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U
na de las preguntas más habituales
que todo escéptico habrá escuchado,
al departir con personas de iguales o
similares opiniones, es: “¿Cómo es posible
que la gente crea en todas esas tonterías?”.
O por precisar: “¿Cómo es posible que, des-
pués de siglos de revolución científica, la
gente aún viva presa de un misticismo más
propio de la Edad Media?”. Efectivamente,
es difícil de comprender. En un mundo en
el que la vía racionalista y científica al co-
nocimiento ha demostrado su validez y su-
perioridad sobre cualquier otra, las estadís-
ticas parecen coincidir en que alrededor
del 90% de la población general y el 40%
del mundo científico mantiene algún tipo
de creencia religiosa o trascendente. Esos
porcentajes, más de mil millones de perso-
nas en el mundo desarrollado, utilizan sis-
temáticamente los logros de la ciencia y la
tecnología para mejorar su calidad de vida,
tanto en aplicaciones de utilidad evidente
como bajo la lógica del consumo.
¿Por qué, entonces, las creencias religio-
sas o trascendentes no han retrocedido al
unísono con el avance de la ciencia y la tec-
nología? Sin duda, más de mil años de con-
trol de las grandes religiones monoteístas
occidentales sobre los aspectos más ínfi-
mos de la vida cotidiana, la ignorancia en
cualquiera de sus formas y la solución de
compromiso hallada por las nuevas religio-
sidades de carácter sincrético tienen mu-
cho que decir al respecto. Pero no deja de
resultar chocante que en el mundo occi-
dental, donde la inmensa mayoría de la po-
blación ha renunciado en todo o en parte a
la moral y el control de las grandes religio-
nes, existe escolarización obligatoria hasta
casi la mayoría de edad y la gente suele
enorgullecerse de un cierto cinismo ante
todo tipo de confianza, la religión tradicio-
nal y las nuevas religiosidades gocen de
semejante audiencia social. Aquél pensa-
miento propio de los revolucionarios de la
ciencia –y de otros tipos– según el cual las
viejas creencias irían desapareciendo con-
forme el saber científico y tecnológico ocu-
pase su lugar se ha demostrado erróneo.
No cabe la menor duda de que las defi-
ciencias educacionales y ese cierto despre-
cio por la cultura general que se ha esta-
blecido en nuestra sociedad, opuesto a la
admiración por la cultura que caracteriza-
ba a muchos de nuestros mayores, han
contribuido al mantenimiento de la religión
tradicional y a la expansión de las nuevas
creencias. No es intención del autor afirmar
que todo tipo de creencia trascendente sea
una manifestación de incultura e ignoran-
cia; pero es cierto que la creencia de las
personas cultas tiende a ser más compleja,
sofisticada y filosóficamente justificada que
la fe del carbonero que hallamos tan fre-
cuentemente.
No obstante, en mi opinión, todas estas
consideraciones, escuetamente resumidas,
a las que suele achacarse la persistencia
del pensamiento mágico y religioso en la
sociedad son claramente insuficientes. No
es que no tengan relación, que la tienen; es
que su éxito no se explica sin un compo-
nente psicológico fundamental: la necesi-
dad de creer.
Y es que el racionalismo científico adole-
ce de una debilidad fundamental a los ojos
de millones de personas: no consuela. Es
preciso gozar de un poderoso esquema filo-
sófico para sentirse reconfortado por un
sistema de pensamiento que no pretende
justificar nada ni dar ningún sentido en
particular a la vida, a la alegría y a la tra-
gedia. La mayor fortaleza del racionalismo
científico, su desapego a las consideracio-
nes subjetivas y su independencia de los
estados psicológicos, se convierte así en su
mayor debilidad para una sociedad com-
puesta de seres humanos ansiosos por en-
contrar sentido a su vida o consuelo a sus
males.
En efecto, cuando un ser querido agoni-
za en una cama de hospital, suele servir de
bastante poco conocer con todo lujo de
detalles los procesos biológicos y clínicos
que están acabando con él. Lo que tantos
seres humanos necesitan es una esperan-
za, un sentido; algo que se encuentra en la
resurrección de la carne, la reencarnación
o la convicción de que bondadosos seres de
luz extraterrestres vendrán a recogerle al
otro lado del portal de Moody. He dicho
bien, convicción. Tal esperanza no se plas-
mará si no se adquiere, de un modo abso-
luto y acrítico, la total convicción de que así
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(Invierno 1998-99)
el escéptico
La necesidad de creer
El escepticismo, como movimiento, no sólo está en contra de
los abusos del derecho a creer; está a favor de que creer
sea efectivamente un derecho, no una obligación
TONI CANTÓ
El escepticismo es la eficaz barrera que
se interpone entre la luz de la razón
y la oscuridad de la Edad Media
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será. La sala de espera de una UCI no pare-
ce el lugar más adecuado para el debate
teológico.
Este hecho se extiende al mal de amo-
res, a las dificultades laborales de quien no
entiende que ya no hay sitio para su labo-
riosa especialidad en el nuevo mundo de la
alta tecnología y la globalización, al abismo
que se abre al contemplar la pavorosa pers-
pectiva de nuestra propia muerte y, en ge-
neral, a cualquier angustia vital. La fe, en
cambio, ofrece una respuesta –una pseudo-
rrespuesta– que, para desempeñar su fun-
ción, requiere ser aceptada sin crítica.
Y aquí surge una pregunta: ¿debemos
los escépticos ponernos en contra de tal
creencia? Es preciso ser exquisitamente
cuidadosos en la respuesta, pues de la mis-
ma depende el qué es del movimiento escé-
ptico.
Derechos fundamentales
Tanto el artículo 16º de la Constitución es-
pañola como el 18º de la Declaración Uni-
versal de Derechos Humanos garantizan la
libertad de creencia. De estos textos, se
desprende que uno puede creer en los Pitu-
fos si lo considera adecuado. También se
desprende el derecho de cualquier ser hu-
mano a no ser molestado por su creencia o
ideología, y el derecho a difundirlas. No, no
es la labor de los escépticos estar en contra
de este derecho que siempre defendimos,
entre muchas razones porque, en otros
tiempos, conocimos en carne propia el pre-
cio de disentir de la creencia o ideología ofi-
ciales. Tanto el movimiento escéptico mo-
derno como las declaraciones de derechos
humanos beben en las fuentes del raciona-
lismo, el enciclopedismo y la Ilustración.
No sólo es que los escépticos nos contemos
entre los más convencidos defensores de
los derechos humanos; es que, en buena
parte, los inventamos nosotros frente a las
fuerzas teocráticas del Antiguo Régimen y
la Santa Alianza. No será preciso recordar
en manos de quién acabaron sus días tan-
tos escépticos y racionalistas; cualquier
visita a un cementerio civil –tierra no con-
sagrada, tierra maldita– nos ofrecerá una
historia trágica de la ciencia y el librepen-
samiento.
El movimiento escéptico no necesita en
absoluto oponerse a un derecho legítimo.
Porque lo que nos une no es sólo aquello
contra lo que luchamos –los abusos del de-
recho a creer: el fraude paranormal, la ma-
nipulación de la credulidad, el desprecio
por la ciencia y la cultura, la peligrosa
aceptación acrítica de verdades morales ab-
solutas–, sino también aquello por lo que
luchamos. Luchamos, precisamente, a fa-
vor del racionalismo científico. Sí, somos
racionalistas y eso que llaman cientifistas.
Queremos que el racionalismo, el pensa-
miento crítico, el amor por la cultura y el
método científico se extiendan por el cuer-
po social como se han extendido por todos
los espacios del conocimiento válidos y úti-
les. Queremos que nadie tenga que recurrir
a obsoletas deidades ni a alucinados cuen-
tos orientales para encontrar un sentido a
la vida y al sufrimiento. Nos gustaría que
creer fuese realmente una opción y no una
necesidad, una obligación.
El escepticismo, como movimiento, no
sólo está en contra de los abusos del dere-
cho a creer; está a favor de que creer sea
efectivamente un derecho, no una obliga-
ción. Aunque el escéptico individual pueda
limitarse a dudar, el escepticismo como
movimiento actúa a favor del racionalismo.
Ésta es su grandeza. No nos limitamos a
perseguir a los oscuros personajes que se
enriquecen con la credulidad e ignorancia
ajenas; no nos basta con poner en eviden-
cia a ridículos gurus. Queremos que nadie
vuelva a vivir atemorizado por seres inexis-
tentes. Queremos que nadie vuelva a ser
obligado jamás a aceptar una moral ajena.
Queremos que las maravillas de la ciencia
y la tecnología sean cada vez mayores y
estén al alcance de cada vez más gente.
Queremos que nunca nadie vuelva a gober-
nar por la gracia de Dios. El escepticismo,
así, es la eficaz barrera que se interpone
entre la luz de la razón y la oscuridad de la
Edad Media. Europea o asiática; nos da
igual.
el escéptico (Invierno 1998-99)
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