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PRIMER CONTACTO
el señor Reed se ha mostrado bastante vocinglero, ha
dado numerosas conferencias, participa en programas
de radio y TV, mantiene una página web y asiste a con-
gresos.
No hace falta ser un genio para darse cuenta de que
la historia del señor Reed apesta a timo para incautos. De
hecho ha sido desmontada hasta en sus más mínimos de-
talles por ufólogos y grupos de aficionados al tema
OVNI que, supongo, deben estar hasta las narices de que
el misterio de sus amores esté invadido por charlatanes
y caraduras.
El Dr. Reed no es doctor ni psicólogo ni nada que se
le parezca; las fotos que presentó fueron efectuadas en fe-
chas posteriores a los supuestos hechos; los “científicos”
que han avalado la historia del marciano en la nevera no
son tales, sino empleados de una gasolinera y cosas por
el estilo.
Las puertas de ufolandia se han ido cerrando en las
narices del señor Reed que ahora se dedica a buscar la
atención de los sujetos más crédulos del mundillo, sal-
tando de país en país. Últimamente al señor Reed lo pa-
decen nuestros amigos mexicanos “gracias” a la labor de
Jaime Maussan, un ufólogo televisivo que por aquellas la-
titudes cumple una labor similar a la que por aquí reali-
zó en su etapa televisiva Jiménez del Oso, con la dife-
rencia de que, comparado con aquél, éste es la
quintaesencia del espíritu crítico y la racionalidad.
Maussan se ha tragado todas las tonterías de Reed de
cabo a rabo y vuelta. Incluidos los detalles más bizarros,
como un supuesto brazalete para teletransportarse que le
dio el marciano al señor Reed, suponemos que entre ga-
rrotazo y garrotazo. El brazalete es para no perdérselo:
parece un sobrante del diseño de producción de Babylon
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o algo sacado de un disfraz de power ranger de “todo a
100”. Es llamativo que en un momento que hasta los
contactados se ríen del “doctor” y su brazalete, Maussan
siga insistiendo en la autenticidad de la historia, huyen-
do hacia delante en alegre cabalgada. En un chat re-
ciente, hace apenas unas semanas, Maussan expresaba
su deseo de ver funcionar el brazalete y observar cómo se
desvanece el falso doctor. Reed tiene toda la pinta de ser
propenso a desvanecerse, pero no con un brazalete, sino
con el dinero de la caja, porque poca duda cabe de que
se trata de un embaucador y que su única carrera es la
del timo.
¿Cómo es posible que alguien pueda creerse un
cuento como éste? El alien, la perrita hecha papilla, la
nevera, el brazalete... todo huele a telefilme de segunda
categoría. Es más, a mí esto del marciano en la nevera
hasta me resulta familiar. Todo en esta historia parece ha-
ber sido copiado de teleseries y tebeos de ciencia ficción
barata.
Es llamativo el paralelismo que hay entre la historia
del señor Reed y el episodio nº 33 de la telecomedia Get
a Life (1990) protagonizada por Chris Elliott. En este epi-
sodio Chris se encontraba con un ovni accidentado en su
jardín; entre los restos coleaba un marciano, de nombre
Spewey (“Vomitón” en la versión española). Spewey era
muy impulsivo y, al igual que el marciano de Reed, tenía
que ser reducido a garrotazos por Chris cuando atacaba
con saña a su amigo y vecino Gus. Al final Spewey aca-
baba en la nevera de Gus, al igual que el marciano de
Reed (que por cierto se llama Freddy) y también desa-
parecía... Sólo que devorado por Chris y Gus, que deci-
den comérselo. La versión de Get a Life es mucho más di-
vertida que la del señor Reed, porque Spewey volvía a la
vida regenerándose a partir de una de sus chuletas.
También aparecían los malvados agentes del gobier-
no que intentaban silenciar a Chris y Gus con métodos
bastante rudos. Al final Spewey era rescatado por sus
compañeros marcianos y elevado hasta su nave nodriza
mediante una tecnología superior que somos incapaces
de comprender: atado con una cuerda a la cintura.
Me pregunto si Jaime Maussan sería capaz de tragar-
se toda la historia de Spewey si algún caradura se pre-
sentase en su oficina contándole la historia como si fue-
ra un hecho real.
Se admiten apuestas.
(J. A.)
ASESINATOS
EN EL
HIMALAYA
Quizás no haya ninguna pregunta que debamos respon-
der con mayor frecuencia que la de “¿por qué los escép-
ticos no respetáis el derecho a la libre creencia de las per-
sonas?”. Por supuesto, nuestra contestación es que eso no
es cierto. Preferimos una sociedad libre a un escepticismo
forzoso.
Libre incluso para creer en que la Tierra es hueca o que
somos descendientes de una raza alienígena que cons-
truyó reactores nucleares en forma de pirámides; pero
también consideramos un deber ético el alertar a la
población de los peligros (a veces evidentes y otras no
tanto) que se agazapan en muchas creencias evidente-
mente absurdas. La conversación suele seguir con un
“¿pero qué mal hago a nadie creyendo que los astros
influyen en mi vida o que existe la vida de ultratumba?”
En este punto solemos recordar a nuestro interlocutor
que se gasta en balde el dinero cuando recurre a los ser-
vicios de astrólogos, cartomantes, quiromantes, nigro-
mantes, médiums, etc.; pero que lo peor de todo es que es-
tas creencias pueden conducirle a condicionar su vida a
los dictados de las mencionadas personas. Quizás renuncie
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a cerrar un buen negocio porque, de acuerdo con su car-
ta astral, no es aconsejable que en esos días realice una
inversión o, por el contrario, puede acceder a una com-
pra ruinosa basada en un horóscopo presuntamente fa-
vorable. Recientemente, pudimos cotejar los deplorables
resultados obtenidos por un astrólogo dedicado al aseso-
ramiento bursátil, que fue derrotado en esa actividad tan-
to por un analista profesional como por una niña.
Y ojalá fuese ésa la peor pérdida que tuviera que
afrontar el creyente. Lo triste es que a veces el resulta-
do es incluso la muerte. Personas que fallecen en el
curso de un exorcismo, individuos que se suicidan por-
que así lo dispuso el gurú de turno o que son asesina-
dos por contradecir los dictados de la religión que pro-
fesa un fanático con acceso a armas o explosivos. Por
desgracia, en ocasiones la realidad es aún más dura que
nuestras palabras.
Recientemente, los medios de comunicación de todo
el mundo, se hicieron eco de la matanza que tuvo lugar
en el Palacio Real de Katmandú, en Nepal, un país al
que la mayoría de nosotros sólo relaciona con las expe-
diciones alpinistas al Himalaya. La tragedia no estuvo
motivada por un ataque de la guerrilla maoísta, ni por
una sublevación popular ocasionada por la miseria en
que está sumida dicha nación, ni siquiera como fruto de
una intervención armada de alguno de los países que
pretende la hegemonía de una zona históricamente con-
flictiva. Con la mayor de las sorpresas nos enteramos de
que la masacre de la familia real nepalí estuvo causada
por el príncipe heredero Dipendra quien, antes de sui-
cidarse, asesinó a sus padres, el rey Birendra y la reina
Aishwarya, así como a sus hermanos.
La causa que condujo al luctuoso desenlace no pudo
ser más shakespeariana: el amor. La reina se oponía al
enlace de su hijo con la mujer a la que éste quería, pero
antes de darle el título de Romeo en versión nepalí hay
un hecho que ha pasado casi inadvertido en esta histo-
ria y que le confiere un tono de tragedia griega. La razón
para la negativa al matrimonio fue el augurio realizado
por varios astrólogos del país de que la vida del prínci-
pe estaría en grave peligro si se casaba antes de cumplir
los 35 años. Aishwarya se lo tomó en serio y con su
intervención terminó provocando el drama que preten-
día evitar. Más que de Montescos y de Capulettos, debe-
ríamos hablar del mito de Edipo y Yocasta, aunque sin
incesto de por medio.
No sabemos si la tragedia podría haberse evitado de
haber sido los implicados un poco más escépticos; pero
el hecho es que un país, que ya tenía graves problemas,
se encuentra completamente desestabilizado por la
muerte del rey que lo encaminó hacia una cierta aper-
tura democrática. La sospecha de que la primera ver-
sión del suceso ocultaba, en realidad, un asesinato,
cometido por instigación del hermano del rey, el prínci-
pe –hoy ya soberano– Gyanendra, para hacerse con el
trono, comenzó a circular provocando los primeros dis-
turbios en Katmandú. En honor a la verdad, las prime-
ras declaraciones del rey Gyanendra no contribuyeron a
aumentar su credibilidad. La explicación oficial del
incidente que dejó un saldo de trece muertos es que se
trató de un accidente con un fusil automático algo que
se asemeja más a un “cuento chino” que a una justifi-
cación aceptable.
Desgraciadamente esta vez el drama ha sucedido
pero otras muchas veces ha estado cerca. Pensemos en
las primeras damas americanas o en los presidentes de
diversas naciones que actuaban influenciados por los
consejos no de sus asesores sino de sus astrólogos.
Afortunadamente para todos, sus augurios fueron si no
más acertados sí más prudentes.
(J.L.C.B.)
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Sección coordinada por Pedro Luis Gómez Barrondo,
con la colaboración de Félix Ares de Blas, Julio Arrieta,
José Luis Calvo Buey, Jorge Javier Frías Perles y
Luis Alfonso Gámez.