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el esc
é
ptico
otoño - invierno 2000
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REVELAR LAS FUENTES
Imaginemos que Albert Einstein hubiera enviado a una presti-
giosa publicación científica un artículo que empezara más o me-
nos de la siguiente manera: “Según un experimento realizado
en un lugar que no estoy en disposición de decirles por dos su-
jetos cuyos nombres no puedo revelar (a los que llamaremos a
partir de ahora con las iniciales M y M’) la velocidad de la luz
es independiente del punto de vista del observador. Lamento no
poder darles más información sobre el experimento de M y M’
pero, por cuestiones que no vienen al caso, me veo en la obli-
gación de utilizar mi derecho a no citar las fuentes. Sin embargo,
amables lectores, créanme y sigan leyendo este artículo en el
que voy a esbozar una teoría que cambiará para siempre los ci-
mientos de las ciencias físicas”.
¿Qué hubiera pasado si Einstein hubiera empezado su teo-
ría de la relatividad de esta forma? Pues que nadie en su sano
juicio hubiera seguido leyendo el articulo. No citar las fuentes
es algo que, en el terreno de la ciencia, nos parece una autén-
tica barbaridad. El método científico precisa fuentes creíbles (y
citadas) para servir de base a nuevas aportaciones (creíbles y tam-
bién citadas). Isaac Newton dijo que él era grande porque es-
taba a hombros de gigantes. Esos “gigantes” fueron los que an-
tes que Newton trabajaron tenazmente utilizando el mismo
método que él. Los dos sujetos llamados M y M´ citados por nues-
tro falso Einstein eran, por supuesto, Michelson y Morley. Eins-
tein fue creíble para muchos porque los citó, porque se basó en
ellos para seguir avanzando.
Sin embargo, en el periodismo, no citar las fuentes no está
considerado un delito, sino incluso un derecho. En los periódi-
cos prestigiosos se considera como algo normal que un perio-
dista describa un hecho o destroce la vida de un semejante uti-
lizando la técnica de “no citar las fuentes”.
Muy pocos lectores aprecian la magnitud de esta injusticia.
Sin embargo, si un periodista aplicara a su trabajo el criterio fir-
me (y, por supuesto, mucho más justo) de un científico, nunca
empezaría un articulo insertando una proposición sobre lo que
alguien llamado X, que quería guardar su intimidad, le había di-
cho en cierto sitio al oído.
Si se aplicara el método científico a la prensa, los conteni-
dos de los periódicos, programas de radio y televisión quedarí-
an reducidos a un uno por ciento. Esperemos que algún día la
antigua y hermosa costumbre científica de citar las fuentes sea
también en la prensa, como en la ciencia, una parte de su mé-
todo.
CRITERIOS A LA HORA DE CONVOCAR
A UN INVITADO
Sigamos imaginando. Supongamos ahora que la Universidad de
Princeton (EE.UU.) organiza un ciclo de conferencias sobre me-
cánica cuántica. Supongamos también que los organizadores del
ciclo se reúnen en un despacho y se dicen unos a otros algo si-
milar a esto: “¿A quién invitamos para las charlas? No estaría
mal que viniera el profesor X, es el mejor en su especialidad,
pero lamentablemente es muy feo. No lo llamemos. Sería me-
jor que invitaremos a Z, que no es profesor ni nada, pero que
tiene una mirada preciosa e intelectualoide y cuando habla da
el pego y parece que sepa mucho”.
¿Qué pensaríamos de un ciclo de conferencias organizado
en base a ese criterio? No conozco a nadie que quisiera des-
plazarse hasta esa universidad para ver a una docena de hom-
bres y mujeres atractivos hablando de temas que no dominan
demasiado. Sin embargo, ése es el criterio utilizado en televi-
sión a la hora de convocar a un invitado para largar sobre cual-
quier tema.
En la radio, sustituyamos “belleza física” por “voz agrada-
ble” o por esa característica casi mística que algunos denomi-
nan “ser radiofónico”. La consigna parece ser: “los argumen-
tos no convencen por sí solos, han de ir acompañados de algo
más”. Ese “algo más” es el espectáculo.
Por supuesto que el espectáculo es una de las cosas más ma-
ravillosas del mundo, pero sólo si hablamos de espectáculo. Na-
die le pide a Steven Spielberg credibilidad. Seria absurdo. Nos
conformamos con el espectáculo genial que nos ofrece. Pero
cuando la televisión o la radio pretenden informar, es conveniente
que el espectáculo no prime sobre el rigor. Lo ideal seria que
ambos conceptos “rigor” y “espectáculo” pudieran ir unidos, pero
los directivos de las televisiones y los responsables de los pro-
gramas no suelen ser tipos especialmente geniales. Así que hay
que optar por una cosa o por otra. Si el responsable de un de-
bate radiofónico sobre el Big Bang me preguntara: “¿Qué quie-
res, rigor o show?” Yo le diría: “las dos cosas, pero dudo que sea
usted capaz de soportar tanto trabajo. Así que deme usted ri-
gor”. Si el responsable de un programa de humor me pregun-
tara: “¿Qué quieres, rigor o show?” Yo le diría: “las dos cosas,
pero dudo que sea usted capaz de soportar tanto trabajo. Así que
deme espectáculo”.
Otro de los criterios utilizados a la hora de convocar a un in-
vitado en un medio de comunicación es el de “la ley del míni-
mo esfuerzo”. No se trata de una ley física, sino de una forma
más o menos disimulada de ser perezoso. Los locutores, pro-
ductores y guionistas suelen tener cierta tendencia a huir del
trabajo. Un invitado que tiene muchas cosas que decir suele dar
más trabajo que un charlatán. El invitado serio requiere un duro
trabajo de documentación y guión (no vaya a ser que metamos
la pata y el invitado en antena nos diga que nos hemos equi-
vocado), pero un charlatán (vidente, tarotista, ufólogo) no ne-
cesita que nadie prepare su intervención porque, como se dice
en lenguaje periodístico, el invitado “tira solo”. O sea, que fun-
ciona por si mismo, sin que nos matemos a prepararle un inte-
resante cuestionario de preguntas.
Por eso, queridos escépticos, cuando escuchéis a un char-
latán en una radio o lo veáis en una tele, mirad la cara del pre-
sentador o escuchad su voz y pensad para vosotros mismos: “este
tipo es un vago”. Seguro que no os equivocáis.
é
El
espíritu científico
en los
medios
de
comunicación
JUAN CARLOS ORTEGA