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suspenden el juicio crítico ante las afirma-
ciones sorprendentes y que no aplican la
misma vara de medir a la hora de contras-
tar afirmaciones provenientes, por ejemplo,
de un político o de un científico que de un
charlatán. Curiosamente, los engañabobos
gozan en la prensa de una especie de bula,
y es habitual que sean objeto de un trata-
miento amable. Si a eso se añade que la
mayoría de los informadores científicos
piensa que ocuparse de la pseudociencia,
aunque sea en tono crítico, supone reba-
jarse, nos encontramos con que la pata
periodística cojea ostensiblemente cuando
se trata de poner en su sitio a la falsa cien-
cia. Por ello, si hay algo urgente, es con-
cienciar a este colectivo de que la denuncia
de la pseudociencia forma parte de la di-
vulgación científica
que, además de su
carácter terapéutico, sirve para transmitir
conocimiento
y que cerrar los ojos ante la
superchería ni acaba con ella ni impide que
encuentre nichos en los medios audiovi-
suales y escritos desde los que analfabeti-
zar a la población y predicar la desconfian-
za hacia el método científico y la indaga-
ción racional.
Lo mismo hay que hacer
con los educadores
el ter-
cer pilar
, animándoles a
que no esquiven el trata-
miento de ciertos asuntos
en clase diciendo: “Eso es
una tontería”. No; ésa no
es la vía. Así, se arroja a
los alumnos curiosos en
brazos de los mercaderes de misterios
cuando podríamos aprovechar tales ansias
de saber para potenciar el espíritu crítico,
como se apunta en dos artículos de este
número. Animar a los jóvenes en la escue-
la a enfrentar las creencias mágicas al es-
crutinio de la razón sirve para que saquen
sus propias conclusiones. Se fomenta así la
indagación directa, se mina el falso mito de
la cerrazón de la ciencia oficial y se pone en
guardia a las nuevas generaciones frente a
la irracionalidada anticientífica.
Sin joven savia acrítica, sin periodistas
amables y sin científicos condescendientes,
la pseudociencia retrocedería terreno y la
cultura avanzaría. Para ello, es imprescin-
dible el compromiso activo de educadores,
comunicadores y científicos, tres colectivos
que, en la lucha contra la superchería, no
han pasado, en la mayoría de los casos, de
las buenas intenciones, pero que cuentan
ya con una revista, ésta, y con una entidad,
ARP, en las que apoyarse para poner freno
a la superchería.
E
s tiempo de que asuman su poder, hagan frente a
su responsabilidad y entreguen su conocimiento al
mundo que los aguarda”. Los destinatarios de este
mensaje fueron los asistentes a la 151ª asamblea anual
de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia;
el emisor, un doctor en Medicina y antropólogo de fama
mundial por ser uno de esos autores cuya nombre en la
portada de un libro es sinónimo de éxito de ventas: Mi-
chael Crichton. No le falta razón al autor de Parque Jurá-
sico. Uno de los lastres más pesados de la sociedad de fin
de siglo es el analfabetismo científico, sobre el que, sin
duda, se ha levantado buena parte del éxito de la pseu-
dociencia. Es hora, efectivamente, de que los científicos
bajen a la arena; pero no sólo para divulgar su trabajo, si-
no también para poner freno a la pseudociencia y a las
perversiones que han surgido a la sombra de la torre de
marfil en la que han vivido encerrados demasiado tiempo.
Hasta hace relativamente poco, la mayoría de los hom-
bres de ciencia vivía de espaldas a la sociedad, y sólo un
puñado asumía la divulgación como una parte más de su
trabajo. Y menos aún los que, además, han comprendido
que enfrentarse al pseudoconocimiento es algo en lo que
nos va el futuro y para lo que no basta con decir que tal
o cual cosa es un disparate, sino que hay que dar argu-
mentos, tal como hace Richard Feynman en este mismo
número de EL ESCÉPTICO. Así, sacar a relucir los pun-
tos débiles de la astrología exige contraponer a sus mági-
cos postulados fundamen-
tos de astronomía, física,
estadística...; diseccionar
la homeopatía conlleva
poner en el otro platillo de
la balanza química y biolo-
gía; excavar en la arqueo-
logía fantástica requiere
echar mano de la historia,
la geología, el arte... Con lo que se demuestra que la bue-
na crítica de la pseudociencia tiene un valor añadido: va
acompañada inexorablemente de divulgación de la ciencia
y puede servir para atraer al auténtico conocimiento a lec-
tores extraviados.
Pero no recae únicamente en los profesionales de la
ciencia la responsabilidad de popularizar el conocimiento
científico y exponer engaños. Aunque su papel es im-
portante, no son más que uno de los tres pilares sobre los
que ha de cimentarse la alfabetización científica. Divulgar
requiere sacrificar la precisión en aras de la inteligibili-
dad, rebajar lo suficiente el tono del discurso como para
que sea accesible al ciudadano medio, y eso es algo que
hacen a diario los periodistas, que actúan como intérpre-
tes entre quien quiere transmitir un mensaje y su audien-
cia potencial, que traducen la realidad al lenguaje del
hombre de la calle. Son el segundo pilar, los intermedia-
rios que saben cómo presentar las cosas de forma seduc-
tora sin tergiversar. Algunos profesionales de la comuni-
cación conocen el mundo de la ciencia
por desgracia, el
periodismo especializado es todavía en España una rara
avis
−,
otros muchos no; pero todos cuentan con los me-
dios adecuados para llegar al gran público. El problema
estriba en que todavía son demasiados los periodistas que
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el escéptico (Primavera 1999)
Los tres pilares
editorial
Sin joven savia acrítica, sin
periodistas ‘amables’ y sin
científicos condescendientes,
la pseudociencia retrocedería