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Prometa a un hombre joven que la muerte no es el final
y lo convertirá en alguien dispuesto a causar desastres.
Un misil guiado corrige su trayectoria en pleno vuelo,
orientándose, pongamos por caso, por el calor de la to-
bera de un reactor. Es una mejora considerable respecto
a un misil balístico, incapaz de discriminar objetivos con-
cretos. Sería imposible acertar un blanco con precisión
sobre un objetivo designado en Nueva York si se lanzase
desde un lugar tan alejado como Boston.
Esto es precisamente lo
que un “misil inteligente”
moderno puede hacer. La
miniaturización informática
ha progresado hasta el punto
de que un misil inteligente
de los de ahora puede pro-
gramarse con una imagen
del perfil urbano de Manhat-
tan, junto al juego de ins-
trucciones necesario para
impactar en la torre norte del
World Trade Center. Estados
Unidos posee misiles inteli-
gentes dotados de esta so-
fisticación, como pudimos
comprobar en la Guerra del
Golfo, pero son algo muy ale-
jado de las posibilidades económicas de unos terroristas
corrientes, así como científicamente alejados de los re-
gímenes teocráticos. Pero, ¿podría existir alguna alter-
nativa más barata y fácil?
En la II Guerra Mundial, antes de que la electrónica
se convirtiera en algo barato y miniaturizado, el psicólo-
go B. F. Skinner realizó investigaciones acerca de los mi-
siles guiados por pichones. El pichón debía instalarse
dentro de una diminuta cabina, habiendo sido previa-
mente entrenado a pulsar con el pico las teclas, de modo
que el objetivo designado se situase siempre en el cen-
tro de la pantalla. En el misil, el objetivo sería real.
El sistema realmente funcionó pero nunca fue pues-
to en práctica por parte de las autoridades de los EEUU.
Pese a que, considerando el costo del entrenamiento de
los pichones, éstos resultan más baratos y ligeros que un
ordenador con efectividad semejante.
Sus proezas en las cajas de Skinner sugieren que un
pichón, tras un régimen de
entrenamiento con diapositi-
vas en color, realmente puede
guiar un misil hasta un obje-
tivo terrestre definido al sur
de la isla de Manhattan. El pi-
chón no tiene la menor idea
de que esto esté guiando un
misil. Solamente se limita a
picotear sobre aquellos gran-
des rectángulos situados en la
pantalla, lo que de vez en
cuando le reporta una recom-
pensa en forma de comida so-
bre un dispensador, y así pue-
de repetirse una y otra vez
hasta que se produzca un ol-
vido.
Los pichones pueden ser fáciles de conseguir y dis-
ponibles como sistema de guiado, pero no podemos ob-
viar el costo del misil en sí. Y ningún misil lo bastante
grande como para producir un daño importante podría pe-
netrar en el espacio de los EEUU sin ser interceptado. Lo
que hace falta es uno cuya presencia no pueda detectarse
hasta que sea demasiado tarde. Algo así como una aero-
nave civil, portadora de las enseñas de alguna aerolínea
Los
misiles
desviados
de
la
religión
RICHARD DAWKINS
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bien conocida, así como de una gran cantidad de com-
bustible. Hasta aquí es la parte sencilla. Pero, ¿cómo po-
demos escamotear a bordo el necesario sistema de guia-
do? Difícilmente puede esperarse que los pilotos cedan el
asiento de la izquierda a un pichón o una computadora.
¿Qué tal si usamos humanos como sistema de guiado
a bordo, en vez de pichones? Los humanos son, al menos,
tan abundantes como los pichones, sus cerebros no son
significativamente más costosos que los de ellos, y para
muchas tareas resultan, de hecho, superiores. Los hu-
manos poseen la experiencia probada de hacer trayectos
aéreos bajo la presión de amenazas, las cuales son efec-
tivas porque los legítimos pilotos ponderan la conserva-
ción de sus propias vidas y las de sus pasajeros.
La natural asunción de
que el secuestrador en últi-
ma instancia valora también
su propia vida y que por tan-
to actuará racionalmente
para preservarla, permite
tanto a las tripulaciones
como al personal de tierra
tomar decisiones calculadas
que no tendrían ninguna
efectividad con módulos de
sistemas de guiado carentes
del sentido de autopreser-
vación. Si su avión está
siendo secuestrado por un
individuo armado que, aun-
que esté predispuesto a
asumir riesgos, presumi-
blemente quiera continuar
vivo, existirá margen para
negociar. Un piloto racional
cumple las exigencias del secuestrador, aterriza el avión,
hace llegar comida caliente al pasaje y deja la negociación
en manos de personal entrenado para ello.
El problema con el sistema de guiado humano es pre-
cisamente éste. A diferencia de la versión con los picho-
nes, se sabe que una misión exitosa culmina con su pro-
pia destrucción. ¿Podríamos desarrollar un sistema
biológico de guiado con las prestaciones y la disponibili-
dad de un pichón, pero con la capacidad de recursos hu-
mana y su habilidad para infiltrarse de manera plausible?
Lo que necesitamos, en resumen, es un humano a
quien no le importe que lo fulminen. Tendríamos así un
sistema de guiado a bordo perfecto. Pero resulta difícil
encontrar por ahí entusiastas del suicidio. Incluso un en-
fermo terminal de cáncer perdería los nervios al verse
abocado a estrellarse.
¿Podríamos pues encontrar a un humano normal y per-
suadirlo de algún modo de que no va a morir como con-
secuencia de estrellarse con un avión contra un rasca-
cielos? ¡Harto difícil! Nadie es lo bastante estúpido,
pero... a ver qué tal esto (es un encaje de bolillos pero po-
dría funcionar): Dado que ciertamente va a morir, ¿po-
dríamos arrastrarlo a creer que volverá otra vez a la vida?
¡No seas ridículo, anda! Pero, escucha, podría funcionar.
Vamos a ofrecerle un gran oasis en el Cielo, bañado con
eternos manantiales. Puede que alas y arpas no resulten
seductoras para el tipo de hombre joven que necesitamos,
así que digámosle que allí habrá también un premio es-
pecial de mártir consistente en 72 doncellas vírgenes en
exclusiva y con una disponibilidad garantizada.
¿Serían capaces de morir por ello? En efecto; un hom-
bre joven empapado en testosterona y demasiado feo para
conseguir una mujer en esta vida, podría desesperarse lo
bastante para conseguir 72 vírgenes privadas en la si-
guiente.
Es una historia invero-
símil, pero merece la pena
intentarlo. Deberías prime-
ro conseguirlos jóvenes.
Alimentarlos luego con un
programa completo, a par-
tir de mitología autocon-
sistente, para hacer que la
gran mentira suene plausi-
ble cuando se presente.
Darles un libro sagrado y
hacer que se lo aprendan
de memoria. ¿Sabes? Creo
realmente que la cosa po-
dría funcionar. Estamos de
suerte; tenemos a mano
justo la cosa adecuada: un
sistema ya inventado y en
marcha de control mental
experimentado durante si-
glos y que se ha abierto camino sin dificultad a través de
generaciones. Millones de personas han ido a caer en sus
manos. Se llama religión y, por razones que quizá un día
podamos comprender, la mayoría de la gente se ha deja-
do seducir por ella (en ninguna otra parte más que en
América, aunque la ironía pase desapercibida). Ahora,
todo lo que necesitamos es reunir unas cuantas de estas
mentes religiosas y darles lecciones de vuelo.
¿Suena a broma o a trivialización de una maldad in-
decible? Es justamente lo contrario a mi intención, que
es tremendamente seria y se encuentra hundida en la de-
solación y la más profunda indignación. Lo que intento es
llamar la atención del elefante encerrado en la sala sobre
algo sobre lo que todo el mundo es demasiado educado
y amable –o demasiado devoto– para advertir: la religión,
y específicamente el efecto devaluador que ésta ejerce so-
bre la vida humana. Y no me estoy refiriendo a devaluar
la vida de los demás (aunque también lo puede hacer),
sino a la propia vida. La religión enseña el concepto ab-
surdo de que la muerte no es el final.
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Si la muerte representa el final, puede suponerse que
un agente racional valore mucho su vida y no sea procli-
ve a correr riesgos. Esto es lo que convierte al mundo en
un lugar más seguro, al igual que lo es un avión cuando
su secuestrador quiere vivir. En el extremo opuesto, si un
número significativo de personas se autoconvence o es
convencido por el clero de que la muerte de un mártir
equivale a pulsar el botón de hiperespacio y proyectarse
a través de un atajo a otro Universo, el mundo puede vol-
verse un lugar muy peligroso. Especialmente si además
creen que ese otro Universo es una paradisíaca huída de
las tribulaciones del mundo real. Si rematamos esto con
la creencia sincera en algo tan absurdo como degradan-
te para las mujeres como las promesas sexuales, ¿pode-
mos sorprendernos de que jóvenes ilusos y frustrados es-
tén clamando por ser elegidos para misiones suicidas?
No hay ninguna duda de que el cerebro suicida ob-
sesionado por la otra vida representa un arma de inmen-
so poder y peligro. Es comparable a un misil dirigido, y
su sistema de guiado es en muchos aspectos superior al
más sofisticado cerebro electrónico que pueda comprar-
se con dinero. Además, para un gobierno cínico, una or-
ganización o un clero, resulta inmensamente barato.
Nuestros líderes han descrito la reciente atrocidad con
un cliché ya característico de “cobardía insensata”. “In-
sensatez” puede ser la palabra adecuada para el vanda-
lismo contra una cabina telefónica. No ayuda mucho a
entender aquello que golpeó Nueva York el 11 de sep-
tiembre. Esa gente no era insensata y, ciertamente, tam-
poco cobarde. Por el contrario dispusieron de una men-
te efectiva unida a una valentía insana, y esto es lo que
nos arroja el principal elemento para entender de dónde
pudo surgir tal valor.
El origen es la religión. La religión también es, por su-
puesto, el núcleo duro de las causas de división que su-
fre el Oriente Medio, así como el motivo para este arma
mortífera que hoy nos ocupa. Pero eso es otra historia que
no tengo el propósito de comentar aquí. Mi propósito jus-
tamente es el arma en sí misma. Llenar el mundo de re-
ligión, o de religiones de tipo abrahámico, es como sem-
brar las calles de pistolas cargadas. No nos sorprendamos
si alguien las usa.
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Publicado originalmente en inglés en The Guardian
Traducido al español por Jesús Martínez Villaro (ARP-
SAPC-Traductores)
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Richard Dawkins es profesor en la Universidad de Ox-
ford, dedicado a la divulgación de la ciencia, y autor
de El gen egoísta, El relojero ciego y Destejiendo el
Arco Iris
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