusta, mis
amigas lo llevan”.
Para entonces, tal parecía que a nuestros mandama-
ses se les hubiese olvidado esa máxima de que “todos los
derechos humanos son indivisibles”. Menos mal que en-
tre todo este guirigay de corral ministerial apareció fi-
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nalmente, con el mínimo sentido común requerido para
ostentar un cargo público, el señor Carlos Mayor Oreja
quien, desde su cargo de Consejero de Educación de la
Comunidad de Madrid, supo imponer su criterio: “La niña
va a clase con o sin pañuelo en la cabeza”.
¡Olé los huevos del consejero!
Lástima que, para esta fase de la discusión, ya casi
nadie se acordase de que todo este problema comenzó
en un colegio de monjitas (concertado para más señas)
a cuya directora se le cruzó que eso de llevar pañuelo
establecía distingos entre el alumnado. ¡Vaya por X!
–ponga aquí el lector el ente divino que más le plazca–,
ahora resulta que habrá que quitarles a todos los niños,
a golpe de detector de metales, sus medallitas de la
Virgen del Carmen y sus chapitas de San Antón, con el
fin de evitar que se establezcan dichos distingos. ¡Me-
nudo culebrón el de la monja, la pequeña Fátima y la
pañoleta!
Lo realmente triste es que los representantes de un
Estado, que mantiene plenamente vigentes los acuerdos
de 1976 y 1979 con la Iglesia Católica –supuestamen-
te un Estado declarado constitucionalmente laico– y
que financia sin ningún problema cualquier tipo de en-
señanza religiosa, pretendan ahora hacernos creer que
la prohibición de escolarizar a una niña de 13 años, que
quiere llevar pañuelo, es un intento de preservar la lai-
cidad de la enseñanza. ¡A otro perro con ese hueso!
Lo propio de quien de verdad quiere preservar la
laicidad de la educación hubiese sido, no la imposición
del “trágala ministerial” a la familia Elidrisi, sino pre-
cisamente la educación, con o sin pañuelo, dentro de
unos valores que fomenten realmente la capacidad para
el pensamiento crítico de todos los alumnos. Así es
como de verdad se ganan las guerras de esos otros pa-
ñuelos que muchos llevan sobre el cerebro sin ni tan si-
quiera ser conscientes de ello.
Antes de abandonar estas líneas, me gustaría pe-
dirles que se den una vuelta por http://www.europalai-
ca.com/asociacion/cooperacion/motril.htm y le echen un
vistazo al conocido como “Manifiesto de Motril”. En él
se exponen las líneas básicas de actuación encamina-
das a detener el progresivo deterioro del marco aconfe-
sional del Estado y a promover la separación real entre
el Estado y las distintas confesiones religiosas que per-
mita seguir avanzando en el progreso civil, científico y
democrático de los pueblos.
Al decir de algunos, la esperanza es lo último que se
pierde; así que a lo mejor hasta tenemos algo de suer-
te y, quien sabe, uno de estos días cae en las manos de
las señoras Delia Duró y Pilar Castillo o en las del mis-
mísimo señor Aparicio el mencionado manifiesto y re-
sulta que hasta se lo leen y de paso, soñando un poco,
se les pega algo de su verdadero espíritu laico.
Pues eso, que como diría el Sargento Arensibia, a
quien Ramón Tosas Fuentes pariese “nasío pa matá”,
¡qué cosas tiene la vida! ¿Ein?
P.L.G.B.
MUCHO RUIDO
Y
POCOS ENFERMOS
.
LOS ALARMISTAS
DE
LA CIENCIA
“Habrá millones de muertos”. Ésta era la profecía del
microbiólogo Richard Lacey. Era la primavera de 1996.
La profecía corrió como las llamas.
El 20 de marzo de 1996, el Ministro de Sanidad bri-
tánico, Stephen Dorrel, acababa de anunciar que se ha-
bían descubierto en el Reino Unido diez casos de una
nueva forma de la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob. La
explicación más plausible era que aquellas personas ha-
bían enfermado por haber comido carne con la encefa-
lopatía espongiforme bovina.
Toda Europa se puso en estado de choque. Se que-
maron centenares de miles de vacas por el pecado de
tener la encefalopatía espongiforme o por haber vivido
cerca de alguna que lo tenía. La Unión Europea, ésa en
la que no cree el Reino Unido, dedicó enormes canti-
dades de dinero para compensar a los ganaderos a los
que había que quemar sus reses. Europa se cubrió de
un acre olor a carne quemada.
Profetas del desastre como el ya mencionado Ri-
chard Lacey, metieron el miedo en la gente: “Habrá
como mínimo 5.000 muertos” [en el Reino Unido].
PRIMER CONTACTO
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ARCHIVO
Estructura del prión que causa la enfermedad de
Creutzfeldt-Jakob.