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U
sted podría dar clases a Aristóteles.
Y enseñarle cosas que harían tam-
balear sus más profundas conviccio-
nes. Aristóteles fue un sabio enciclopédico.
Y no sólo sabe usted más que Aristóteles
sobre el mundo, incluso puede que tenga
un conocimiento más profundo sobre el
funcionamiento de las cosas. Son las ven-
tajas de vivir después que Newton, Darwin,
Einstein, Plank, Watson, Crick y sus cole-
gas. Con esto, no quiero decir que usted
sea más inteligente o más culto que Aristó-
teles. Aristóteles es, desde mi punto de vis-
ta, la persona más inteligente de la Histo-
ria. Esto no es lo importante. Lo relevante
es que la ciencia es una tarea acumulativa
y nosotros he-
mos nacido más
tarde.
Aristóteles te-
nía mucho que
decir sobre as-
tronomía, biolo-
gía y física. Sin
embargo, sus
puntos de vista
resultan hoy de-
masiado inge-
nuos. Pero si
nos apartamos
de las ciencias,
la cosa cambia.
Hoy, Aristóteles
podría asistir, e
incluso partici-
par activamente, en un seminario sobre
ética, teología, filosofía política o filosofía
moral. Si Aristóteles asistiera a una clase
de ciencias de las actuales, seguro que
estaría muy perdido y no por la terminolo-
gía que se utiliza, sino porque la ciencia
avanza y lo hace acumulativamente.
He aquí una pequeña muestra de lo que
usted podría decir a Aristóteles
o a cual-
quier otro de los grandes filósofos griegos
para sorprenderle y maravillarle, y no sólo
por los hechos en sí, sino también por la
elegancia con que encajan.
La Tierra no es el centro del Universo; gi-
ra en torno al Sol, que no es más que otra
estrella. No hay música de las esferas, pero
los elementos químicos, los componentes
últimos de la materia, están ordenados pe-
riódicamente de manera parecida a las oc-
tavas musicales. No hay cuatro elementos;
hay unos cien. Ni la Tierra ni el Aire ni el
Fuego ni el Agua están entre ellos.
Las especies vivas no son tipos aislados
que permanecen inalterados. Si utilizamos
una escala de tiempo mucho mayor que la
de la vida humana, una escala difícil de
imaginar, las especies se separan y diver-
gen, dando lugar a nuevas especies, que si-
guen diferenciándose cada vez más. Du-
rante la primera mitad de ese tiempo, nues-
tros antepasados eran bacterias. La mayo-
ría de los seres vivos son bacterias y cada
una de nuestro trillón largo de células es
una colonia de bacterias. Aristóteles era
primo lejano de un calamar, primo algo
más cercano de
un gorila y primo
algo más cerca-
no aún de un si-
mio: sensu stric-
tu, Aristóteles
era un simio, un
simio africano,
más próximo al
chimpancé de lo
que éste lo está
al orangután.
El cerebro no
sirve para refri-
gerar la sangre.
Es lo que utiliza
usted para ela-
borar su metafí-
sica y su lógica.
Es un laberinto tridimensional de millones
y millones de células nerviosas diseñadas
para transmitir mensajes mediante pulsos.
Todas sus neuronas, colocadas en fila,
darían la vuelta al mundo unas veinticinco
veces. En el diminuto cerebro de un pin-
zón, hay unos cuatro billones de conexio-
nes, proporcionalmente, más que en el de
un humano.
Si usted opina como yo, tras esta enu-
meración, tendrá sentimientos encontra-
dos: orgullo, por lo que nuestra especie sa-
be y que, en época de Aristóteles, se desco-
nocía; por otra parte, un preocupante sen-
timiento de “¿no es esto demasiado compla-
ciente?, ¿hemos dejado algo para nuestros
hijos?, ¿podrán enseñarnos algo nuevo?”
Por supuesto. El proceso de acumula-
ción no se detendrá con nosotros. Dentro
10
(Verano 1999)
el escéptico
La ciencia, el engaño y
el deseo de ser maravillados
La gama de sensaciones que nos puede proporcionar la ciencia es
muy amplia y va desde la más emocionante sorpresa hasta
el mayor de los desconciertos. Puede satisfacer perfectamente
nuestra humana necesidad de misterio y maravilla
RICHARD DAWKINS
Isaac Newton y Albert Einstein.
Iutta Waloschek.
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de dos mil años, la gente corriente que ha-
ya leído un par de libros podrá dar clases a
los Aristóteles de hoy, por ejemplo, a Fran-
cis Crick o Stephen Hawking. ¿Significa
esto que la visión actual del mundo será
considerada errónea?
¡No perdamos la perspectiva! Hay mu-
chísimas cosas que no sabemos, pero, con
toda seguridad, nuestra creencia de que la
Tierra es redonda y no plana, y que gira
alrededor del Sol, no será reemplazada. Só-
lo esto sería suficiente para inquietar a
quienes, con escaso bagaje filosófico, nie-
gan la posibilidad de una verdad objetiva:
son los llamados relativistas, para quienes
no existe ningún argumento para preferir
una explicación científica frente a una ex-
plicación mítica del mundo.
Que tengamos antepasados comunes
con los chimpancés y otros algo más leja-
nos con los monos es algo que no va a ser
rechazado, aunque puedan variar detalles
sobre la cronología.
1
Por otra parte, mu-
chas de las ideas actuales se comprenden
mejor si son entendidas como modelos o
teorías que hasta el momento han sobrevi-
vido a la experimentación. Los físicos no se
ponen de acuerdo sobre si están condena-
dos a cavar cada vez más hondo para des-
velar misterios cada vez más escondidos o
si la propia física se acabará un día cuan-
do elabore una última teoría sobre el todo,
una especie de nirvana del conocimiento.
Mientras tanto, y como quedan muchas co-
sas que comprender, no deberíamos hablar
tan alto de lo que ya sabemos, sino centrar
nuestra atención en los problemas en los
que tendríamos que estar trabajando.
Lejos de ser autocomplacientes, muchos
científicos opinan que la ciencia avanza só-
lo refutando hipótesis. Konrad Lorenz decía
que, cada día, quería refutar al menos una
hipótesis suya antes de desayunar. Esto
era absurdo, sobre todo, viniendo de una
gran figura de la etología, pero sí es cierto
que los científicos, más que otros colecti-
vos, ganan respetabilidad ante sus colegas
admitiendo sus errores.
Una de las situaciones más instructivas
que viví en mi etapa de estudiante fue la
respuesta que un respetado profesor del
Departamento de Zoología de Oxford dio a
un profesor visitante americano que acaba-
ba de rebatir públicamente su teoría más
querida. El viejo profesor se dirigió rápida-
mente al centro de la sala de conferencias,
estrechó calurosamente la mano del confe-
renciante y dijo con emoción: “Mi querido
colega, quiero darle las gracias porque he
estado equivocado estos últimos quince
años”. Y todos aplaudimos entusiasmados.
¿Podríamos imaginar a un ministro del
Gobierno aclamado en el Parlamento por
una rectificación similar? La respuesta más
probable sería: “¡Dimisión, Dimisión!”.
Hostilidad hacia la ciencia
Todavía existe una cierta hostilidad hacia
la ciencia, procedente de columnistas de
prensa y de novelistas. Las columnas de los
periódicos son muy efímeras, pero su conti-
nuo goteo, repetido día tras día, semana
tras semana, les confiere poder e influencia
y sus autores tienen que ser conscientes de
ello. Una característica de la prensa britá-
nica es la regularidad con la que alguno de
los columnistas más famosos vuelve a ata-
car a la ciencia
y no siempre desde el co-
nocimiento
. El 11 de octubre de 1996, el
desahogo de Bernard Levin en The Times
(Londres) se titulaba “Dios, yo y el doctor
Dawkins”, y tenía como subtítulo: “Los
científicos no saben y yo tampoco, pero, al
menos, yo sé que no sé”.
No es cuestión de sondear las profundi-
dades de lo que Bernard Levin no sabe,
baste una muestra del gusto con que pre-
sume de ello:
A pesar de disponer de importantes
presupuestos para investigación, los
científicos aún no han demostrado que
un quark sea algo más que un puñado
de rayos. ¡Que vienen los quarks! ¡Que
vienen los quarks! ¡Sálvese quien pue-
da! ¡...! Sé que no debería burlarme de
la ciencia, de la ciencia noble que des-
pués de todo hace que tengamos teléfo-
nos móviles, paraguas plegables y cre-
ma de dientes con rayas de colores, pe-
ro la ciencia, realmente, nos lo está pi-
diendo... Ahora en serio, ¿puede usted
comer quarks?, ¿puede extenderlos en-
cima de su cama y abrigarse con ellos
en invierno?
No merece la pena contestar, pero el res-
petado científico de Cambridge, sir Alan
Cottrell escribió una breve carta al director
“Señor director: El señor Bernard Levin se
preguntaba: ¿podemos comer quarks?
Calculo que él comerá cada día unos
500.000.000.000.000.000.000”.
Hoy en día, resulta normal que nadie se
enorgullezca de su ignorancia en literatura,
pero está aceptado socialmente hacer alar-
de de la ignorancia en ciencias y proclamar
con orgullo la incompetencia en matemáti-
cas. Esto, al menos, es lo que sucede en el
Reino Unido, aunque creo que no será así
en nuestros más directos
y exitosos
riva-
les económicos: Alemania, EE UU o Japón.
La gente responsabiliza a la ciencia de
el escéptico (Verano 1999) 11
Dentro de dos mil años, la gente
corriente que haya leído un par de
libros podrá dar clases a los
Aristóteles de hoy, por ejemplo,
a Francis Crick o Stephen Hawking
1
En castellano, simio y mono son sinónimos, pe-
ro, en inglés, no tanto. Los apes (simios)
gori-
la, chimpancé, orangután
, están más cerca de
nosotros que los monkeys (monos)
macaco,
babuino, tití...
.
(N. del T.)
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las armas nucleares y de otros horrores si-
milares. Aunque ya se ha dicho antes, hay
que repetirlo: si alguien quiere hacer el
mal, la ciencia le proporciona armas muy
poderosas para hacer el mal; pero no es
menos cierto que si uno quiere hacer el
bien, la ciencia también pone a su alcance
armas muy poderosas para hacer el bien.
La cuestíón es querer hacer lo correcto;
entonces la ciencia le proporcionará los
métodos más efectivos para conseguirlo.
Otra acusación frecuente es que la cien-
cia va más allá de sus límites. Se la acusa
de invadir un territorio que depende de
otras disciplinas como la teología. Por otra
parte
ellos llevan siempre las de ganar
presten atención al himno de odio contra
los científicos que la novelista Fay Weldon
publicó en The Daily Telegraph:
No esperes que nos gustes. Nos prome-
tiste mucho y nos defraudaste. Ni si-
quiera intentaste responder las pregun-
tas que te hacíamos cuando teníamos
seis años. ¿Dónde se fue tía Maud
cuando murió? ¿Dónde estaba antes de
nacer...? ¿Quién se encargaba de todo
esto medio segundo antes del Big
Bang? ¿Y un segundo después? ¿Qué
nos dices de los círculos misteriosos en
los campos de trigo?
No tendría inconveniente
no así algu-
nos colegas míos
en dar una respuesta
simple y directa a las dos preguntas sobre
la tía Maud. Pero, probablemente, me ta-
charían de arrogante y presuntuoso por ir
más allá de los límites de la ciencia.
Existe la opinión de que la ciencia es re-
petitivamente monótona y pesada, y la ima-
gen de los científicos como personas algo
chifladas y con el bolsillo de la bata lleno de
bolígrafos. He aquí otro columnista, A.A.
Gill, que escribía sobre ciencia el 8 de sep-
tiembre de 1996 en The Sunday Times, de
Londres:
La ciencia está constreñida por los re-
sultados experimentales y por el tedio-
so y pesado caminar por la senda del
empirismo... Lo que aparece en televi-
sión es más excitante que lo que suce-
de detrás... Esto es arte: teatro, magia,
polvos mágicos, imaginación, luces,
música, aplausos, mi público. Hay
estrellas y estrellas, querido. Unas son
aburridos, monótonos garabatos sobre
un papel, y otras son fabulosas, inge-
niosas y provocativas, increíblemente
populares...
Lo de “aburridos, repetitivos garabatos”
es una referencia al descubrimiento de los
púlsares de Jocelyn Bell y Anthony Hewish
en 1967. Jocelyn Bell Burnell ha contado
varias veces en televisión el momento estre-
mecedor en el que una joven investigadora
en los inicios de su carrera se dio cuenta de
que estaba ante algo que nadie había visto
en el Universo. No algo nuevo bajo el Sol,
sino una nueva clase de sol que gira tan rá-
pido que, en lugar de tardar veinticuatro
horas como nuestro planeta en completar
un giro, tarda sólo un cuarto de segundo.
Querido, ¡qué monótono, qué rabiosamente
empírico, querido!
¿Puede ser amenazadora la ciencia para
quienes la encuentran demasiado difícil?
No me atrevería a afirmarlo, pero, aunque
parezca contradictorio, voy a citar a un dis-
tinguido profesor universitario, John Ca-
rey, que actualmente ostenta la cátedra
Merton de Inglés en Oxford:
La riada de estudiantes que compiten
en las universidades británicas para
conseguir plaza en los estudios huma-
nísticos y el hilillo de aspirantes a ca-
rreras científicas testimonian el aban-
dono de las ciencias por parte de la ju-
ventud. Aunque la mayoría de los uni-
versitarios se cuida mucho de recono-
cerlo en público, de decirlo claramente,
todos parecen estar de acuerdo en que
los cursos de letras son más populares
porque son más fáciles y la mayoría de
los estudiantes no llega a alcanzar las
exigencias intelectuales que plantea
una carrera de ciencias [The Faber book
of science, 1995].
Creo que las carreras científicas pueden
ser intelectualmente exigentes, pero tam-
bién lo son la filología clásica, la historia, la
filosofía. Por otra parte, nadie debería tener
problemas para comprender cosas como la
circulación de la sangre o el papel del cora-
zón como la bomba que impulsa a la san-
gre. Carey preguntó a los treinta alumnos
de su clase de último curso de inglés en
Oxford utilizando una cita de Donne:
¿Sabes cómo la sangre, que fluye por el
corazón, de un ventrículo al otro va?
2
Les preguntaba sobre la circulación de
la sangre. Ninguno de los treinta supo la
respuesta, pero uno se aventuró a sugerir
que debía ser “por ósmosis”. La respuesta
correcta
que la sangre se bombea de un
ventrículo a otro a través de, por lo menos,
quince millas de intrincados vasos capila-
res
debería fascinar a cualquier auténtico
estudiante de literatura y no es difícil de
entender; no ocurre lo mismo con la teoría
cuántica o la relatividad. Por tanto, yo
mantengo un punto de vista más indul-
gente que el del profesor Carey. Me pregun-
to si algunos de esos jóvenes han sido des-
motivados hacia la ciencia.
La utilidad del saber
El mes pasado, recibí de un espectador una
emotiva carta que empezaba: “Soy profesor
de clarinete y el único recuerdo que tengo
12
(Verano 1999)
el escéptico
2
Formuló la pregunta en inglés antiguo:
“Knows’t thou how blood, which to the heart
doth flow, doth from one ventricle to the other
go?” (N. del T.)
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de las asignaturas de ciencias es el de cla-
ses y clases sobre el mechero Bunsen”.
Bien, usted puede disfrutar de un concier-
to de Mozart, aunque no sepa tocar el cla-
rinete. Puede ser un competente crítico
musical sin necesidad de saber tocar ni
una nota. Si todo el mundo acabara la en-
señanza secundaria pensando que hacía
falta saber tocar un instrumento para po-
der disfrutar con la música, nos perdería-
mos muchas cosas de la vida.
¿No podemos tratar igual a la ciencia?
Sí, necesitamos mecheros Bunsen y bistu-
ríes para los que se especialicen en el tra-
bajo científico. Pero, quizás, el resto de no-
sotros podría tener clases aparte sobre la
comprensión de la ciencia, los logros de la
ciencia, los modos de pensamiento científi-
co o la historia de la ciencia, más que sobre
prácticas de laboratorio.
Y, en este punto, buscaría la complici-
dad de otro enemigo
aparentemente
de la
ciencia, Simon Jenkins, ex director de The
Times y un contrincante mejor que los an-
teriores que he citado, porque él sabe de
qué habla. Está resentido por cursos con
asignaturas científicas obligatorias y sos-
tiene que fueron totalmente inútiles. Aun-
que está de acuerdo con algunos aspectos
edificantes de la ciencia. En una entrevista
grabada, me dijo:
Me cuesta recordar algún libro de cien-
cia que haya leído que pueda decir que
fuera útil. No eran útiles, eran mara-
villosos. Ahora, me hacen sentir que el
mundo a mi alrededor está más lleno...
un lugar mucho más interesante de lo
que imaginaba... Creo que la ciencia
tiene una bonita historia que contar.
Pero una historia inútil. No es útil como
lo es un curso de empresariales o dere-
cho o incluso un curso de economía y
política.
Mi principal preocupación no es que la
ciencia sea o no útil, sino que su utilidad
sea tan grande como para hacer sombra a
su faceta como valor cultural o como fuen-
te de inspiración. Incluso los más ácidos
entre los críticos admiten la utilidad de la
ciencia, aunque ignoran la capacidad de
sorprendernos. Se suele decir que la cien-
cia aniquila nuestra humanidad o destruye
los misterios de los que se nutre la poesía.
Keats acusaba a Newton de destruir la poe-
sía del arco iris.
La Filosofía sujetará las alas del Ángel,
/ resolverá todos los misterios median-
te la norma y la línea, / vaciará el aire
cautivo, y la mina subterránea /deste-
jerá el arco iris.
Claro que Keats era muy joven. También
Blake se lamentaba:
Para Bacon y Newton, ocultaron con
lúgubre acero, colgaron sus terrores
/como férreo azote sobre Albión: razo-
nando como enormes serpientes que se
enroscaran en torno a mis extremida-
des...
Me hubiera gustado conocer a Keats o a
Blake y haberles dicho que los misterios no
pierden su poesía cuando se desvelan. Más
bien al contrario, a menudo, la solución se
convierte en algo más maravilloso que el
enigma y, en cualquier caso, la solución
nos descubre un misterio más profundo. El
análisis del arco iris como la dispersión de
luces de diferente longitud de onda lleva a
las ecuaciones de Maxwell e incluso a la re-
latividad especial.
El mismo Einstein estaba claramente
inspirado por una musa estética de la cien-
cia: “Lo más bonito que podemos experi-
mentar es el misterio. Es la fuente del ver-
dadero arte y de la verdadera ciencia”, de-
cía. Es difícil encontrar un físico teórico ac-
tual que no comparta alguna motivación
estética similar. John Wheeler, uno de los
más reconocidos físicos de Estados Unidos,
es un ejemplo:
... comprenderemos que la idea central
de todo esto es tan simple, tan bella,
tan convincente que nos diremos unos
a otros: ¿cómo podría ser de otra mane-
ra?, ¿cómo hemos podido estar tan cie-
gos tanto tiempo?
Wordsworth debería haber comprendido
esto mejor que sus colegas románticos. An-
helaba un tiempo en el que los descubri-
mientos científicos se convirtieran en
“apropiados objetos para el arte del poeta”.
Y, en la cena del pintor Benjamin Haydon
en 1817, se ganaba la simpatía de los cien-
tíficos mientras soportaba los sarcasmos de
Keats y Charles Lamby se negaba a brindar
con ellos: “Al diablo con Newton y con las
matemáticas”.
Ahora bien, hay una aparente contradic-
ción. Thomas Henry Huxley veía la ciencia
como “sentido común entrenado y organi-
zado” mientras que el profesor Lewis Wol-
el escéptico (Verano 1999) 13
Vista de la galaxia NGC 4414.
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pert insiste en que es pro-
fundamente paradójica y
sorprendente; más un des-
afío al sentido común que
una extensión del mismo.
Cada vez que bebes un vaso
de agua, estás bebiendo al
menos un átomo que pasó
por la vejiga de Aristóteles.
Un resultado seductoramen-
te sorprendente, pero tam-
bién una manifestación del
“sentido común organizado”
de Huxley a partir de la
observación de Wolpert de
que “hay más moléculas de
agua en un vaso que vasos
de agua en el mar”.
La gama de sensaciones
que nos puede proporcionar
la ciencia es muy amplia y va
desde la más emocionante sorpresa hasta
el mayor de los desconciertos, y las ideas
pueden llegar a ser tan extrañas como la
mecánica cuántica. Más de un físico ha
dicho algo parecido a esto: “Si crees que
comprendes la teoría cuántica, puedes
estar seguro de que no la comprendes”.
En el Universo, hay un misterio seduc-
tor, pero esto no significa que sea antojadi-
zo, caprichoso o frívolo. El Universo es un
lugar ordenado y, en un nivel profundo,
unas regiones se comportan como otras re-
giones, los tiempos se comportan como
otros tiempos. Si colocamos un ladrillo so-
bre una mesa, se quedará ahí, aunque se
olvide del ladrillo, hasta que algo lo mueva.
Los fantasmas y los espíritus no interven-
drán tirándolo al suelo por capricho o por
hacer una travesura. Hay misterio, pero no
magia; extrañeza que puede ir más allá de
la más atrevida de las imaginaciones, pero
no hay maleficios o brujería; no hay mila-
gros arbitrarios.
Incluso la ciencia ficción, que quiere en-
tretener utilizando teorías científicas, no
puede pretender ser buena ciencia ficción
si ignora estos principios.
Un programa reciente de
televisión se convirtió
más en un cuento de ha-
das que en ciencia ficción
porque las jóvenes no se
quitan de repente la ropa
y se transforman espon-
táneamente en lobas.
Porque viola una prohibi-
ción teórica más profunda que el razona-
miento inductivo de los filósofos de que
“todos los cisnes son blancos hasta que
aparece uno negro”. No, no conocemos a
nadie que pueda transformarse en lobo, y
no porque este fenómeno no haya sido ob-
servado nunca
muchas cosas suceden al-
guna vez por primera vez
−,
sino porque la
existencia de hombres-lobo violaría el
equivalente al segundo principio de la
termodinámica. Sobre esto, sir Arthur
Edington dijo:
Si alguien le dice que su teoría favorita
sobre el Universo contradice las ecua-
ciones de Maxwell, entonces... peor pa-
ra las ecuaciones de Maxwell. Si con-
tradice los hechos observados, bueno,
pues los experimentadores a veces ha-
cen chapuzas. Pero si su teoría contra-
dice la segunda ley de la termodinámi-
ca, no puedo darle ninguna esperanza
salvo la de acabar en la más profunda
de las humillaciones. [The nature of the
physical world, 1928, Cap.14]
La epidemia paranormal
Para seguir con la relación entre el hombre-
lobo y la entropía, voy a pasar a otro campo
muy alejado. Pero, puesto que esta confe-
rencia está dedicada a la memoria de un
hombre, Richard Dimbleby, cuya integri-
dad y honradez como comunicador sigue
aún viva treinta años después de su muer-
te, me centraré ahora en la epidemia actual
de propaganda paranormal en televisión.
Las programaciones generalistas inclu-
yen espacios a los que acuden los magos y
hacen sus trucos. Pero, en lugar de admitir
que son ilusionistas,
estos actores de televi-
sión proclaman que tie-
nen realmente poderes
sobrenaturales. Cuentan
con la complicidad de
ilustres y prestigiosos
presentadores, gente en
quien nos hemos
acostumbrado a confiar,
comunicadores que se han convertido en
referente. Es un abuso de lo que podríamos
llamar el efecto Richard Dimbleby.
En otros programas, algunos perturba-
dos cuentan sus fantasías sobre fantas-
mas. Pero los productores de televisión, en
lugar de mandarles de manera educada a
la consulta de un psiquiatra, corren a con-
tratar actores para recrear sus delirios, con
los predecibles efectos sobre las grandes
audiencias.
Recientemente, la televisión dedicó me-
dia hora en horario de máxima audiencia a
un sanador y le dio la oportunidad de plan-
14
(Verano 1999)
el escéptico
Aunque parezca
mentira, la popularidad
de lo paranormal
debería ser motivo
de optimismo
La existencia de hombres-lobo violaría el equivalente al segundo
principio de la termodinámica.
background image
tear su peregrina teoría según la cual él era
un médico, Pablo de Judea, que murió hace
más de dos mil años. Es hora de que al-
guien llame a esto entretenimiento o inclu-
so comedia, aunque haya personas que
crean que como entretenimiento es tan dis-
cutible como un humano deforme en una
barraca de feria.
Debo volver al problema de la arrogan-
cia. ¿Cómo puedo estar seguro de que esa
persona con un inverosímil acento extran-
jero no fuera Pablo de Judea? ¿Cómo sé
que la astrología no funciona? ¿Cómo pue-
do estar tan seguro que los seres con po-
deres sobrenaturales que aparecen en los
programas son farsantes sólo porque cual-
quier ilusionista puede repetir sus trucos?
(Por ejemplo, doblar cucharas es algo tan
sencillo que los ilusionistas americanos
Penn y Teller han divulgado las instruc-
ciones del truco en Internet en la web la la
Fundación Educativa James Randi:
http:www.randi.org/jr/ptspoon.html)
Las respuestas las ofrece el principio de
parquedad o navaja de Occam, de máxima
simplicidad o economía de explicación. Es
posible que el motor de su coche funcione
con energía psicocinética, pero si parece un
motor de gasolina, huele como los motores
de gasolina y se comporta exactamente
igual que otros motores de gasolina, la
hipótesis mas razonable es que sea un
motor de gasolina. La telepatía y la pose-
sión por los espíritus de los muertos no se
han aceptado como válidas. Es cierto que
no hay nada imposible sobre la abducción
por extraterrestres que viajan en ovnis;
puede que un día suceda. Pero si nos basa-
mos en las probabilidades, habría que
reservar esta explicación como último argu-
mento. Siguiendo con este principio de
máxima simplicidad, antes de creer en es-
to, necesitamos algo más que una débil y
rutinaria evidencia. Si oímos los cascos de
un animal golpeando contra el pavimento
de una calle de Londres, podría tratarse de
una cebra o incluso de un unicornio, pero,
antes de aceptar otra explicación que no
sea la de que se trata de un caballo, ten-
dríamos que pedir cuando menos alguna
evidencia.
Algunos objetan que si quienes se arro-
gan poderes sobrenaturales los tuvieran
realmente, ganarían a la lotería todas las
semanas. Yo prefiero señalar que también
podrían ganar un premio Nobel al descu-
brir las fuerzas fundamentales que hasta
ahora no ha podido determinar la ciencia.
Si fuera tal como dicen, ¿por qué malgas-
tan sus dotes haciendo programas de en-
tretenimiento en televisión?
En cualquier caso, tenemos que ser
abiertos de mente, pero no tanto como para
perder la cabeza. No pido que se dejen de
emitir ese tipo de programas, sólo pido que
se anime a la audiencia a que sea crítica.
Un programa concurso entretenido podría
consistir en invitar a los que dicen leer el
pensamiento o poseer poderes psicocinéti-
cos y proponerles pruebas que sólo pudie-
ran resolver quienes realmente tuvieran po-
deres, y no los ilusionistas. Sería un pro-
grama-concurso entretenido.
¿Cómo se explica la moda de lo paranor-
mal en los programas populares? Quizá
tenga que ver con el final del milenio (en
este caso, sería desmoralizante porque aún
falta un año y medio). Menos preocupante
sería que la causa de este auge se debiera
a un intento de aprovecharse del éxito de
Expediente X. Esta serie es ficción y, por
tanto, respetable como puro entretenimien-
to.
Un buen argumento para la defensa,
puede pensar usted. Pero las comedias, las
series de policías y otras similares merecen
una crítica si semana tras semana bom-
bardean nuestros hogares con el mismo
prejuicio o la misma visión sesgada. Cada
semana, Expediente X plantea un misterio
el escéptico (Verano1999) 15
Evolución humana desde los prehomínidos hasta el ‘hombre digital’.
Un programa concurso de televisión
entretenido podría consistir en invitar a
los que dicen poseer poderes y
proponerles pruebas que sólo
pudieran resolver quienes realmente
tuvieran poderes, y no los ilusionistas
background image
y ofrece dos explicaciones rivales: la racio-
nal y la paranormal. Y, semana tras sema-
na, pierde la explicación racional. Pero si
sólo es ficción, entretenimiento, ¿por qué
resulta indignante?
Imagínese una serie sobre crímenes en
la que cada semana hay un sospechoso ne-
gro y otro blanco, y todas las semanas
¡oh,
casualidad!
el culpable es el negro. Sería
imperdonable, por supuesto. Y creo que us-
ted no podría defender esta serie diciendo:
“¡Pero si sólo es un programa de ficción!”.
No volvamos a una edad oscura de su-
perstición e irracionalidad, un mundo en el
que cada vez que perdamos las llaves sos-
pechemos de fantasmas, demonios o
abducciones extraterrestres.
El hambre de misterio
Bueno, cambiemos a temas más alegres.
Aunque parezca mentira, la popularidad de
lo paranormal debería ser motivo de opti-
mismo. El hambre de misterio, el entusias-
mo por lo desconocido, es algo saludable y
que hay que favorecer. Es el mismo hambre
que dirige la mejor ciencia y es el hambre
que mejor puede saciar la ciencia auténti-
ca. Quizá sea esta misma hambre la que
explica el éxito de audiencia de los paranor-
malistas.
Creo que, por ejemplo, los astrólogos es-
tán jugando con
abusando de y manipu-
lando
nuestra capacidad de maravillar-
nos. Quiero decir que, cuando ellos se
apropian de las constelaciones, utilizan un
lenguaje subpoético como “la Luna se está
moviendo en la quinta morada de Acuario”.
La auténtica astronomía es la legítima pro-
pietaria de las estrellas y del misterio que
encierran. La astrología se entromete e
incluso pervierte y destroza el misterio.
Para mostrar la verdadera capacidad de
asombrar que posee la astronomía, tomaré
prestado el ejemplo de un libro titulado
Earthsearch, de John Cassidy, que compré
en Estados Unidos para enseñárselo a mi
hija Juliet. Busca un amplio espacio abier-
to y coloca un balón de fútbol para repre-
sentar al sol. Aléjate en línea recta diez
pasos del balón. Clava un alfiler en el
suelo: la cabeza del alfiler representa al
planeta Mercurio. Camina ocho pasos más
y coloca un grano de pimienta: es Venus.
Siete pasos más y otro grano de pimienta:
la Tierra. Una pulgada más y otro alfiler: su
cabeza representa la Luna, recuerda que es
el lugar más lejano al que ha llegado el
hombre. Catorce pasos hasta el pequeño
Marte; después, 95 pasos hasta el gigante
Júpiter
una pelota de ping-pong
; 112
pasos más lejos y está Saturno, una cani-
ca. No vamos a dedicar más tiempo al resto
de los planetas, salvo para decir que ahora
las distancias son mucho mayores. Pero
¿cuánto tendríamos que andar hasta en-
contrar la estrella más cercana, Proxima
Centauri? Coge otro balón de fútbol para
representar a la estrella y colócalo a 4.200
millas de distancia. Y, para la siguiente
galaxia, Andrómeda, ¡no vale la pena ni
pensarlo!
¿Quién podría volver a la astrología des-
pués de haber probado la auténtica ciencia,
la astronomía, los “caminos estrellados” de
Yeats, su “lejana y majestuosa multitud”?
Ese delicioso poema también nos anima a
“recordar la sabiduría de los viejos tiem-
pos”. Y quisiera acabar con un pequeño
ejemplo sorprendente que procede de mi
propia especialidad, la evolución.
Usted tiene un trillón de copias de un
documento en forma de texto que está es-
crito mediante un código digital muy preci-
so. Cada copia tiene tanta información co-
mo un libro de gran tamaño. Por supuesto,
hablo del ADN de sus células. Los libros de
texto definen el ADN como el proyecto de
un cuerpo. Quizá sea más exacto decir que
es como una receta
o libro de instruccio-
nes
para fabricar su cuerpo, porque es
imborrable. Pero hoy quisiera presentarlo
como algo diferente, e incluso más intri-
gante. El ADN es una descripción codifica-
da de mundos anteriores en los que vivie-
ron sus antepasados. El ADN es la sabidu-
ría de la antigüedad, de una antigüedad
muy remota.
Archivos vivientes
El documento humano más antiguo tiene
unos pocos miles de años y se representó
en forma de pinturas. Parece que el alfabe-
to se inventó hace unos 35 siglos en
Oriente Medio y ha evolucionado transfor-
mándose y dando lugar a variedades dife-
rentes. El alfabeto del ADN surgió hace, al
menos, unos 35 millones de siglos. Desde
entonces, no ha cambiado ni una letra. Y
no sólo el alfabeto, sino también el diccio-
nario de 64 palabras básicas y sus signifi-
cados es el mismo en una bacteria que en
nosotros; incluso en el antepasado común
del que todos hemos heredado este diccio-
nario exacto y preciso vivió hace unos 35
millones de siglos.
Lo que sí ha cambiado han sido los lar-
gos programas que la selección natural ha
ido escribiendo utilizando nuestras 64 pa-
labras básicas. Los mensajes que han lle-
gado hasta nosotros son los que han podi-
do sobrevivir durante millones
y, en algu-
nos casos, cientos de millones
de genera-
ciones. Por cada mensaje que ha llegado
hasta nosotros, ha habido montones de fa-
llos que se han ido cayendo como las es-
quirlas de un escultor en el suelo de su es-
tudio. Esto es lo que significa la selección
natural de Darwin. Somos los descendien-
tes de una selecta elite de antepasados vic-
toriosos. Nuestro ADN ha demostrado ser
útil, por eso está aquí. El tiempo geológico
ha esculpido y grabado nuestro ADN para
poder sobrevivir hasta nuestros días.
16
(Verano 1999)
el escéptico
Somos seres afortunados porque
vamos a morir. La mayoría de la gente
nunca morirá porque no va a nacer
background image
Hoy, existen unos 30 millones de espe-
cies diferentes. Es lo mismo que decir que
hay 30 millones de maneras diferentes de
construir un ser vivo; 30 millones de modos
de conseguir que el ADN se perpetúe en el
futuro. Algunos en el mar, otros en la tie-
rra. Algunos en grandes árboles, otros bajo
tierra. Unos son vegetales que usan pane-
les solares
los llamamos hojas
para cap-
tar la energía. Algunos comen plantas.
Otros comen herbívoros. Algunos son gran-
des carnívoros que
comen pequeños
carnívoros. Algunos
viven en fuentes ter-
males. Se dice que
hay una especie de
gusanos pequeños
que sólo vive en el
interior de los posa-
vasos de cerveza ale-
manes. Todos estos
modos de vida diver-
sos no son más que
diferentes tácticas
para transmitir el
ADN; se diferencian
sólo en los detalles.
El ADN del came-
llo estuvo una vez en
el mar, pero, hace
unos 300 millones
de años, salió a tie-
rra firme. Ha pasado
la mayoría de su re-
ciente historia en los desiertos, programan-
do cuerpos para resistir el polvo y retener el
agua. Como los riscos de arena modelados
por el viento del desierto con maravillosas
formas, el ADN del camello se ha esculpido
para la supervivencia en antiguos desiertos
para dar los camellos actuales.
En cualquier estadio de su aprendizaje a
lo largo del tiempo, el ADN de una especie
se ha afilado y tallado, esculpido y cribado
por selección en una sucesión de ambien-
tes diferentes. Si pudiéramos leer el ADN
de un atún y el de una estrella de mar, en
ambos figuraría la palabra mar. En el ADN
de topos y gusanos, pondría: bajo tierra.
Por supuesto que, en el ADN, podríamos
leer muchas más cosas. En el ADN del tibu-
rón y en el del leopardo pondría cazar y
también mensajes diferentes sobre la tierra
y sobre el mar.
Aún no podemos leer esos mensajes y
quizá no podamos leerlos nunca, porque su
lenguaje es indirecto y se corresponde más
al mensaje acabado de una receta que al
mensaje provisional y modificable de un
proyecto. Pero también es cierto que el ADN
es una descripción codificada de los mun-
dos en los que nuestros antepasados sobre-
vivieron. Somos archivos vivientes del Plio-
ceno africano, incluso de los mares devóni-
cos, depósitos andantes de sabiduría desde
los primeros tiempos. Podríamos dedicar
toda una vida a leer estos mensajes y no
dejar nunca de maravillarnos.
Somos seres afortunados porque vamos
a morir. La mayoría de la gente nunca mo-
rirá porque no va a nacer. La cantidad de
gente que potencialmente podría estar
ahora ocupando mi lugar, pero que nunca
llegó a ver la luz del día, es mucho mayor
que el número de granos de arena del Sá-
hara, más que los átomos del Universo. En-
tre todos los no nacidos, seguro que hay
poetas más grandes que Donne, científicos
mejores que Newton y mejores músicos que
Beethoven. Sabemos esto porque el conjun-
to de todas las posibles personas permiti-
das por nuestro
ADN es infinitamen-
te mayor que el de
todos los seres hu-
manos vivos. En me-
dio de esa asombro-
sa probabilidad, es-
tamos usted y yo,
seres privilegiados
por poder estar aquí,
privilegiados por te-
ner ojos para ver y
cerebro para poder
preguntarnos por
qué.
Tenemos necesi-
dad de maravillar-
nos, pero ¿acaso no
puede saciarla la
ciencia, la verdadera
ciencia?
Se dice a menudo
que la gente necesita
algo más que el
mundo material. Hay un vacío que hay que
llenar. La gente necesita encontrar un sen-
tido, una finalidad a su vida. Pues bien, no
sería un mal propósito encontrar qué es lo
que ya hay aquí, en nuestro mundo mate-
rial, antes de concluir que necesitamos algo
más ¿Qué más quiere? Basta con que estu-
die qué es y usted verá que es más edifi-
cante que cualquier cosa que pueda imagi-
nar. No hace falta que sea un científico
no
tiene por qué manejar un mechero Bun-
sen
para poder comprender lo suficiente
de la ciencia como para colmar la necesi-
dad que usted siente y llenar ese vacío. Hay
que liberar a la ciencia de su laboratorio y
llevarla a la cultura.
Richard Dawkins
es profesor de la cátedra
Charles Simonyi de Comprensión Publica de la
Ciencia en la Universidad de Oxford. Este artí-
culo es el texto de la conferencia en homenaje a
Richard Dimbleby emitida por la BBC el 12 de
noviembre de 1996. Su libro
aún no traducido
al castellano
Unweaving the rainbow. Science,
delusion and the appetite for wonder, publicado
por Houghton-Mifflin en Estados Unidos y por
Penguin en el Reino Unido, profundiza en algu-
nos de los temas de esta conferencia.
Este artículo fue publicado por el Comité para la
Investigación Científica de los Supuestos He-
chos Paranormales (CSICOP) en The Skeptical
Inquirer, y se reproduce con autorización
Versión española de José Luis Cebollada.
el escéptico (Verano 1999) 17
Representación de la molécula de ADN.